Lo perdimos en menos de una hora. No porque no supiéramos adónde había ido: solo teníamos que seguir los rastros de su machete para averiguarlo. Pero no podíamos mantener el ritmo. Incluso con la ayuda de su palo, Ahn se caía con frecuencia. Unas veces lo llevaba en brazos, pero otras los dos necesitábamos las manos para trepar o para apoyarnos cuando bajábamos por empinadas pendientes embarradas. A menudo bebíamos del agua que se acumulaba en las hojas y sacábamos la lengua cuando llovía, pero no tenía nada que ver con beber un vaso entero de agua fresca del grifo de la casa de tus padres.
Enseguida, el sendero empezó a ir hacia abajo y cuando dejamos de deslizamos por diques llenos de barro y raíces, llegamos a un suelo donde la vegetación era menos densa, tropezábamos menos y, por fin, comenzamos a pisar hierba de nuevo. Las marcas de machete se hicieron menos frecuentes, al igual que las lianas y lo mismo ocurrió con nuestra capacidad para seguir a William.
Recordé lo que me había dicho él sobre las llanuras y no nos separamos de los árboles. No dejaba de pensar que en nada el suelo del valle se transformaría en arrozales.
La lluvia nos daba de cara y saqué mi chubasquero del petate para taparnos con él. No lo aguantaba en la espesa selva. Me daba mucho calor. Y ahora, como protector para el viento y la lluvia, no estaba a la altura. Encima del valle pasaban unas nubes que parecían estropajos grises, y cada pocos minutos caían chubascos. Los cráteres creados por las bombas, llenos de agua ya, se desbordaban y mezclaban unos con otros. Me sentía mareada y me dolía la cabeza, que era como me sentía cuando cogía un resfriado. Necesitaba de nuevo a mi mamá. Quería que me trajera aspirinas, antihistamínicos, un inhalador con Vicks, cómics y zumo de naranja recién exprimido. El hecho de que no lo hubiera hecho desde que yo tenía diez años no cambiaba nada. Los adultos enfermos también tenían regresiones.
«Querida mamá» escribí mentalmente mientras llevaba en brazos al niño por el valle, «Ahn y yo hemos dado hoy un paseo, bueno, casi todo el tiempo era yo la que caminaba. Él se cansaba. William tenía que ocuparse de unos asuntos y cuando volvió no estaba de muy buen humor, así que Ahn y yo decidimos darle tiempo para que se tranquilizara. Estoy segura de que hoy veremos un arrozal. William no quiere ver gente, pero yo creo que los arrozales son una buena señal. Son algo tan normal como los campos de trigo. William no quiere entrar en las aldeas vietnamitas, es un chico de ciudad. Yo opino que, después de todo, estas personas cultivan arroz, como allí la gente cultiva trigo. ¿Qué diferencia hay? Le he pedido a Ahn que me enseñe a decir “Hace calor, ¿verdad?” y “Buen día si no llueve” en vietnamita».
Pensar en mi casa probablemente no fuese lo mejor, porque mi mente empezó a divagar. Como no quería estar en Vietnam, comencé a soñar con los ojos bien abiertos y andando, que no estaba aquí. Me imaginé que caminaba por el bosque cerca del maizal de mi tía Janet llevando en brazos a mi prima Sandy, que ahora tenía unos diecisiete años, pero en mi imaginación ella seguía igual que la última vez que la vi, más joven que Ahn. Era como un espejismo, aunque la diferencia era que en realidad yo no veía nada que no estuviera ahí, simplemente reinterpretaba lo que estaba viendo para que pareciera algo que quería ver. No tengo ni idea cuánto tiempo o cuánta distancia caminé pensando que estaba en la vieja y aburrida Kansas. Es un milagro que no confundiera una trampa con una valla y nos matara a los dos.
Ahn me trajo de vuelta al Sudeste Asiático cuando se despertó y señaló lo que parecía una brillante puesta de sol. Le di el capricho y me detuve para poder admirar lo que yo creía que era el rojo, el naranja y el amarillo del sol reflejados en el cielo.
Cuando giramos por la siguiente curva, sentí el calor, olí el humo y vi las lenguas de fuego que lamían el cielo y salían del campo que teníamos debajo de nosotros. Había acres de vegetación ya consumidos y ennegrecidos y el fuego ahora se alimentaba de la tierra y de las raíces. Me pregunté que ardía con tanta fuerza y pensé en el napalm. Pero ¿por qué napalm en el campo de alguien?
Lo odiaba incluso más que andar a trompicones por la selva, así que comencé a subir de nuevo y a alejarme del fuego. Justo antes de que cayera la noche, encontramos otro arroyo que dividía una cadena montañosa en dos. Nos bañamos de nuevo y bebimos; le di a Ahn dos paracetamoles para la fiebre, así como dos pastillas de sal para cada uno, y me quedé con una para mi nueva cosecha de sanguijuelas. Me arranqué la manga de la camisa, envolví el muñón de Ahn con ella y la até con un trozo de su antiguo vendaje. El muñón no parecía estar tan mal como me temía, pero donde habían estado los puntos de sutura tenía una úlcera del tamaño de una moneda de cinco centavos y estaba supurando.
Subimos la cadena de colinas antes de caer la noche y nos dormimos entre dos rocas debajo de un árbol de gran tamaño que nos protegía de la lluvia. Soñé que mi abuelo miraba el campo y se reía; me habló de la agricultura de rozas y quema, pero me decía algo sobre que hoy en día lo hacían con un avión fumigador.
Cuando desperté a la mañana siguiente, sentí el calor de una pequeña fogata, olía a carne, la oía chisporrotear. William estaba sentado en cuclillas, al estilo vietnamita, al lado del fuego.
—Si fuera un charlie, estarías muerta, mujer —dijo él.
—Casi lo estoy, de todas formas —repliqué yo, y conseguí que Ahn me soltara para poder estirarme. El aura de William seguía teniendo por los bordes un ligero tono negro y granate, pero la mayor parte era azul, ligeramente amarilla y verde claro—. ¿Por casualidad recuerdas haber venido a por nosotros con un machete y una 45 automática?
—¿Yo? No. Yo voy detrás de los del Vietcong. He cogido a algunos. Uno de ellos se escapó, la chica con la artillería pesada.
—¿Creías que éramos ellos? —le pregunté yo, pero él parecía desconcertado y herido y sus colores comenzaron a girar de forma confusa.
—No importa —le dije—. ¿Cómo nos encontraste?
—Fácil. No eres precisamente Sheena, la reina de la selva, mujer. ¿Los ves?
—¿A quiénes?
—A nuestros chicos. Están por aquí. ¿Quién te crees si no que ha echado ese napalm en el campo de ñame?
—Ah, era eso. Ya decía yo. ¿Y qué es el ñame?
—Es comida buena, pero apuesto a que algún gilipollas pensó que era hierba. O quizá no querían que los charlies se lo comieran. No sé.
—Espera un segundo —dije yo—. Si el avión que tiró el napalm era unos de los nuestros, entonces por aquí tienen que estar algunos de nuestros hombres…
—Lo pillas rápido, Sheena. Vi una patrulla de unos seis tíos justo cuando llegué al campo de ñame, pero estaban demasiado lejos y cuando iba a empezar a atravesarlo para ir tras ellos llegaron los aviones y empezó la barbacoa. Tuve que didi mau. Pero esa patrulla puede que nos lleve solo un día de ventaja.
—A ti, quizá —dije yo—. Me sorprende que pudieras retroceder lo suficiente como para encontrarnos. Sin duda eres muy difícil de seguir.
—Sí. Bueno, creo que deberíamos ir a buscarlos.
—Si nos llevan unos días, no lo conseguiremos. Ahn tiene otra vez mal la pierna.
—Nos vamos a poner todos mal si no salimos de esta mierda cuanto antes. ¿Quieres un poco de carne de mono de primera?
Yo asentí y miré hacia atrás a Ahn. Estaba sudando mientras dormía.
—Podrías llevarlo tú en brazos. Así iríamos más rápido.
—No, iría más lento —replicó él pensativamente—. Esa patrulla ya nos lleva un día.
Masticamos el mono y lo consideramos detenidamente. Estuve tentada. Deseé no haber traído al chico aquí. Y William sin duda tenía razón. Perderíamos totalmente la oportunidad de que nos rescataran si aminorábamos la marcha por culpa de Ahn. Pero si fuera un niño norteamericano no estaríamos siquiera hablando del tema. Decidí no mencionarlo.
—Bueno —dije—, puede que sea mejor que nos dejes aquí y te vayas tú tras ellos. No creo que Ahn llegue muy lejos. Tiene el muñón infectado.
—Mujer, parece que no lo entiendes. Ya no estamos en el mundo real. Esto es la guerra, nena. Si te dejo, cuando vuelva, si sigues aquí, probablemente seas un puto cadáver beaucoup jodido.
—De acuerdo, de acuerdo, lo sé, lo sé. Déjalo ya, ¿vale? Solo de pensarlo me pongo nerviosa. Pero francamente, colega, me pone igual de nerviosa estar cerca de ti. Ya van dos veces que casi nos matas.
—Deja de decir eso. No te he tocado ni un puto pelo de la cabeza…
—No era el pelo lo que me preocupaba —le rebatí yo, dispuesta como siempre a atacar con mi ingenio como hacía cuando me peleaba con mi hermano pequeño.
—Ni otra cosa tampoco. ¿De dónde sacas toda esa mierda, chica? Te comportas como si yo estuviera loco cuando lo cierto es que tú eres la loca. ¿Qué intentas hacer? ¿Tenderme una trampa para que me linchen por arrimarme demasiado a tu culito de blanca?
—Mide tus palabras, gallito —le ordené—. Hagamos un trato: tú no me dices culito de blanca y yo no te digo negrata, ¿de acuerdo?
En su aura, de nuevo crecía el rojo y el negro y me di cuenta de que ya no estaba tratando solo con William, mi compañero refugiado, sino con un hombre armado y enfadado que ahora se dedicaba a matar gente y que tenía muchos problemas para saber a quién se suponía que tenía que matar y quiénes estaban en su bando.
Se iba a levantar, pero volvió a sentarse con los ojos llenos de resentimiento y hostilidad y algo más que los alimentaba: la pena que ocultaba todos los otros colores de su aura y el remordimiento que crecía. Los colores cambiaban con tanta rapidez al saltar de una emoción a otra que me costaba ponerles nombre, aunque sabía lo que significaban.
—¿Qué miras? —me preguntó agresivamente mientras permanecía sentado con las manos abiertas encima de las rodillas—. Parece como si te fueras a cagar encima. ¿Qué pasa? ¿Te parezco uno de esos negros hijos de puta violadores de esas bandas callejeras?
—Me has entendido mal, William —dije yo cuando pude dejar de mirar su aura.
Tenía un efecto hipnótico, que a la vez era tranquilizador por la forma en la que te abstraía. Pero era alarmante lo rápido que su voz suave y su bondad se convertían en ira. Estaba convencida de que la dirigía erróneamente hacia mí, pero me sentía culpable de todas formas. Aunque no me consideraba exactamente una intolerante, probablemente era más por falta de oportunidades que por falta de ideales. No había tenido ningún compañero negro en mi clase hasta el instituto, aunque los vecindarios cercanos al nuestro habían estado integrándolos poco a poco y con muchas quejas paranoicas y predicciones funestas por parte de mis familiares. A mí no me importaba hablar con una persona negra, pero el tema sexual me incomodaba, y mucho más porque sabía que si fuera la persona liberal que pensaba que era, no debería ser así. Pero el verdadero problema era que, aunque William y yo hablábamos el mismo idioma y éramos del mismo país, sabía menos acerca de los problemas y posturas de su cultura que de los vietnamitas. El hecho de estar cerca de los hermanos negros que ocupaban los barracones de los reclutas, grupos acérrimos que parecían el equivalente militar a bandas callejeras y que hacían comentarios desagradables cada vez que pasaba por delante de ellos, no me llevaba a creer que iba a caerles bien solo porque estaba a favor de las marchas por los derechos civiles cuando las veía en televisión. Pero que me partiera un rayo si me iba a perder en la selva con enemigos por todas partes, un niño enfermo y un chiflado, y encima admitir que era una intolerante.
—Para ti, soldado Johnson —me espetó William.
—No has entendido nada, soldado Johnson —empecé a decir de nuevo—. No me recuerdas para nada al miembro de una banda callejera.
—¿No? —me preguntó él, y sonó quizá algo decepcionado.
—No —repetí yo—. A quien me recuerdas es a una agradable viejecita a la que cuidé durante mi formación en el campo de la psicología. Era muy agradable y un encanto de persona, pero de vez en cuando atacaba a los clérigos e intentaba castrarlos. El resto del tiempo era la persona más agradable del mundo.
No parecía tener ganas de responder a mis comentarios, así que pinché un trozo de la carne de mono y me giré para darle un poco a Ahn. No estaba allí.
—¿Babysan?
—Déjalo en paz, probablemente se haya ido a mear entre la maleza —dijo William en el tono de voz que pondría un padre quisquilloso al criticarme por la manera en la que educaba al niño.
—¿Y si se tropieza con una trampa o con una serpiente o…?
—¿Qué harías si pasara eso? ¿Gritar?
Ahora era yo la que iba a ignorarlo. Escudriñé la maleza y las colinas y los valles circundantes. Ni rastro de Ahn. Pero al otro lado de las colinas había un valle con arrozales. Al otro lado del valle, había otra cadena montañosa y a un cuarto del camino hacia la cima unas cuantas casas. No veía gente, pero sí volutas de humo que salían de un par de casas del pueblo.
—Eh, mira, ¡civilización! —exclamé yo.
Ni siquiera levantó la mirada de lo que estaba haciendo: lavar la taza de su cantimplora con una hoja húmeda.
—¿Me has oído? —le pregunté, y me olvidé de ponerme en guardia—. Ahí hay una aldea. Gente.
—Sí, pero la cuestión es saber qué clase de gente es.
—Es una aldea —sostuve yo.
Él asintió.
—Sí, pero no es San Francisco.
—Pero merece la pena ir a echar un vistazo. Puede que tengan comida que podamos comprar o suministros médicos o una radio…
—O el Vietcong. Te comportas como si fuera un centro comercial. Bueno, no lo es, y esto no es un pelotón, ni siquiera contigo y babysan. Uno no entra solo en esas aldeas. ¿Y cómo sabes si Ho Chi Minh no es el alcalde?
—Sí, claro, pero también puede ser que los tipos que han quemado el campo se dirijan ahí, ¿no?
—Ajá, y también puede ser que vayan a comenzar un ataque aéreo y se carguen el sitio, como han hecho con ese campo. No creo que sea un buen sitio, sobre todo si vamos los dos solos.
—Sí, pero si nos llevamos a Ahn… quiero decir, el niño es vietnamita.
—Si no es de la aldea o no tiene parientes ahí, no va a servir de nada. Hay muchos niños perdidos por el campo. La gente cuida de su propia gente. No pueden hacerse cargo de todos los niños arrastrados que llegan de por ahí.
—Puede que no, pero… —Abajo, entre los árboles, se movió algo y Ahn de repente salió al claro que había junto a los arrozales—. Dios, ahí está. Seguramente vio la aldea y tuvo la misma idea que yo.
Iba a ir detrás de él, pero William se puso de pie y tiró de mí antes siquiera de que pudiera dar un paso.
—No puedes ir ahí. Hay minas y trampas a lo largo de los arrozales. Probablemente, lo poco que queda de babysan salga volando. No hay necesidad de que os pase a los dos.
—No lo voy a abandonar —insistí yo—. Y, lo siento, pero estás pirado y me das miedo.
Él torció el gesto sin mirarme, concentrado en sacarle brillo al arma que había decomisado.
—William, si estoy despierta sé cuándo te vas a poner como loco, pero cuando estoy dormida no puedo…
—Eso es una gilipollez —se quejó él en voz baja y con tanta fuerza que me sentí como si me hubiera abofeteado—. Tú no sabes nada.
—Sí que lo sé. Mira. —Se lo mostré—. Esto me permite ver una luz alrededor de la persona que me dice qué están sintiendo… De algún modo, puedo leer a la gente. Un anciano sabio, un mago, que era uno de mis pacientes vietnamitas, me lo dio.
Le dio un manotazo.
—¿Qué me estás intentando decir, chica? ¿Que debería dejarte ir sola por la selva porque tienes el equivalente amarillo a un anillo del humor? ¡Te crees que estoy dinky dao!
—¡Si no me crees, mira! —Me lo quité y se lo entregué—. Póntelo. Venga. Y dime qué ves. Vamos. ¡A que no te atreves! ¡A que no!
Dios, estaba experimentando de nuevo una regresión a cuando estaba en primaria y me peleaba con mi hermano. Pero William deslizó el amuleto por el cañón del rifle y se lo pasó por la cabeza con mucho cuidado.
—¡Ahora mírame! —le insté yo—. ¿Qué ves?
—Veo a una blanca loca que se cree Sheena, la jodida reina de la selva —se mofó él, pero se me quedó mirando fijamente y su tono de voz parecía algo más sensato. Se pasó la mano por la cara una vez con gesto cansado—. Mira, hermana, será mejor que te tranquilices. Estás tan enfadada que por los bordes tienes un ligero resplandor rojo.
—¡Ajá! —exclamé yo—. ¡Ves lo que te decía! Ves lo que te decía. Devuélvemelo.
Me sentía ciega sin él, como una de las Grayas, esas criaturas mitológicas que fueron despojadas de su ojo. Me lo devolvió y negó con la cabeza. Cuando me volví a poner el amuleto vi que de nuevo su aura era predominantemente azul y amarilla. Empezaba a entender, a pesar de sí mismo.
—William, tengo que irme. Tengo que ir a buscar a Ahn. Podré saber si esa gente me quiere hacer daño y tendré cuidado. Y aunque no estuvieras… perdóname… loco a veces, no estaría más segura contigo que sola. Nadie está a salvo en esta mierda. Lo sabes mejor que yo, por el amor de Dios. Pero no puedo dejar a un niño minusválido solo por la selva, y cuanto más tiempo me quede aquí sentada contigo refunfuñando, más difícil me resultará encontrarlo antes de que llegue a la aldea.
—Podría darte un golpe en la cabeza y llevarte o arrastrarte —me amenazó él.
—Con eso no iremos más rápido, ¿verdad? —insistí yo.
—Mierda —se quejó él—. Vete, entonces, maldita sea. Pero después no pongas de vuelta y media a William Johnson cuando los del Vietcong te rajen viva. Crees que estoy loco y tienes miedo. Deja que te diga algo, señorita. Yo sí que he tenido miedo viajando contigo y con ese amarillo. No valgo una mierda desde que me junté con vosotros. Lárgate de aquí si tantas ganas tienes. Voy a contactar con la patrulla esa que vi. Si consigo que vuelvan por la aldea y ha quedado algo de ti, lo pondré en una bolsa y me encargaré de que tu madre lo entierre.
Se dio la vuelta.
—¿William?
—¿Hmmm?
—¿No habrás conseguido un arma más pequeña que me puedas dar para que me sea de ayuda en caso de que me capturen?
Él resopló, me dio el machete sin decir ni una palabra y se marchó. Por un segundo, me quedé mirándolo e irracionalmente me sentí abandonada, pero entonces aparté la mirada y vi a Ahn en la linde del arrozal y a una oleada de gente en pijama y sombreros cónicos corriendo por los arrozales hacia él. Yo me lancé colina abajo y entre los árboles, esperando sentir el cable de una trampa en la pierna, que mi pie pisara primero la nada y que después me atravesaran unas estacas punji al caer en un pozo camuflado. Tuve suerte, porque llegué al arrozal intacta y a tiempo de ver que no era Ahn quien estaba causando el alboroto entre los aldeanos.