John Wayne probablemente me habría disparado, pero William se detuvo cuando le comenté que no podía seguir caminando.
—No pasa nada. El babysan aquí presente no es que sea un peso pluma. Te han estado cebando en el hospital de Da Nang, babysan.
—Ni hablar, soldado —protestó Ahn—. Cebar tete. Ahn beaucoup hambre.
—Sí, William beaucoup hambre también. —William, que llevaba a Ahn a caballito, encogió los hombros para destensar los músculos—. ¿Usted también tiene hambre, mamasan?
—Por supuesto. Pero no me quiero alimentar solo de chucherías. ¿Has visto alguna rata por aquí?
—No, ¿por qué?
—¿No os dieron ese discurso en entrenamiento básico en el que os decían lo que tenéis que hacer si estáis muertos de hambre y solo tenéis una rata cruda y una chocolatina Hershey?
—Ah, sí. ¿Habla de ese discurso en el que te dicen que cuando comas la rata la bajes con un trozo de Hershey porque la barrita no la potarás? No funciona, señora. Conozco a un tío que lo intentó y me dijo que lo único que consigues es odiar esas barritas a partir de ese momento.
—Bueno, pude que sea mejor con M&M’s de cacahuete —sugerí yo, esperanzada.
—Hmmm —dijo él bajando la voz un decibelio o dos—. Bueno, no vamos a tener que preocuparnos por esto si no tenemos más cuidado.
Eché un vistazo rápido a mi alrededor y no noté ningún brillo en particular, solo la fosforescencia de la vegetación que el amuleto acentuaba.
—No hay nadie cerca —anuncié yo—. Creo que estamos a salvo.
—Entonces se debió de dar un golpe en la cabeza en ese accidente de helicóptero, señora. No estamos seguros ni por asomo.
—No, pero no hay nadie cerca.
—No los puede ver, señora. A eso me refiero.
—Yo creo que sí —insistí yo, y entonces me pregunté cómo se lo podría explicar sin sonar como una superheroína refugiada de los cómics jóvenes titanes.
—¿Ah, sí? ¿Y eso? ¿Es información especial que solo saben los oficiales?
—Bueno, se podría decir que tengo una visión inusitadamente buena —le expliqué yo. Decidí que no me apetecía hablar del amuleto en ese momento y William no parecía tener ganas de escuchar mis explicaciones aunque yo quisiera darlas.
—Ajá. Bueno, encuentre comida, entonces, si es tan buena.
—No he recibido mucho entrenamiento de supervivencia —reconocí yo—. ¿Qué has estado comiendo? Si estuviera ahora en casa, estaría disfrutando de un filete en el comedor.
—¿Un filete? Dios, mujer, sin duda lo has tenido muy fácil. ¿Qué ha hecho que hayas acabado con tu delicado y bien alimentado trasero en algo así y acompañada de un niño cojo?
—Alguien tiene que estar pendiente de esta gente —respondí yo.
William me miró de una forma que decía que era una pena que me hubiera dañado el cerebro.
—Llevo mucho tiempo pendiente de ellos yo también. Muy pendiente. Y si alguno de ellos se cruza en mi camino, no van a necesitar que estemos más pendientes de ellos y eso, chica, por no decir algo peor, porque eres una mujer y todo eso.
Al recordar lo que había sufrido, no discutí con él y cambié de tema. No quería que dejáramos de hablar. Si seguíamos charlando, me sentiría menos asustada.
—¿De dónde eres, William? —le pregunté yo, un poco sofocada al intentar seguir su ritmo.
—De Cleveland —me respondió él, todavía enfadado conmigo y con el aura encrespada de un rojo apagado.
—Yo soy de Kansas City. Ahí viven mis padres y mi hermano. ¿Tienes hermanos?
—Sí. Y mujer y dos hijos. Y me gustaría seguir con vida para verlos de nuevo. Mire, señora, la charla ha estado bien y eso, pero no quiero que el Vietcong nos pille de palique.
Cerré el pico, al principio con un poco de resentimiento; después de todo, si nos habíamos quedado allí tirados los tres, me parecía fatal que no pudiéramos conversar siquiera. Poco después, subíamos por la ladera de una cadena de colinas; nos abrimos paso entre lianas y arbustos que me rasgaban el chubasquero y entre hileras de hierba alta que al pasar ronzándola producía un sonido de rasgadura, así que parecía que nos estaban haciendo trizas la ropa. Cualquier soldado del Vietcong que estuviera en la zona podría oírnos a kilómetros de distancia antes de verlo nosotros siquiera. Recuerdo que Duncan, que era cazador, me contó una historia en la que decía algo parecido a sus patosos compañeros de caza cuando se quejaban de que no veían ningún ciervo. «No, no habéis visto ninguno, pero estoy segurísimo de que ellos a vosotros sí que os han oído», les decía. Al contrario que el ciervo, los soldados del Vietcong no escaparían asustados al oírnos. Al dedicar mi energía a pensar en esto y a subir la colina, ya no tenía ganas de hablar.
Y no es que William fuera deprisa, subía la ladera lentamente, como si fuera aceite comparado conmigo. Dejó a Ahn en el suelo y el chico hizo buen uso de su pie, de las dos manos y, aunque me dolía solo de verlo, de su muñón mientras subía la colina. De vez en cuando, se paraba y se frotaba el muñón, pero no se quejaba; dos veces me miró sonriente cuando me detenía a recobrar el aliento, mientras intentaba no quedarme atrás. Ser enfermera implica caminar, agacharse, inclinarse, levantar y correr mucho, pero gracias a Dios no subíamos por colinas empinadas y enlodadas bajo una lluvia constante y humeante. El esfuerzo físico hacía mucho más soportable esta pequeña bajada en la temperatura causada por el viento y la lluvia. Mientras que en el claro había tenido frío, dentro de la espesa selva, donde grandes hojas cubrían otras más grandes, me sentía como un cerdo asado. A última hora de la tarde, salimos de la espesura a una lluvia fina que salpicaba la cima de la colina. Aquí los árboles eran altos, pero el suelo era rocoso y casi no había lianas. Me apoyé en una roca y a punto estuve de resbalarme con mi propio sudor. William parecía un fantasma, envuelto en una nube de condensación.
Sentía un dolor atronador en la cabeza y no podía centrar ya la mirada. La lluvia era caliente, pero era agua después de todo, así que levanté la cabeza y dejé que me entrara en la boca. Ahn se acercó a mí arrastrándose, metió la mano en el bolsillo de sus pantalones cortos y me ofreció una bolsita con pastillas de sal dentro. William ya estaba bocabajo bebiendo a lengüetazos de una roca hueca. Dejó que yo también bebiera, como si estuviéramos en la fuente de un parque, y después de unos cuantos sorbos, me metí las pastillas de sal en la boca y bebí un poco más. Me ayudó, pero no conseguí que bajara y llegara a la parte más seca de mi garganta. Aun así, sabía que los efectos sistémicos me salvarían la vida de todas formas.
Cuando se me despejaron un poco los ojos y la cabeza, miré a Ahn, que se estaba metiendo de nuevo las pastillas en el bolsillo.
—Babysan, ¿de dónde las has sacado? —le pregunté yo.
—Yo encontrarlas, mamasan. De primera, ¿eh? Creo quizá vender cuando yo fini hospital.
La versión vietnamita de la libre empresa por una vez había resultado útil. Yo había traído mis propias pastillas de sal, pero tener dos bolsas era mejor que tener solo una. No tenía ni idea de cuál era el aspecto de un salegar y dudaba de que nos encontráramos con uno cada vez que nos deshidratáramos. William se había tomado un par de pastillas también, pero llevaba en el monte bastante tiempo y su cuerpo en cierto modo se había adaptado. Yo sudaba a borbotones como el géiser Old Faithful y el sudor de él parecía que fluía suavemente como el Danubio, lo que le proporcionaba un brillo sedoso a su piel. Por supuesto, él apestaba como un macho cabrío, aunque la verdad es que yo también empezaba a despedir un olor bastante acre. A todos los reclutas les advertían que no usaran productos de higiene norteamericanos perfumados como pasta de dientes, desodorante y loción para después del afeitado. Me pregunté si eso importaba. Había oído que para los orientales, los norteamericanos olíamos mal, que al comer carne roja despedíamos un olor que ellos encontraban desagradable. Me pregunté si el Vietcong nos mataría antes por oler bien debido a la pasta de dientes y a la loción para después del afeitado o por oler mal debido a los sobacos malolientes, a la suciedad acumulada entre los dedos de los pies, al aliento de dragón y al olor de la entrepierna.
Recorrimos las colinas cruzando los pequeños desniveles que había entre ellas. Una vez, me paré y me quité un momento el amuleto para ver el paisaje con mis propios ojos. Pensé en lo mucho que a mi madre, que tanto amaba los senderos y la observación de aves, le habría gustado esto. Los campos de hierba alta que se mecían como trigo estival eran el único parecido que existía entre Vietnam y Kansas. El país estaba cubierto de cadenas montañosas que coronaban las zonas bajas de hierba, arrozales y más selva. En la cima de estas cadenas, unos árboles altos y delgados se abrían camino en el rocoso suelo sembrado de finas lenguas verdes. Las laderas y los valles rebosaban de diferentes tonalidades de verde: botella; esmeralda; peridoto; oliva fuerte, medio, oscuro y apagado; lima, amarillento; y otras tonalidades a las que no supe ponerles nombre. Un arroyo atravesaba el valle hacia el este y brillaba entre los árboles como espumillón navideño.
—¿Por qué se para? —preguntó William.
—Apuesto a que se puede di visar todo Vietnam desde aquí —respondí yo.
—Apuesto a que todo Vietnam también nos puede ver a nosotros. Piénselo y mueva el culo.
No me lo tuvo que decir dos veces. Me volví a poner el amuleto y lo seguí. Aunque caminar por este suelo era más fácil y sentía el frescor del viento y de la lluvia en la cara y en los brazos, los pies me quemaban como si estuviera caminando sobre unas brasas, y me dolían las piernas hasta la cintura. William dejó a Ahn en el suelo y giró los hombros hacia atrás para liberar la tensión. El chico me miraba expectante, pero yo negué con la cabeza y, sin lloriquear, cogió un palo largo y grueso y lo usó de muleta.
El cielo se oscureció: pasó de un plata claro al color de una sartén nueva de hierro fundido. Las gotas de lluvia aumentaron de tamaño y el suelo se volvió más cenagoso. Debajo de la cadena de colinas, la selva nos cubría de nuevo. Bajamos sentados por un dique resbaladizo hasta llegar al tronco esponjoso de un árbol muerto, del que salían dos árboles más. William bajó del árbol tumbado y limpió la cubierta vegetal con los pies. De allí salieron despavoridos varios lagartos y arañas, entre ellas dos o tres de un tamaño considerable. Quería preguntar si eran tarántulas, aunque me sentía estúpida por no saberlo, así que intenté parecer despreocupada como si, por supuesto, supiera que eran tarántulas, pero que no me daban miedo.
—Será mejor que hagamos guardias esta noche —propuso William—. ¿Qué prefiere, ir primera o segunda?
—Primera —respondí yo—. Estoy hecha polvo, pero no creo que pueda dormir, me duele todo. ¿Qué hacemos si vienen? ¿Escupirles hasta que se ahoguen?
—No, pero si los vemos nosotros primero, nos servirá de aviso y nos podremos esconder. Si no los vemos y ellos sí a nosotros, lo más bonito que nos pueden hacer es degollarnos mientras dormimos, pero no creo que nos lo pongan tan fácil, sobre todo contigo aquí.
—Gracias, William —dije con un escalofrío—. Toda posibilidad de conciliar el sueño definitivamente se ha esfumado.
Él asintió como si pensara que de verdad me sentía agradecida y se acurrucó contra el árbol. Ahn se quedó profundamente dormido en cuanto se fueron las arañas. Yo me senté de espaldas al precipicio, me abracé las piernas y vi cómo las auras de mis compañeros se apagaban al quedarse dormidos, como puestas de sol que se tornan rosa oscuro y azul pizarra.
De vez en cuando, me estiraba un poco para echar una ojeada a la colina, en busca del brillo revelador de las auras de los enemigos. Pero no pensaba que las fuera a ver a tiempo si nos asaltaban.
Giré la cabeza, los hombros y los pies, y sentí un profundo dolor en los hombros, en el cuello, en las piernas, en los brazos, en las caderas y, sobre todo, en los pies. Quería quitarme las botas. Sabía que tenía que hacerlo o pillaría una úlcera tropical, pero ¿qué importancia tenía eso cuando en cualquier momento me podían pegar un tiro, o algo peor? En ese momento entendí las quejas de los reclutas cuando ingresaban en el hospital. No quería quitarme las botas. Quería poder correr si tenía que hacerlo. No quería que me capturaran.
El entrenamiento básico en Fort Sam era de chiste para las enfermeras: nos necesitaban y por eso no nos hostigaban. A diferencia de los hombres, muchas de nosotras podíamos irnos. Aquellas de nosotras que tenían obligaciones contractuales se podían quedar embarazadas y salir de allí en caso de que fuera necesario. No querían mortificarnos demasiado. Así que pensé que solo estaban siendo dramáticos cuando nos metieron en una pequeña aula y cerraron la puerta después de que entraran el instructor y un sargento que parecía de las Fuerzas Especiales.
—Damas y caballeros —dijo el instructor—, lo que vamos a decirles hoy aquí no podrá salir de esta aula. Si lo cuentan por ahí, lo negaremos.
Ay, Dios, pensé yo. Misión: Imposible. Los demás mostraron diferentes grados de preocupación: en la mayoría de las mujeres era por cortesía. Los enfermeros respondieron de forma diferente. Vi que Jamison, un tipo con el que había ligado en el club de oficiales, se echó hacia delante, de repente con una expresión muy seria. Había varios enfermeros en nuestro grupo, pero dos o tres, incluido Jamison, ya eran veteranos antes de conseguir sus diplomas de enfermería. En cuanto conseguían sus diplomas, podían ser llamados de nuevo a filas. Jamison me contó que le había gustado Vietnam como sanitario, que había sentido que realmente había hecho algo bueno en las misiones de acción civil, pero que quería la experiencia que pensaba que le daría su formación como enfermero. No lo volvieron a llamar a filas y, por la expresión de su cara, me pregunté si no le estarían entrando dudas.
El sargento se presentó primero como un veterano que había estado dos veces en Vietnam. No hacía falta que nos lo dijera. Fue mirarlo a la cara, con sus ojos cansados, y a su postura, que era despreocupada y tensa a la vez, y darme cuenta de que esto no era ningún teatrillo del Ejército.
—Ahora les voy a contar algo y sé que van a pensar que es cruel e inhumano y todo eso, pero tengo mis razones. Ustedes, mujeres, si alguna vez se encuentran en una situación en la que no puedan evitar que las capturen, lo mejor que pueden hacer es quitarse la vida. Ustedes, hombres, si se encuentran en una situación en la que una de estas mujeres pueda ser capturada, háganle un favor y mátenla. Porque las torturas son atroces.
Entonces nos enseñó una serie de fotografías.
Me perturbó un poco, pero aun así pensé para mí: Pues vaya responsabilidad… ya están jugando a ser John Wayne con lo de dejar la última bala para la maestra. Al cabo de un rato, traté de no pensar en la gente horriblemente herida de las fotos, lo mismo que había hecho con las asquerosas fotografías que había visto en los libros de medicina.
En Fitzsimons, conocí a una enfermera que me contó qué sistema seguía para poder manejar los idilios en el extranjero. También había servido en Vietnam durante la ofensiva del Tet, lo cual supongo la había vuelto lo suficientemente loca como para que yo le cayera bien e intentara ayudarme cuando los jefazos y el resto de las enfermeras jefe la tomaban conmigo. El día en el que me informaron de que me enviaban a Vietnam, ella me dio la típica charla de hermana mayor sobre los hombres y nos tomamos a medias primero una y finalmente dos botellas de vino.
Cuando estábamos a punto de terminar la segunda botella, ella me empezó a hablar de la parte de Vietnam de la que no me habían hablado todavía: no de las fiestas en la playa ni de las incomodidades, sino de su trabajo. Había sido enfermera de triaje en Cu Chi durante la ofensiva del Tet y me habló de cómo en un momento dado el Vietcong invadió el lugar y algunas de las cosas horribles que vio en urgencias, las mutilaciones, las muertes. Le hice la pregunta, con cautela, porque nos habían advertido de que no lo mencionáramos fuera de la sala.
—¿Os dieron esa charla sobre las torturas de los enemigos antes de marcharos para allí?
Ella asintió.
—Sí. Ojalá alguien se lo hubiera contado a los civiles también, porque tenían razón. Tuvimos a dos monjas norteamericanas; el Vietcong las había torturado hasta que… bueno, una de ellas murió y yo le pedí a Dios que la otra también muriera.
Pensaba en eso mientras me acurrucaba debajo de la cresta de la colina. Todavía podía ver el rostro de mi amiga. No era algo que ella hubiera oído. Lo había visto. En mujeres norteamericanas como nosotras. Aunque civiles. Sin duda, sería incluso peor, si eso era posible, para las mujeres militares. Y después estaban todos esos oficiales que intentaban asustarnos diciéndonos: «Saben vuestros nombres. Saben quiénes sois. El Vietcong os ha puesto en la lista de personas a eliminar». Pensé primero en las cosas horribles que había oído de primera y segunda mano, los mitos populares vietnamitas y las historias de otras enfermeras sobre torturas, mutilaciones y mujeres vietnamitas y del Vietcong que habían sido víctimas de abusos horribles por parte de nuestra gente o de la suya; sentí mi cuerpo, dolorido, tan blando y fácil de atravesar, recordé que daba alaridos de dolor cada vez que me golpeaba en el dedo del pie. Dios mío, ¿qué hacía yo aquí?
Los bichos eran una tortura: me dolían los brazos de intentar matarlos, y me picaban y quemaban los enormes bultos que me habían salido por toda la cara, por los brazos y por debajo de la ropa. Aunque me sentaba encima de mi chubasquero, estaba calada hasta los huesos por culpa de la lluvia, de la savia de las plantas y del fango. ¿Cómo podían desahogarse aquí, en esta mierda, los reclutas? No me extrañaba que la gente se volviera sanguinaria: ya solo la incomodidad era suficiente para enloquecer.
Tenía que haber cosas mejores en las que pensar, pero nunca antes había hecho guardia. ¿Qué haría Duncan si estuviera conmigo? Posiblemente diría que si tuviera su viejo rifle de calibre 30-06 se cargaría a todo el NVA, pero como no lo iba a tener, era probable que me dejara sola «solo un minuto, cariño, mientras compruebo una cosa» y se fuera con una ramera vietnamita. Ahn gimoteaba en sueños y se hizo un ovillo. Yo también quería gimotear. Quería a mi madre. Casi la podía oír decir: «Bueno, Kathleen Marie, no es que no te quiera, cariño, pero tú solita te has metido en esto. Ni tu padre ni yo, ni siquiera el Ejército, te obligamos a que te fueras a ese país, así que ahora vas a tener que apañártelas lo mejor que puedas». Muchas gracias, mamá.
También me diría que no servía de nada ser morbosa. Buen consejo, aunque era un poco difícil de seguir. Intenté escribir mentalmente una carta no demasiado chocante.
Querida mamá:
Me sucedió algo extraño cuando trasladaba a Ahn a otro hospital. El maldito helicóptero se averió y el niño y yo tuvimos que saltar a la selva. Tony, con lo buen capitán que era, se estrelló con la aeronave, pero conocimos a un pintoresco personaje llamando William, que vuelve a la civilización porque lo van a destinar a otro puesto, ya que dan por concluida su misión aquí. El pequeño Ahn está aprendiendo con él muchas expresiones norteamericanas y trucos para la vida en el bosque que estoy segura le resultarán muy útiles cuando en un futuro se una a los exploradores vietnamitas.
Bueno, hemos pasado el día recorriendo un sendero maravilloso. Tus violetas africanas se adaptarían muy bien a este país. Este lugar parece un enorme invernadero lleno de begonias ala de ángel, cintas, helechos, lenguas de suegra, toda clase de lianas, hiedras y flores, la mayoría de las cuales parecía que te iban a comer. Bueno, en serio, esto es realmente hermoso, aunque no le vendría mal una buena poda, y te lo pasarías muy bien observando las aves e identificando todo tipo de arañas y lagartos. También hemos oído monos. Aunque no los hayamos visto, sé que eran monos porque suenan como la banda sonora de una película de Tarzán. Se supone que hay animales más grandes por aquí, pero por ahora no nos hemos cruzado con ninguno. Por suerte, no hace mucho calor porque estamos en la época de lluvias. Llueve un poco, pero no te preocupes, ¡me acordé de traer el chubasquero! Recuerdos a papá y a todos…
No mencionaría lo del amuleto. Podría no gustarle el hecho de que aceptara joyas de desconocidos, sobre todo de pacientes.
Me pregunté si el amuleto me provocaría pesadillas intensificadas por las auras. Al menos el brillo de la vegetación era más débil de noche que durante el día, probablemente porque con la fotosíntesis las plantas emiten más energía durante el día. Era algo bueno, ya que no estaba acostumbrada a esos estímulos visuales y tenía un extraño dolor de cabeza en mitad de la frente.
Algo se movió entre el tronco y el borde de la colina, donde William estaba tumbado. Por lo menos, la suerte nos lo había traído a nuestro lado, pensé yo, y me puse de rodillas para echarle un vistazo como si fuera uno de mis pacientes del turno de noche. Algo duro me cogió del cuello y me empujó violentamente contra el suelo.
El rostro de William apareció encima de mí y su antebrazo me sujetó el cuello contra el suelo. Su expresión era extraña, no tanto de odio ni de ira como de concentración. Afortunadamente, el suelo estaba quebradizo y cedió bajo mi cabeza; si no me habría matado inmediatamente. Le intenté dar una patada y sentí cómo arañaba a Ahn con la bota.
—Déjalo ya —le pedí, aunque no sonó así cuando salió de mi boca—. William, maldita sea, ¡basta!
Ahn se abalanzó contra él, le empezó a pegar con sus pequeños y huesudos puños y le tiró del brazo. El hombre me soltó el tiempo suficiente para darle un revés al niño y mandarlo a un metro de distancia.
Me moría de ganas de volver a respirar, pero solo pude jadear.
—William, maldita sea, ¿qué cojones te pasa?
Iba a cogerme de nuevo, pero, casi sin fuerzas, lo intercepté con los brazos y lo miré otra vez a los ojos, intentando averiguar, antes de morir, qué demonios estaba pasando. Mis brazos estaban rodeados de una luz de un color malva sucio, que se fusionó con su brillo granate apagado y lo debilitó. Él se puso bruscamente en cuclillas y perdió el equilibrio, por lo que se cayó hacia atrás uno o dos pasos. Extendió los brazos y se agarró de una rama, se incorporó, se sacudió como un perro mojado y parpadeó.
Ahn subió como pudo por la colina, lo rodeó y se escondió detrás de mí; se frotó el muñón con cariño y se sorbió los mocos. Pero en ningún momento profirió un solo grito.
William subió la colina a gatas. Yo retrocedí rápidamente y casi tiré a Ahn, pero William solo dijo:
—Ya va siendo hora de que duermas. Yo haré la guardia.
—No, gracias —me negué yo, decidida a no dormir ni un segundo con él allí por si me mataba mientras dormía.
—¿Qué quieres decir con «No, gracias»? —preguntó William—. ¿Qué locura es esa? Tienes que dormir.
Lo último lo dijo como una madre convenciendo con zalamerías a un adolescente.
—¿Locura? —dije yo con un siseo—. Pero si acabas de intentar matarme.
Me miraba inexpresivo.
—Sí —asintió Ahn metiéndose en la conversación—. Tú muy peor, soldado. Tú coger a mamasan así y…
Fingió que se ahogaba y puso una cara horrible, después bajó las manos.
—Eh, William, ¿tú ser como Vietcong?
—Espera un momento, espera un momento. ¿Que hice qué? ¿Este crío está de broma o qué?
—Has intentado matarme, William —le repetí yo, y me relajé lo suficiente como para intentar averiguar qué había pasado, ahora que estaba bastante segura de que volvía a ser él de nuevo—. Puede que estuvieras soñando con que habías vuelto a tu unidad, ¿no crees?
—Sí, sí, puede ser. Eh, lo siento mucho.
Extendió los dedos hacia mi cuello como si quisiera acariciar el cardenal (ya sentía cómo me estaba saliendo) para que desapareciera.
—No lo quería hacer… mierda, lo siento de verdad. —Se le entrecortaba la voz y me di cuenta de que estaba llorando. Alargó su manaza y cogió la de Ahn—. Sin loi, babysan.
Ahn lo evaluó con la mirada de tal forma que parecía mayor de lo que era, y asintió, olvidando todo el asunto.
—Estar bien, Ahn —dije yo—. Ya pasó.
Pero ninguno de nosotros pudo dormir y en cuanto hubo luz suficiente como para que no nos tropezáramos con nuestros propios pies o con las raíces y lianas que encontráramos por el camino, comenzamos de nuevo a caminar.
—¿Adónde vamos, William? —pregunté yo.
—Que me parta un rayo si lo sé. Me dijeron que cuando estás en el monte tienes que seguir caminando. Así que nosotros caminamos.
Me pareció bien. Aunque deseé estar segura de que nos dirigíamos hacia una comida caliente, un agradable camastro y los feos alambres y sacos de arena que separaban nuestros cuerpos de las balas del enemigo.
Ahn no me había soltado la mano en toda la mañana, pero de repente se escabulló, parecía muy agitado; miraba detenidamente hacia uno de los lados del sendero. Yo me detuve y él me agarró del faldón de la camisa de mi uniforme para no perder el equilibrio y empujó algo con el palo que usaba de muleta. Pensé que era una serpiente, pero cuando Ahn se echó hacia atrás con un escalofrío, decidí que podría ser algo incluso más peligroso.
—¿William? —susurré yo. Él iba al frente. Nos separaban unos cuantos metros, aunque íbamos lo más rápido que podíamos y él lo más lento que podía.
—Creo que Ahn ha encontrado una mina.
Intenté tirar de él cuando se inclinó para darle de nuevo, pero se zafó y una vez más alargó su muleta.
William volvió, agarró la muleta a tiempo y se la quitó a Ahn de un tirón de tal modo que el niño se cayó hacia atrás y tropezó conmigo.
—¿Eres del Vietcong o qué, muchacho? ¿Quieres que saltemos por los aires?
—No Vietcong —dijo Ahn—. Mirar.
E hizo como que comía, como si estuviera tomando arroz de un cuenco y metiéndoselo en la boca.
Rápidamente, di unas cuatro zancadas hacia atrás cuando vi que William era el que esta vez empujaba el montículo de tierra. Vagamente reconocí unas pequeñas formas cilíndricas en lo alto del montículo.
—¿Qué son? —susurré yo mientras William revolvía el montículo con un palo y algo se soltó y rodó hasta sus pies—. Parecen latas de combustible. ¿Bombas caseras?
—No, pero son igual de malas. Judías e hijos de puta.
—¿Cómo?
—Judías y perritos calientes. ¿Ves esto? Algunos tíos, cuando están en el campo de batalla y no les gustan las raciones de combate que les han tocado, van y las entierran. ¿Te gustan las habas?
William tenía el equivalente militar a un abrelatas en el bolsillo. Bajando unos metros por la ladera de la colina, encontramos un arroyo, que parecía poco profundo y que solo tenía unos cuatro metros y medio de ancho. Engullimos la comida fría directamente del recipiente.
—Qué pena que no tenga aquí la taza de mi cantimplora y un poco de C-4 —se lamentó William—. Así podría calentar esta mierda.
—¿Qué es C-4? —le pregunté yo.
—Explosivo plástico.
Llenamos las latas de agua una y otra vez hasta que nos dolieron los brazos de tanto bajarlos y subirlos. La mañana había sido bochornosa y era maravilloso sentir el agua en la piel. William se metió dentro del arroyo.
—¿Te quieres mojar, mujer? Entra, entonces. Tenemos que cruzar este cabrón de todas formas.
Él empezó a vadear el arroyo.
Ahn parecía tener dudas al ver las aguas turbulentas. Cuando me metí en el agua congelada pude ver enseguida que el niño iba a tener problemas: la fuerza con la que fluía era suficiente para hacer que perdieras el equilibrio.
—Vamos, Ahn. Agárrate a mí.
Dejé que me cogiera del hombro mientras yo me metía hasta las rodillas para mojarme y refrescarme todo el cuerpo. La noche anterior había pensado que no iba a sentir calor nunca más, pero ahora no me podía creer lo bien que me estaba sentando el frescor del agua. Entonces comenzamos a cruzar. William, que iba justo delante de nosotros, empezó a arrancarse la ropa.
Apenas tuve tiempo de preguntarme qué demonios le pasaba cuando lo comprobé por mí misma. Una sanguijuela de unos tres centímetros comía en mi brazo. Dejé a Ahn bruscamente en el suelo del dique y me quité la ropa también. El niño hizo lo mismo. Empecé a golpearlas para quitármelas de encima.
—No lo hagas —dijo William—. Si les partes la cabeza, te pondrás enferma. Rompe una pastilla de sal y pónsela en el lomo. Se despegarán. Funciona mejor con los pitillos, pero hace mucho que terminé los míos.
Ahn, que estaba como Dios lo trajo al mundo, se inclinó y sacó un paquete casi empapado de mentolados del bolsillo de sus pantalones. También sacó un Zippo y encendió con destreza el cigarrillo que después me pasó. William ya estaba poniendo sal a sus sanguijuelas. En cuanto a las suyas, Ahn simplemente se las arrancaba. Se supone que no debes hacerlo, pero él lo hizo, pellizcándolas cerca de la cabeza. Funcionaba. Cuando terminamos, teníamos unas cuarenta y ocho sanguijuelas en total.
Les di la espalda a los hombres mientras me dedicaba a buscar y aniquilar las sanguijuelas que tenía en mi ropa interior. No es que sea muy tímida, pero los tíos que no son tus amantes pueden ser más pudorosos que una abuelita, tanto por ti como por ellos mismos. A menudo es terriblemente difícil conseguir que un paciente acepte un orinal de una enfermera. Esperé a tener la camisa puesta para darme la vuelta. Efectivamente, William se estaba abotonando la suya tan rápido como podía. Ahn estaba sentado en la hierba fumándose un cigarrillo con la urbanidad de James Bond.
Con elegancia, me ofreció un pitillo a mí, y otro a William.
—No, gracias, muchacho. Estoy intentando dejarlo —le dijo William.
Lo único que no me había quitado era el amuleto y ahora lo tenía por fuera de la camisa del uniforme, reflejando la luz del sol como un espejo. William se sentó al lado de Ahn para ponerse las botas.
—Esto… ¿teniente?
—¿Sí?
—En cuanto a lo de ayer por la noche, todavía sigo sin recordar muy bien lo que ocurrió, pero lo que sí recuerdo es que me volví dinky dao con toda esa mierda de agacharse y esconderse. Sabes que no quiero faltarles al respeto a las mujeres y no tiene nada que ver con ser blanco o negro. No me gustaría que pensaras que soy… que pensaras…
Sabía a qué se refería, pero había pasado poco tiempo desde que se había dejado de dar palizas a los negros por utilizar el baño equivocado o por montar en la parte delantera del autobús, desde que los activistas por los derechos civiles eran asesinados, y era terriblemente difícil hablar de temas raciales, sobre todo entre un hombre y una mujer, sobre todo entre un soldado negro y una oficial blanca. Todo se seguía pareciendo demasiado a las gilipolleces esas de la belleza sureña y la plantación de negros.
—William, no entremos en esa mierda, ¿de acuerdo? —le pedí yo—. No estoy ni de lejos tan preocupada por tenerte detrás de mí como por la posibilidad de que me disparen. Me alegro mucho de que nos encontráramos porque no sé nada sobre la selva. Pero tengo que saber algo: ¿hay alguna forma segura de despertarte, algo quizá que tu madre utilizaba para despertarte cuando eras niño? Porque casi nos matas ayer por la noche. Sé que no querías hacerlo, pero…
Él negó con la cabeza.
—Nunca había hecho nada igual en mi vida. Ni siquiera había tenido pesadillas antes. Solía dormir como un tronco. —Me pasó el abrelatas—. Toma. Pínchame con él si exploto de nuevo. Aunque elige bien dónde me lo clavas, ¿eh? —Cuando me lo entregó, su aura se tiñó por un momento de color castaño y de repente sus ojos se llenaron de lágrimas—. Maldita sea, joder, estoy disperso de cojones. Primero, me meto debajo de la cama y no aviso a mis compañeros, que acaban hechos una mierda; y ahora intento mataros… no sé qué hostias me está pasando.
Ahn le dio unos golpecitos en el brazo y le ofreció de nuevo un cigarrillo.
—Gracias, muchacho. —Esta vez se lo encendió y le dio una larga calada, después me lo ofreció a mí.
No fumo, pero también le di una calada.
—Mira, tío, tú no eres el único que las ha jodido. —Entonces reviví el accidente de helicóptero en mi cabeza.
Me puse los pantalones y me metí el amuleto dentro de la camisa. William me miró de una forma más relajada esta vez.
—¿Qué es eso que llevas puesto? ¿Dónde están tus chapas de identificación?
—En el bolsillo. Me irritaban el cuello.
—Sí, bueno, si fuera tú, también me desharía de los parches que llevas cosidos al cuello de la camisa. Los oficiales son los primeros a los que los charlies intentan liquidar.
Corté las puntas del cuello con mis tijeras para vendajes.
—William, ¿cuánto tiempo crees que llevaban esas latas ahí? ¿Crees que esa unidad sigue estando por aquí cerca?
—Claro que lo pienso. Ellos y un montón más. Y también un montón de soldados del Vietcong. Solo depende de con quién nos encontremos primero. No soy uno de esos buenos guías africanos, bwana. No tuve muchas razones para aprender rastreo en Cleveland. Que me parta un rayo si sé lo viejas que son esas latas. Tú eres la mujer. Es probable que sepas más de productos enlatados que yo.
—No si puedo evitarlo —le repliqué yo—. Nunca he sido muy buena ama de casa.
Entramos en la selva que lindaba con un valle de suave hierba y pequeñas lagunas. El viento soplaba ligeramente y nos traía un olor fresco y embriagador que me recordaba a la primavera en el lago de las Ozark. La selva olía a una mezcla entre un zoológico, el callejón de la parte de atrás de un supermercado el día en el que tiran género y el agresivo olor a tierra de un invernadero.
—¿No podemos caminar por ahí? —le pregunté a William—. Sería más fácil, sobre todo para Ahn.
—Más fácil para que saltemos por los aires, quieres decir. Mira, muchas de estas cosas golpean, pero no explotan. Además, al Vietcong le gusta poner trampas por esa clase de sitios. Ni hablar, mamasan. Este soldado no se va del terreno alto.
Cuando me hablaba, la mayoría de las veces parecía una persona normal. De hecho, era una de las personas más agradables que hayan querido estrangularme. Pero cuando iba delante de nosotros, no se daba la vuelta, no estaba al tanto de cómo estábamos nosotros; movía nerviosamente la espalda y giraba y bajaba la cabeza como si fuera una serpiente, olfateando el aire, buscando alguna pista. Empezamos de nuevo a subir y a subir hasta adentrarnos en una selva de intrincada espesura con árboles que crecían dentro de otros árboles y lianas tan enroscadas entre sí que teníamos que detenernos y trepar por ellas o separarlas para atravesarlas. A Ahn y a mí nos resultaba muy difícil seguirle el ritmo a William. La adrenalina del niño se estaba agotando finalmente y de nuevo tenía mala cara. Comenzó a lloriquear. Quería que lo lleváramos en brazos; estaba teniendo una regresión, como les pasaba normalmente a los niños enfermos a una edad temprana, que era cuando se suponía que la gente tenía que cuidar de ellos.
—No poder, babysan. Tú romper mi espalda —le dije.
Contrajo la cara como si fuera a llorar.
—Ni hablar. Tú llevarme antes.
—Sí y puede que lo tenga que hacer de nuevo, pero solo si es una emergencia. Me temo que no soy tan fuerte como tu mamá, babysan. No poder llevar búfalo de agua en cada hombro y un cántaro de agua en la cabeza.
Él esbozó una sonrisa y me dio una palmada en el trasero.
—No pasa nada, mamasan. Ahn cuidar de ti.
—Muy bien. Somos un gran equipo.
William giró sobre sus talones y nos miró con una expresión tan agresiva que por un momento pensé que de nuevo había perdido la cabeza.
—Vosotros, em di —nos ordenó él y se dio de nuevo la vuelta para seguir andando. Ahn miraba un poco más allá de William con los ojos casi tan grandes como los míos.
—Dung lai, William —aulló él—. ¡Para!
—¿Qué cojon…? —comenzó a decir William, y entonces retrocedió bruscamente y se arrodilló para palpar el cable que tenía delante de él.
—¿Qué es eso? —pregunté yo.
Él estuvo un rato sin contestarme mientras seguía el cable hasta los árboles, hacía algún tipo de ajuste, y dejó escapar un profundo suspiro.
—Gracias, chico. Mamasan, será mejor que veas esto.
—William, preferiría que no me llamaras mamasan —me quejé mientras me abría camino entre las hojas y las lianas que no dejaban de golpearme en la cara—. Ni teniente, si vamos al caso. ¿Qué sentido tiene haberme cortado las barras si lo vas anunciando por todas partes? Me llamo Kitty.
—Sí, señora, teniente Kitty, señora —dijo él con altanería—. Ahora el soldado desea pedirle, teniente Kitty, señora, que sea tan amable de echarle un vistazo a este cable para que la próxima vez sepa reconocer una trampa cuando lo vea.
—No seas coñazo —refunfuñé yo, pero le eché un vistazo. Era un sistema horrible: un tronco muerto con un montón de estacas punji distribuidas en distintos ángulos que convertiría en puercoespín a la persona que activara su mecanismo. Las estacas de bambú con excrementos en las puntas eran más espeluznantes que una granada. Yo ya había visto las infecciones y el daño que podían provocar: un hombre podía perder una extremidad o incluso la vida con tanta seguridad como ocurriría con potentes explosivos o disparos.
—Así es como esta gente cuida de sí misma —me explicó él.
No había ira en su voz. De hecho, su tono era cada vez más distante y monótono. El color vino de antes volvió lentamente a su aura, junto con un angustioso ocre oscuro; supe que se estaba viendo empalado en ese mecanismo y que pensaba que quizá debía haber estado ahí.
Estuvimos dos días subiendo y abriéndonos paso entre marañas de raíces nudosas y maleza que normalmente la gente atravesaba con machetes. No dejábamos de subir y de avanzar como agujas para lona en seda de malla fina. Tenía miedo de que en un momento dado pudiera agarrarme a una serpiente en vez de a una liana gruesa, y eso hizo que aminorara la marcha incluso más ya que comprobaba dos veces el aura de la vegetación que tenía delante de mí para asegurarme de que las cosas largas eran de un color verde uniforme. A través de los altísimos árboles se filtraba una luz pálida que salpicaba las hojas grandes y planas, que crecían hasta casi la mitad de su altura, atravesaba la maleza que nos sobrepasaba y nos bañaba la nuca o nos daba de lleno en la cara. Para entonces, la lluvia ya no refrescaba, era caliente como el sudor. Cuando se evaporaba, sentía cómo unos escalofríos me bajaban por la espalda y no paliaba la sensación de estar cociéndome lentamente al vapor.
Esa tarde, Ahn comenzó a estornudar; su muñón supuraba pus y había manchas de sangre en las vendas, que aunque ya estaban mal colocadas yo intentaba que no se soltaran del muñón. Me dolía todo el cuerpo. La cabeza me estallaba debido al constante brillo de la selva y me ardían los músculos. Sentía como si cada uno de ellos, cuando tenía que levantar alguna parte del cuerpo para pasar por encima de otra maraña de raíces que se aprovechaban de otro tronco gigante, se me hubiera convertido en una plancha de plomo caliente. De lo agotada que estaba, tenía que pensar en cómo colocar los dedos cada vez que agarraba otra liana pegajosa e infestada de bichos.
Con la densa vegetación, apenas veíamos pájaros o monos. Los oíamos, como fantasmas de casas antiguas que correteaban por la zona superior de la selva, pero casi nunca se dejaban ver, salvo por el destello de plumas brillantes o la sombra de una cola. Había tanta vegetación por encima de nuestras cabezas que solo en contadas ocasiones veía las auras de los animales, como luces de Navidad algo más grandes entre los diminutos brillos de los insectos y los reptiles. La mayor parte del tiempo lo único que podía ver de William era un titileo de su aura, un destello de color vino o azul cabeceando como un fuego fatuo en el mar de vegetación que nos rodeaba. Si no fuera por el amuleto, hubo varios momentos en lo que nos podríamos haber separado, porque Ahn y yo íbamos aminorando la marcha según avanzaba el día.
Hacia la noche, la pálida luz verde se difuminó incluso más hasta que tenías la sensación de que estabas en lo más profundo del mar, rodeada de algas; una sensación que se hacía más intensa al estar continuamente empapada y con el olor a hierba mojada siempre metido en la nariz.
Una niebla de radiación salía del suelo y, poco después, lo único que podía distinguir de Ahn era una luz de un sucio verde azulado. William volvió sobre sus pasos a por nosotros; no se le veían las piernas por culpa de la niebla. Se había puesto la camisa del uniforme, pero de vez en cuando se sacudía los hombros como si fuera un perro que estaba teniendo una pesadilla y se me puso la piel de gallina. Ahn no dejaba de estornudar y William nos fulminó con la mirada y desapareció en la selva de nuevo.
Ni siquiera nos podíamos oír porque el sonido de la lluvia bloqueaba todo lo que no fueran los estridentes chillidos de las criaturas que moraban en las copas de los árboles. La lluvia caía con un ruido sordo, con un plaf, pero el ritmo nunca era regular, de manera que no te podías acostumbrar a ella ni ignorarla. En parte me alegraba de que fuera así, ya que de ese modo no me dejaba hipnotizar por la monótona lucha que estaba librando con los matorrales. Como no estaba segura de si estaba siguiendo los pasos de William, constantemente estudiaba la vegetación a la altura de mis rodillas en busca de más trampas. Una vez casi me meto en un lío por mirar demasiado hacia abajo. Estaba pasando al lado de un bejuco cuando me encontré casi frente a frente con una cara en forma de corazón rodeada de un brillo de un color rojo tomate. Me caí hacia atrás tan rápido que tiré a Ahn encima de un helecho en forma de abanico. La serpiente se escapó reptando hasta que el destello rojo desapareció en el brillo verde de la selva. Mi madre siempre decía que las serpientes tenían más miedo de nosotros que nosotros de ellas y me alegré de que estuviera en lo cierto.
Después del incidente con el reptil, tuve la buena idea de aminorar más la marcha. Apenas nos estábamos moviendo cuando, a poca distancia de nosotros, un brillo triangular del color de la arcilla surgió de repente del suelo y se confundió con la lechosa y enturbiada niebla. Se agitó por un momento para después inclinarse hacia el suelo; entonces, con un chillido no más fuerte que el que podría producir un ratón, gradualmente se alargó hasta adoptar una forma ovalada del tamaño de una persona pequeña.
Ahn tuvo que estornudar justo en ese momento y, como no podía ver lo que yo veía, no se esforzó en silenciar el ruido. El óvalo castaño, con matices de color gris metálico por los bordes, se movía de un lado a otro buscándonos, pero la selva redirigió el sonido. Aunque Ahn estaba justo a mi lado, su estornudo podía haber provenido de cualquier parte. Me bajé y le tapé la boca con la mano. Él se quedó muy quieto y nos agachamos en silencio, esperando.
El aura pardusca flotaba a unos pasos de nosotros y oí unos pies descalzos en un suelo húmedo.
Entonces, de repente se dobló y comenzó a toser. Me centré en la figura que estaba dentro de la luz y vi a una mujer pequeña. Estaba pálida, tenía la piel arrugada como una ciruela pasa, el pelo cubierto de mugre y un pijama negro. Llevaba dos cananas cruzadas en el pecho y un rifle colgado al hombro. Tenía el brazo izquierdo levantado, y delicadamente se tapaba la boca con la muñeca, en cuya mano agarraba, como si tal cosa, una daga de más de treinta centímetros de largo. Tosió y desapareció silenciosamente entre la vegetación a un lado del sendero. Poco después, donde ella había estado, pude ver el aura color vino de William moviéndose lentamente por la niebla, ocupando mucho más espacio que el de la mujer. Se detuvo a poco distancia, al otro lado de donde ella había estado, y mientras estaba allí, fue cambiando poco a poco, el color vino se dividió en rayos de luz roja y negra que salían de él como si lo hicieran de una arteria.
De repente, surgió del suelo otro brillo desconocido, y dentro de él un hombre igual de pertrechado que la mujer. Yo me quedé inmóvil y tapándole la boca a Ahn con la mano. No tenía ni idea de cuánto podría ver debido al aura, lo visible que estaba para ellos y cuánto de ellos podía ver William. Pero una tercera, una cuarta, una quinta y una sexta persona salieron del agujero y no parecían vernos; sus auras se mezclaron con la niebla. Cuando una séptima persona emergió para seguirlos y tapaba con cuidado el agujero, William lo atacó y la pequeña figura se desplomó. En silencio, William desnudó al hombre. Le quitó al soldado del Vietcong un cuchillo largo con el que lo degolló con la eficiencia de un carnicero de barrio. Dio dos pasos más antes de vernos.
La niebla se arremolinó a su alrededor y entraba y salía de un resplandor negro y rojo, que manaba de él formando espirales. Su expresión era dura y su mirada fría y de resentimiento, pero levantó un brazo y nos hizo una señal para que avanzáramos. Cogí a Ahn en brazos, me lo apoyé en la cadera y pasé por encima del cadáver. Cuando estuvimos al lado de William, él señaló hacia la niebla, más allá de donde estábamos nosotros, donde ya había pisado parte de la maleza.
Me puse en marcha, esperando que él fuera a hacer lo mismo y que nos quitara de encima a los del Vietcong en caso de que estuvieran ahí, pero al mirar hacia atrás, las rayas rojas y blancas estaban revestidas de verde cuando William se adentró en la selva, hacia donde se habían ido los otros.
Ahn se aferraba a mí, en silencio, pero yo hacía muchísimo ruido al intentar llevarlo en brazos y seguir a William a través del follaje. Esperaba que si el Vietcong nos oía, confundiera mi ruido con el de las personas que nuestro compañero había eliminado. O con el de William, si lo descubrían. Dios, esperaba que no ocurriera. ¿Y si lo atrapaban? Recé a Dios para que eso no pasara. No sabría qué hacer. Ni siquiera tenía un arma. No podría salvarlo. ¿Cómo iba a poder vivir conmigo misma si dejaba que lo capturaran? ¿O que lo torturaran, quizá? A lo mejor no me tendría que preocupar por eso. Si lo cogían a él, era probable que también nos cogieran a nosotros.
Si salíamos de esta, podríamos buscar una aldea en algún sitio donde pudiera haber comida. Podría pagarles para que se quedaran con Ahn al menos hasta que encontrara ayuda. Si tuviera las dos piernas, probablemente ya me habría dejado. Muchos niños vietnamitas acababan siendo adoptados por los norteamericanos, pero cuando parecía que las bases iban a ser atacadas, los niños de repente eran historia, junto con muchos otros aliados.
Nos paramos en seco delante de una maraña enorme de raíces, tan infranqueable como la Gran Muralla china. Como no podíamos avanzar, me senté en el suelo y esperé. Ahn seguía aferrado a mí y me dio la impresión de que podría estar llorando. El viento agitaba la hierba, así como frondosas plantas más pequeñas; las hojas de los helechos se mecían y balanceaban, los troncos desnudos crujían y las hojas sonaban como esqueletos en Halloween, mientras la lluvia, con su desigual golpeteo, lo salpicaba todo a nuestro alrededor y por encima de nuestras cabezas. Lo bueno era que así mis temblorosas manos no agitaban la maleza como si fueran un par de maracas.
Nos acurrucamos allí, cada vez estábamos más doloridos; intenté distraerme recordando cómo era sentir la piel seca. Todavía seguíamos estando peligrosamente cerca de la entrada del túnel del Vietcong, que era lo que tenía que ser aquel agujero. Me pregunté si un segundo grupo saldría en fila de ahí. A lo mejor debería haber movido al muerto. Su cuerpo todavía emitía un tenue brillo de color mostaza, que se iba oscureciendo poco a poco, que se dispersaba empujado por el viento. Me vino a la cabeza esa versión del salmo 23 que decía: «Sí, aunque pase por un valle tenebroso, ningún mal temeré, porque soy el hijo de puta más malo de todo este maldito valle» y sentí un arrebato casi salvaje de orgullo por William; entonces, al ver cómo la débil aura del soldado del Vietcong se iba apagando como un rescoldo, me avergoncé y recé una oración genérica y universalista, incluyendo en mis súplicas al anciano caballero de larga barba y de ojos bondadosos, a las fuerzas cósmicas y a mi propia idea de Buda, de quien solo podía evocar la imagen de una estatua.
Teníamos que matarlo… me sentía como si yo también lo hubiera hecho. O lo habría hecho si hubiera tenido los medios para hacerlo. Bueno, su muerte sin duda me había salvado el cuello, pongámoslo así. Pero no era nada personal y no me alegraba especialmente de que estuviera muerto.
Poco a poco, el aura del terrorista se volvía más clara, más rosada dentro del color lechoso de la niebla, como fuego en lo más profundo de un ópalo. La mancha del odio, del dolor y del miedo se iba disipando con la muerte… como en las películas de hombres lobo cuando el lobo negro, después de que el héroe le dispara la bala de plata, se va transformando lentamente en el inocente ser humano afectado de licantropía.
Me alegré de que William hubiera sido tan meticuloso, porque si hubiera dejado con vida a aquel soldado del Vietcong, sabía que me habría sentido moralmente obligada a intentar vendar al pobre hijo de puta. Pero como esa no era la realidad, me pregunté si había sido inteligente dejarlo tirado en la entrada del túnel. ¿No anunciaría eso nuestra presencia? Aunque si no sabían cuántos éramos, puede que eso les hiciera abandonar su posición. Lo que demostraba la optimista recalcitrante que soy.
El rostro de Ahn estaba cerca de mi oído.
—Mamasan, nosotros didi ahora, ¿eh?
—No poder —murmuré yo—. Nosotros esperar por William.
—William dinky dao, mamasan, nosotros didi.
Bueno, alguien había dado su opinión. Ahn, que al principio le había cogido cariño a William, le tenía miedo. Y, aunque odiaba tener que admitirlo, yo también. ¿Qué clase de chiflado iría desarmado tras siete, bueno seis, soldados del Vietcong? Eso era muy de película, no lo que haría normalmente un recluta práctico que quiere regresar a casa vivo. La única razón que se me ocurría para que hiciera algo tan estúpido era para conseguir provisiones y armas. Personalmente, en cuanto a conseguir provisiones de esa forma, el apetito acuciante que padecía se había convertido en una sensación constante de hambre, pero nada que no pudiera controlar hasta encontrar una rata de aspecto particularmente sabroso.
Y el comportamiento de William había sido tan imprevisible que la serenidad que al principio había admirado la consideraba ahora como lo que en psicología llamábamos estado afectivo anodino, que simplemente significaba que su rostro carecía normalmente de expresión y que no mostraba sus sentimientos. Aunque, por supuesto, no me extrañaba teniendo en cuenta el trauma que suponía ver cómo mataban a tus amigos y el hecho de acabar solo en la selva. Pero alternaba desabrimiento e ira y no sabía cuál era más peligroso.
La niebla se despejó sobre el sendero. Yo me metí rápidamente bajo la oscura sombra del manto que formaban las raíces y arrastré a Ahn conmigo. Normalmente, habría pensado en las serpientes, pero a esas alturas ya no me importaban, porque estaba convencida de que de todas formas no iba a vivir mucho más. Era simplemente una cuestión de cuándo y cómo: la mordedura de una de esas pequeñas víboras de bambú, llamadas serpientes de los dos pasos porque su veneno te puede matar antes de que puedas dar dos pasos, podría ser una forma fácil de morir dadas las circunstancias.
La brisa nos trajo la voz de alguien soltando una palabrota, pero era un sonido tan apagado que el improperio podía haber sido en vietnamita, aunque no lo creía. ¿Qué quería decir? ¿Que habían atrapado a William y lo habían estrangulado hasta ahogar sus últimas y desafiantes palabras? Deseé poder ver lo que estaba pasando, no con mi apariencia, sino como un lagarto que pasa por ahí.
El pequeño cuerpo de Ahn se estremeció en silencio y pensé en lo diferente que era del niño del hospital, aquel niño que berreaba tanto que los demás pacientes tenían ganas de asesinarlo. Puede que hubiera estado guardando su fortaleza para ese momento, porque ahora sabía sin que nadie se lo dijera que llorar en alto podía ser funesto. Tenía ganas de llorar también yo, pero ya estaba perdiendo demasiada agua sudando.
La lluvia se intensificó; el agua golpeaba las hojas con fuerza y atravesaba la maraña de vegetación por algún que otro hueco donde gotas de lluvia grandes como babosas caían con un sonoro plaf de unas sobrecargadas y carnosas hojas verdes. El suelo de la selva humeaba por el vaho y eso me recordó a la olla de un caníbal, y nosotros a su estofado.
De una rama que colgaba justo encima de mí me iban cayendo unas gotas lentamente y de una en una en la coronilla, y me recordó a una historia sobre una tortura china con agua, un procedimiento en el que a la víctima le caía una gota de agua cada poco tiempo sobre el mismo sitio del cráneo hasta que dañaba la piel, el hueso y su cordura. Decidí no pensar en eso. La niebla de radiación formaba un velo opaco que ocultaba el impreciso sendero que había entre nosotros y el cuerpo. Todavía podía ver el contorno de las plantas y del hombre gracias a sus auras. Aunque la bruma nos escondía de los demás.
Ahn se estremeció de nuevo y soltó un pequeño quejido. Cuando bajé la mirada, tenía los ojos cerrados. Se había quedado dormido. Lo notaba caliente. Su andrajoso vendaje se había soltado por completo y la herida le supuraba de nuevo. Maldita sea. No podía hacer nada por el momento.
El brillo de la selva vibró y languideció hasta adoptar un tono ligeramente castaño momentos antes de que apareciera una luz roja como la sangre y negra como el carbón, similar a las luces de un coche de policía, y que en silencio transmitía muerte, odio, furia, maldad y asesinato.
Pensé que sería uno de los del Vietcong. Había capturado a William, él les había hablado de nuestra existencia y ahora nos estaban rodeando para atraparnos. Antes de que el aura maligna apareciera en el sendero, empujé a Ahn y lo subí a la maraña de raíces y yo hice lo mismo. Se quejó una vez más, pero en cuanto llegué a su lado para taparle la boca se calló, se dio la vuelta y fue a parar al otro lado de las raíces enmarañadas y de la madera podrida y se escondió asustado. Yo aterricé pesadamente a su lado y levanté la cabeza lo suficiente como para llegar a un agujero entre las raíces entretejidas.
Como fuego y carbón, el aura ardía en el claro y después se dirigió directamente hacia donde habíamos estado nosotros antes. En el centro, con rostro impasible salvo por unos ojos tan atentos como los de un jaguar, e igual de impersonales, William venía hacia nosotros, sigiloso, con un machete en una mano y una 45 automática en la otra.
Me alivió ver que estaba vivo; y aunque parecía que nos estaba buscando donde sabía que estaríamos, me daba la impresión de no iba a alegrarse de vernos. Pasó por encima del cadáver y comenzó a subir con sigilo el sendero, abriéndose paso con el machete. Si hubiéramos estado escondidos cerca del sendero, ya nos habría convertido en espagueti antes de poder decir nada. Reprimí el impulso de levantarme y preguntarle qué demonios creía que estaba haciendo; ¿no sabía que podría hacerle daño a alguien así? No lo hice porque evidentemente él ya lo sabía muy bien. Y parecía como si ya le diera igual.
Me enfrentaba a un pequeño dilema. William era un tío fenomenal cuando estaba en sus cabales. Aunque lo podían matar tan fácilmente como a Ahn y a mí, él era hombre, más grande que yo y con toda esa fuerza adicional en la parte superior del cuerpo que me inspiraba seguridad. Me sentía protegida a su lado. Tenía entrenamiento y conocimientos prácticos, y ya me había enseñado un par de cosas que podrían ayudarme a seguir con vida. Y ahora tenía armas con las que podía protegernos, si él así lo quería. El problema era que estaba bastante segura de que, por su aspecto y toda esa energía de brigada antidisturbios que desprendía, lo que él quería era matar a todo lo que se movía, incluso a nosotros. Tenía que aceptar que William estaba chiflado y que yo tampoco es que me sintiera muy cuerda, y por eso me volví a sentar, muy lentamente, y me acurruqué junto a Ahn mientras William cortaba y empujaba; finalmente saltó por encima de nosotros, sin reparar en nuestra presencia. Se alejó sigilosamente y su aura ardía con tanta intensidad que él parecía un fuego andante.
Observé cómo se marchaba hasta que solo fue un haz de luz en medio de la vegetación; después, respiré profundamente. Intenté incorporarme, pero las piernas me fallaban. Cuando extendí los brazos para apoyarme en un tronco, temblaban tanto que parecía que intentaba tocar los bongos. Ahn también se intentó levantar.
Su aura era menos intensa que antes; era de color pardo con pequeñas vetas rojas. Parecía estar igual de cansado que yo.
—¿Qué hacer ahora, mamasan?
—Seguir a William —fue mi respuesta. No quería perderlo de vista totalmente. No solo lo necesitábamos nosotros a él, sino también él a nosotros. En realidad no creía que pudiera seguirlo durante mucho tiempo, pero quizá sí hasta que estuviera en sus cabales y los tres pudiéramos juntarnos de nuevo.
—William beaucoup dinky dao, mamasan.
—¡No jodas! —dije yo.
Pero no parecía que tuviéramos otra opción.