13

Intenté pensar en qué hacer, adónde ir. En Estados Unidos habría esperado tranquilamente cerca de los restos del helicóptero a que me rescataran. Aquí no quería encontrarme con el departamento de bomberos, en el caso de que viniera. Quang Ngai tenía que estar cerca, puede que solo a algunos kilómetros, puede que más, pero ni siquiera sabía hacia dónde ir. Y no podía recordar qué demonios era lo que hacía el sol, salvo que al mediodía estaba en el centro del cielo y por la noche desaparecía, si es que se molestaba en aparecer siquiera en algún momento del día durante la temporada de los monzones. Era probable que el Vietcong estuviera por toda la selva, pero nos verían incluso más rápido en la hierba alta, si no nos habían visto ya. Me alegré de que Ahn hubiera evitado que gritara. No había necesidad de anunciar que no todos los ocupantes del helicóptero habían perecido.

Pensar en eso me deprimió; entonces me detuve, ya dentro del bosque, y me quedé un rato mirando al vacío con la mente flotando. Deseé que mi cuerpo también se alejara de allí flotando. Cuando bajé la vista, Ahn me miraba con preocupación y también con expresión un tanto reflexiva. Yo lo observé con el ceño fruncido. Era probable que estuviera calculando cuánto le daría el Vietcong por una enfermera del Ejército. Ya nos habían avisado a las chicas que no deberíamos permitir en absoluto que nos capturaran, supongo que en caso de que alguna de nosotras hubiera considerado hacerlo por diversión. Decían que el valor de esa publicidad era demasiado grande. Que se malgastarían demasiadas vidas intentando traernos de vuelta. Y, ah, sí, que el enemigo nos haría cosas horribles. Sin duda. Sentí un escalofrío y me alejé un paso de Ahn; de repente adoptó una de sus expresiones simiescas y empezó a llorar con ganas.

Lo atraje hacia mí y silencié sus lágrimas con la camisa de mi uniforme, tanto por nuestra seguridad como por su tranquilidad. Pobre muchacho. Ya sabía que sus padres no eran lo suficientemente omnipotentes como para evitar su propia muerte ni que su hijo resultara herido. Justo cuando había logrado que se sintiera a salvo y cuidado, con mi magnífico plan para protegerlo había conseguido que nos metiéramos en este maldito lío que les había costado la vida a Tony y a Lightfoot. Quería consolar a Ahn, pero yo también me puse a llorar.

No podíamos atravesar la selva llorando y gritando. Sin duda nos harían saltar por los aires o nos apresarían. Además, no quería alejarme demasiado de los restos del helicóptero. Los nuestros podrían venir a ver qué pasaba. Y pensaba que cuando el humo hubiera desaparecido y todo se hubiera enfriado, encontraría algo útil entre los restos. Lo único que tenía además de Ahn eran mi chubasquero y mi mochilita, todavía atados a la trabilla del pantalón, que era de donde los colgaba cuando no quería arriesgarme a perderlos y quería tener las manos libres. Hurgué dentro y saqué una bolsa de M&M’s, eché la cabeza de Ahn hacia atrás y le metí uno en la boca.

—Toma, babysan, de primera, ¿eh?

Eso no lo reconfortó, lo masticaba y lloraba al mismo tiempo.

—Mira, cariño, estoy totalmente de acuerdo contigo, pero tenemos que hacer algo.

La respuesta lógica se encontraba directamente por encima de nuestras cabezas, en las ramas de los árboles, que consideraba, a pesar de estar convencida de que todo en esta selva quería matarme, que sería el mejor refugio posible. Pensándolo bien, cientos de francotiradores del Vietcong no podían estar equivocados, ¿verdad?

Le señalé los árboles a Ahn y le di un empujón. Él negó con la cabeza y señaló su prótesis improvisada. Corté la venda con mis tijeras e inmediatamente me di cuenta de que lo que debería haber hecho era desenrollar la gasa y el esparadrapo y salvar lo que pudiera. Solo Dios sabía lo que íbamos a necesitar antes de que nos… antes de que pasara lo que fuera que nos iba a pasar. Ya sin la venda, le di un empujón, él se agarró a una de las ramas inferiores y se balanceó como el mono que parecía cuando lloraba. Había abundantes ramas que podíamos usar de puntos de apoyo para pies y manos, y además no había pasado tanto tiempo desde aquellos años en los que trepaba al olmo que había en el jardín de mis padres, así que como pude subí tras él y le insté a que se dirigiera a una rama más alta.

Nos instalamos como gansos que intentan pasar la noche donde los halcones menos esperan encontrarlos. Le di otros dos M&M’s al niño y los iba a guardar de nuevo sin tomarme ninguno, porque había decidido ponerme a dieta. Entonces, recordé dónde estaba y me metí dos en la boca y los mastiqué de forma mecánica mientras observaba la llamarada roja y negra salpicada por la lluvia del monzón. Aunque la zona justo alrededor del helicóptero seguía ardiendo con bastante fuerza, la lluvia ya había apagado la hierba alta a bastante distancia de los restos, así que al menos no nos achicharraríamos mientras dormíamos.

Ahn se había acurrucado en una rama y se quedó dormido. Yo no podía acomodar mi cuerpo con tanta facilidad. Al menos estábamos resguardados de la lluvia, aunque en la hierba nos habíamos empapado. Pensé en Tony y en lo que deberíamos haber estado haciendo en ese momento, y en todas las cosas que habría hecho por él, todas esas cosas que tanto le gustaban, si hubiera sabido lo que le iba a ocurrir. Pero ¿quién hubiera pensado que un cagón como él se convertiría en un héroe? Las ideas se me agolpaban en la cabeza y no podía dormir; estaba demasiado asustada, demasiado aliviada de seguir con vida, demasiado preocupada, demasiado desconcertada, demasiado apenada. Sentí cómo los nervios me recorrían la nuca y me bajaban por la espalda. ¿O eran bichos? Sin duda había muchos en el árbol, aunque por lo general la lluvia evitaba que fueran demasiado voraces.

En el petate había metido un cambio de vendaje para Ahn; tres bolsas de M&M’s: dos de chocolate con leche y una de cacahuete; una lata de patatas paja; seis paquetes de tabletas efervescentes para hacer refrescos instantáneos; un peine; un pintalabios; una muda de ropa interior y una billetera. En los pantalones del uniforme tenía cinta adhesiva, tijeras, papeles con notas que había escrito para mí misma, una vieja tarjeta de medicamentos, una linterna pequeña, bolígrafos, un lápiz, varias agujas intravenosas y un par de jeringuillas que no había tirado, y el amuleto de Xe.

Sentí cómo me invadía la amargura cuando lo toqué. Mi madre no me había advertido acerca de los días como este; nunca se había imaginado que pudiera haber días tan malos como este: empezando con la muerte de Xe y terminando con la de Tony y la de Lightfoot; yo, una mujer nada atlética y evidentemente uniformada, perdida con un niño con una sola pierna con el que apenas podía hablar y en un terreno que no tenía la menor idea de cómo abordar. ¿Dónde estaban todos esos malditos marines cuando los necesitabas?

Me quedé dormida preguntándome cómo le iba a explicar la muerte de Tony a su esposa. Supuse que lo tendría que hacer, si salía de esta. Se lo debía a él, o quizá eso era precisamente lo que no le debía. No, no, podía mentir y decir que yo formaba parte del acompañamiento médico de un niño gravemente herido al que Tony llevaba para que lo trataran de urgencia y que… qué diablos. ¿Cómo iba el Ejército a explicar mi muerte a mi familia? Al menos Ahn no tenía ese problema.

Le había estado dando vueltas al amuleto en mi mano como si fuera una de esas piedras antiestrés de jade y con forma de huevo que había comprado en Taiwán. El viejo y gastado cristal me recordaba a Xe, al hospital, a la seguridad y a Charlie Heron, hastiado de esta vida e idealista, aun así. Me lo puse alrededor del cuello. A ninguno de ellos les había dado mucha suerte, pero por lo menos Xe había llegado a viejo. Bueno, no pasaba nada por ponérmelo. Me quedé dormida con el amuleto puesto mientras mi pulgar seguía su suave contorno.

No dormí nada bien. Al principio, el follaje nos protegía de lo peor de la lluvia, pero enseguida el viento cambió de dirección y nos dio de lleno. El chubasquero no dejaba de volar por encima de nuestras cabezas. Tenía sueños intranquilos por miedo a hacer ruido y revelar nuestra posición y por el remordimiento que sentía de no llorar las muertes de Tony y de Lightfoot. ¿Por qué no estaba apenada? Tony y yo habíamos sido amantes durante tres meses. Había dado su vida para que siguiéramos vivos; bueno, al menos por ahora.

Y en vez de pensar en cosas bonitas con las que enviarlo al cielo, la zorra desagradecida que vivía dentro de mí no dejaba de murmurar: Conque mujeres y niños primero, ¿eh? Muchas gracias, Tony. ¿Y ahora qué hago? Tú eres el que tiene entrenamiento de supervivencia, preparación para el combate, toda esa mierda. ¿Qué se supone que tengo que hacer cuando intenten matarme? ¿Clavarles mis tijeras para vendajes? Mi reclutador me dijo que esto nunca me pasaría. El Ejército no lo permitiría… supongo que hemos burlado al Ejército, ¿eh? Probablemente también te dijeron que nunca te quedarías sin esas hermosas piernas tuyas por culpa de una hélice de helicóptero. Intenté llorar y me obligué a recordar esas largas piernas caminando por mi choza mientras bebía una cerveza o fumaba un porro, el olor de su piel, el tacto de sus rizos, la sensación de tenerlo dentro de mí. Curiosamente, lo único que pude recordar de sus ojos justo en ese momento eran esas malditas gafas de espejo.

Sabía que era sano llorar y que esta podría ser mi única oportunidad, pero solo podía preguntarme con desesperación cómo íbamos a salir de allí y por qué no tenía la última bala de la que normalmente disponían las pioneras en el Lejano Oeste para quitarme la vida si al final me capturaban. Y aunque no viéramos a ningún soldado del Vietcong, ¿qué íbamos a comer? ¿Dónde dormiríamos? ¿Cómo evitaríamos saltar por los aires por culpa de todas esas cosas que hacían explotar a mis pacientes todo el tiempo? Y no avanzaríamos con rapidez: la prótesis de Ahn, que funcionaba bien en los suelos de hormigón llanos del hospital, iba a suponer un problema en el barro y en los terrenos irregulares.

Abrí los ojos en mitad de este incoherente ataque de ansiedad que parecía un sueño y me di cuenta de que, a pesar de todo, debí de haber estado durmiendo. Se había hecho totalmente de noche y diluviaba. A través de la hierba alta pude ver el helicóptero en un círculo ennegrecido, que resplandecía por el calor y por pequeñas llamas que seguían activas en su interior. Y a su alrededor, brillaban otras luces, como enormes luciérnagas. Pude ver esas luces con claridad a través de la lluvia, de la hierba alta y de la oscuridad, pero lo extraño era que muchos de los colores no eran ni intensos ni claros, sino apagados: un resplandor castaño, otro de un marrón topo, de color vino, verde azulado, castaño con manchas rojas, verde oliva, color teja e incluso, lo juro, un brillo negro más intenso y más caliente que la oscuridad que lo rodeaba. Estos fulgores se mezclaban, temblaban y cambiaban con frecuencia, pero bailaban alrededor del helicóptero como si fueran miles de Campanillas. Cuando mis ojos se adaptaron a ese resplandor, observé que dentro había gente con gorras militares algo distintas a las nuestras que portaban rifles. Buscaban alrededor del helicóptero, supuse que cadáveres o restos que pudieran servirles de algo.

Me sobresalté cuando sentí que algo me tocaba el hombro. Miré hacia arriba y vi cómo Ahn, recubierto de un brillo verde claro con destellos violeta grisáceo, se llevaba un dedo a los labios. Asentí.

Las luciérnagas curiosearon un rato más y después se dispersaron mirando arriba y abajo y de un lado a otro, con los rifles preparados. Siempre supe dónde estaban gracias al práctico artilugio cósmico del viejo Xe. Todo el mundo brillaba como un árbol de Navidad.

Un resplandor verde azulado atravesaba acechante la hierba alta y venía hacia nosotros para después situarse debajo de nuestro árbol; al principio, quise cerrar los ojos para que la mujer del rifle no me pudiera ver. Porque de mí también salía luz, como de Ahn, que se agarraba con fuerza a su rama y del que escapaban unos rayos de color violeta grisáceo generados por un miedo que refulgía.

Pero cuanto más se acercaba la mujer, y de alguna forma sabía que era una mujer, una chica en realidad, incluso a través de la lluvia cegadora y de su espectáculo personal de luces, me daba la impresión de que más sabía de ella: Pobrecita, se siente tan desconsolada que ni siquiera sabe lo asustada que está. Y cuanto más cerca estaba de nosotros, la luz se volvía más nítida, con colores distintos, el castaño dominaba al azul verdoso, el violeta grisáceo a los dos, y los tres se mezclaban antes de abandonarla y desaparecer en la oscuridad, no en forma de haces, como se supone que ocurre con la luz, sino en forma de gotas, como si fueran lágrimas. Y todo ese tiempo con el rifle en ristre, esperando a que hiciéramos un movimiento en falso.

Sin embargo, no lo hicimos. Nos quedamos allí casi sin respirar lo que parecieron horas, hasta que, cuando miré con cautela a mi alrededor, ya no pude distinguir ninguno de los nueve destellos que había contado: dos en su mayor parte de un azul verdoso, tres en su mayor parte de color castaño, uno color ámbar, otro color teja, otro negro y otro de un rojo apagado.

Le di unas palmaditas a Ahn en el brazo y el crío bostezó. Se había quedado dormido, con lluvia y todo.

—Vamos, babysan, creo que será mejor que didi mau.

Su violeta grisáceo había sido sustituido por un rojo y un verde más fuertes, que yo sabía, no me preguntéis cómo, que eran colores más sanos para un niño en etapa de crecimiento. El verde era un tono que hablaba de seres que crecían, parecido a la débil fosforescencia que era el aura del árbol en el que estábamos escondidos, de las plantas que nos rodeaban; el rojo, vital y fuerte, cualidades presentes en Ahn y que se hacían patentes al ver al niño de una sola pierna bajando por el árbol.

El cielo se iluminó ligeramente en una dirección y el sol se asomó más allá de la lluvia, creando un arcoíris que atravesaba el firmamento. Parecía poco apropiado dadas las circunstancias, pero podía ser útil. No sabía si los niños vietnamitas eran también escultistas, pero me daba la impresión de que posiblemente conocerían técnicas de supervivencia que las niñas que eran ratones de biblioteca en Kansas City podrían no haber llegado a dominar.

—Ahn, ¿me puedes decir por el sol dónde está el mar?

—Claro. Mar por ahí —respondió él y señaló hacia los restos del helicóptero.

Me pregunté cómo lo sabía, pero aunque estuviera equivocado, por algún sitio había que empezar. Casi había abandonado toda esperanza de que otro helicóptero viniera a averiguar qué le había pasado al nuestro. Si al final acudía, esperaba que los fuegos fatuos de la noche anterior estuvieran lejos.

Encontré un palo grueso y se lo pasé a Ahn.

—Babysan, utiliza esto de muleta.

—¡No querer palo estúpido! —exclamó él, e hizo pucheros mientras buscaba entre la maleza debajo del árbol hasta que encontró la muleta que había sido su prótesis—. Querer pierna bac si Joe hizo para mí.

Niños. Le seguí la corriente. Dejé que decidiera por sí mismo qué le valía a él. Le volví a vendar el muñón y lo introduje en la copa de la improvisada prótesis.

La hierba alta despedía un débil resplandor verdoso, salpicado de vez en cuando de pequeñas chispas de varios colores cuando los insectos y los lagartos pasaban como flechas por nuestro lado. Me resultaba agradable el tiempo más frío y más húmedo, y el viento. Los insectos no molestaban tanto ahora como a principios de año. Yo iba delante y Ahn justo detrás de mí. Prestaba atención al suelo, en busca de las trampas de las que los pacientes me habían hablado: estacas punji, trampas de cuerdas y cualquier evidencia de tierra removida recientemente que delatara que podían haber enterrado minas. El Vietcong podría esperar como yo esperaba que viniera un segundo helicóptero a investigar la pérdida del primero. Si fuera ellos, habría colocado una trampa.

No me tranquilizó no haber encontrado ninguna. Después de todo, casi todos mis pacientes habían sido mejor entrenados que yo antes de convertirse en mis pacientes y obviamente no habían encontrado ninguna tampoco. Me paré en seco antes de llegar a los restos calcinados del helicóptero. Por suerte, no parecía que quedara nada que nos pudiera servir de algo, porque no iba a adentrarme en ese revoltijo de cables y de metal al rojo vivo para averiguarlo.

Ahn intentó cogerme de la mano, pero temblaba tanto que le resultó difícil. La sentí pequeña y caliente, aunque me tranquilizó. Me fallaban las rodillas y tuve una extraña sensación de mareo. Me rodeaba sobre todo un color grisáceo, aunque el aura de Ahn ya era menos gris y un poco más roja; él me dio palmaditas en la mano con la que tenía libre y se quedó mirando los restos del helicóptero con expresión seria, no porque a él le importara, me pareció, sino porque a mí sí.

La cruz roja no estaba quemada totalmente por la parte de abajo y la seguía viendo y sintiéndola en mi hombro al rozarla, viendo cómo caía la pala, viendo cómo Tony salía volando por los aires, viendo el helicóptero pasando a mi lado a toda velocidad y sintiendo el impacto de la explosión, una y otra vez, desde el momento en el que le di la vuelta a Lightfoot hasta la gente luciérnaga de ayer por la noche, una y otra vez.

Un tenue brillo naranja seguía destellando cerca de los restos del helicóptero… ¿quizá los últimos rescoldos del fuego? Al principio, apenas lo noté ya que en mi cabeza repetía las últimas horas vividas, pero entonces no pude evitar darme cuenta de que el brillo flotaba contra el viento y venía hacia nosotros. Mi aura se erizó a mi alrededor, una temerosa sombra gris, que se hacía más grande cuanto más me quedaba ahí de pie, pero la luz naranja entró sigilosamente en mi aura, la calentó y se mezcló con ella hasta que la mía y parte de la de Ahn se fundieron con el resplandor. Ya no me flaqueaban las rodillas y mi cabeza se tranquilizó. Mi temblor había bajado varios grados en la escala de Richter. Y la repetición instantánea cesó y dentro de mi cabeza una voz más sensata dijo: Podría ser peor. Estás viva, el crío está vivo. Ahora intenta seguir así. El bueno de Tony no la palmó ayudando a una tipa estúpida que se rinde cuando las cosas se ponen un poco feas. El monte está lleno de soldados del Vietcong, pero ahí también están nuestras tropas. Así que tranquilízate.

Y de repente me di cuenta del blanco estupendo en el que me había convertido y me liberé de lo que sin duda era una seria alucinación provocada por el miedo y el extraño poder psicogénico del amuleto. No me quedaba más remedio que aceptar lo que me mostraba el amuleto y alegrarme por ello. Heron tenía razón. El viejo Xe sabía alguna que otra cosa y, bendito sea, había conseguido con aquella última mirada pasarme parte de ese conocimiento, quizá sabiendo lo mucho que lo íbamos a necesitar. Si pudo leerme de la misma forma que yo leía a Ahn, y a la mujer del Vietcong de la noche anterior, entonces puede que lo hubiera sabido. Y por mucho que este amuleto me confundiera con los sentimientos y las reacciones que me provocaba, tenía la capacidad bastante práctica de encender a cualquier ser humano que estuviera cerca, como si esa persona fuera un escaparate, y no se me ocurría otra herramienta más útil cuando te encontrabas en medio de una guerra en la selva, ni siquiera un M-16.

Ahn se había alejado de mí. La lluvia caía más fría y con más fuerza y, aunque la luz naranja había desaparecido, lo que me rodeaba ya no era el gris puro de antes, sino un malva algo más saludable.

Bordeé el helicóptero para entrar en el bosque, buscando en silencio a Ahn. Un débil destello en la maleza llamó mi atención y me incliné hacia él. Eran las gafas de espejo de Tony, que tenían una patilla rota. Las cogí y me las metí en el bolsillo.

Encontré el brillo de Ahn en la maleza que tenía más adelante y aligeré un poco el paso para alcanzarlo, aunque seguía moviéndome con tanto sigilo como me era posible y no dejaba de mirar de un lado a otro.

Entonces ese brillo descendió y Ahn cayó con un susurro de la maleza y un fuerte improperio en vietnamita.

En cuanto él se fundió con el suelo apareció en mi campo de visión otro brillo que no había visto cuando estudiaba mi entorno en busca del chico; ese brillo se lanzó a por él.

Al diablo con las trampas de cuerdas. Me abrí camino a través de la maleza para llegar hasta ellos.

Ahn gritó:

—¡No, Joe! No. Yo buen chico. Yo no Vietcong.

—Quédate quieto mientras te mato, pequeño hijo de puta —exigía alguien de manera poco razonable.

Pero lo hacía en inglés afroamericano.

—¡Espera! —grité yo. Ya no me importaba hacer ruido. Si aquí había un soldado norteamericano, su unidad no podía andar lejos. Sin duda habían visto el accidente y habían venido a investigar. Estábamos salvados—. ¡Espera! No le hagas daño. Está conmigo.

Un hombre alto y negro, que llevaba la camisa atada a la cintura, se puso derecho y me miró con sus ojos saltones. Ahn se escabulló por debajo de él y vino a mí casi a gatas. La prótesis le colgaba de su muñón y el niño estaba llorando de nuevo. Lo cogí en brazos y le quite la prótesis, que tiré a la maleza.

—Vergüenza debería darte meterte con un crío lisiado —regañé al soldado mientras secaba las lágrimas de Ahn—. Es paciente mío. Lo estaba evacuando a Quang Ngai cuando derribaron nuestro helicóptero.

El hombre me miraba fijamente y yo comencé a sentirme incómoda.

—Vaya, nos alegramos de verte —dije yo—. ¿Dónde están los demás?

No mostraba emoción alguna, aunque sí parecía receloso.

—Tu unidad, ¿dónde está?

Dio un paso hacia mí y fue entonces cuando vi su aura, que era de un color pardo oscuro y gris ceniza; tenía un miedo horrible, incluso de mí. Yo di un paso adelante, hacia él.

—Soy la teniente McCulley… Kitty McCulley de la 83 de Da Nang —me presenté yo, intentando irradiar todo el calor y toda la gratitud que podía. La sombra malva que me rodeaba se intensificó y se tiñó de unas vetas más oscuras de magenta. Los primeros zarcillos grises se mezclaron con ella; el hombre se detuvo y se me quedó mirando de nuevo.

—Dos tíos de Red Beach me llevaban a Quang Ngai con el pequeño Ahn, mi paciente. Pero nos derribaron. Me alegro tanto de verte.

Dio un paso más y la mezcla continuó. Tragó saliva. Yo también tragué saliva y lentamente saqué un arrugado paquete marrón de mi petate.

—No es que nos queden muchos más M&M’s, pero ahora que nos han rescatado, podemos usarlos para celebrarlo. ¿Quieres uno?

Cogió uno lentamente, uno rojo, y se lo metió en la boca; pareció algo sorprendido cuando su lengua saboreó el chocolate. A continuación, retrocedió un paso, todavía rodeado de gris, y regresó al bosque.

—¡Eh, espera un segundo! —exclamé yo—. No nos puedes dejar aquí. Este pequeño está lisiado y yo… yo no sé dónde estoy, y…

Y de repente supe que había algo en ese hombre que no me daba buena espina… no estaba segura de que sin él no estaríamos a salvo, pero era norteamericano. Tenía que saber dónde estaban los demás. Seguro que había venido a por nosotros…

El soldado se detuvo, volvió, cogió a Ahn con la misma facilidad con la que cogería un rifle y lo sentó en uno de sus hombros desnudos.

—Señora, ya somos dos —admitió el hombre.

Entramos en el bosque juntos; el soldado no hablaba y su aura seguía siendo en su mayor parte gris, aunque de vez en cuando parecía que se veía el verde de las plantas a través de ella.

Podíamos oír la lluvia torrencial pero, bajo el follaje del bosque, tardaba en alcanzarnos. Algunas veces era una lluvia muy fina, otras un goteo constante y de vez en cuando un chaparrón. El sonido del agua en las hojas era suave comparado con el de nuestra estancia en el árbol. El soldado giraba la cabeza constantemente, delante y atrás, de un lado a otro, arriba y abajo, aunque no seguía un patrón; miraba al suelo, a los árboles, delante de él y a sus flancos. Me encontré haciendo lo mismo.

Se movía con cautela, de forma concienzuda y automática, pero con rapidez. Demasiado rápido para mí. Me quedaba atrás y jadeaba para seguirle el ritmo. Ahn miraba hacia atrás, preocupado.

El hombre se paró en seco y se giró.

—¿Me podría dar otra chocolatina, señora?

—Claro —respondí yo.

—Están todos muertos —reconoció él cuando mordió el M&M’s. Le dio una patada a un tronco y cuando vio que era inofensivo, bajó a Ahn al suelo y se sentó—. Mi unidad. Cuando vi el helicóptero, pensé que venían a buscarme.

—¿Muertos? —le pregunté yo—. ¿Quiénes? ¿Los del helicóptero, quieres decir?

—No, señora. Hablo de mi unidad —respondió él. Ahora que empezaba a hablar, su tono era más familiar, más normal—. Nos invadieron, me imagino que se dice así. Dormía en mi camastro una noche en la base. Estábamos en unos barracones semicirculares, de esos con una puerta mosquitera. Y algo me despertó. Siempre he sido así, desde pequeño. De alguna forma sé cuando algo no va bien. Bueno, pues me despierto y veo una sombra con un gorro de esos típicos de los amarillos que pasa por la puerta mosquitera. Al principio no le di importancia porque por el día los amarillos están por todas partes. Pero entonces me di cuenta de que por la noche se suponía que los amarillos no debían estar rondando por ahí. Y en cuanto pensé eso, medio dormido, me metí debajo de la cama y de repente se armó la de Dios es Cristo. Alguien empezó a abrir fuego desde la puerta mosquitera matando a todo el mundo. A todo el mundo que estaba allí, a todos mis colegas, a todos mis amigos, todos acribillados, y cuando salí de debajo de la cama, estaban todos muertos. Todos estaban muertos y yo ni siquiera pude avisarlos. Y fuera vi fuego y oí disparos y vi amarillos corriendo de un lado a otro; yo me arrastré hasta la puerta y estaban por todas partes, todos eran amarillos. Se supone que no podían estar allí por la noche. No podían. Pero estaban por todas partes.

Negaba con la cabeza como si fuera un anciano con parálisis. Le di unas palmaditas en el brazo y noté cómo el gris y el malva se mezclaban de nuevo, fundiéndose. Sentí de repente su miedo, como había sentido el mío el día anterior, afilado, ácido e involuntario.

—¿Cómo conseguiste escapar?

—Arrastrándome. Bajé por esa loma, atravesé la valla e intenté ir en busca de alguien. Me perdí. Entonces vi su helicóptero y pensé: «William, han venido a buscarte». ¿De verdad está en el Ejército?

—En el cuerpo de Enfermeras del Ejército —respondí yo.

—Nunca había visto una enfermera del Ejército en Vietnam. Estando usted, nos rescatarán. Solo tenemos que mantenernos alejados de los charlies. El Ejército no la dejará aquí fuera.

—No saben que estoy aquí —le dije yo, y con tristeza me di cuenta de que era verdad—. Supongo que oficialmente soy una desertora.

—¿Desertora? ¿Y usted es teniente? ¡Vaya! ¡Qué gracia! Chóquela.

Y extendió su mano. Intenté estrechársela, pero hizo ese complicado apretón de manos típico de los negros que no pude seguir.

—¿Cuánto tiempo llevas aquí fuera? —le pregunté yo.

—No lo sé. Dos, tres días quizá. ¿Y usted?

—Hemos pasado la noche en un árbol.

—Sí, yo también, hasta que me echó una serpiente. Odio a esos bichos.

—Yo también. Pero al menos el Vietcong no nos ha visto.

—¿El Vietcong? ¿Por aquí? ¿Dónde?

—Ayer por la noche, estaban por todas partes. Ya se han ido.

—Mejor. —Su aura estaba rebosante de rayos de luz amarilla, azul y con un toque de púrpura que armonizaban con su repentina sonrisa, amplia y autocrítica—. A esos también los odio.

Ver a la gente como si fuera un arcoíris era una experiencia que mareaba. Aun así, por muy molestos que fueran los efectos secundarios, la ventaja que me daba el amuleto era asombrosa y no la podía desechar solo porque me desorientaba un poco. Y cuanto más tiempo llevaba el amuleto puesto y más escuchaba a William y a Ahn y tenía la posibilidad de comparar los sentimientos que los colores me decían de ellos con sus acciones y sus palabras, más reveladoras eran las auras. Era como si la gente poseyera un rasgo adicional con el que gesticular, que expresaba una parte de ellos que la boca, los ojos y las manos no podían comunicar. La sonrisa de William, por sí sola, era un tanto enigmática, pero aunque el castaño grisáceo de su aura me decía que odiaba y temía con todo su ser al Vietcong y que su estado de shock se debía a lo que me acababa de contar, el amarillo, el azul y el púrpura me decían, de la misma forma que lo harían una mueca o un brillo en los ojos, que ese odio no era algo habitual en él, que era un chico muy alegre y que estaba más acostumbrado a preocuparse por la gente que lo rodeaba que a odiarla.

Eso era parte del problema de obtener un objeto poderoso sin haber estudiado antes sus repercusiones. En aquel entonces, creía que el amuleto me daba garantías, que podía confiar en que lo que me decía era incuestionable. Pasé de no creer a rápidamente ver en ese talismán mi salvación; se supone que los anillos de poder y las espadas cantarinas, como en las historias de Tolkien y del rey Arturo, no mienten, al igual que los gobernantes justos y sabios. El amuleto suprimía cualquier duda que normalmente habría tenido sobre William. Pero supongo que eso en parte venía de mí. En ese momento, necesitaba con desesperación algo en lo que creer.

En el entrenamiento básico, el sargento nos había dado un pequeño discurso que en aquel momento consideré divertido. «Aquellos de vosotros que vayan a Vietnam necesitarán un dios. No nos importa qué dios sea. Vuestro dios puede ser Buda, Jesús, Alá o Pele, la diosa de los volcanes. Vuestro dios puede ser el sexo o el dinero si queréis. Pero necesitareis un dios. Si no lo tenéis, id al intendente para que os dé uno». Empecé a entender qué quería decir con eso.

—Bueno —dije yo—, ¿tienes idea de dónde estamos?

William cogió de nuevo a Ahn con otro movimiento suave y comenzó a atravesar la selva a grandes zancadas, algo que a esas alturas ya era fácil. El suelo era llano y la cubierta vegetal era en su mayor parte hierba alta, aunque no tan alta como la del campo porque los árboles acaparaban la luz.

—Ajá.

—¿Ah, sí? ¿Dónde?

—En un pozo de mierda, mujer. Estamos en un pozo de mierda. Ahí es donde estamos.