El ambiente que imperaba en la sala del hospital a la mañana siguiente era igual de sombrío que el tiempo. Unas nubes de color azul oscuro llegaron del mar de la China Meridional como si fueran toneladas de hormigón y descargaron una lluvia torrencial. El estrépito del agua en el tejado de chapa puede ser bastante agradable si estás debajo. Pero si unías este estrépito a las notas discordantes de esas mismas gotas que caían en las palanganas y en las cuñas dentro de tu refugio y los tacos de los empleados que tropezaban con las palanganas, había demasiado ruido para poder pensar.
El sargento Baker me fulminó con la mirada cuando entré y Voorhees no quiso mirarme a la cara. Esa mañana hice la cama del viejo Xe con él dentro. Seguía dormido cuando le llevé la medicación, pero su respiración era lo suficientemente fuerte como para oírla a algunos metros de distancia y a pesar del ruido que causaba la lluvia. Su pecho sonaba como un sonajero. Ahn se sentó en la cama y lo miró con los ojos como platos, como si nunca antes hubiera visto a alguien enfermo o herido. Me vino de nuevo a la cabeza lo rápido que había empezado a actuar como un niño normal. Me pregunté si le había hecho un favor convenciéndolo de que podía permitirse el lujo de tener una infancia, por breve que fuera.
Las sábanas que yo amontonaba debajo del anciano estaban húmedas. Ahn se levantó de la cama, cogió sus muletas y me ayudó. Observando a Mai y a los sanitarios, había aprendido a hacer las camas igual de bien que cualquier enfermero en prácticas y cuando metió las sábanas debajo del colchón, yo tiré de Xe hacia mí. Cuando lo tumbé bocarriba de nuevo, tenía los ojos abiertos, bueno, uno de ellos. El otro párpado lo tenía totalmente cerrado y una de las comisuras de sus labios torcida hacia abajo. Cogí un brazalete para medirle la presión sanguínea, pero no noté ningún cambio en particular. En un momento dado, mientras dormía, Xe tuvo un derrame cerebral. Le podría haber pasado a cualquiera con su edad, pero eso, unido a sus amputaciones y al sonido de sus pulmones, no era muy buena señal.
—Ay, mierda —murmuré yo, en parte a mí misma y en parte a Ahn, que se había puesto a mi lado y observaba al anciano como si fuera a explotar—. Ahora tengo que llamar a Krupman.
No pude evitar mirar a Ahn con expresión seria.
—No, mamasan, no llamar bac si. Él cat ca dao papasan, igual que ba Thai, mamasan, tú hacer papasan de primera.
—No poder hacer, Ahn. Sin loi —me disculpé yo y me dirigí al teléfono mientras Ahn seguía con sus protestas en vietnamita y en un tono de voz cada vez más chillón. Xe cerró su mano derecha formando una garra por encima del pecho, pero la izquierda la sacó de repente y me agarró el brazo como si fuera un tornillo de banco.
Movió la boca, pero no salió nada de ella, solo un poco de baba.
—¿Qué ha dicho, Ahn? —pregunté yo—. ¿Necesita algo?
—Papasan decir él fini muy pronto.
—Dame un respiro. Estás hablando como Krupman ahora.
La mano derecha del anciano se quedó suspendida en el aire encima de su pecho, pero con la izquierda llevó mi mano hacia su cuello y hacia la correa; mis dedos encontraron el amuleto. Juntos lo volvimos a poner en su sitio, encima del esternón, y la mano que tenía bien agarró la mía por encima de la que tenía mal y el amuleto. Del anciano salió una luz entre gris y violeta como si fuera un hematoma que se iba extendiendo lentamente. Comprobé sus pupilas, pero de repente la vida (la vida real, consciente y dolorosa) volvió a su ojo bueno como un fuego reavivado y me miró. Me sentí como si nos hubiéramos cogido de la mano a través de una profunda grieta. Ya antes había visto y sentido algo así con los pacientes, cuando se preparaban para morir, sobre todo aquellos que no podían hablar: esto es lo que soy, recuérdame, decían sus miradas. Pero nunca antes con la desgarradora fuerza de voluntad que manaba de Xe. En esos ojos estaban mi abuelo, mi bisabuela, mis profesores favoritos en su momento de mayor sabiduría, mi madre y mi padre, Charlie Heron la última vez que lo vi y otra presencia más fuerte, un hombre que había sido joven y a quien la guerra había hecho mayor, un hombre que había sido mucho más incluso de lo que era ahora, mucho más, y que finalmente estaba perdiendo lo que le quedaba. Esos ojos me miraban fijamente y entonces el poder y la personalidad desaparecieron de ellos hasta que solo quedó una charca de agua estancada en el ojo bueno, que cerró con cansancio durante un momento.
Atraje a Ahn hacia mí con la mano que tenía libre. Papasan suspiró profundamente y abrió el ojo para mirarnos fijamente. Por un momento, pareció desconcertado y entonces la otra comisura, la que no tenía hacia abajo, se movió nerviosamente hacia arriba. La mano buena empujó ligeramente la mía hacia su mentón.
—Xe querer tú coger su joya, mamasan. Igual que última vez.
Me repuse del impacto que me produjo esa mirada fascinante, que a punto estuvo de conseguir que sintiera que era Xe en vez de yo misma. No deseaba pensar en eso hasta que le hubiera tomado el pulso, llamado al médico y hecho todo lo posible para salvarle la vida. Intenté soltarme la mano para poder tomarle el pulso, pero Xe no quería y me la llevó de nuevo hasta su amuleto. Tenía que comprobar las constantes vitales de algunos pacientes antes de que llegara Krupman, así que hice lo que el anciano quería que hiciera y le quité el amuleto. Si él moría, mi parte lógica insistía en que lo guardara para Heron. Me estaba engañando a mí misma, porque sabía que había algo más, pero, para Xe, que lo cogiera era suficiente. Esta vez no insistió en que me lo pusiera y en cuanto me lo metí en el bolsillo, se relajó.
Krupman apenas había empezado a examinarlo cuando el viejo expiró.
—Bueno, señorita McCulley —dijo Krupman—, por lo visto la resaca de la pequeña juerga que se corrió ayer por la noche le ha impedido darle una asistencia médica decente incluso a sus queridos amarillos. Está muerto. A lo mejor si me hubiera llamado antes…
—Si lo hubiera llamado antes, podría haberlo enviado al hospital provincial a morir, ¿verdad? —lo acusé yo.
—¡Se acabó! —exclamó él—. Llevo aguantándola mucho tiempo, jovencita. Se está ganando que le apliquen el artículo 14.
Me guardé lo que le habría dicho si me hubiera podido permitir el lujo de pasar la tarde en posición de firmes en la oficina de Blaylock.
—Lo siento, doctor —le dije yo en el tono más dócil que pude adoptar—. Pero lo llamé en cuanto pude. No quería dejar solo al paciente.
Sí, doctor. Al contrario que a usted, a mí sí me importan mis pacientes.
—Quiero que toda esa gente esté fuera de aquí mañana por la mañana. Y voy a darle el alta al niño amputado.
No dije nada. No podía estar de acuerdo con él o se alarmaría, y como ya sabía lo que iba a hacer, no tenía motivo para no estar de acuerdo con él. Así que me callé.
—¿Teniente?
—¿Señor?
—Lo digo en serio. Espero que estos pacientes no sigan aquí cuando vuelva por la mañana.
—Sí, señor —dije y fingí trabajar en el otro lado hasta que se fue de la sala para ir a cirugía a curar a los pacientes que merecían tratamiento.
No fue necesario engañar a Voorhees. Por fortuna, el sargento Baker tenía una larga reunión con los jefes de sala y una fiesta de despedida para el sargento mayor del hospital. Así que no les conté a los sanitarios lo del traslado hasta que terminó el turno. Entonces hice el informe más rápido en toda la historia de la enfermería y anuncié que me iba en el todoterreno. En el momento que Voorhees y yo atravesábamos la puerta de urgencias con Ahn en su silla de ruedas hacia el parque de vehículos, Tony aterrizó. Para mi gusto, había llegado con el tiempo demasiado justo, pero ahí estaba.
—Ah, espera un segundo, Gus —le pedí yo—. Tony querrá despedirse de Ahn.
Tuve que gritar para que me oyera por encima del ruido de las palas, que al girar salpicaban agua de lluvia por todas partes y me levantaban el chubasquero tapándome la cara.
—¿Qué está ocurriendo aquí, teniente? —gritó Voorhees, y me siguió hasta el helipuerto. Ayudé a Ahn a levantarse de su silla de ruedas y le di su muleta. No quería meter a Voorhees en un lío, pero tampoco que en cuanto nos fuéramos, informara de mi deserción.
Me incliné e hice bocina con las manos en la oreja del sanitario y le grité:
—Nos llevamos a Ahn a Quang Ngai, con la comandante Canon.
Él me gritó en el oído.
—Te vas a meter en un lío con Krupman.
—De eso nada. Quiere que el niño se vaya de aquí, ¿bic? —le grité también yo.
Voorhees se lo pensó por una fracción de segundo y entonces se apartó, me dedicó una amplia sonrisa y me dio el visto bueno con el pulgar.
—De acuerdo.
Entré en el helicóptero y subí a Ahn conmigo. Lightfoot, el jefe de tripulación de Tony, me entregó unos auriculares y, cuando me los puse, el ruido que me rodeaba se convirtió en un estruendo vibrante. Tony y el equipo de tierra empezaron a intercambiar palabras por radio en el argot CB y entonces despegamos del helipuerto como un colibrí preñado.
—Bienvenida a bordo, cariño. —La voz distorsionada de Tony me llegó a través del micrófono—. ¿Quieres sentarte delante? Estarás más cómoda.
—No, será mejor que me quede aquí atrás por si el niño se asusta.
—¿Un amarillo? ¿Asustado por un viaje en helicóptero? Tienes que estar de coña.
Pero no me lo repitió. Lightfoot se arrodilló cerca de la puerta abierta y observó el paisaje. Ráfagas de lluvia entraban en el helicóptero y yo arrebujé también a Ahn con mi chubasquero para no sentir el frío.
Al principio, Tony seguía la costa; el cielo era de un peltre apagado, la playa de un color pálido, la lluvia y el mar resplandecían y la selva era una brillante franja de diferentes tonalidades de verde. Las redes de pesca formaban unos cuadrados perfectos suspendidas sobre el mar a lo largo de la costa y alejadas de la orilla. Me pregunté cómo podían pescar con ellas. Ahn no dejaba de hacerle preguntas a Lightfoot, quien sonreía y señalaba.
Me acomodé entre el metal de color verde militar y las cinchas. Uf. Hasta ahora bien. Lo estábamos consiguiendo. Sentí que una ligera emoción e inquietud me recorrían el sistema nervioso, solo para ser sustituidas por el abatimiento. De todas esas personas que había estado cuidando todos estos meses, solo podría salvar a una. Quizá. Xinh ya no estaba, Thai ya no estaba y ahora Xe. Cuando aquel tipo había dicho que la guerra era el infierno, no estaba siendo demasiado pesimista. Yo estaba acumulando un número de bajas tal que sería la envidia de cualquier marine. Ahn volcó el agua que se había formado en un pliegue del chubasquero, que alisó para poder apoyar la cabeza en mi regazo hasta quedarse dormido.
Al no ver nada más que mar y al oír solo el estruendo de mis auriculares y, de vez en cuando, el sonido de conversación mezclada con las interferencias de la radio, enseguida yo también me quedé dormida.
Un tiempo después, oí la voz distorsionada de Tony.
—Eh, ¿cariño?
—¿Sí? —farfullé por el micrófono.
—¿Sabes el tío sobre el que me pediste que preguntara? ¿Heron?
—Sí —respondí yo, algo más despierta. Heron querría tener noticias de Xe. Le alegraría saber que salvé el amuleto. Aunque él no quería usarlo, sabría quién debería tenerlo.
—En parte tengo y no tengo información. Está en algún lugar del campo de batalla, pero la misión es secreta, no pude contactar con él. Lo siento.
Y un minuto después.
—¿Cariño? ¿Estás bien?
—Sí, claro, estoy bien, Tony. El viejo murió esta mañana, ¿no te lo había dicho? Ojalá Heron hubiera estado allí.
Toqueteé el bolsillo de mis pantalones donde tenía el amuleto. Por un momento, solo oía interferencias a través de los auriculares y entonces me llegó la voz de Tony que tarareaba The 59th Street Bridge Song.
Cuando estaba de nuevo dormida, nos alcanzaron. Me desperté sobresaltada porque sentí cómo el helicóptero daba bandazos, y pensé por un momento que habíamos aterrizado. Había demasiado ruido como para oír que estaban atacando la aeronave. Cuando abrí los ojos, vi cómo Ahn levantaba la cabeza una fracción de segundo. Le brillaban los ojos como si fueran los de un animal atrapado y entonces se tapó su hirsuta cabeza con sus pequeños y flacos brazos y se hizo un ovillo para protegerse.
Los disparos no habían despertado a Lightfoot y a mí me parecía que tenía que estar despierto. Sin duda, cuando Tony empezó a esquivar las balas, el jefe de tripulación tenía que cumplir con sus obligaciones. Y efectivamente, oí cómo la voz de Tony gritaba:
—¿Compañero? Eh, amigo… ¿Ben?
Y cuando se iba a dar la vuelta, me di cuenta de que no iba a ver nada porque estaba demasiado oscuro y que era demasiado peligroso que dejara los mandos, así que me quité el cinturón y me acerqué a gatas al jefe de tripulación; le sacudí el pie para que se despertara, que era como me habían enseñado a hacer con las tropas de combate.
El pie cayó pesadamente y observé que uno de los brazos de Lightfoot colgaba en el vacío por la puerta abierta. Pensé que lo mejor sería cerrarla de una vez. Tiré de él y vi que tenía sangre en el pecho. Lo arrastré hacia dentro y le busqué el pulso. No lo encontré. Y tampoco esperaba encontrarlo.
—Han alcanzado a Lightfoot —informé a Tony—. Creo que está muerto.
—Bueno, hazle la RCP, por amor de Dios, mientras busco Quang Ngai…
Me había adelantado y ya me había puesto con Lightfoot a la vez que intentaba recordar lo que había practicado con un muñeco de plástico, pero nunca con un ser humano: abrir vías respiratorias, echar la cabeza hacia atrás, tapar la nariz, respirar hondo y tapar su boca con la mía. Su boca desprendía un olor ácido y cuando saqué el dedo de sus vías respiratorias, estaba cubierto de sangre. Aun así, le insuflé aire y le comprimí el pecho, pero lo único que conseguía con eso era que le saliera más sangre de la boca y de la herida. Dios mío, Lightfoot, no me vendría mal que me ayudaras un poco, pensé yo, pero sabía que estaba intentando reanimar a un hombre muerto.
—Aléjate de la maldita puerta —gritó Tony por encima del estruendo.
Intenté llevarme al jefe de la tripulación conmigo, pero era un hombre grande y tremendamente pesado, y el pie se le había enganchado en una de las cinchas. Entonces, el helicóptero dio otro bandazo y fuera vi unas trazadoras que pasaban como un rayo por nuestro lado. No pude evitar recordar lo que habían explicado en el curso de entrenamiento básico sobre que la cruz roja de los helicópteros de evacuación era un blanco perfecto.
Estaba intentando sacar la bota del jefe de tripulación de la cincha cuando nos alcanzaron más disparos y su cuerpo se sacudió de nuevo. La aeronave dio un bandazo y yo me caí hacia atrás mientras más proyectiles atravesaban el suelo de metal de la panza del helicóptero, justo detrás de mí. Dejé a Lightfoot, cogí a Ahn y nos arrimamos a la barra de metal que sujetaba el rotor.
No dejábamos de recibir ráfagas y Tony intentaba ponerse fuera del alcance de las balas, pero había algo raro en la forma en la que sonaban las palas. Hasta yo lo notaba. En lugar de un ritmo constante, se oía un chirrido discordante cada poco tiempo. Me quité los cascos. Pude notar el corazón dañado del helicóptero en el suelo, en las paredes, en mi piel y en mis entrañas; las caderas y la parte de atrás de los muslos se me tensaban cada vez que dejaba de girar, cada vez que nos alcanzaban los disparos. Ahn se agarró a mi cuello como si se estuviera ahogando justo cuando el helicóptero se puso de costado con la puerta abierta bajo mis pies. El cuerpo de Lightfoot se había quedado encajado entre la abertura y yo; de no ser así me habría caído. Por alguna razón, habíamos dejado el océano y atravesábamos una extensión de hierba alta hacia una maraña infinita de árboles.
El sabor de la sangre del jefe de tripulación en la boca casi me hizo vomitar, pero Ahn me había agarrado y yo me estaba sujetando a una de las cinchas para levantarme cuando Tony enderezó el helicóptero.
—¿Estás bien, cariño? —me preguntó la voz de Tony, casi irreconocible por las interferencias, a través de los cascos.
—Sí… creo que sí —respondí yo.
Estaba bien, teniendo en cuenta la situación. Mientras hablaba intentaba desenredar el cable de los cascos que se me había enrollado al cuello y al micrófono. Tenía que soltar el cable y a Ahn para poder moverme con libertad.
—¿El niño también?
—Él también. ¿Y tú? ¿Estás bien?
—Afirmativo.
Respiré hondo. Bien. Tony nos sacaría de aquí. Ya había estado en muchas situaciones peligrosas antes. Solo sería un dramático contratiempo. Todo estaba bajo control.
—¿Cariño?
—¿Sí?
—Escucha, ahí delante hay un campo de hierba alta. Quiero que empujes al niño y que saltes, ¿entendido?
—¿Que salte?
—Hazlo, maldita sea.
—Sí, pero…
¿Y él? Tenía que saber cómo llevar el helicóptero a una zona segura, pero no podía hacerlo con nosotros dentro. No nos pediría que nos bajáramos a menos que tuviera un plan. De alguna forma, nos sacaría de esta. Quería echar un polvo, ¿no?
El helicóptero se movía bruscamente y temblaba al rozar la hierba alta; las briznas lamían los bordes de la puerta abierta. Ahn se aferraba a mí de forma convulsiva. Yo subí a gatas por el cuerpo de Lightfoot, intentando no pisarlo.
El enorme valle verde se extendía bajo nuestro pies; la hierba alta se mecía con el viento que formaban las palas de nuestro helicóptero y salpicaba agua de lluvia por todas partes. Los pacientes me habían enseñado fotos en las que salían ellos en medio de la hierba alta, que parecía suave y que sobrepasaba en casi un metro las cabezas de los hombres más altos.
El helicóptero dio una sacudida y Ahn desapareció por la puerta; lo último que vi de él fue el extremo de su muleta/pata de palo. Intenté sujetarlo (sin duda, no podía saltar así solo con una pierna), pero los auriculares tiraban de mí. Me los arranqué y me giré para ponerlos detrás de mí y vi que Tony también se giraba y se levantaba del asiento mientras con la boca gesticulaba un grito: «¡Salta!». De arriba vino un chirrido horrible y el suelo se desprendió cuando una pala atravesó el parabrisas, el metal, los mandos, todo; y a Tony, verticalmente. Su sangre me salpicó, me quemó de lo rápido que iba, y la pala rebanó el suelo.
No tuve que saltar. Tenía el suelo a mi derecha, a unos treinta centímetros bajo mis pies, y el helicóptero no dejaba de dar vueltas. Cuando me caí por la puerta abierta, me arañé con los bordes afilados de los agujeros que se habían formado en la cruz roja de la panza del helicóptero y pasé rozando lo que quedaba de la hélice, que seguía girando como la espada de un guerrero vikingo mientras cortaba el aire y la hierba justo donde antes había estado yo.
Choqué contra el suelo con un golpe seco que me sacudió todo el cuerpo y por un momento me quedé atrapada entre la dura tierra y el viento aplastante que había creado la aeronave cuando se estrelló y pasó a mi lado, abriéndose camino entre la hierba alta para explotar y lanzar una llamarada crepitante y metralla por los aires, lo que hizo temblar el suelo de nuevo debajo de mí. El hedor a lubricante, a metal y a combustible caliente y el tufo nauseabundo a carne quemada me penetraron en los ojos y en la nariz; empecé a asfixiarme y a llorar a la vez. De las llamas asomaba una de las palas del helicóptero como si fuera el mango de una cacerola en una fogata.
No sé cuánto tiempo estuve jadeando y tosiendo mientras observaba las columnas de humo negro a través de mis llorosos ojos antes de darme cuenta de la dimensión real de lo que estaba ocurriendo. El impacto fue más fuerte que la onda expansiva provocada por el helicóptero al chocar contra el suelo.
De repente lo asimilé todo, el humo, el calor de las llamas, la lluvia: no estaba dramatizando, no era ni una película, ni una broma, ni un truco publicitario, ni una pesadilla. Tony no iba a salir caminando de las llamas. Lo que había visto antes de estrellarme garantizaba que había muerto antes de que se incendiara el helicóptero. Es difícil gritar cuando no puedes respirar y el aire te produce náuseas, pero ese grito crecía dentro de mí y quería salir por mi boca abierta. Quizá fuera porque era lo que hacían las mujeres en las películas, pero tenía que gritar el nombre de Tony, tenía que plañir por él…
Un huesudo brazo me golpeó en la boca.
—Em di, co —suplicó Ahn en un siseo casi inaudible.
Sus ya familiares lágrimas le bajaban por las mejillas de nuevo y al ver su asustado rostro volví a mis responsabilidades, que estaban con los vivos, Ahn y yo. Tony se cabrearía mucho si supiera que echamos a perder la oportunidad que nos había brindado por delatar con mis gritos nuestra posición a quienquiera que nos hubiera disparado o que acabamos achicharrados mientras le rendía un ruidoso homenaje a su memoria.
Ahn ya me había echado los brazos al cuello, lo levanté para llevarlo a caballito y corrí hacia los árboles. Cada vez que mi pie tocaba el suelo pensaba en las minas, en las bombas sin detonar y en las trampas de cuerdas. Cada metro que recorríamos hacia los árboles me preguntaba quién estaría en ellos, si nos encontraríamos ya en la mira del rifle de un francotirador o si caeríamos en una emboscada del Vietcong.