11

Llevaba tiempo deseando que llegara la temporada de los monzones para descansar del calor abrasador. Las primeras semanas de lluvia las acogí con agrado, pero pronto empecé a sentir el bochorno debido a la humedad. Las sábanas estaban húmedas, las toallas también estaban húmedas, incluso mi jersey no calentaba mucho porque también estaba húmedo. Inesperadamente, tuve que trabajar una serie de noches cuando Sarah cogió amebiasis y tuvo que quedarse tumbada en una camilla y administrarse líquidos intravenosos cada mañana porque si comía o bebía algo le provocaba diarrea o vomitaba. Hacía frío en las salas durante el día y vientos muy fuertes traían tormentas procedentes del mar. Nos pusimos unos chubasqueros y unas botas para la selva y nos dispusimos a vadear las partes del pavimento que estaban medio sumergidas. El suelo del pasillo central estaba cubierto por casi tres centímetros de agua. Entraba agua por el tejado, y por todas partes había cuñas y orinales para las goteras mientras unos trabajadores vietnamitas, vestidos con unos chubasqueros, gateaban lentamente por el tejado intentando tapar los huecos. Pequeños lagartos atravesaban como flechas los pasillos y Ahn, con la ayuda de una muleta y de una pierna de madera que Joe había realizado a partir de otra muleta, iba tras ellos con más agilidad de la que yo creía posible.

El traslado de Marge a Quang Ngai fue aprobado a regañadientes con la ayuda de los contactos de su novio. El FEVUM de Joe se acercaba rápidamente y entre los dos parecía que el lugar era un estudio de fotografía en vez de la sala de un hospital. Por turnos, sacamos fotos de Marge y Joe, de Marge con Mai, de Joe con Mai, de Marge y Joe juntos y por separado con Ahn, con el sargento Baker, con Voorhees, con Meyers, con Ryan, con Thai, conmigo y con cualquier otro paciente o empleado que estuviera quieto el tiempo suficiente como para que fuera retratado. Tuvimos que repetirlas porque la cámara de Marge era una Polaroid y Ahn y Mai querían duplicados de las fotos en la que estuvieran ellos.

Entonces Sarah de repente sufrió un bajón debido a la amebiasis y decidieron mandarla a casa dos meses antes de lo previsto para que se recuperara. Me alegré por ella, pero eso significaba más trabajo para mí, ya que en su puesto y en el que tenía yo antes ya había dos nuevas enfermeras, y tenía que pasar mucho tiempo instruyéndolas. Una de las chicas nuevas cogió amebiasis a la segunda semana de su llegada al país y, al igual que a Sarah, cada mañana tenían que administrarle líquidos intravenosos. Sarah y ella se marcharon en el mismo avión.

Marge me abrazó cuando llegó el momento de su partida.

—Te irá muy bien, Kitty. Escríbeme y cuéntame cómo está todo el mundo, ¿de acuerdo?

—De acuerdo. Cuídate y dale una patada en la espinilla a Hal por apartarte de nuestro lado.

El futuro excomandante Joe Giangelo y otro comandante llegaron a la puerta a tiempo para bloquearle el paso a Marge. Joe le dio un abrazo.

—Sé buena, Margie, y, ¡ah!, casi se me olvida, tengo algo para ti. —Sus ojos marrones brillaron cuando le entregó unos papeles—. Son ejercicios para corregir las piernas arqueadas, que necesitaras después de llevar un tiempo con el viejo Hal.

—No quisiera que me dieras las copias que le ibas a enviar a tu mujer, Joe. ¿Cuánto te falta?

—Seis días, cuatro horas, tres minutos y… —miró su reloj— veintiún segundos. Por cierto, os presento a mi sustituto. Comandante Krupman, la comandante Marge Canon, la mejor enfermera de ortopedia de Vietnam y posiblemente de todo el Ejército y una tarambana increíble que se va a pirar de nuestras fabulosas playas. Y esta es la teniente McCulley, su número dos.

Marge lo saludó y después se fue corriendo porque la esperaba su coche. Yo también lo saludé, pero Krupman me ignoró.

—Me gustaría hacer la ronda ahora, Joe, si no te importa —dijo él con tono de eficiencia.

—Claro. Empezaremos aquí.

—¿Aquí? Pero estos no son militares norteamericanos, son amarillos.

Joe miró a su alrededor, a los rostros familiares y a los recién llegados, que no eran muchos.

—¿En serio? ¿Qué me dices? ¿Quieres decir que ellos no son de la 1a División de Caballería?

A Mai le entró la risa floja. Decidí que era hora de levantar a Thai para llevarla a dar su paseo vespertino. Los injertos se habían adherido bien y la cadera estaba curada, salvo por una pequeña zona de la que sobresalía un drenaje. Ya había caminado dos veces. Esta vez, cuando la levanté, siseó entre dientes, pero no gritó cuando la puse de pie, pasé su brazo por encima de mi hombro, que estaba un poco alto para ella, y le rodeé la cintura. Siseó de nuevo y gimió una vez.

—Lo siento, Thai —me disculpé yo—. Sin loi.

Odiaba hacerle daño.

Me miró y su rostro mostraba la sonrisa más grande que había visto en mi vida. Caminaba. Le dolía, pero caminaba y era algo que nunca pensó que volvería a hacer; eso era lo que decía la sonrisa. Hicimos el mismo recorrido dos veces. En un par de semanas, le quitaríamos el drenaje y podría volver a casa, dondequiera que estuviera.

—Eh, Joe, ¡mira a Thai! —le dije yo. Joe levantó la vista y nos saludó con la mano.

—¡De primera, mamasan! —le gritó a Thai desde la cama de Xe—. Muy pronto le echarás una carrera a alguien.

Krupman se enderezó y nos miró enfurecido.

Joe hizo la ronda tres días más. Krupman, por lo general, llegaba justo a tiempo para hacerla del lado de los soldados norteamericanos, pero inevitablemente se entretenía en otro sitio cuando llegaba el momento de examinar a los vietnamitas. Ni siquiera cuando Joe no estaba técnicamente de servicio, durante los tres días que tardaron en llevar a cabo todo el papeleo para su partida, Krupman hizo la ronda en el lado vietnamita de la sala, a pesar de que teníamos una nueva oleada de heridos, pero sí pasó mucho tiempo explicándole pacientemente ejercicios para la espalda a un mecanógrafo incapacitado del cuartel militar de la Marina.

Sin embargo, el día en el que Joe se subió al avión, pude comprobar que el nuevo médico se había dignado finalmente a visitar la sala de los vietnamitas el tiempo suficiente para amontonar una pila de gráficas, de donde sacaría las órdenes.

La primera gráfica era la de un anciano con la clavícula fracturada y una posible neumonía. Tenía el brazo en cabestrillo y le habían administrado los últimos antibióticos intravenosos. La nueva orden decía: «Dar el alta», al igual que las órdenes escritas en las gráficas de una chica con heridas múltiples de metralla en la parte inferior de su cuerpo y fractura de húmero. La tercera alta era del teniente Long, y su cama ya estaba hecha y su mesita de noche, vacía.

—Mai, ¿sabes si alguien ya ha llevado a cabo esta orden? —le pregunté yo, desconcertada, ya que como era la única enfermera del turno solo yo podía hacerlo.

—No, Kitty. Chung wi Long, él oír que el doctor Krupman decir: «Sacad a este hombre de aquí, no podemos hacer nada más por él». Chung wi Long irse.

—¿Irse? ¿Adónde?

Mai no parecía contenta.

—¿Tiene familia aquí, Mai?

Mai parecía incluso más triste, y finalmente murmuró que se imaginaba que sí y se fue.

—Sargento, el teniente Long se acaba de marchar y Mai no sabe adónde se ha ido.

—Ah, sí, señora. El comandante Krupman dijo que se podía ir. Aunque no lo expresó exactamente con estas palabras.

—¿Irse adónde? Solo tiene una pierna y ningún pariente. Me comentó que los aniquilaron en la ofensiva del Tet el año pasado. ¿Adónde se habrá podido ir?

Baker me miró fijamente. Con eso decía que yo había crecido entre algodones y que no sabía nada de la gente que no tenía alternativas. Decía que qué creía yo que les pasaba a los exoficiales vietnamitas sin familia y con heridas que los dejaban indefensos y dependientes.

—No tengo ni pajolera idea, señora —fue lo único que contestó Baker.

Me llevé la mano a las escarapelas de latón y los ojos se me llenaron de lágrimas cuando abrí la cuarta gráfica, la de Dang Thi Thai. «Trasladar al hospital provincial», decía la orden.

Limpié y vendé la herida de Thai, la ayudé a que se agarrara del trapecio para levantarse de la cama y caminé con ella; esperé deliberadamente a que Krupman llegara al día siguiente para hablar con él acerca de sus ridículas órdenes.

Él se me adelantó.

—¿Qué hace esta gente todavía aquí, enfermera? Mis órdenes decían que había que darles el alta.

—Xuan y Dinh están esperando a que alguien de su pueblo venga a buscarlos, señor —le expliqué yo. Puede que estuvieran esperando, pero su pueblo estaba cerca de Tam Ky y sus familiares no tenían ni idea de cómo localizarlos.

—¿Y qué me dice de la anciana?

—De ella quería hablarle, señor. Thai ha mejorado mucho… estoy segura de que el doctor Giangelo le ha contado lo mucho que hemos trabajado con ella, lo mucho que ella ha trabajado, pero todavía no está del todo curada y…

—Teniente, yo soy el médico aquí. Yo soy el que toma esa decisión —me dijo él, a pesar de que todavía tenía que examinarla—. Puede ponerse de pie. Está en condiciones de irse a su hospital y dejar libre su cama a un soldado norteamericano que la necesite.

—Señor, en este lado no hemos tenido que ingresar a ningún soldado desde que llegué aquí y el censo no es especialmente alto ahora mismo. No necesitamos la cama. Hay cuatro vacías…

—Le he dado a usted una orden, teniente. Espero que se cumpla. ¿Está claro?

—Pero, señor, cuando una lleva en el país un tiempo y ha visto cómo es el hospital provincial…

—Mire, jovencita, no voy a escuchar más estúpidas historias de guerra de supuestos veteranos como usted. Quiero a esa mujer fuera de aquí y la quiero fuera ahora. ¡Sargento!

Le estaba hablando a Baker.

—Sí, señor —respondió Baker—. ¡Voorhees!

El aludido dejó el termómetro que estaba a punto de introducirle a Dinh en la boca.

—¿Sargento?

—Ya has oído al doctor. Consigue una ambulancia y traslada a la paciente de la cama cuatro al provincial.

—Sí, señor.

Fulminé al sargento Baker con la mirada, pero él no me miró a la cara.

Voorhees se movía con lentitud, demostrando su oposición, sin embargo era candidato para un ascenso, así que consiguió una ambulancia, una camilla y se dispuso a poner a Dang Thi Thai en ella. Yo me acerqué para ayudar, para intentar tranquilizarla. No recuerdo dónde estaba Mai, pero no estaba allí para traducirme o para intentar encontrar a alguien, un amigo, un familiar, para informarle sobre el traslado de Thai. La cogí de la mano y le dije:

—Médico nuevo decir que tú estar bien, mamasan. Te envía al hospital provincial.

No había terminado de hablar cuando ella me agarró del brazo con las dos manos, clavándome desesperadamente las uñas. Su rostro, que durante tanto tiempo había reflejado un sufrimiento lento y agonizante, de repente mostraba terror.

—¡No, co! ¡No! —Empezó a subirse a mis brazos, llorando y suplicando—. Kitty, no…

Sus ojos me rogaban que cambiara las cosas, que no traicionara la esperanza y la confianza que yo, bueno, que todos habíamos conseguido que tuviera en nosotros.

Me aferré a la camilla, pero Voorhees tiraba de ella. Las uñas de Thai me arañaron los brazos cuando sus manos se soltaron. El sargento Baker me cogió suavemente de los hombros y tiró de mí.

—Vamos, teniente. No hace falta que te pongas histérica por esto —dijo él—. ¿Cuántas mujeres como ella crees que hay ahí fuera sin nadie que cuide de ellas?

—¡No, Kitty! ¡No!

Thai lloraba, y ahora Voorhees, que parecía estar a punto de llorar también, le daba palmaditas e intentaba calmarla. El sanitario se alejó de mí por el pasillo con la camilla. Yo me quedé mirando cómo se marchaban. Voorhees seguía consolándola, pero la mujer estaba ahora callada, con los brazos cruzados sobre el pecho y mirando al techo con los ojos llenos de lágrimas.

Yo me di la vuelta para fulminar a Krupman con la mirada, pero el muy cabrón no había tenido las agallas de quedarse y oírla llorar, así que miré enfurecida a Baker.

—Gracias por el apoyo, sargento —le agradecí yo con sarcasmo.

—No se enfurruñe conmigo, teniente. Le acabo de salvar el culo. Ese doctor es nuestro superior y si dice que se va, se va. A mí tampoco me parece bien, pero estamos en guerra. Hay mucha gente ahí fuera que tiene menos oportunidades que la señora Dang. Al menos la envió al hospital.

—¡Ya oyó lo que contó Voorhees de ese sitio! Allí se va a morir y ella lo sabe.

Seguía temblando, así que me centré en lamerme el dedo y emborronarme los brazos con la sangre de los arañazos que las uñas de Thai me habían dejado.

—Eso no lo sabe, señora. Es el lugar al que irían si no estuviéramos aquí. Tienen sus propias costumbres.

—Supongo que sí —asentí yo, y me aparté porque no quería que me viera llorando. Estaba sentada al lado del mostrador mojando las gráficas cuando sentí algo cálido cerca de mí. Me giré un poco y Ahn se apoyó en mi hombro, asintiendo con la cabeza sabiamente, con los ojos llenos no de miedo sino de una mezcla de cinismo y la clase de pena que un adulto le muestra a un niño que tiene un juguete que su padre no puede arreglar.

Tuvimos una oleada de soldados norteamericanos a finales de esa semana y Krupman estaba demasiado ocupado disfrutando de su puesto como médico de guerra como para hacer desaparecer a más pacientes vietnamitas. Yo hacía mi trabajo y raras veces era educada con él, pero a medida que pasaba esa semana y la siguiente no pude evitar darme cuenta de que con nuestros soldados era un buen médico, comprensivo, diestro y meticuloso. Tenía que cerrar los ojos y ver el rostro de Thai para acordarme de lo idiota que era. Estaba empezando a ser casi capaz de tolerar al hombre, cuando Voorhees volvió del orfanato.

—Al volver hacia aquí, hicimos una parada en el hospital provincial, teniente —me dijo.

Tenía miedo a preguntar, pero lo hice de todas formas.

—¿Viste a Thai? ¿Cómo está?

—Murió pocos días después de que la ingresaran. Por una infección en la herida.

—Mierda —fue lo único que dije.

Mai volvió de su champú diario a tiempo de oírme.

—¿Qué pasar? —preguntó ella, y me miró a mí y después a Voorhees.

Él se lo contó.

Me quedé allí sentada, y cuando me quise mover, sentí como si me hubieran puesto una inyección de novocaína que me afectaba a todo el cuerpo.

Detrás de mí, oía hablar a los vietnamitas, pero no les presté atención. Cuando era la hora del cambio de vendajes, todos los días desde que ya no estaba, echaba de menos cambiárselo a Thai. Cuarenta pacientes en el censo y echaba de menos cambiar el vendaje de una cadera hueca.

Cuando llegó el turno de Xe, me incliné para vendarle los muñones y sentí sus manos en mi cabeza. El entumecimiento se fue desvaneciendo y empecé a sentir un profundo dolor.

—¿Qué estás haciendo? —le pregunté yo bruscamente, pero entonces lo miré y vi en su rostro la perfecta contraparte de mi dolor y sensación de fracaso. Y supe qué lo había estado matando lentamente. Estábamos en el mismo barco, pero el suyo se estaba hundiendo con más rapidez. Los dos estábamos allí para ayudar y él, que según Heron había sido más poderoso que yo, se sentía ahora más impotente.

Sus manos, blancas como el papel, se cernían a ambos lados de mi cabeza; él ignoró mi pregunta y siguió mirándome. Algo agradable y sedativo acariciaba mi intenso dolor para después desaparecer. La pena que vi en sus ojos se hizo aún más profunda cuando bajó las manos.

Pero el dolor de mi cabeza se desvaneció y el entumecimiento volvió.

Me alejé del hospital; la fría lluvia de la tarde me empapaba el uniforme. Ni siquiera me molesté en ponerme mi chubasquero. Me fui directamente al club y me tomé tres tequilas del tirón. Las copas no eran para darme coraje sino para tranquilizarme y evitar así atacar a Krupman con mis propias manos. Por regla general, el alcohol te da sueño, pero esa noche tuve que dejar de beber para calmarme. La ira creció dentro de mí hasta que no pude tragar. Quería que Krupman entrara en el club. Quería armar un escándalo. Quería cantarle las cuarenta delante de todo el mundo. Pero no vino, el muy cabrón, así que me dirigí tambaleante a su choza y empecé a aporrear la puerta mosquitera mientras de mi gorro caían pequeños riachuelos de agua que me bajaban por los brazos. El doctor estaba dentro; llevaba puestos unos auriculares mientras su magnetófono pasaba una brillante cinta de un carrete a otro. Cuando levantó la mirada, nadie hubiera podido decir que tenía una sensibilidad excesiva ni que era clarividente.

—¿Qué pasa, teniente? —me preguntó él con amabilidad—. ¿Una urgencia?

—No exactamente —le respondí yo—. Solo quería darle algo que celebrar. Creí que le gustaría saber que la pobre mujer a la que envió al hospital provincial ha cumplido sus deseos y ha muerto. Parece ser que eso era lo que usted quería…

Se había despegado los auriculares cuando comencé a hablar; entonces se los quitó y los lanzó a su camastro.

—No quería nada en especial, teniente. Lo que ocurre es que no dejé mi consulta para tratar amarillos. —Cogió una foto de un grupo de personas y admito que no me fijé en ella porque pensé que la iba a usar como arma arrojadiza—. ¿Ve a este chico de uniforme? Es mi hermano pequeño. Se alistó como voluntario para trabajar como asesor y ayudar a esta maldita gente y ellos dejaron que cayera en una emboscada.

»He venido aquí para ayudar a chicos como él y evitar que mueran en esta absurda guerra. Que gente como ese tal Giangelo y usted conviertan a los locales en objetos de su afecto cuando ven qué le hacen a nuestra gente es un misterio para mí, pero mientras yo sea el encargado de ortopedia, trataremos únicamente a norteamericanos, y que los amarillos cuiden de los suyos. Y le diré algo más, teniente —en todo momento su rostro permanecía impasible y el tono de su voz era igual de monótono que el de un marine colocado, aunque no tan alto— en cuanto pueda tener un poco de tiempo libre y dejar a los hombres que me necesitan, voy a limpiar ese sitio, empezando por esos mendigos que llevan meses gastando nuestros suministros médicos. Así que será mejor que se vaya acostumbrando.

Cerró la puerta mosquitera de un portazo en mi cara y después la puerta de dentro. Por la rendija, vi cómo se volvía a poner los auriculares.

Supongo que podía haber estar aporreando la puerta toda la noche y que me sacara de allí la policía militar, pero decidí volver al club para seguir bebiendo. No era mi día. Tony estaba allí. Llevaba semanas sin verlo, salvo un par de veces que entraba y salía de la choza de Julie. Carole me había comentado que habían roto y que Tony los había abordado a ella y a Tom en busca de un hombro en el que llorar.

—Kitty, tengo que hablar contigo…

—Ahora no —le dije yo bruscamente—. Ni ahora ni nunca. Déjame en paz, Tony. Coge lo que tengas que decir y pónselo en una carta a tu mujer.

—No seas así, cariño. No sabía que te importaba. Estabas saliendo con Jake cuando nos conocimos.

—No estaba saliendo con Jake —empecé a decir yo y entonces me di cuenta de que estaba demasiado cansada para terminar la frase—. Mira, no quiero hablar del tema. No quiero hablar contigo.

—Cariño, te echo de menos. Ahora nos atacan todo el tiempo. La última vez casi me dan.

Por su tono de voz y por el ligero temblor de esos dedos perfectos que sujetaban su copa, me dio la impresión de que esta vez iba en serio. Normalmente, a pesar de su afición al melodrama militar, Tony tenía tanta fe en su inmortalidad como casi todos mis pacientes antes de serlo. Pero a mí, por lo pronto, me importaba una mierda lo que creyera.

—Tony, lo siento, pero tengo muchas cosas en la cabeza, ¿de acuerdo? Tengo frío y estoy empapada y acabo de hablar con un supuesto médico que ha admitido alegremente haber asesinado a una de mis pacientes y que tiene intención de seguir haciéndolo, todo perfectamente legal y con el beneplácito del Ejército, porque culpa a mis pacientes y puede que a mí también de la muerte de su hermano.

—¿Mató a tu paciente?

—Sí. A Dang Thi Thai.

—¿La anciana de la cadera?

—Me sorprende que te acuerdes. Nunca te gustó que hablara de mis pacientes, si no recuerdo mal. No eran tan interesantes como tus malditos helicópteros.

—De acuerdo, de acuerdo. Supongo que me lo merezco. Carole intentó contarme cómo te sentías y, créeme, nunca te he infravalorado ni nada parecido. Simplemente, estábamos tan bien juntos que no entendía por qué no podías ser feliz así, de esa manera. ¿Por qué pensar tanto en la guerra?

—No te hablaba de la maldita guerra. Te hablaba de mis pacientes. Igual que tú hablas de tus jodidos helicópteros. Es mi trabajo y… y ese cabrón lo está destruyendo todo…

Empecé de nuevo a vociferar y enseguida me avergoncé de mi comportamiento.

Pero Tony estaba decidido a ser encantador y yo había olvidado lo bien que se le daba. Me pasó la mano por la nuca y me la masajeó; me resultó reconfortante y cálido.

—Por Dios, cariño, lo siento. Cuéntamelo, vamos. Volvamos a tu choza. En tu estado, no le harás ningún bien a nadie.

Dejé de llorar antes de contárselo porque no quería darle una excusa para abrazarme, por mucho que yo quisiera que lo hiciera. Aunque, de repente, estaba preocupado y recordé que muchos de mis pacientes de alguna forma habían sido suyos primero. Los había traído aquí. Y Tony podía ser muchas cosas, pero en Vietnam no era racista.

—Ahora dice que va a hacerles lo mismo a los demás…

—¿No se lo puedes impedir? —me preguntó.

—¿Cómo?

—No sé. ¿De dónde son?

—De algún lugar cerca de Tam Ky.

—De acuerdo. Voy a ver qué puedo hacer. Si pudiéramos traer a algunos parientes, tus pacientes tendrían a alguien que los cuidara en el provincial.

Hablaba de algo casi imposible y los dos lo sabíamos. Los vietnamitas que no estaban heridos eran aún menos importantes que los que estaban heridos.

—Dios —dije yo—. Es como un triaje. Los nuevos lo tenían difícil, pero el viejo Xe y Ahn…

Alargó el brazo, me acarició la mejilla con su hermosa mano y me derritió mirándome con sus increíbles ojos; casi me lancé a sus brazos. Pero no lo hice. Puede que no fuera del todo un canalla, pero estábamos hablando de la muerte de Thai, no de mi vida sexual ni de la suya.

—¿No tienen a nadie?

—A nadie. Ahn es huérfano y Xe… Tony, ¿conoces a un tipo de las Fuerzas Especiales llamado Heron?

—Heron, Heron… no, cariño. Lo siento. No, su nombre no me resulta familiar, pero…

Levantó y bajó el brazo y de unas manchas de color verde oscuro que le habían salido en la zona de las axilas de la camisa de su uniforme me llegó un olor acre a sudor.

—¿Te importaría preguntar por ahí? ¿Por favor? Es amigo del anciano. Lo han enviado de nuevo al campo de batalla, pero podría mover algunos hilos para que Xe vuelva a casa. Aunque no sé qué hacer con Ahn. Si Marge estuviera aquí, ella sabría qué hacer.

—¿Dónde está?

—En Quang Ngai, con su amigo Hal, que lleva el hospital. Si no se hubiera ido, ese cabrón de Krupman nunca se habría salido con la suya.

—¿Ella conoce al niño? ¿A Ahn?

—Claro. Conocía a todos los pacientes de larga estancia. Ahn no está tan enfermo, pero su muñón todavía no está curado aunque tenga esa prótesis que Joe improvisó con una vieja muleta. Estábamos esperando la de verdad.

—El niño la vendería en el mercado negro —dijo Tony.

Le empecé a pegar.

—Está bien, está bien.

—Lo siento. Tienes razón. Pero no tiene adónde ir ni ninguna posibilidad.

—Se podría afirmar eso de la mitad de los vietnamitas.

—Sí, bueno, la mitad de los vietnamitas no me llaman mamasan. Tony, no puedo dejar que se muera como Thai, no puedo. Mierda. Ojalá estuviera Marge aquí.

—Bueno, qué demonios, si ella es la respuesta, ¿por qué no llevamos al niño donde está ella?

—No puedo. Yo…

—Yo sí. Voy ahí de vez en cuando. Podríamos ir a visitar a tu amiga y dejar al niño allí.

—¿Es… quiero decir, no pasa nada si llevamos a un civil vietnamita?

—Lo hago todo el tiempo. —Me sonrió—. Es una de las tareas propias de mi trabajo, cariño, ¿recuerdas? ¿Y por qué te importa tanto si se puede hacer o no? Tú eres la que necesita ahora saltarse las reglas. Solo dime cuándo quieres que venga a buscarte.

—Bueno, no podría ir… quiero decir, estoy de servicio.

—Podrías ir después, ¿no? Ahora eres la enfermera jefe. Cambia tu agenda. Tómate un día libre. Nadie lo sabrá. Estarás de vuelta pasado mañana. Y si no, ¿qué demonios te van a hacer? ¿Enviarte a Vietnam?

—Pero ¿no podrías ir a buscar a Marge y una vez allí conseguir que ingrese a Ahn?

—Cariño, me importan una mierda Ahn y Marge. Estoy aquí por motivos ocultos, ¿recuerdas? Quiero recuperar a mi chica favorita.

—Tony, estás casado —le dije cansada—. Y me mentiste.

—Bueno, ¿y qué? Ella no está aquí y tú sí. ¿Trato hecho o no?

El rostro de Thai y la mirada triste y cómplice de Ahn aparecieron de nuevo delante de mí mientras el olor de Tony llenaba mis fosas nasales y su mano acariciaba otra vez mi mejilla.

—¿Qué dices, cariño? ¿Trato hecho? ¿Eh?

—De acuerdo.

—¿Lo sellamos con un beso?

Acercó su boca a la mía y deslizó sus brazos por los míos.

—Tony, lo creas o no, ahora mismo no estoy de humor.

Él sonrió.

—Bic, cariño. No pasa nada. Conozco a un tipo en Quang Ngai al que puedo echar de su choza para pasar la noche. Nos vemos mañana.

—¿Tony?

—¿Sí?

—¿Crees que funcionará?

—Pues claro, cariño. Sin problema.