10

Me ascendieron el miércoles y el jueves me cambiaron al turno de mañana.

El domingo me tocaba trabajar sola en mi turno. Me dirigí al lado vietnamita de la sala y me encontré a Sarah, que seguía corriendo de un lado a otro intentando dejar listos los medicamentos y las gráficas. Tenía el rostro serio y tenso, y no me miraba. Había algo más, algo horrible ocurría en la sala que hizo que me detuviera en la puerta y dudara antes de mirar a mi alrededor. Dirigí mi atención primero a Dang Thi Thai y a Xe, pero los dos parecían estar durmiendo. Estaba observando al anciano, que parecía incluso más demacrado y agotado que de costumbre, cuando de repente Ahn se incorporó, me vio y saltó a la silla de ruedas como si fuera el vaquero de una película; casi me tira al suelo cuando me echó los brazos a la cintura y comenzó a llorar. Me arrodillé para acariciarlo y fue entonces cuando me di cuenta de que la cama de Xinhdy estaba vacía.

—Sarah, ¿dónde está Xinhdy? —le pregunté yo con toda la tranquilidad que pude. Podía estar en rayos X o en cirugía. Era joven y sana y…

—Xinhdy ha muerto, Kitty.

—¿Que ha muerto? —pregunté yo como una idiota—. ¿Qué quieres decir con que ha muerto? Vamos, Sarah, despierta. Estoy hablando de Xinh, la de la cama del fondo. No puede haber muerto. Solo tenía la cadera fracturada, por amor de Dios. Ni siquiera estaba en la lista de los heridos graves. No estaba autorizada para morir.

Sé que a una persona de fuera le puede sonar a broma de mal gusto, pero tenemos una lista con los enfermos graves y otra con los muy graves. Si un paciente no estaba en la lista de los muy graves y moría, se consideraba que el personal había cometido negligencia en el cumplimiento de su deber.

Sarah no me respondió, pero Mai salió del baño. Esta vez no solo su pelo estaba mojado.

—¿Mai?… —empecé a decir mientras le seguía acariciando la espalda y los hombros a Ahn. Mai apartó la mirada y se tapó el rostro con las manos; supe que ya no cabía la menor duda.

Pero no podía ser. Cuando me fui de la sala la noche anterior, Xinhdy estaba perfectamente bien. Bueno, algo inquieta y sudaba más de lo normal. Tenía algo de fiebre, por lo que lo registré en su gráfica. Informé a Sarah de que creía que Xinh podría haber cogido la gripe. Había estado tan malhumorada durante la noche que Meyers había preguntado con mucha cautela si tenía el periodo. No dejaba de agitarse en la cama, de cambiar de posición una y otra vez y de pedir que moviéramos las cosas cada vez que se revolvía. Y esto venía de la paciente postrada en cama más autosuficiente de la sala. Cuando venían otros vietnamitas de visita, ella se quejaba en voz alta hasta que se iban contrariados. Aun así, me imaginé que solo era una enfermedad leve. La gente hospitalizada también puede pillar resfriados y la gripe. Dios mío, ¿y si había pasado por alto los síntomas de una variedad horrible y fulminante de neumonía vietnamita? La cama vacía me miraba inexpresiva. Esperaba que en cualquier momento alguien entrara con una camilla y viera en ella a Xinh con su yeso en espiga sujetándole la cadera y apoyada en un codo, sonriente y saludando con la mano al pasar delante de las otras camas de la sala como si fuera una reina de la belleza.

—¿Por qué ha sido, Sarah? —le pregunté—. ¿Por algún tipo de gripe? ¿Pudiste hablar con Joe?

—No hasta que fue demasiado tarde —me respondió ella—. Estaba en el comedor de generales en el Cuerpo I y no volvió hasta más tarde. El capitán Schlakowski se pasó a las seis y la examinó, pero dijo que estaba bien. Entonces, llegaron tres nuevos pacientes del lado de los soldados norteamericanos y cuando volví para administrar los medicamentos de medianoche, vi que Xinh tenía dificultades para respirar. Le estaba tomando el pulso cuando entró en parada cardiorrespiratoria. Empecé con la RCP mientras Ryan activaba el código azul y me lanzó la unidad de ventilación manual. El equipo médico llegó enseguida, pero ya era demasiado tarde.

—¿Cómo es posible que entrara en paro cardíaco? —pregunté yo—. Tiene veintidós años.

—Lo sé, lo sé —admitió ella en una voz cada vez más baja—. Joe vino para certificar su muerte. Dijo que fue una embolia grasa. A veces ocurre con heridos que tienen lesiones graves en la cadera y que llevan mucho tiempo postrados en la cama. Yo no lo había oído nunca, ¿y tú?

—No… yo… ¿dónde está Joe?

—En cirugía, con uno de nuestros soldados. No sé cómo puede hacerlo, Kitty. Estaba más disgustado que nadie. Salvo Xe, quizá, que se despertó cuando el equipo médico entró con el carro de paradas y supongo que le desconcertó todo el jaleo. Intentó levantarse de la cama él solo y se cayó, y comenzó a arrastrarse hacia nosotras. Fue horrible. —Y entonces Sarah se puso a llorar y yo le pasé el brazo que tenía libre alrededor—. Voy a rellenar el informe de incidentes.

—El viejo da más problemas que otra cosa, ¿verdad? —comenté yo, pero me temblaba la voz.

No lloré hasta que casi terminó el día. Se supone que no puedes llorar delante de los pacientes, pero no fue por eso. Es que no me podía creer que ya no estuviera con nosotros. Bueno, que no estuviera, sí, pero ¿muerta? Volvía una y otra vez a su cama. El silencio, sin la televisión vietnamita de fondo, era agobiante. Mai simplemente se esfumó y solo venía cuando le asignaban alguna tarea específica. Los otros pacientes dormían, salvo Thai, cuando le hacía la cura, y Ahn, que se aferraba a mí y quería que lo llevara en brazos todo el día.

Pasé esa jornada en un estado de semiinconsciencia hasta que llegó el momento de ir a buscar el correo. Cuando regresé a la sala, abrí un paquete con provisiones que me habían enviado desde casa. En el fondo de la caja, había un nido de gruesos coleteros de lana de colores brillantes. Lo primero que pensé fue lo mucho que le gustarían a Xinhdy; y después, cuando vi su cama vacía y su mesita de noche abierta, sentí un nudo en la garganta. Dejé a Ahn en su silla de ruedas y me fui corriendo al baño de las enfermeras que estaba en el lado de los soldados norteamericanos. No sé cuánto tiempo me llevó dejar de llorar, pero cuando lo hice, la bruma se había disipado y el dolor se había adueñado de mí. Ojalá pudiera decir que consolé a todo el mundo, pero al final manejamos la situación como lo manejábamos todo en Vietnam: aislándonos hasta que nos convencíamos de que la angustia era una pérdida de tiempo, de que la guerra era ya dura de por sí y que teníamos que hacerlo lo mejor posible. Los pacientes dormían. Mai se fue temprano a casa. Los sanitarios y el sargento Baker limpiaban frenéticamente la sala como si al día siguiente fuera a venir el presidente. Joe era como un grano en el culo cuando hacía la ronda: ordenaba que les hiciéramos cosas inútiles a los pacientes a los que durante meses solo había examinado por encima.

El lunes, el sargento Baker tiró un taco de trípticos en el mostrador delante de mí.

—Aquí tiene los formularios, teniente. Elija su destino, rellénelos y salga de aquí cagando leches mientras pueda.

Les eché una ojeada. Las aguas de la gran barrera de coral tenían un color azul nada común, las montañas de Japón eran abruptas y no necesitaba ir, ya había pedido una cámara y un equipo de música del catálogo Pacex. En cuanto a las compras en Singapur y Hong Kong, ¿quién necesitaba prendas de seda o jerséis con pedrería pasados de moda? No sentía ningún entusiasmo ante la perspectiva de unas vacaciones, aunque sabía que el sargento tenía razón: necesitaba marcharme, y pronto.

Cuando volví de darles la medicación a los nuevos pacientes del lado de nuestros soldados, Heron estaba apoyado en la barandilla lateral de la cama de Xe. Tenía aspecto cansado y torcía el cuerpo para acercar su cara al rostro inmóvil del consumido anciano. La mano izquierda de Xe revoloteó como una polilla hasta que se posó en la palma del sanitario. Mientras me acercaba a ellos, los ojos del anciano se abrieron. Miró a Heron con expresión de angustia, como su fuera un perro suplicando que lo sacrificaran.

Sin girarse, Heron preguntó:

—¿Cuánto tiempo lleva así?

—Desde ayer por la noche. Se cayó de la cama. Intentaba… hmmm… intentaba… —Me mordí el labio, tragué saliva y continúe hablando—. Una de nuestras pacientes de larga estancia murió ayer por la noche. Era… amiga de Xe. Es probable que sintiera tanto miedo por ella que se olvidara de que no podía andar…

—¿Quién era?

—Xinhdy… Xinh. La chica de la última cama. Fue algo… muy extraño… —Se me fue la voz y la garganta se me cerró de nuevo—. Creo que… creo que está llorando su muerte…

—Por no decir algo peor —fue su amarga respuesta. Y entonces se giró hacia mí—. Lo siento, McCulley. Pero no tienes ni idea de lo especial que es este hombre.

—Empiezo a hacerme una idea. Ya lo habías mencionado antes. Y… han ocurrido cosas.

—¿Como lo que ocurrió con aquellos hombres al otro lado de la sala?

—Heron, quiero que sepas que no es que no quisiera ayudar a Xe. Pero vi que venía Meyers y todavía tenía que cambiarle las vendas a Dickens, y no creo que esos hombres quisieran realmente…

Él me miró, indignado.

—Por supuesto que sí. Pero entiendo que cuando tienes que atender a dos pacientes, decidas inclinarte por el tipo blanco.

—Eso es una maldita mentira —me quejé yo.

—Está bien, está bien, tranquila. ¿Tienes a alguien que te releve? Muy bien. Vamos a dar un paseo. Si de verdad quieres saber más cosas de Xe, te las contaré. Pero no voy a hablar ya más delante de él y no me gusta pasar el tiempo en habitaciones llenas de gente. Me pone nervioso.

Y entonces le dijo algo en voz baja y en vietnamita a Xe, e hizo una leve reverencia. El anciano inclinó la cabeza con cansancio y cerró los ojos; tenía las manos encima del amuleto, un gesto que había visto con mucha frecuencia ya. Solo que esta vez me recordaba a la postura clásica de un cadáver sujetando un lirio.

Le comuniqué al sargento Baker que iba a tomarme unos minutos de descanso y Heron y yo salimos por la puerta mosquitera de la parte de atrás de la sala, atravesamos la cortina de lluvia que caía del tejado del edificio y caminamos por el inundado pavimento que había entre la valla que rodeaba el recinto y la fila trasera de barracones semicirculares que albergaban las salas. No llovía mucho, pero los dos nos mojamos un poco antes de reanudar la conversación. Del perímetro nos llegó un olor fresco a verde, a ozono y a hierba.

Fuera, vi que Heron tenía peor aspecto que yo, aunque no era tan malo como el de Xe. Sus ojos estaban inyectados en sangre y en los círculos azules de sus ojeras le latía una vena de gran tamaño. Su bigote, encerado con la feroz forma de unas puntas de babuchas turcas, se movía nerviosamente.

—Heron, Xe sí que me importa y no habría permitido que le pasara nada más, tienes que creerme. Supongo que no soy capaz de reaccionar con rapidez y Meyers y Feyder fueron más veloces que yo. Pero me voy a tomar mi periodo de descanso. ¿Pueden ponerse en contacto contigo Marge o alguien de la sala si le ocurre algo a Xe?

Él negó con la cabeza y gesto sombrío.

—No. Por eso he venido hoy. Para despedirme. Me envían de nuevo al campo de batalla la semana que viene. Me he metido en un pequeño lío del que no me he podido librar.

—¿Tiene que ver con las drogas? Porque sé que fumas maría… Te vi con Meyers y Feyder…

—¿Ah, sí? —Parecía hacerle algo de gracia—. ¿Qué es esto? ¿Una redada?

—Venga ya. Lo que quiero decir es que consumes drogas, bueno, hierba al menos, tienes acceso a ella. Solo quiero saber si las drogas forman parte del poder que dices que tiene Xe. Quiero decir, ¿tienes que tomarlas para poder ver? ¿Le da él algo a la gente para…?

Me hizo bajar la mirada.

—¿Tú qué opinas?

—No sé qué pensar. Me cuentas que Xe es algo así como un médico nativo y he visto cómo se hacía daño en dos ocasiones tratando de ayudar a la gente, pero las experiencias que he tenido con él son parecidas a lo que he oído que comentan sobre los viajes con LSD. Así que cuando te vi dándoles drogas a mis sanitarios y a uno de mis pacientes, dudé. ¿Sabes?

Él bajó la vista y asintió con los labios apretados.

—Bueno, sí. Lo de fumar no tiene nada que ver con Xe, pero te diré por qué lo hago. Creo que necesitamos un poco de anestesia suave para superar esta guerra. Un hombre colocado deja de estar tenso y no se va a poner a acribillar poblados enteros, ¿bic? Pero eso es cosa mía. Xe no necesita drogas para el tipo de colocón que él provoca.

Me dio la espalda como si como si hubiera puesto punto final a la conversación y regresó a la sala.

Yo lo seguí hasta que lo alcancé, lo adelanté y me volví hacia él. El sol estaba saliendo detrás de él y tuve que mirarlo con los ojos entrecerrados. Su mandíbula, larga y prominente, se movía de un lado a otro debajo de su puntiagudo bigote.

—De acuerdo. No voy a discutir contigo. Escúchame un segundo, ¿de acuerdo? Deja que te explique por qué te he preguntado sobre las drogas.

Le conté lo de la bola de luz multicolor que rodeaba a Xe y lo del día que me puse el amuleto.

—Pero ¿me pasó eso porque estaba enferma o es que vi algo de verdad? El padre O’Rourke me dijo que podrían ser auras. ¿Es eso verdad? Y si es así, ¿por qué vi que todo el mundo las tenía ese día cuando me puse la cosa que él llevaba alrededor del cuello y la siguiente vez solo vi su aura, aunque más brillante, sin llevar el amuleto?

—¿Te dejó que te pusieras el amuleto?

—Insistió. Se lo llevaban a cirugía y Xinh… yo… él le dijo que quería que yo me lo pusiera si se lo tenía que quitar.

—¿Y viste colores?

Asentí.

—Mierda. Yo me lo puse una vez y no vi nada, maldita sea. Me había hablado de ti antes, pero nunca mencionó que fueras a ponerte el amuleto. Por la manera en la que me lo explicó, el amuleto es parecido a una lupa. Gracias a él, consigue ver las auras de la gente con más claridad, aunque por supuesto las puede ver igual sin su ayuda. La diferencia es que el amuleto le proporciona información física y espiritual de las personas y esa información le ayuda a sanarlas.

—No lo entiendo —admití yo—. Normalmente, está bastante claro qué les pasa a mis pacientes, pero no puedo hacer nada solo por el hecho de saberlo.

—Puede que tú no, pero él sí. Yo lo entiendo así: el amuleto amplifica también su aura, por eso puede utilizar su energía para potenciar la de los demás. Antes de que lo hirieran, viajaba por la parte norte del país y nunca nadie le dio el coñazo, ni el Vietcong, ni el NVA, ni el ARVN, porque él sabía cómo leer a la gente, cómo sanar a las personas para que siempre lo protegieran de los tipos duros. Los jodidos proyectiles de los morteros no es que tengan mucha aura.

Su tono de voz era de nuevo amargo.

—¿Y qué me dices de la noche que vi la bola de luz? —le pregunté—. No llevaba puesto el amuleto.

Pero él ya estaba cansado de mis preguntas y me miraba como si fuera su hermana y hubiera cogido más tarta de la que me correspondía en su fiesta de cumpleaños. Se encogió de hombros.

—Dices que estabas enferma. Saca tus propias conclusiones.

Después de eso, volvió a la sala para despedirse de Xe y me imagino que los dos sabían que era un adiós definitivo.

Esa noche no soñé ni con el periodo de descanso y recreo ni con Xinhdy ni con Tony. Soñé con Xe. No pude recordar mucho, solo que él estaba flotando en un globo enorme y que parecía estar buscando algo. Tenía la sensación de que estaba buscando a Heron, pero también sabía, como ocurre cuando sueñas, que no era del todo así. Y entonces fue cuando pensé que a lo mejor me buscaba a mí y quería decirle dónde estaba, pero la teniente coronel Blaylock estaba escondida en algún lugar de la selva con un rifle y si se enteraba de que estaba mirando el globo en vez de estar en la sala, me dispararía y se aseguraría de que no consiguiera la Estrella de Bronce.

Me fui a Taiwán a pasar mi periodo vacacional. Tras la muerte de Xinh y después de mi alegre charla con Heron, no podía soportar quedarme en Vietnam ni un minuto más. El sargento me llevó al aeropuerto en cuanto tramitaron mis papeles y Marge cambió los turnos. Ahn se puso bocabajo y no se quiso despedir de mí, pero Thai me apretó la mano y Mai me dio un abanico de papel plegado. «Avión demasiado calor», me explicó ella mientras se abanicaba con la mano.

En el aeropuerto, el suboficial encargado de los vuelos del D&R me comunicó que le iba a ser imposible sacarme. Empecé a sentir pánico. Iba a pasar el primer día de mi descanso sentada allí. Le dije que me enviara a cualquier parte, adonde fuera, que me sacara del país. Encontró un sitio en un avión que iba a Taipéi. No tenía la menor idea de qué iba a hacer en Taiwán. Los sanitarios me contaban con orgullo sus hazañas y me enseñaban fotos de sus conquistas en sus habitaciones de hotel, pero yo no pensaba pasarme el poco tiempo de libertad del que podía disfrutar fuera de la 83 en una habitación mugrienta.

Estaba harta del Ejército, del ambiente militar en general y de encontrarme sola en un país extranjero en el que nunca había estado. Sin embargo, me fui directa a la base naval. No recuerdo por qué. Quizá porque necesitaba tiempo para acostumbrarme a mi nuevo papel de turista. Pero me di cuenta de que echaba de menos cosas que antes había subestimado, incluso despreciado. Conocí a la esposa de algún oficial de la Marina en la cafetería del economato y me senté con ella horas y horas bebiendo café y escuchando sus problemas maritales. En una situación normal, me hubiera aburrido como una ostra, pero fue agradable oír a otra mujer, a una que no era ni enfermera ni militar, hablar de cosas normales y cotidianas que no tenían nada que ver con las enfermedades ni con la guerra ni la muerte. Los traumas que le producía criar a sus hijos en este ambiente me resultaban fascinantes y su lucha con las escuelas de la base apasionante. No me acuerdo ni por asomo de si me dijo cómo se llamaba.

Cuando nos separamos, deambulé por el economato en un mar de confusión; en un momento dado me quedé de pie entre filas de diferentes tipos de cereales y me acordé de todos mis desayunos de comida basura, de los dibujos animados del sábado por la mañana, de los premios, de los cupones y de aquellos sugerentes anuncios de antaño. Me quedé allí de pie y empecé a llorar como una tonta. Nunca pensé que iba a echar tanto de menos el burdo comercialismo y reconocí que era capitalista hasta la médula. Echaba en falta los malditos anuncios de la radio y de la televisión. Ojalá Xinhdy hubiera visto un anuncio de Maybelline o de Clairol. Le habrían parecido muy glamurosos. En la radio de las Fuerzas Armadas, los únicos anuncios eran «Lleve a cabo un mantenimiento preventivo de su vehículo», «Limpie su arma» y «No utilice las armas del enemigo y, si quien escucha es el enemigo, no le aconsejamos tampoco que utilice sus propias armas».

Más tarde, compré joyas y regalos para mis amigos de la 83 y para mi familia; después me fui a una fiesta tradicional taiwanesa donde vestían a los turistas con los trajes típicos para que bailáramos con ellos. El baile se parecía mucho a las danzas que tenían lugar en las asambleas de los indios norteamericanos. Encargué que me hicieran unos vestidos, disfruté del olor de las flores y viajé al interior del país, a las espectaculares gargantas de Taroko, donde un río de aguas de color turquesa atravesaba las montañas y donde visité una fábrica de mármol. Lo más extraño que me ocurrió fue subir a un avión de las aerolíneas FAT y oír solo voces y ver solo rostros orientales a mi alrededor. Me empezó a entrar el pánico al escuchar que las azafatas hablaban únicamente en chino. Por suerte, la voz de un hombre con un marcado acento australiano anunció: «Les habla el capitán». Por supuesto, había pilotos orientales maravillosos, pero yo solo conocía lo que los soldados del ARVN les hacían a nuestro material técnico y la asociación fue inmediata.

Me sentía como una auténtica bárbara, un sentimiento que se acentuó cuando me fui de compras. Me olvidaba todo el tiempo, al estar rodeada de orientales bajitos, de que ya no me encontraba en Vietnam. Estaba mirando un anillo en el puesto de un joyero y dije:

—Ah, ese. Gustar. De primera.

Y el hombre del puesto me respondió en perfecto inglés:

—Sí, madame, es una esmeralda de la mejor calidad. ¿Le gustaría probárselo? ¿Le apetece un té, quizá, mientras se lo piensa?

Me sentí como una tonta condescendiente.

Y cuando el taxi en el que iba pasó por delante de una obra y a alguien se le cayó una tabla o un martillo o algo, me tiré al suelo del vehículo antes siquiera de darme cuenta.

El taxista se asustó.

—Señorita, señorita, ¿está bien? —me preguntó él.

—Ah, sí claro, gracias. Es que… hmmm… se me ha caído la lentilla. Aquí estás, diablillo.

Pero el país era más hermoso de lo que me había imaginado y me divertía tanto ir de compras, vestirme elegantemente y comer en bonitos restaurantes que casi me olvidé de Vietnam. La gente era inesperadamente amable. Me quedé sin dinero antes de poder recoger unas fotos que me habían revelado y el hombre de la tienda me dijo que no me preocupara, que le enviara el dinero cuando llegara a Vietnam, que no pasaba nada, que tenía un hermano dentista en Estados Unidos y sabía que los americanos eran de fiar. Y las chicas de la tienda de regalos del hotel, donde había comprado un par de anillos, me dijeron que me pasara por allí en mi último día y me dieron un saco de piña deshidratada como regalo de despedida.

Regresé a la 83, si no ansiosa por volver al trabajo, al menos sí por compartir mis aventuras con mis amigos y hacerme la dadivosa con todos los regalos que les llevaba: un libro para Marge, unos pendientes de jade para la esposa de Voorhees, una cinta pirata de rock & roll para Meyers, para el sargento Baker un rascador de marfil para la espalda, sartas de abalorios para Carole y Judy, un atrapadedos chino para Ahn y un adorno de madera finamente tallada para el pelo que me pareció que le quedaría muy bonito a Mai si se dejaba el pelo seco el tiempo suficiente como para llevarlo puesto. Me costó treinta y cinco centavos en moneda norteamericana, tenía intención de comprarle algo mejor, pero me quedé sin dinero. Me sentía culpable por ser tan cutre, sobre todo después de no haber estado allí para ella tras la muerte de Xinh.

Así que me sorprendió su reacción cuando la intercepté y le ofrecí mi regalo.

—Muy bonito —dijo ella con admiración y me lo devolvió.

—No… es para ti —le dije—. No sé si te pones esta clase de cosas, pero me pareció que quedaría bonito en tu hermoso pelo.

—¿Para mí? ¿Tú comprar regalo para mí? —Se le llenaron los ojos de lágrimas al mirarlo—. Gracias, muchas gracias. Ser tan bonito. Espera. Yo también tener regalo para ti. No aquí hoy. Traerlo mañana…

—Ah, no, Mai, ya me has hecho un regalo. Tenías razón. En el avión hacía mucho calor y utilicé tu abanico todo el tiempo. Te quise traer la peineta porque pienso mucho en ti. No es nada, de verdad.

Pero al día siguiente me trajo un rollo de seda de color púrpura. Lo sujetó delante de mí para medirlo.

—Puede ser demasiado largo para un vestido occidental.

—Pero está bien —le dije—. Llevo tiempo queriendo un vestido vietnamita. Le pediré a la mamasan de la tienda de regalos que me haga uno. Tú estás tan guapa con el tuyo.

Me quitó la tela de las manos.

—De ninguna manera ella hacerte el vestido. Yo hacerte un ao dai.

Al día siguiente me tomó las medidas y en menos de dos días me lo acercó a la sala junto con una invitación de su familia para que fuera a su pueblo a cenar con ellos. Que yo supiera, a ninguna de las otras chicas las habían invitado a ir a una casa vietnamita. Tuve que pedir un permiso especial, pero Mai era conocida y querida en la 83 y de todas partes del mundo le escribían médicos, enfermeras y sanitarios con los que había trabajado. Me concedieron el permiso. Llegó el día y las dos nos pusimos nuestros ao dais; el mío púrpura era mucho más grande que el suyo, rosa y de flores. Joe nos sacó una foto. Caminamos por la carretera sin que nadie nos molestara aunque no es que pasáramos desapercibidas. Atravesamos Dogpatch en dirección a la casa de Mai. Su madre había preparado pollo para cenar y dejó el pico y las patas encima de la carne para que yo viera que no era ni perro ni gato. La casa era enorme y espaciosa, con terrazas cubiertas para comer y cocinar y habitaciones grandes y llenas de libros con ventiladores en el techo. Después de cenar, los hermanos de Mai y yo tocamos la guitarra, y gracias a la traducción de Mai, yo charlé con su madre. Para entonces ya se había hecho de noche y el sargento Baker envió un todoterreno a buscarme.

Creo que Mai y yo intentábamos entablar una amistad que llenaría el hueco dejado por la muerte de Xinh, aunque nunca hablábamos de ella. Pero a pesar de que la relación se truncó de repente, recuerdo esa noche de paz y descanso con gratitud.