Por supuesto, no fue así. Me puse tan enferma esa noche que mis recuerdos de las cosas más triviales son bastante surrealistas. Entonces Xe decidió intervenir en mi favor y todo se volvió aún más extraño.
A pesar de que en secreto creía que la esperanza, la voluntad y el rezo ayudaban a veces a que algunos pacientes mejoraran, mi formación era científica. Toda la energía que podía dirigir hacia el paciente no era nada más que un complemento a la ayuda real de los antibióticos, la cirugía y los líquidos intravenosos. Aunque, en mi opinión, cualquier pequeño esfuerzo adicional en un momento crítico no hacía daño nadie; así que, ¿por qué no? Xe opinaba lo contrario.
Por lo que dijo Heron y por lo que sucedió después, creo que el anciano ya había estado pensando en utilizarme. En parte, la hostilidad que Heron sentía hacia mí era debido a que Xe lo había ignorado. Lo hemos hablado y afirma que ahora sabe que no era por falta de valía, sino porque el anciano podía ver claramente que había agotado casi toda su energía en la guerra. Cuando lo conocí, el sanitario se encontraba ya en su tercer periodo de servicio. Había necesitado hasta el último átomo de energía para mantenerse con vida y no le quedaba mucha para trabajar con Xe. Cuando me puse enferma, el anciano ya había empezado a darse cuenta de la importancia de sus propias heridas. Creo que me había echado el ojo porque, de todas las personas sanas con las que estaba en contacto, yo era la que me había cruzado en su camino, aunque nunca me lo había planteado de esa manera. Los hechos, las cifras y los procedimientos me resultan más complicados de entender que a la mayoría de las personas con las que trabajo, así que siempre he tratado de compensar ese defecto con algunas de las habilidades menos tangibles, como las que ya había probado con Tran. Aunque no siempre eran de ayuda si no las amplificaba, sí estaban lo suficientemente desarrolladas como para que Xe las captara, incluso a través de la neblina de un coma inducido. Me necesitaba sana y fuerte y creo que si él se hubiera sentido también más fuerte y hubiera dispuesto de más tiempo, habríamos empezado con sus lecciones. Cuando me puse enferma…
Bueno, me estoy adelantando a los acontecimientos.
El turno de noche comenzó a las siete y fue más ajetreado que el de la uci. Me alegré, en cierto modo, porque tenía tanto sueño que de lo contrario no habría podido mantenerme despierta. Sarah estaba sola durante el día; a las seis había recibido cuatro nuevos soldados norteamericanos y no le había dado tiempo a instalarlos antes del cambio de turno. Yo tenía órdenes que cumplir, dos goteos que poner y un montón de papeleo que hacer. Además, a primera hora de la mañana, a Dang Thi Thai le habían realizado el injerto de piel al que había que «pasarle el rodillo», o alisarlo con un hisopo estéril cada quince minutos para que se adhiriera mejor. Así que corría sin parar de un lado a otro de las salas y el pie me dolía cada vez más.
No le hice caso. ¿Qué era un dedo del pie comparado con lo que los pacientes, sobre todo Thai, estaban soportando? Cuando le pasaba el hisopo por la herida, se estremecía, cerraba con fuerza los ojos, apretaba sus dientes ennegrecidos por el betel y siseaba. Acercó a la herida su mano izquierda, en la que llevaba el catéter intravenoso y que tenía cerrada en un puño, y la detuvo justo antes de llegar a la mía. Para ella debía de ser como si le clavara unos pinchos calientes y se los retorciera. En cuanto terminé, dejó caer la mano, alzó un poco su rostro empapado de sudor para mirarme y parpadeó. Incluso intentó esbozar una sonrisa, bajó la cabeza en un gesto de disculpa y la dejó caer de nuevo sobre la almohada. Me di cuenta de que la funda estaba mojada donde apoyaba la cara, por lo que le levanté la cabeza y le di la vuelta a la almohada; por la forma en la que me miró, uno habría pensado que la había curado yo sola y que encima había resucitado a su marido.
Joe llamó alrededor de las nueve y dijo que, a partir de la medianoche, podía alisar el injerto de Thai cada media hora. Eso me alivió un poco.
Sin embargo, cuando a la una terminé de hacer el inventario y me levanté, no podía descansar el peso de mi cuerpo sobre el pie izquierdo, así que salté de cama en cama y apoyé la rodilla en una silla mientras le efectuaba la cura a Thai.
En otro lado de la sala se encontraba un sanitario nuevo, Ron Ryan. No se oía ruido alguno excepto el del ventilador de mesa, que apenas enfriaba, pero en cambio sí podía lograr que mis gráficas salieran volando si no colocaba botellas de suero intravenoso y tazas de café encima de ellas.
Saltar de un lado a otro me producía un efecto extraño, porque con cada pequeño bote sentía que mi cabeza flotaba hasta el techo y se tomaba su tiempo antes de bajar de nuevo. Parecía que lo estuviera observando todo desde el interior de mi cerebro, como si casi todo mi ser se encontrara en lo más profundo de mis entrañas y fuera más pequeño, como si se hubiera encogido dentro de mí misma, mientras el resto de mi cuerpo, de este torpe cascarón, iba de un lado a otro dando saltos y sudando. En ocasiones, no sabía dónde me encontraba y creía estar en la cama tres cuando ya había llegado a la cama cinco. No dejaba de sudar, aunque a estas alturas ya era un sudor frío. Me sentía feliz y despreocupada, pero era una sensación extraña e irreal. Ryan apareció al otro lado de la sala con una fregona y me quedé un rato mirándolo. De repente, voilà, desapareció sin más justo cuando me caía hacia atrás y me enganchaba en la barandilla de una de las camas.
El viejo Xe seguía despierto cuando me acerqué dando saltos a su cama. Me agarró de la muñeca y me asusté. Me tocó mientras siseaba y tenía los dedos tan fríos que por un momento creí que su siseo era un chisporroteo, como beicon frío en una sartén caliente.
—Muy peor, co —dijo él y me miró de forma penetrante con unos ojos que brillaban como pozos de petróleo a la luz de la linterna. Me di cuenta de que el pie me estaba matando.
—Ya te digo, papasan —admití yo desde mi túnel—. Beaucoup dau.
Y entonces me sentí un poco avergonzada de contarle mis problemas, de decirle a este anciano sin piernas que me dolía un estúpido dedo.
Ryan se estaba tomando un descanso cuando comenzó el jaleo en el lado de los soldados norteamericanos. Me acerqué cojeando a tiempo para ver a uno de los nuevos pacientes de pie en mitad del pasillo agitando su almohada y gritando. Dos de sus compañeros estaban totalmente despiertos y sus ojos brillaban con la luz de mi linterna como si fueran los de unos animales salvajes, que observaban al muchacho desde la oscuridad. Me dirigía hacia él cuando uno de los otros soldados me dijo:
—No lo haga, señora. Está dormido, pero podría hacerle daño.
Pese a eso, yo hice lo posible para sonar maternal.
—No pasa nada, cariño. Solo es una pesadilla… —Y conseguí que volviera a la cama.
Mientras regresaba al lado vietnamita, me sentía como si caminara sobre un solo zanco. De repente, Ryan apareció delante de mí. Me recordaba ligeramente a un pollo humano: nariz puntiaguda, mentón afilado aunque hundido, ojos pequeños y brillantes y un pequeño mechón sobre la frente, como una cresta. Me agarró del brazo cuando me acerqué a él tambaleante y casi me caigo.
—Cuidado, teniente.
—Apareces y desapareces —me quejé yo—. Es como si estuvieras jugando al escondite.
—Será mejor que se siente, señora. Me parece que tiene fiebre. ¿Se encuentra bien?
—Me duele un dedo del pie. Qué tontería, ¿verdad?
—Será mejor que se siente.
—Tengo que terminar la ronda.
—Ya lo hago yo.
Titubeé.
—De acuerdo, pero asegúrate de que todo el mundo respira.
—Afirmativo, teniente.
Volví cojeando a mi silla plegable de metal y me dejé caer pesadamente. Apoyé mi pie dolorido en otra silla y me sentí como el dibujo animado de un viejo con gota.
Me apetecía quitarme el calzado, pero esperaría hasta que el supervisor del turno de noche hiciera la ronda, porque no quería que me pillara sin el uniforme y sabía que si me la quitaba no iba a ser capaz de volver a ponérmela. En realidad, no me importaba tanto ni lo uno ni lo otro, pero para quitarme la bota tenía que inclinarme y me daba la sensación de que si lo hacía la coronilla se me desprendería y recorrería el pasillo como si fuera la tapa suelta de un tarro de galletas que se ha inclinado demasiado. Así que descansaría un rato y después le escribiría una carta a mamá.
Cerré los ojos solo un momento, pero estos no quisieron abrirse de nuevo. Luché por mantenerlos abiertos. No me podían pillar dormida estando de guardia. Finalmente, a la fuerza, conseguí no dormirme y empecé a escribir la carta. Advertí que era incapaz de recordar lo último que había escrito y que el bolígrafo no dejaba de salirse del papel; las palabras parecían un electrocardiograma plano de un paciente que ha muerto.
Se me caían los párpados y deseé poder tener a mano unos palillos para apuntalarlos y evitar que se cerraran; con la luz tenue, los sonidos sordos, el calor intenso y la sensación de estar caminando por melaza mientras mi mente se encontraba en caída libre, me sentía como borracha. Me quedaba dormida y me despertaba sobresaltada una fracción de segundo después, de tal forma que lo que me rodeaba parecía una burda animación de pocos fotogramas: intermitente y discontinua. Pensé que todo parecería más real si pudiera encender más bombillas.
Entonces, la sala tembló de nuevo y vi más luces flotando justo delante de mí y encima de mi silla. Eran hermosas y de diferentes colores y formas, un verdadero despliegue de luz digno de un Cuatro de Julio, aunque no explotaban ni centelleaban, sino que se arremolinaban y se desvanecían como ondas ígneas.
Al principio, creía que eran siete, pero se desdibujaban y se expandían hasta convertirse en una sola forma, grande y resplandeciente, que salía lentamente como humo de un cuerpo central y que parecía crear espectros como si fuera el ectoplasma que supuestamente exhalan los médiums, solo que de un color vivo (al principio, era un poco apagado, pero vi cómo iba cobrando intensidad). Unas llamas de color azul claro y verde jade y unas espirales flamígeras de amatista manaban de lo que parecía ser una fuente de color rojo anaranjado con volutas de humo azul y rayos de un amarillo puro, con un fulgor blanco cerca del centro.
Alucinante, pensé yo, felicitándome a mí misma por mi imaginación en tecnicolor. Observé esta evolución del color de forma pasiva, como si se tratara de una extraña película. Podía ver perfectamente más allá de la luz y todo el mundo seguía durmiendo.
Detrás de ella, primero de forma tenue, pero ganando cada vez más intensidad, pude distinguir la figura de un hombre. Al principio, parecía que no tenía piernas, pero cuando se hizo más brillante, se iluminó como un árbol de Navidad y pude ver que tenía las piernas cruzadas como si estuviera practicando yoga.
Flotaba a más de metro y medio del suelo, justo por encima de los extremos de hierro de las camas, y por debajo de él contemplé la tablilla con las gráficas colgando de los pies de la cama de Xe. A través del fulgor blanco transparente pude observar que tenía las manos aferradas al pecho.
No sé si lo dije en voz alta, pero pensé: Qué buen truco, Xe. No sabía que podías hacer esas cosas. También pensé que era una pasada que hubiera conseguido que le volvieran a crecer las piernas, pero no quise decir nada, me parecía grosero mencionarlo.
A medida que pasaba el tiempo, la luz cambiaba de la misma forma espasmódica que todo lo demás, así que cuando unos zarcillos rosas empezaron a flotar en mi dirección, de nuevo fue como un truco de magia: ahora los veo y ahora no sé si me gusta o no todo este viaje. Retrocedí rápidamente y la pierna se me cayó de la silla, de la que salieron pequeñas llamaradas. Los zarcillos se empezaron a marchitar, a encoger, a volver al centro de la luz y, mientras esto ocurría, su color cambió a un rojo fuerte, y después a un intenso rojo teja, rodeando toda la forma brillante. A través de la luz pude ver el rostro de Xe y eso me hizo retroceder aún más.
Después de otro de esos fotogramas animados, parpadeé y solo vi la lámpara del mostrador. Xe estaba tumbado con los ojos cerrados y parecía más cansado y triste quizá que la última vez, pero por lo demás estaba igual. Pude distinguir el destello de los ojos de Ahn cuando se puso bocabajo mirando a su alrededor como si pensara que un puma se iba a abalanzar sobre él. Me levanté de la silla, pero parpadeé de nuevo y Ryan apareció al otro lado del mostrador. Se inclinó hacia mí.
—Teniente, ¿se encuentra bien? Tiene muy mal aspecto.
—Estoy ardiendo —le dije, y me di cuenta de que era verdad—. Y tengo que hacer pis.
Una vez dentro del estrecho cubículo situado detrás del puesto de enfermería, me miré al espejo y descubrí que mi rostro tenía un aspecto tan horrible que si hubiera sido el de uno de mis pacientes, lo hubiera incluido en la lista de enfermos graves. Mi pelo estaba enmarañado y apelmazado por el sudor, que me bajaba por el pálido rostro y por la nuca, aunque seguía teniendo la piel de gallina en los brazos y un agua helada me recorría la columna vertebral. Cuando me bajé los pantalones e intenté sentarme en el inodoro, no podía doblar las piernas a la altura de la cadera. Sentía como si tuviera una roca en las ingles, y una línea rosada me bajaba por la pierna.
Mierda, pensé yo, y tiré de la bota, que parecía incrustada en la pierna. Me alegré de estar ya sentada en el inodoro cuando por fin me quité la bota porque me dolió tanto que de lo contrario me lo hubiera hecho encima. Tenía la pantorrilla y el tobillo tan hinchados que tuve que cortar los cordones con las tijeras para vendajes. El dedo estaba rojo y era dos veces más grande que el otro, y todo el pie estaba edematoso. Salí afuera cojeando y me puse un termómetro en la boca antes de hacerle la cura a Thai. Pensé que algo le pasaba al instrumento: marcaba cuarenta y medio. Me tomé tres aspirinas y dejé que Ryan hiciera la ronda.
Cuando terminó mi turno, informé de que estaba enferma y pasé los siguientes tres días en mi choza con el pie metido en una solución púrpura y tomando antibióticos.
«Querida mamá», escribí yo durante ese tiempo, «ahora sé qué se siente al delirar. ¡Qué sueños he tenido! Puede que me recomienden para el Corazón Púrpura por haberme lisiado en acto de servicio…».
El dedo del pie ya estaba volviendo a su color natural, salvo por una pequeña mancha de color morado, cuando el padre O’Rourke me visitó. Nos sentamos en las tumbonas que había en el porche fuera de mi choza y escuchamos las cintas de música irlandesa que me habían enviado de casa hacía un día o dos. El cura bebía su cerveza muy deprisa y yo mi limonada, ya que con los antibióticos no podía ingerir alcohol. Apoyé mi pie púrpura en la barandilla y lo moví al ritmo de la música. Me sentía bien: estaba viva y acompañada, y ya no ardía por la fiebre.
Y si había un hombre al que me gustaba oír hablar tanto como a él le gustaba oírse a sí mismo, ese era el padre O’Rourke. Sobre todo, por supuesto, era por el acento irlandés, profundo y sonoro, que salía de ese tipo moreno y corpulento, de esos que dan la impresión de ser grandes sin que físicamente ocupen tanto espacio. Podía hacer que los memorandos para suministro sonaran a Shakespeare. O, mejor dicho, a Brendan Behan. Pero también era aficionado a la música y a los libros, y sabía más teología de lo que salía en su breviario.
Durante el tiempo que pasé en mi choza, soñé un par de veces con lo que vi aquella noche en la sala. Aunque podía pensar que el juego de luces de Xe había sido fruto de mi delirio, entre el anciano y yo habían tenido lugar demasiados sucesos inusitados como para tomármelos a la ligera. Aquella brillante luz tenía mucho de espiritual y pensé que podría estar estrechamente relacionado con las aureolas después de todo. Todo el mundo me manifestaba que Xe era un hombre santo. Por muy descabellado que pareciera, me pregunté si quizá (tal vez, debido a que mi enfermedad había alterado o expandido mi conciencia como se suponía que hacía el LSD, había podido ver su aureola), quizá no solo era un hombre santo, sino un santo de verdad o incluso un ángel. De acuerdo, parecía poco probable. Pero tampoco esperaba encontrar la peste bubónica en Vietnam y eso fue lo que ocurrió.
—Padre, ¿puedo hacerle una pregunta?
—Cuando termine la canción, hija mía —respondió él. La canción trataba de la ejecución de un patriota irlandés hacía trescientos años y si hubiera estado prestando atención, habría reparado antes de plantearle la pregunta en que al padre le corrían las lágrimas por las mejillas.
Después de que se secara la cara con un pañuelo de papel, lo intenté de nuevo.
—Lo que quiero saber es quiénes tienen aureola y quiénes la pueden ver. ¿Los santos tienen aureolas o solo los ángeles? ¿Y puede ser alguien un santo sin contar con la bendición papal? Quiero decir, ¿podría haber quizá santos budistas o hindúes que Dios conozca, pero que todavía no se lo haya revelado a la Iglesia? ¿Puede cualquier persona ver sus aureolas si ellos te lo permiten?
El capellán me fulminó con la mirada; con sus espesas cejas negras siempre parecía que te miraba con el ceño fruncido, fuera esa su intención o no.
—Ay, hija mía, ¿qué intentas hacer? ¿Empezar otra guerra santa? ¿No es suficiente con esta?
—No, no es eso, es que… bueno, nada más ponerme enferma, deliré. Y en una ocasión creí ver… no se ría de mí, maldita sea, no es gracioso. Quiero que esto se lo tome como algo confidencial, como si yo fuera uno de sus pacientes.
—Feligreses.
—De acuerdo, uno de sus feligreses. Aunque deliraba, creo que se parecía a un sueño y debe de tener un significado. No había experimentado nada igual desde que tuve sarampión y oía la radio, que no estaba encendida, y me olía a frutos secos salados, que no teníamos en casa. —Lo miré rápidamente, pero ya se había serenado; tenía su gorra de béisbol del revés y calada hasta sus autoritarias cejas, y bordadas en el dobladillo estaban las palabras «Poder divino»—. La otra noche, nada más caer enferma, creí ver una aureola gigante de diferentes colores y formas alrededor de uno de los pacientes, un anciano vietnamita. Y antes, cuando el viejo estaba en cirugía, parecía que la comandante, la intérprete, Meyers y todo el mundo también tuvieran pequeñas aureolas. ¿Cree que si el viejo es un santo, bueno, podría ser de alguna manera contagioso?
O’Rourke se echó la gorra hacia atrás y dejó de balancearse en las patas traseras de la silla.
—Ay, ahora veo claro que la vida entre los paganos no está hecha para las personas de poca fe. Se te está pegando todo ese rollo oriental.
Me estaba tomando el pelo: su acento irlandés siempre se volvía más marcado cuando me tomaba el pelo.
—¿Qué rollo oriental? ¿Las aureolas?
—No, pequeña. Ya que lo preguntas, el Santo Padre tiene la patente de las aureolas, de los santos y de los ángeles. Hablo de las auras. Cualquiera puede tener una. Los budistas, los hindúes y esa gente están plagados de ellas. También tienen unas cuantas en la Universidad de Duke en Estados Unidos.
—¿Cómo las ha llamado?
—Auras.
—¿Como las auras boreales?
—Esas son las auroras, aunque me atrevería a decir que viene de la misma raíz. Luces, franjas de luz. Luz de color, por lo general.
—A mí me parece lo mismo que una aureola.
—Solo en los verdaderos mártires y demás. Los budistas y los otros orientales son los de las auras, sean mártires o no. Escúchame bien, jovencita. Andate con cuidado. Estos os cogen a ti y a esos pobres metodistas poco practicantes, os meten sus gérmenes asiáticos dentro, empiezan a enseñaros auras y de repente te ves corriendo de un lado a otro gritando «Harry Krishna» y jugando con cerillas y gasolina.
El tiempo cambió mientras estaba en los barracones. Empezaba a refrescar por las noches. Al principio, pensaba que era porque me había bajado la fiebre pero, mucho después de volver al trabajo, las noches seguían siendo bastante agradables y ya no hacía tanto bochorno como antes.
A medianoche, durante mi descanso para cenar, solía volver caminando a casa desde la sala del hospital y sentarme en el porche fuera de mi choza. Por la noche, todo parecía mucho más bonito. No veías con tanta claridad ni el alambre de púas, ni el cemento, ni el contrachapado sin tratar, ni los sacos de arena, ni el verde militar. El cielo era de un negro aterciopelado y estaba repleto de estrellas; era de un atractivo tal que no parecía que estuviéramos en guerra. Las palmeras se balanceaban en el horizonte y el mar de la China Meridional lamía con suavidad la playa. Incluso te podías abstraer del olor si había un poco de brisa. No pude evitar pensar que si fuera vietnamita, odiaría a los norteamericanos ya solo por razones estéticas. Por muy pobres que fueran las casas y las ciudades, formaban un conjunto armonioso con el paisaje. Nuestro recinto me recordaba a una mina a cielo abierto que había visto en las montañas Rocosas. Todo lo que lo rodeaba era de una belleza impresionante, y después teníamos esta montaña destripada y un lago que parecía cemento líquido.
Cuando volví a la sala, el recinto estaba a oscuras y en silencio; el resplandor de un cigarrillo en la torre de vigilancia me recordaba que ahí arriba había un aburrido guardia con un rifle. Por supuesto, de algún lugar del recinto me llegó el débil sonido del rock and roll procedente de alguna radio a la que habían bajado el volumen.
La sala estaba también en silencio esas primeras noches, salvo por el susurro de las páginas del libro de Ryan. Yo seguía cogiendo la linterna y alisando el injerto de Dang Thi Thai, aunque ahora ella a veces dormía durante toda la cura. Sentía más curiosidad que nunca por Xe, pero él dormía toda la noche. En ocasiones, Ahn se despertaba cuando yo hacía la ronda, se subía a su silla de ruedas, se sentaba conmigo al lado del mostrador y me observaba con una mirada seria en sus ojos negros mientras interpretaba las gráficas, leía o escribía cartas. Le enseñé a escribir su nombre en inglés y con sus pequeñas manos mugrientas trazaba las letras con la elegancia de un artista; su oscuro cabello cortado a tazón brillaba a la luz de la lámpara del mostrador del puesto de enfermería. Era muy listo. El problema era que me resultaba muy difícil que se estuviera quieto. Gracias a las clases con Xinhdy y Mai ya parloteaba un pidgin fluido. Aun así, solía dejarlas a ellas para venirse conmigo si pensaba que yo le podía dedicar aunque solo fuera un minuto de mi tiempo. Escribí a mi madre y le pedí que fuera a los mercadillos a comprar ropa de niño.
Por las noches, cuando empezaba mi turno, Xe solía visitar a Dang Thi Thai o a Xinhdy. Si cruzábamos miradas, me saludaba con la cabeza de manera educada, de lo contrario parecía que no me prestaba atención, aunque a veces me daba la sensación de que me observaba. Tenía más curiosidad que nunca por el anciano. Thai parecía sentirse mejor cuando él se marchaba, pero aunque su herida mejoraba con cada nueva cura, el tratamiento sería largo y lento como había dicho Joe. Me pregunté si a estas alturas el poder de Xe habría disminuido o si él simplemente creía que el hospital era el lugar más seguro para todos ellos.
Los heridos iban y venían, hasta tuvimos un par de soldados del Vietcong. Yo no lo sabía. A mí me parecían los típicos aldeanos heridos, aunque, ahora que lo pienso, recuerdo que eran un poco más exigentes y agresivos que la mayoría, pero puede ser que me lo esté imaginando. Bueno, ingresaron en el hospital con lesiones graves y cuando volví a mi turno ya se habían ido. Pregunté qué había ocurrido.
Mai se metió en la conversación.
—Pacientes decir que ellos Vietcong. Xinhdy decirme que si no sacamos pacientes de Vietcong, los otros pacientes matarlos. —Y mientras decía esto, se pasó el dedo por el cuello.
—¿Adónde han ido, entonces? —le pregunté yo.
—A la sala de los prisioneros de guerra —respondió Marge—. Vino la policía militar y se los llevó.
Traté de no pensar en qué habrían hecho con ellos después de aquello e intenté no imaginarme qué nos habría pasado a nosotros o a nuestros pacientes si Xinhdy y Mai no hubieran estado ahí.
La última noche que estuve en la sala fue tranquila y Xinhdy me llevó hasta su cama. Cogió mis manos y vio que tenía las uñas muy descuidadas.
—Muy peor —dijo ella, y sacó su lima y su esmalte de uñas, y empezó a pintarme las uñas a lo mujer fatal. Yo me dejé hacer. Trabajaba sin parar hasta la medianoche y había echado de menos su compañía, tan alegre y normal. Ella mejor que nadie conseguía que me imaginara que hubo una época en la que la vida en Vietnam debió de ser más feliz y en la que la gente podía permitirse el lujo de ser frívola y de preocuparse por lo que era bello.
—Kitty, ¿cuándo tú fini Vietnam? —me preguntó ella.
—Bueno, todavía me quedan unos meses —respondí yo.
—Muy bien. Yo llorar cuando tú fini Vietnam.
—Yo también te echaré de menos —asentí yo—. ¿Crees que algún día vendrás a Estados Unidos?
—No creo, pero quizá. Me gusta Estados Unidos. ¿Sabes Hollywoo’? Las estrellas de cine de Vietnam, ellas pobres. Mai tener más dinero que estrella de cine. No como Hollywoo’.
—Supongo que no. ¿Quieres ser una estrella de cine?
—Estrella de cine de Hollywoo’, sí. Estrella de cine de Vietnam no tan bien. Mi familia decir que estrella de cine no tan bien para una señorita de Vietnam.
Cuando terminó, me miré las manos y parecía madame Nhu de la muñeca para abajo, con esas uñas afiladas y ese esmalte de color rojo intenso. Pero a Xinhdy le parecía que estaba muy glamurosa.
Cuando volví a mi choza esa mañana, Julie Montgomery me estaba esperando en la puerta. No me caía muy bien, como le había comentado a Tony. Solo tenía dos temas de conversación: lo irresistible que era y la cantidad de hombres que estaban de acuerdo con eso. A la mayoría de las chicas les caía mal y la desdeñaban abiertamente. Yo intentaba comportarme con ella de forma educada. Ser nueva en el país no era fácil. Aun así, no me alegraba su visita. No me apetecía hacerme amiga de una persona que estaba tan pagada de sí misma.
—Kitty, tengo que hablar contigo —me dijo en un tono de voz trágico.
—Claro. Entra.
Se quedó en la puerta y encendió un cigarrillo. Sus gestos eran cortos y desacompasados, y al agitar la cabeza, su pelo dañado por tanto tratamiento no se movía con ella. Aunque la luz del sol entraba por la puerta, su cabello peinado al estilo bouffant no brillaba de lo seco que lo tenía.
—No soportaba la idea de que te pudieras enterar por otra persona, así que he decidido, por muy doloroso que sea, venir a contártelo en persona. No quiero que te hagan daño. Siempre has sido buena conmigo, pero él me dijo… me dijo que no te importaría compartirlo. Y como está casado, me imaginé que no podía ser nada serio y… —le entró la risa tonta— es que es tan atractivo y se sentía tan solo…
Estaba sacando una Coca-Cola de la nevera para dársela, pero la volví a dejar en su sitio y cerré la puerta de una patada.
—Espera un momento. ¿Me estás hablando de Tony?
Asintió y, a través del humo de su cigarrillo, me dedicó una mirada llena de sentimiento.
—Por la forma en la que actuaba Carole Swenson pensé que no lo sabías y quería que lo supieras por mí en vez de por ella. Ay, Kitty, dime que no me vas a odiar. Solo fue una cita y tú estabas enferma.
—A ver si lo entiendo. ¿Tony te dijo que está casado?
—Bueno, sí…
—Gracias, Julie. Te agradezco que me lo hayas contado, pero ahora si me disculpas voy a asesinar a alguien.
Bueno, al menos ahora sabía quién era la criatura recatada que él quería que fuera. Supuse que esa era una forma de fidelidad. Llamé a Red Beach y le dije a Tony que no volviera a poner los pies en mi choza. Para mi sorpresa, no lloré. Lo que sí hice fue echarme en mi camastro y leer hasta que me quedé dormida. Me sentía aliviada, por extraño que pareciera para ser alguien a la que habían engañado, como si me hubiera quitado una faja demasiado ajustada.
Por lo menos ahora nadie insistiría en que me comportara como una señorita, como una enfermera, como alguien que no fuera yo misma o lo poco que quedaba de mí después de llevar siete meses en el país. Probablemente, la mujer de Tony se lo estaría pasando bomba en casa. Esperaba que fuera lo suficientemente sensato como para pensar que incluso su perfecta esposa se comportaría de forma totalmente diferente si estuviera en mi lugar. Piloto de helicóptero para evacuaciones médicas no era el único trabajo importante en esta guerra, después de todo.
Sabía que lo iba a echar de menos, pero me convencí a mí misma de que era solo una atracción física. El hecho de que sus piernas fueran más largas y más bonitas que las mías y de que me encantara pasarle los dedos por su pelo perfecto no era motivo para venirme abajo. Ni el hecho de que sentir en mi piel sus dedos fuertes y hermosos fuera mejor que el agua salada y el sol. Me lo imaginé caminando con confianza hacia el helicóptero. Ojalá el muy idiota no me hubiera mentido. Maldita sea.
Alrededor de las tres de la tarde comenzó la lluvia del monzón, en consonancia con mi estado de ánimo. No me molesté en ponerme un chubasquero y dejé que la lluvia empapara mi polo rojo con adornos de caimanes. Mis chanclas golpeaban el cemento mojado de la pasarela que llevaba al hospital y al centro de correo. Por supuesto, no había nada para mí, pero Marge Canon tenía una carta que aferraba contra su pecho y que no llevaba sello, lo cual significaba que procedía del país.
—Kitty, ¿puedes venir a la sala del hospital a tomarte una taza de café conmigo? Tengo que preguntarte algo.
—Claro —le respondí yo, con la esperanza de que me pidiera que trabajara en mi tarde libre. Me sentía abatida e inútil y, cuando me pasaba eso, no había mejor sitio que la sala.
—Kitty, ¿has estado alguna vez en Quang Ngai?
—No —contesté yo con cautela. ¿La había cagado de nuevo o es que a los mandamases les había llevado todo este tiempo buscar un lugar al que enviarme?—. Nunca he tenido ningún motivo para ir. ¿Por qué? ¿Me van a trasladar?
—No, pero espero que a mí sí. ¿Recuerdas que te hablé de Hal? Bueno, él está ahora en Quang Ngai trabajando de director en el hospital de evacuación de la unidad médica 85. Quiere que intente solicitar mi traslado.
Le brillaban los ojos. No sabía si sentir felicidad o resentimiento por que al menos la vida amorosa de alguien fuera satisfactoria, pero si alguien merecía ser feliz esa era Marge, así que le dije:
—Eso es genial, pero ¿cuándo te irías?
—Ah, no hasta que tramiten mi traslado. Y después de tu ascenso, por supuesto. Que, por cierto, se formaliza mañana, por si lo habías olvidado.
—¿Un ascenso? —pregunté yo como una idiota. Aunque el ascenso a teniente primero era automático, los jefazos podían aplazarlo o retrasarlo, como ya me había indicado la teniente coronel Blaylock en un par de ocasiones.
—No sé de qué te sorprendes. Has madurado muchísimo desde que llegaste aquí. Eres la enfermera de sala mejor organizada del hospital y la compenetración que existe entre los vietnamitas y tú es excepcional. En realidad, no debería contártelo, pero te voy a proponer para la Estrella de Bronce y Joe va a escribir una recomendación para tu expediente antes de irse. Y si aceptan mi petición de traslado, te voy a recomendar para que te asciendan a enfermera jefe. Así que todo va a salir genial. A la teniente coronel Blaylock no le haría mucha gracia dejar a una subteniente de enfermera jefe en funciones, pero muchas tenientes primeros lo son. Así que no tendré que esperar a que llegue mi sustituta.
Cuando fui a trabajar al día siguiente, recorrí la sala con la cabeza bien alta y con más alegría y energía que de costumbre.
—Buenos días, Melville —le dije a uno de los soldados norteamericanos—. ¿Cómo va el tobillo?
Melville se lo había torcido mientras reponía los estantes de provisiones. Sospechaba que se había caído de la escalera porque estaba colocado; parecía estar fumado a menudo, aunque nadie de la sala lo había visto colocándose.
—Ay, Dios —dijo él—. Creo que se me está gangrenando. ¿Puedo tomarme un analgésico?
En circunstancias normales, le habría gruñido, pero hoy rebosaba bondad por los poros de mi piel.
—Por supuesto que sí, Melville. Espera un segundo. —Fue un milagro que no le dijera que se tomara dos, que las pastillas eran pequeñas.
Mi ascenso se formalizó en el lado vietnamita, con la presencia de Marge, Joe Giangelo, el sargento Baker, Mai y Voorhees. Meyers había tenido que irse a la uci.
Me puse en posición de firmes mientras Marge me leía el documento que decía, en la jerga del Ejército, que cumplía los requisitos (aunque con el típico lenguaje pomposo de la burocracia parecía que me habían concedido la Medalla de Honor del Congreso en vez un simple ascenso que, de todas formas, casi tenía garantizado) y me prendió una serie de brillantes barras de plata por encima de las que llevaba bordadas en mi uniforme de subteniente. Las insignias metálicas eran simbólicas. Uno no llevaba chapas de metal en el uniforme de combate. Me enteré poco después de llegar al país, cuando el sargento de suministros me explicó las bases de la vestimenta del Ejército. «No, señora. Nada de metal brillante en el campo de batalla. Refleja la luz del sol y anuncia tu llegada al enemigo. No es coña».
Pero yo veía mis nuevas barras como si fueran de platino y le estreché la mano a todo el mundo.
Sentí que alguien me tiraba del bolsillo trasero de mis pantalones y cuando me giré vi a Ahn, en estado de excitación.
—Mamasan, mamasan, la dai. Chung wi Long decir tú venir.
El teniente Long, que ocupaba la cama situada justo al otro lado del puesto de enfermería, sonreía mientras asentía con la cabeza, confirmando lo que Ahn decía. Long llevaba con nosotros unas dos semanas. Era un hombre culto que hablaba francés y vietnamita, y a veces hacía de intérprete para nosotros en el turno de noche. Había perdido una pierna, pero parecía haberlo aceptado con ecuanimidad. Creo que se alegraba de estar fuera de combate, pero esperaba que pudiéramos evacuarlo a él también. Después de todo, cuando el NVA asumiera el control como parecía que iba a suceder, Long seguiría en Vietnam, y me daba la impresión de que un veterano minusválido del bando perdedor no iba a tener muchas posibilidades.
Seguí a Ahn hasta la cama de Long. En el camastro de al lado, Thai se movía intranquila por el dolor y me dedicó una sonrisa cansada. Al otro extremo, Xe se despertaba de la siesta murmurando.
El teniente Long se aclaró la garganta.
—Señorita McCulley, tener ascenso. Ahora chung wi, igual que yo, ¿sí?
—Sí. Mire qué barras tan bonitas. —Me levanté el cuello de la camisa para que las admirara.
—Muy bonitas. —Buscó debajo de su almohada y sacó dos pequeños ramilletes de latón entrelazados con forma de flor—. Este es el rango vietnamita para chung wi. Por favor, aceptar con mi enhorabuena.
—¿Son suyos? —le pregunté.
—Sí. Tengo más. Por favor, aceptar.
—Claro que sí. Muchas gracias. —Y con ceremonia añadí, mientras me los ponía en la solapa del bolsillo de la camisa, que era donde a veces colocábamos otros pequeños pines (no autorizados, por supuesto)—: Los llevaré con orgullo. Me siento muy honrada.
Y así era. Aunque no venía con ninguna paga extra, estaba casi más contenta con el ascenso del teniente Long que con el del Tío Sam.
Y entonces, claro está, Xinhdy, Thai y Ahn vinieron a admirar mi nuevo rango, norteamericano y vietnamita. Thai inclinó su cabeza de forma respetuosa. Ahn quiso saber si se podía quedar con las viejas. Incluso el viejo Xe me acercó a él imperiosamente, estudió mi nueva ornamentación con seriedad e hizo un gesto de aprobación con la cabeza. Yo le di unas palmaditas en la mano, a pesar de sus aires arrogantes, y cuando lo hice me dio la impresión de que se le iluminó la mirada.
Xinhdy sacó su brillo de labios y un pañuelo de papel y les dio lustre a las barras. Era la clase de cosas totalmente inusuales que siempre hacía para agradarme, simplemente porque era una chica generosa y extrovertida. Nunca tuve la oportunidad de agradecerle sus intentos de convertirme en una mujer glamurosa.
El sargento Baker me llamó desde la puerta.
—Eh, teniente, tiene visita —dijo él.
Me di la vuelta y vi que Ginger Phillips entraba en la sala con las manos en los hombros de una niña vietnamita, desgarbada y con el pelo rapado, que llevaba un vestido de un rosa descolorido.
Antes de que pudiera rodear la cama ya estaban a mi lado. La niña me echó los brazos al cuello. Yo le devolví el abrazo algo desconcertada.
—Tran solo quería decirte adiós y darte las gracias, Kitty —me informó Ginger—. Se marcha a casa hoy para pasar la Navidad con su familia.
—Cam ong, co —dijo Tran en voz baja—. Gracias.
No sabía por qué me daba las gracias, pero me imaginé que Ginger la había empujado a ello. Empezó a trabajar en la sala seis un poco antes que yo y siguió en contacto conmigo después de mi traslado.
—Para nada, Tran —le contesté yo, y le acaricié su erizada cabeza. No me salían las palabras. Tenía un nudo en la garganta y los ojos llorosos como los de una anciana.
Ahn me cogió la mano en cuanto dejé ir a Tran y no me la soltó hasta que se fue.