—Bueno, bueno, mira quién ha venido —dijo Charlie Heron afablemente—. Bac si Joe, ¿cómo le va? Qué bien que haya podido venir, teniente. Suba, suba. Teniente, ¿quiere sentarse delante?
Señaló la cabina de un camión que tenía la forma de un horno.
—No, gracias —respondí yo—. Iré detrás con el resto de las tropas.
—Como quiera —dijo él, y se sentó al lado de Joe.
El doctor y yo no habíamos planeado exactamente asistir como si fuéramos un equipo, pero el trabajo lento en la sala había podido con los dos. Me lo había encontrado por la mañana cuando nos dirigíamos hacia la verja. Joe caminaba rápido y feliz, con una cámara grande y un estuche para las lentes colgado del cuello. La fotografía era su otro pasatiempo favorito, además de la carpintería y de la cirugía ortopédica.
—Hola, Gepeto —le dije—. ¿No querrás decir con eso que Marge te deja escaparte todo el día también?
—Por ahora es Marge la que sabe más sobre esa gente que yo. Las cosas van demasiado lentas. Tengo que ir a animar el negocio o me oxidaré. Bob Blum puede ocuparse de cualquier emergencia que ocurra. Quiero ver uno de los pueblos —dijo—. ¿Crees que con un gran angular y un tele será suficiente?
—Si los niños te robaran esos objetivos, darían de comer a dos familias y la cámara a la mitad del pueblo, por lo que…
—Tienes tanta gracia como una pierna rota, teniente McCulley, ¿lo sabías? Y hablando de piernas rotas, ¿a qué viene esa cojera?
Miró con ojo experto mis enormes botas.
—No sé. Es como si tuviera una piedra en la bota.
Para entonces ya estábamos al lado del camión y Heron nos saludaba. No es que estuviera encantada de verlo, pero a pesar de que había adoptado un tono de cuidada indiferencia, me di cuenta de que se alegraba de tenerme allí. Cathie Peterson, de la uci, estaba en la cabina del camión cuando Joe y yo llegamos.
Un joven cabo de la Marina me ayudó a subir al camión.
—Me alegro de que haya podido venir, señora —me dijo—. Los habitantes de los pueblos siempre se alegran de ver a las enfermeras. No sabe cuánto lo aprecian.
Miré a mi alrededor; todos llevaban uniformes de camuflaje de la Marina.
—No sabía que el equipo médico de acción cívica estaba patrocinado por la Marina —dije yo.
El camión arrancó con una sacudida y atravesó Dogpatch en dirección a la carretera.
Un sargento de tez morena, cuya chapa identificativa decía «Hernandez» y que había entrado en el camión detrás de mí después de comprobar que el personal y el equipo se encontraban a bordo, dijo:
—Sí, señora. Este sí. Aunque empezó con las Fuerzas Especiales como misión PSYOPS. La mayoría de estos hombres han estado en el monte casi todo su periodo de servicio. Les queda poco, tres o cuatro meses, para el final. Terminan su servicio en los pueblos.
—¿Quieres decir que dejan el combate y salen en misiones médicas? —le pregunté, y me sentí un poco incómoda. Estos hombres fácilmente podrían haber sido esos heridos insensibles y de aspecto miserable que se movían por las salas mostrando su entusiasmo por dar bayonetazos a los amarillos y explicando que la diferencia entre uno del Vietcong y un aliado era la rapidez con la que el individuo en cuestión podía correr. Si el blanco humano escapaba, era un aliado. Si moría, tenía que ser del Vietcong.
—Sí, señora. El sargento Heron los ha elegido a dedo.
Todavía tenía que asimilarlo. Aunque la mayoría de los hombres que nos rodeaban eran marines y sin duda había un montón de chicos decentes entre ellos, ocurrieron un par de incidentes desagradables al principio de mi periodo de servicio en la 83 que me hicieron cuestionar el tipo de entrenamiento que habían recibido. Una noche, Lindy Hopkins salió corriendo de la sala, entró como una exhalación en la choza de Carole y se quedó sentada llorando.
—Esos bastardos. Esos malditos bastardos.
—Tranquilízate, Lindy. ¿Qué diablos te pasa? —le preguntó Carole. Ella y yo estábamos sentadas charlando. Lindy trabajaba en la uci con Carole.
—La trajeron… era solo una niña… tenía once años y la habían violado…
—¿Quiénes?
—Los siete marines, grandes y fuertes, que la trajeron. Ellos la violaron hasta… hasta que le rompieron la columna vertebral. Se va a quedar paralítica, Carole. Una niña de once años. ¡Y después los hijos de puta tuvieron el descaro de preguntar cuándo eran las horas de visita!
En otra ocasión, otro marine trató de entrar en la choza de Judy por la noche para violarla. Afortunadamente, Judy tiene unos pulmones estupendos.
Así que los marines no es que me cayeran muy bien. Tal vez la única razón por la que los asociaba con hechos violentos y crueles era porque el cuerpo de Marines dominaba la zona. Por supuesto, sabía que el enemigo había hecho cosas horribles a nuestra gente e incluso a la suya. Pero es que ellos eran el enemigo. Se suponía que no eran civilizados. Despreciaba cualquier tipo de entrenamiento que enseñara a los nuestros a no ser humanos.
Por lo menos los hombres que me rodeaban se abstenían de babear o de patear el suelo de la camioneta. Parecían perfectamente normales, un poco más viejos y más tristes que muchos de los soldados que pasaban por el hospital, pero básicamente parecían buenos tipos.
El hombre que estaba más cerca de mí incluso me ofreció su neumático para que me apoyara y protegiera la espalda. Lo acepté agradecida, deleitándome con el aire que el camión creaba mientras recorríamos la carretera en dirección a Freedom Hill. Al llegar allí, cogimos por un camino de tierra y avanzamos dando sacudidas a través de lo que bien podría haber sido una zona rural al sur de San Antonio, Texas. Los campos dorados estaban flanqueados por vallas, y filas de refrescantes y frondosos árboles protegían las casas del fuerte calor del sol. Aunque por la solitaria pradera, por supuesto, en vez de vaqueros y longhorns se veían búfalos de agua y gente en pijama, salacots tropicales y sombreros cónicos típicos de Vietnam. Pero se podía decir que era ganado y ellos ganaderos, así que qué más daba. Era casi como estar en casa, apoltronados en la parte trasera del camión y disfrutando del paseo. Los únicos signos de guerra eran los uniformes y las armas. Los hombres actuaban como si se fueran de excursión, aunque de vez en cuando dirigían la mirada hacia los árboles.
Un niño pequeño con camisa azul, pantalones cortos y una gorra de béisbol que llevaba dos bidones de metal encima del hombro derecho nos ofreció agua cuando los vehículos se detuvieron junto a la bomba de la aldea. Tenía las piernas llenas de polvo y su rostro mostraba expectación. Los hombres salieron de la camioneta y uno de ellos le quitó la gorra y le alborotó el pelo, antes de volver a ponérsela del revés.
Joe, en cuanto pisó el suelo, comenzó a sacar fotos. En el pueblo se estaba a gusto: bajo el palio que formaban las copas de los árboles entrelazadas entre sí se creaba más sombra que en los campos de los alrededores. Más allá, se alzaban las montañas y, dependiendo del lugar en el que te encontraras, se podían vislumbrar entre los árboles los destellos de un río. No era un pueblo de los que se veían en las noticias, bombardeado y medio quemado. Lo formaban una serie de casitas ordenadas y sin pintar, la mayoría de las cuales tenían enrejados cargados de flores y melones. Las calles que pasaban entre las casas y los árboles estaban llenas de bicicletas con cerdos metidos en cestas y Hondas con redes de cocos amarradas a ellas. Unos niños sucios, con grandes ojos marrones y pelo negro cortado a tazón, bailaban a su alrededor. En la sombra, unos adultos en cuclillas levantaban la vista de lo que estaban haciendo, charlaban o saludaban.
Heron señaló la escuela, el mercado y la choza que más tarde describí a mi madre como el «centro de partos». No tenía ventanas, era oscuro y olía a sangre vieja, a putrefacción y a otros olores penetrantes y vaginales dentro de un caldo de cultivo de bacterias tropicales. Mi descripción clínica era un eufemismo; el hedor del lugar era tan fuerte que tuve que reprimir el impulso de rascarme la entrepierna en solidaridad. Dentro, habían construido unos pequeños nidos: unos agujeros excavados en la tierra y forrados con hierba y trapos viejos. Una madre y su recién nacido, bajo la vigilancia de una matrona que no parecía tener mucha prisa, ocupaban el espacio a un lado de una colcha vietnamita que separaba la improvisada sección posparto de la zona de partos.
—Me temo que no hay mesas de parto, teniente —informó Heron—. Las madres vietnamitas paren en cuclillas.
Maldito sabelotodo. Hasta ahí llegaba yo también. Lo mismo hacían mis antepasadas indígenas, al igual que muchas mujeres que seguían los nuevos métodos de parto natural.
Nos llevó hasta la clínica y de nuevo me miró, como si esperara que estuviera horrorizada. No lo estaba para nada. La clínica era una choza, larga, baja, también con suelo de tierra y oscura.
—Lo va a hacer muy bien —me dijo—. He realizado amputaciones en sitios peores que este, teniente.
Mi «Me alegro por ti» fue ahogado por las palabras de Heron cuando me presentó a un niño de unos once años.
—Este es Li. Él será su intérprete. Y esta es la señorita Xuan del hospital provincial. —Señaló a una chica con una cara poco agraciada que vestía un ao dai blanco, el elegante vestido-túnica de Vietnam, y un sombrero cónico—. Y este es mi homólogo del ARVN, el sargento Huong.
Li era igual de eficaz que un sargento mayor cuando ponía a los pacientes en línea a la espera de su tratamiento. Caminaba de un extremo a otro de la fila, pavoneándose, mientras se llevaban a cabo las revisiones, como si su misión fuera la de supervisar y no la de hacer de intérprete. Li afirmaba que la señorita Xuan, que tenía por lo menos el doble de años que él, era su sobrina, que no trabajaba mucho, y que sobre todo coqueteaba con el homólogo de Heron, el sargento Huong. Este caminaba con aire algo arrogante, al estilo James Dean, y respondía a sus flirteos.
Yo estaba nerviosa, no por las condiciones sino porque esta era la primera vez que ejercía de enfermera en la salud pública. El cometido principal de Li era comunicarles a los pacientes lo que yo le decía. Ellos podían hacerse entender bastante bien con gestos y expresiones faciales. Además de las pupas habituales de los niños, había mucha nariz llena de mocos, tos profunda y mucho sarpullido que supuraba. Joe le diagnosticó tenosinovitis a un carpintero con dolor en las rodillas, que era una inflamación de los tendones causada más que nada por el hecho de ser carpintero.
—Ay, Dios mío, McCulley, venga a ver esto.
Cathie me llamó mientras examinaba la cabeza de una mujer más bien joven que tenía unos dientes bastante desproporcionados y expresión de dolor.
—Ella decir no oír demasiado bueno —informó Li.
—No me extraña —dijo Cathie, y se apartó. El oído derecho de la mujer estaba completamente bloqueado por un tumor protuberante.
—Dile que tiene que venir al hospital con nosotros para que se lo arreglemos —le dije a Li.
El niño comenzó a disparar veinte o treinta sílabas que subían y bajaban como si fuera música vietnamita. La mujer negó con la cabeza y a su vez respondió con cincuenta o sesenta sílabas.
—Ella decir no poder, co. Papasan trabajar en campo y ella tener estos babysans. —Señaló a los dos niños pequeños con pantalones cortos que se aferraban a sus pantalones de pijama y a la niña, de unos siete años, que llevaba un bebé desnudo de unos dos años apoyado en la cadera.
—Bueno, dile que lo hable con papasan y que si ella quiere que la ayudemos, que venga al hospital con el equipo la próxima semana.
Mi siguiente paciente era una pequeña de aspecto enfermizo cuyo redondo rostro moreno, flequillo negro y enormes ojos oscuros hacían que pareciera más una muñeca que una niña de verdad. Estaba ardiendo, decía su madre, y lloraba todo el tiempo. Le tomé la temperatura (tenía casi cuarenta de fiebre) y la ausculté. En caso de FOD, fiebre de origen desconocido, siempre había que comprobar también los ganglios linfáticos, así que le levanté los brazos. En las axilas tenía unos bultos del tamaño y del color de las ciruelas.
Les eché un vistazo, exclamé «Joder» y llamé a Joe.
—¿Qué ocurre, Kitty?
—No estoy segura. Nunca he estudiado medicina tropical ni nada parecido, pero hace un par de semanas estaba leyendo una novela y en ella la heroína termina tratando de peste bubónica a un montón de gente en los Apalaches. Joe, el libro decía que las víctimas tenían grandes ganglios linfáticos de color púrpura en las axilas y en las ingles, como esta niña. Ven y dime qué opinas.
Le bajé el pantalón corto a la niña y le examiné las ingles mientras hablaba. Más ciruelas. Era increíble que la pobre niña pudiera caminar.
—¿Peste bubónica? ¿Estás de coña? ¿Hoy en día? Espera, deja que coja la cámara. Maldita sea, no hay suficiente luz.
—Mamasan, si esto es lo que creo que es, es mejor que te echemos un vistazo a ti también —le dije a la madre. Li no tuvo que traducir. La mujer se subió la parte de arriba del pijama y levantó el brazo izquierdo, señalando la «pupa» púrpura que tenía debajo.
Joe examinó los nódulos y silbó.
—No sé, Kitty. Puede que esa lectura basura tuya nos haya venido muy bien. De todos modos, con esta fiebre, a la niña hay que ingresarla y a la madre también.
Mientras las pacientes recogían sus pertenencias y se preparaban para su partida, Heron nos llevó a las viviendas de los marines, que estaban a las afueras de la aldea. Nos llegó un maravilloso olor a comida. La mamasan que cuidaba de los marines había preparado un almuerzo que consistía en pollo guisado, fideos de arroz y setas con caldo. Los marines y Heron ya eran expertos con los palillos, pero Cathie, Joe y yo necesitábamos clases. Empecé a preguntarme si el Ejército había elegido el color verde oliva para los uniformes de sus soldados destinados a países asiáticos porque el color disimulaba las manchas de caldo de pollo.
Heron se sentó junto a mí, por lo que me sentí incluso más torpe e incómoda. Y estaba segura de que eso era exactamente lo que él pretendía.
—Veo que Xe estaba en lo cierto con respecto a usted —dijo él—. No es que siga todo al pie de la letra, ¿verdad?
—Solo lo que leo en los supervenías —admití yo.
—Quiero decir, es más intuitiva. Puedo ver por qué la encuentra interesante.
Sonaba tan absurda y deliberadamente misterioso que apenas pude aguantarme las ganas de decirle que los rumores sobre mí y Xe eran totalmente falsos, que solo éramos buenos amigos.
Pero mi opinión sobre él había mejorado un poco. Después del incidente de la marihuana, habría sido difícil que fuera a peor. Aun así, la forma en la que los hombres se comportaban con Heron y los aldeanos, y el evidente afecto, incluso adoración, con el que los de la aldea lo recibían, hizo que me diera cuenta de que quizá el hombre era algo más que un puñado de palabras.
—No puedo creer lo diferentes que son estas personas de las que vemos en Dogpatch y Da Nang —admitió Cathie.
—Ajá —coincidió Joe, que al mismo tiempo que levantaba la cámara sorbía un fideo—. Mira, llevamos aquí la mitad del día y nadie ha intentado birlarme la cámara.
—La mayoría de las personas que ves en la ciudad y en los alrededores del hospital son refugiados. Roban para sobrevivir. Estas personas son agricultores, pero quítales su tierra y su sustento y ellos harán lo mismo, o peor aún, para dar de comer a su familia —explicó Heron—. Nuestra misión es asegurarnos de que no tengan que robar para sobrevivir. Parte del ganado que has visto, parte de la ropa y de los utensilios de cocina, estos hombres lo compran para los aldeanos con su propio dinero.
—Eh, qué amables sois —asentí yo.
—No, para nada, señora —dijo el sargento Hernandez—. Es como si, a ver, bueno, anoche cayó un misil cerca de aquí y salimos corriendo con nuestras tiritas y mercromina. Cuando uno cayó demasiado cerca de nosotros hace un par de semanas, los aldeanos enseguida nos ayudaron. Nosotros creemos que lo que les pasa a ellos, nos pasa a nosotros y viceversa, que es como esta jodida guerra, perdón por la expresión, señoras, como toda esta guerra debería haberse llevado desde el principio.
—Ni siquiera tendría que haber empezado —dijo un hombre de rostro delgado, con gafas de abuelita.
—Ya te digo, tío —dijo otro marine con sentimiento.
Me dio la impresión de haber dado con un grupo de marines que actuaban como los caballeros de la Mesa Redonda, como mínimo, hombres que realmente creían que un vietnamita bueno no era forzosamente un vietnamita muerto. Ahora puedo hablar de ello con sarcasmo, pero en ese momento tuve que mirar mis fideos para evitar ponerme sentimental, como solía decir Maynard G. Krebs, el personaje beatnik de Dobie Gillis. Yo también me notaba algo desorientada: ¿por qué algunos marines utilizaban su sueldo para mejorar la vida de algunos vietnamitas del sur mientras otros soldados, o tal vez los mismos, en cumplimiento de su deber, masacraban a aldeanos que no podían ser muy distintos de estos?
—Supongo que, en general, lo hacéis solo porque esta aldea se encuentra muy cerca de Da Nang. Está protegida y todo eso —dije yo—. Quiero decir, en el monte hay que evacuar a las personas que necesitan atención médica, ¿verdad?
Heron perdió la calma por completo. Dijo que no con las manos y casi se ahoga con los fideos al intentar tragar en su prisa por dejarme las cosas claras.
—De ninguna manera. Mire, lo que no entiende, teniente, es lo que mucha gente no entiende. Este es mi tercer periodo de servicio. El año pasado, Da Nang era más peligrosa que cualquier otra aldea. Por supuesto, en algunos sitios no tenemos los suministros ni los hombres suficientes para hacer mucho más…
—Aquí es donde entran los tíos como el sargento Heron aquí presente —dijo Hernandez—. ¿Sabe cuál es la idea que este hombre tiene de una misión de combate, señora? Él es el sanitario, ¿verdad? Él es el que entra el primero en alguna maldita aldea hostil de esas y empieza a remendar a la gente antes de que nadie pueda disparar. La vida de este tipo tiene que estar tocada por la suerte.
—Eh, sargento, me he estado preguntando… ¿Es cierto que a veces incluso duermes en los pueblos?
—Sobre todo en las de los montagnard —respondió él, como si eso fuera diferente.
—Joder.
—Pero ¿ya no lo haces? —le pregunté—. Estás metido en esto ahora, ¿no es así?
—Hago muchas cosas —fue su respuesta—. Últimamente lo que hago es ayudar a los marines para que se lleven bien con el pueblo.
—Usted está beaucoup dinky dao, doctor —dijo uno de los hombres.
—Sí, apuesto a que se están haciendo apuestas en el mercado negro para ver quién te pilla primero, si los mandamases o los «charlies» —dijo con aprobación el tipo con las gafas de abuelita.
—Tenemos algo para Joe, ¿no es así? —dijo Heron para cambiar de tema. La mamasan estaba limpiando los platos y en cuanto terminó, Hernandez regresó con una botella mohosa, que entregó a Joe.
—¿Penicilina de cosecha propia? —preguntó Joe.
—Es un vino de cien días. Lo hacen con arroz glutinoso enterrado entre hojas de plátano durante cien días. Pruébelo. He oído decir que es de una cosecha muy buena.
Joe se lució. Frunció un poco la boca cuando se terminó el vino, pero logró esbozar una sonrisa de agradecimiento digna de un actor histriónico cuando sale a escena para saludar.
Al salir de la aldea, fotografió todo lo que estaba a la vista. Yo también hice algunas fotos de un hombre joven con sombrero de paja que tenía llagas infectadas en las piernas, pero una cara hermosa, así como de una joven que sostenía a su hermano pequeño en brazos, un búfalo de agua y su cuidador y una mamasan con sus cargas equilibradas en los extremos de un palo.
Pero la buena sensación que conservé de esa experiencia se eclipsó esa noche cuando tuve que ir a ayudar a Carole en la uci. Tenía pocos pacientes, pero uno de ellos era una anciana, la esposa de un general del ARVN, que había estado sentada en el porche cuando lanzaron una bomba incendiaria, que le quemó el cien por cien de su cuerpo; en su mayoría eran quemaduras de tercer grado. Carole estaba dedicando todo su tiempo a la paciente, mientras que un sanitario cubría el resto de la sala.
—¿Qué quieres que haga? —le pregunté.
—El prisionero de guerra es el otro crítico. También es un caso de quemaduras, no está tan mal, pero tiene el pulmón derecho colapsado y le acaban de hacer una traqueotomía.
A él también lo vigilaba un guardia, que llevaba una boina verde y un arma de fuego y que se movía intranquilo como si estuviera rodeado de guerrilleros del Vietcong armados en lugar de estar vigilando a uno relativamente indefenso. Me fulminó con la mirada cuando me acerqué. Se parecía tanto a Charlie Heron como este a Barry Sadler.
Vigilaba cada movimiento que yo hacía mientras le extraía el tubo de traqueotomía al prisionero para limpiarlo en un recipiente con agua oxigenada. A mitad del proceso de limpieza, el prisionero comenzó a gorgotear burbujas de flema acumulada en el agujero que tenía en la garganta. Me quité los guantes que ya había contaminado, me puse unos nuevos y cogí el tubo de succión. El guardia extendió el brazo sobre el paciente.
—Deje que se ahogue —dijo.
—¿Qué?
—Deje que se ahogue un poco. Estamos intentando sacarle información. No podemos hacerlo si lo mima.
Miré su brazo furiosa y pasé rozándolo.
—No lo estoy mimando, soldado. Estoy succionando el tubo de traqueotomía para que no se muera. Si querías torturarlo o matarlo, deberías haberlo tirado de un helicóptero cuando tuviste la oportunidad. Una vez aquí, no es solo un prisionero, es mi paciente y juro por Dios que va a recibir los mismos cuidados que cualquier otro paciente en su estado; es decir, los mejores cuidados que pueda darle.
El ruido de la máquina de succión ahogó por un momento las protestas del guardia. Cuando saqué el extremo del tubo de la garganta del prisionero, le lancé una mirada fulminante al guardia. Los músculos de su mandíbula se contraían y relajaban una y otra vez como si estuviera mordisqueando un padrastro particularmente difícil. Finalmente dijo:
—Su actitud va a costarle la vida a muchos de los nuestros. Este tipo tiene información…
—Y una mierda —le dije—. No te podrá decir absolutamente nada si está muerto. Deja que lo estabilicemos para que pueda hablar y después si quieres lo interrogas, aunque lo harás bajo nuestra supervisión hasta que el hombre esté lo suficientemente bien como para que lo puedas asesinar. ¿Bic?
La única razón por la que no me llamó puta estúpida era porque yo era de un rango superior y podría perder su galón; además las mujeres escaseaban tanto en Vietnam que el fragging estaba muy mal visto incluso entre los entusiastas terminales. Así que el guardia solo gruñó, pero se apartó y no se entrometió más. El que lo relevó ponía menos celo en su trabajo y sorbía su café tranquilamente.
El prisionero tampoco estaba muy consciente, pero pareció relajarse un poco cuando se fue el primer guardia. Carole terminó de extender una nueva capa de sulfonamida sobre las quemaduras de su paciente. Pensé que debía prevenirla contra el malhumorado guardia.
—Sí —dijo—. Pero entenderás cómo se siente. Es posible que compañeros suyos hayan volado por los aires por culpa de ese tipo.
—Supongo.
—Dios, estoy harta de las quemaduras —dijo, y tiró los guantes sucios en la bolsa de la basura—. Tuvimos otro chico la semana pasada en peor estado que esta mujer. Era un aldeano que estaba pintando para un contratista civil y un guardia del CIDG decidió que quería un poco de pintura. Al parecer, el tipo le dijo al guardia que tenía que preguntarle al jefe y el guardia le arrojó un cigarrillo encendido en la pintura. Por supuesto, el trabajador estaba cubierto de pintura y ardió como una antorcha. Sus amigos lo tiraron al suelo y, finalmente, lo apagaron, pero tenía quemaduras de tercer grado en más del noventa por ciento del cuerpo. Solo vivió unas horas.
La noche terminó por fin y no demasiado pronto para mi gusto. Un paciente que necesita una succión constante requiere que estés de pie mucho tiempo y las extremidades me dolían. Revisé mi bota de nuevo, pero no había ninguna piedra, solo un enrojecimiento en el dedo del pie donde podía tener una rozadura. A pesar de llevar despierta veinticuatro horas, no pude dormir al día siguiente. El calor era un problema, como de costumbre, y no conseguía que mi pie adoptara una posición cómoda. Además, le daba vueltas a la cabeza sin parar; era como un torbellino de impresiones y emociones contradictorias de los acontecimientos del día y de la noche. También me despertaba cada vez que sonaba el teléfono. Los pocos sueños que tuve eran confusos, más agitados que tranquilos.
Finalmente, me di por vencida y tuve tiempo de darme una ducha antes de trabajar. El dedo del pie no quería encajar dentro de la bota; lo único que tenía que hacer, creía yo, era intentar sobrevivir a la noche. A lo mejor incluso me podía sentar en el puesto de enfermería y poner los pies en alto la mayor parte del tiempo. Debería estar mejor por la mañana.