7

El lunes, le hablé a Tony de Ahn, Xe, Xinh y Heron en el todoterreno de camino al economato.

—Sí, esos pequeños amarillos son bastante monos —dijo él cuando le hablé de Ahn—. Siempre y cuando tengas la billetera bajo vigilancia.

—Bueno, creo que sorprende mucho lo rápido que un pequeño gamberro como él puede empezar a actuar como un niño normal cuando lo tratas como tal —le respondí yo con tono de suficiencia.

Me había pasado el brazo por encima del hombro y me acariciaba con la mano mientras movía sus largos dedos. Me resultaba agradable, emocionante y reconfortante al mismo tiempo.

—¿Y te he hablado de Xinhdy?

—¿Quién?

—Su verdadero nombre es Xinh, una chica vietnamita que tenemos en la sala; es muy lista. Mai le está enseñando inglés. Siempre está hablando y riendo y pintándose las uñas y esas cosas; me recuerda a una chica con la que estudié enfermería, Cindy Schroeder. Así que el otro día la llamé Xinhdy de broma. Ella se ofendió mucho y me dijo: «No Xinhdy, Xinh». Le pedí a Mai que le dijera que me recordaba a una amiga de Estados Unidos cuyo nombre era casi igual que el suyo y que por eso la llamaba así. Ayer una de sus amigas vino a visitarla y la llamó Xinh y estuvo tan graciosa, Tony. Levantó la cabeza de forma altiva y dijo: «No Xinh. Xinhdy».

Él se volvió ligeramente hacia mí y vi mi rostro reflejado en sus gafas de sol.

—Sí, bueno, cariño, ten cuidado y no te acerques demasiado a esta gente, ¿vale? No me malinterpretes, sé cómo te sientes. La que limpia nuestra choza es una gran chica y es difícil no sentir lástima por algunos de esos pobres diablos que recogemos en los pueblos. Pero vamos a largarnos de aquí uno de estos días y estas personas se van a quedar solas. Así que si te preocupa lo que les pueda suceder después, lo mejor que les puedes desear es que por la noche tus amigos transporten misiles para el Vietcong.

No me estaba diciendo nada nuevo, pero estaba intentado entretenerlo con historias de interés humano y él insistía en convertirlo todo en algo malo. Nadie quería hablar de eso. Ya le había preguntado de dónde venía, sobre su familia y sobre cómo le había ido en el campo de batalla y me había dado repuestas vagas a todo. ¿Qué quedaba? ¿Hablar del chasis del helicóptero?

—Eh, anímate —dijo, y me apretó el hombro con más fuerza—. Tengo una sorpresa para ti.

—¿Qué?

—Espera y verás.

Entramos en el economato, un hangar lleno de mostradores y estanterías de comida basura (caramelos que no se derretían en la mano como M&M’s, chocolatinas PayDay, patatas fritas, palitos de patata, latas de leche chocolateada y refrescos), libros de bolsillo, en su mayoría obscenos o bien de acción y aventuras sobre lo divertida que es la guerra, y revistas cuyas ilustraciones parecían hechas desde el punto de vista de un ginecólogo. También tenían relojes caros a precios baratos (lo cual era una buena idea porque la arena entraba en las cajas de los relojes y ya se me habían estropeado dos) y perfumes. Los únicos artículos exclusivamente para mujeres eran jerséis con pedrería procedentes de Hong Kong que parecían sacados del vestuario de una actriz enana de los años cuarenta. En la parte posterior del edificio, había una sección tapiada en la que habían montado una cafetería, donde un empresario vietnamita ofrecía hamburguesas anémicas, que el economato había certificado que eran de ternera y no de carne de perro, y un plato de patatas fritas frías. Ahí fue donde me llevó Tony. Pero en el último momento bloqueó la puerta con su cuerpo y me dijo, juguetón:

—¿Cuál es tu comida italiana favorita?

—¿Espagueti?

Él negó con la cabeza.

—Pizza —gemí yo.

—¿Cuándo fue la última vez que la comiste?

—¿Qué es todo esto?

Pensé que me estaba tomando el pelo. Cuando la sala estaba en silencio, solíamos jugar a soñar con comida basura norteamericana: «Daría veinte dólares por un taco». «Yo daría treinta dólares por una porción de pizza». Aunque nos mimaban con filetes y langosta con frecuencia, nos moríamos por comer McDonald’s, Shakey’s y Taco Bell. Un médico, al regresar de su periodo de descanso en Hawai con su esposa, había construido un pequeño altar con un envase de poliestireno de una Big Mac, un envoltorio de papel de aluminio de unas patatas fritas y la caja de un pastel de manzana.

Se echó a un lado e hizo un gesto.

Voilà! Una auténtica pizzería vietnamita.

Por lo menos lo habían intentado. Debajo de un toldo hecho con un paracaídas de nailon, dos hombres delgados y una desconcertada chica, que llevaban delantales blancos y gorros de chef, preparaban laboriosamente la masa y metían cosas en el horno. El producto no era nada que pudiera preocupar a los italianos. Consistía en una masa muy fina, lo suficientemente harinosa como para que pusieras cara de asco, cubierta de ketchup y trocitos de salchicha. No habían pillado lo del queso. Pero nos la comimos, reímos y fingimos que era de verdad.

Nos fuimos un par de horas a la playa; nadamos, jugamos en el agua y nos tumbamos en la arena. Disfruté más que nunca, porque al tener a Tony conmigo nadie nos interrumpía ni intentaba darme la lata. Él actuaba como si yo le perteneciera, algo que no me importaba dadas las circunstancias. Me encantaba estar con un hombre tan atractivo y sexi. Sabía que en Estados Unidos no iba a tener un novio tan guapo. En Vietnam, la competición era entre hombres. Me pregunté si habría algún motivo para seguir juntos cuando regresáramos a casa. ¿Tal vez haber compartido la misma experiencia en Vietnam? Estaba bastante segura de que a mi familia le iba a gustar Tony y de que Duncan se pondría muy celoso (si no por mí, por el hecho de que Tony era todo lo que Duncan decía ser).

Regresamos al recinto en coche. La chica que limpiaba mi cabaña nos hizo una reverencia y salió de mi habitación. Yo encendí el ventilador. Él puso a Joni Mitchell en la pletina. Y nos pusimos de nuevo a probar todas las posturas eróticas imaginables. En lugar de sentir que nos ardía la piel, como decían en las novelas, parecíamos más dos torpes que intentaban moverse en el pequeño camastro sin molestar al otro. Empecé a reírme y él soltó un gruñido.

—¿Qué te parece tan gracioso? ¿Por qué no cierras los ojos?

Tenía que estar bromeando. Me encogí de hombros.

—No sé. A veces el sexo me parece gracioso. ¿A ti no?

Él no respondió; poco después terminó, cogió su ropa y se fue corriendo a la ducha de los médicos. Yo también me lavé, pero volví a la habitación antes que él. Bueno, qué diablos. El sexo a veces me resultaba divertido, pero sobre todo porque me lo pasaba bien y pasárselo bien siempre implicaba reírse, por lo que a mí respectaba. Por Dios, es que no podía con toda esa jadeante pasión que tan en serio se tomaba en las películas. Tony ya era serio por los dos. En algunos momentos, me sentía como si fuera una paciente durante una revisión minuciosa. Tenía la ligera sospecha de que se pasaría toda la tarde examinando mi gráfica con detallados esquemas de mis atractivos y defectos anatómicos. Pero no quería que se terminara. Solo quería que él pensara por un tiempo que era perfecta antes de que empezara a criticarme. Cogí mi guitarra y comencé a tocar una canción que había aprendido de un libro de canciones de Tom Paxton. Sarah asomó la cabeza por la puerta.

—¿Conoces Blowin’ in the Wind, Kitty? Hay un acorde que no puedo sacar.

Nos sentamos en unas tumbonas en el porche e intentamos sacar el acorde, así que para cuando Tony se unió a nosotras ya me sentía mejor. El mar de la China Meridional brillaba más allá de la playa y las palmeras se agitaban en Monkey Mountain. Judy, que también tenía el día libre, y el médico con el que estaba saliendo en secreto, se unieron a nosotros haciendo coros sentados en el borde del porche con las piernas colgando y moviéndolas al ritmo de la canción.

—Estoy aprendiendo esta —dije yo—. Podríamos hacer el coro juntos.

Canté un par de líneas de The Last Thing on my Mind; Judy y Sarah lo intentaron también, pero Tony me susurró al oído:

—¿Por qué tienes que fardar? Podrías cantar algo que todos supiéramos.

Después de eso ya no tuve ganas de seguir cantando. Ni de hablar con Tony. Me retiré a mi habitación mientras ellos seguían cantando fuera. Él estaba tocando algo que nadie más se sabía. Enseguida, Sarah, Judy y su amigo se marcharon. Me senté con la espalda apoyada en la pared, en una esquina, con las rodillas dobladas y un libro que no estaba leyendo sobre ellas. Tony se quedó en la puerta.

—Será mejor que vuelva a la unidad.

—De acuerdo —le dije yo, intentando parecer indiferente en vez de decepcionada—. Adiós.

Esta vez no me besó.

Sin embargo, me llamó más tarde esa misma noche y me dijo que tenía que irse un tiempo al campo de batalla, pero que me echaría de menos y que me quería ver a su regreso. Su voz era cálida y tierna y llegué a la conclusión de que yo era demasiado sensible y de que me ofendía con facilidad.

Una de las ventajas de mi nueva relación era que ahora podía hacer lo mismo que las demás chicas cuando se quejaban o se jactaban de los hombres en general o de un hombre, el hombre con el que estaba cada una de ellas, en particular. Carol me dijo que pensaba que su novio podría estar un poco más casado de lo que él le había dicho en un principio. Judy estaba enfadada porque ella y su sanitario tenían que verse a hurtadillas porque los mandamases habían dictaminado que las enfermeras no podían salir con los reclutas. El alargado rostro de Sarah mostraba melancolía cuando hablaba de su novio médico que se marchaba a casa con su esposa.

Confiábamos las unas en las otras, y en la sala, en los momentos de tranquilidad, confiaba en Marge. Era mayor que yo, tenía una actitud optimista pero razonable y salía con varias personas a la vez. O eso pensaba yo hasta que un día, cuando regresaba con el correo, casi iba flotando por encima del linóleo; llevaba una carta con el membrete del Ejército aferrada contra el pecho y una sonrisa tonta en el rostro.

—¿Buenas noticias? —le pregunté.

Ella suspiró.

—Es de Hal. Lo conocí en Japón. ¡Qué hombre! Lo van a reasignar aquí.

—¿Aquí? ¿A la 83?

—No, a Vietnam. Nos podremos ver de vez en cuando. Es una pasada, Kitty. Te caerá bien.

—¿Es médico o qué?

—Es un oficial del MSC. Es probable que trabaje de administrador en algún hospital. Pero entre mis contactos y los suyos, seguro que podremos usar algún que otro helicóptero para vernos de vez en cuando.

—¿Cuándo viene?

—En un par de meses. Dios, espero que lo asignen a algún lugar cerca de aquí. Lástima que el coronel Martin acabe de llegar.

—¡Marge! Vas a ser el escándalo del puesto saliendo con el jefe… —dije, y chasqueé la lengua.

Ella sonrió.

—Sí, ¿verdad?

Como era muy joven, yo creía que si no me parecía a la típica modelo perfecta de las revistas, ningún hombre se acostaría conmigo, por lo que el romance de Marge fue una revelación para mí. Tendría unos cuarenta años más o menos y no es que fuera una belleza, aunque su agradable personalidad y su cordialidad hacían que te olvidaras de eso. Incluso era tolerante con el Ejército, lo que en mi opinión debía de resultarle difícil a una mujer razonable. Esta actitud era la misma que muchas mujeres decentes y casadas parecían tener hacia sus maridos, que eran unos imbéciles pero a la vez el sostén económico de la familia. Ellas los consideraban una forma de vida y las intenciones de sus maridos eran buenas. Marge tenía muchos amigos y era amiga de los reclutas y de los oficiales, de los casados y de los solteros. Pero era obvio que esto estaba lejos de ser un idilio. Casi podía ver pequeños corazones saliendo de su cabeza, como ocurría en los dibujos animados.

Y pudimos soñar despiertas un rato. Las víctimas ingresaban de dos en dos y de tres en tres, en vez de en grupos, y vi a hombres con espaldas fastidiadas y tobillos torcidos. La mayoría de ellos solo querían descansar, u opiáceos, o ambas cosas.

Mai enseñaba inglés a Xinhdy en su tiempo libre y Ahn estaba con ellas cuando no me seguía por todas partes. Decidí unirme a las chicas y ver si de paso podía aprender más vietnamita. Resultó no ser así, pero conseguí que todo el mundo se lo pasara bien cuando intentaba pronunciar las palabras en vietnamita. Ahn y Xinhdy eran mucho mejores como alumnos. A veces veíamos el canal de televisión nacional, donde salían cantantes que interpretaban canciones horteras y que representaban una mezcla de ópera y telenovela versión oriental con un telón de fondo que parecía sacado del teatro de una escuela dominical. No me resultaba nada interesante y después de un tiempo sonaba como si unas uñas arañaran una pizarra, pero era mejor que las gilipolleces que salían en la televisión de las Fuerzas Armadas. Mai, Marge, Sarah y yo a veces fingíamos que nos peleábamos por ser quien tuviese el honor de cambiar los vendajes de Dang Thi Thai, que nos miraba con ojos llenos de emoción y se reía a pesar del doloroso procedimiento, alentada por la curación que podía observar por sí misma si se giraba lo suficiente. Pronto le pondrían los injertos de piel y, si los aceptaba bien, podríamos empezar en serio con la fisioterapia y tal vez conseguir que se pusiera de nuevo de pie.

Si Ahn me había adoptado como madre, a Xe lo consideraba su abuelo. Se solía sentar junto a la cama del anciano a charlar con él, le llevaba cosas e intentaba que participara en las conversaciones. Durante mucho tiempo, Xe no parecía interesado, pero finalmente Ahn y Mai lo convencieron para que se uniera a ellos junto a la cama de Xinhdy a charlar.

Este tipo de cosas continuó de forma intermitente durante varias semanas seguidas. Los nuevos pacientes ingresaban en el hospital y eran dados de alta, pero los pacientes de larga estancia eran el grupo principal y, además de a nosotros, se miraban unos a otros como forma de entretenimiento de la misma manera que nosotros los mirábamos a ellos. Sin embargo, una gran parte del tiempo, dormían o vegetaban delante del televisor, y esos momentos eran bastante pesados. Aunque las oleadas de pacientes eran agotadoras, eran más fáciles de llevar en algunos aspectos que las semanas y semanas de turnos de doce horas que pasaban lentamente mientras intentabas encontrar algo que hacer.

Cuando los pacientes estaban durmiendo la siesta, y hasta el último rollo de esparadrapo estaba alineado perfectamente con el siguiente en el carro de curas, las cuñas estaban limpias y las camas vacías acumulaban polvo, el turno de día se sentaba alrededor del puesto de enfermería a charlar.

Sarah y yo alternábamos los turnos de noche, así que rara vez trabajaba con ella, ya que la enfermera jefe, Marge, tenía que estar de día todo el tiempo. Se suponía que tenía que venir otra enfermera, pero aún no había llegado. Si hubiera estado allí, se habría aburrido como el resto.

Así que Marge y yo nos sentamos a discutir temas políticos candentes como lo que habíamos planeado pedir del catálogo de Pacex antes de volver a casa. Ella también se deshacía en elogios recordando sus periodos de servicio en Japón y Okinawa, hablando de las compras en esos lugares. Si querías cámaras o equipos de estéreo ibas a Japón, todo el mundo lo sabía. Sin embargo, Hong Kong era el mejor lugar para las compras en general, cualquier cosa hecha a medida, de forma rápida y barata, ropa de lentejuelas para la noche, jerséis, joyería y ediciones pirata de los últimos superventas.

Casi podía verlo todo con un cincuenta o veinticinco por ciento de descuento y eso me animaba en mis momentos de necesidad, cuando los pacientes eran maleducados, cuando Tony no estaba o cuando nos habíamos peleado. Los valores no materialistas y espirituales son muy loables, pero cuando estás en una situación en la que todo, incluso tu trabajo, conlleva una ética cuestionable, las cosas materiales son el tema de conversación y reflexión más seguro, excepto quizá las gangas, que son incluso mejor. Hablar de política, trabajo o moral era confuso y deprimente. Hablar de casa era incluso más deprimente. La televisión de las Fuerzas Armadas mostraba los informativos de lo que supuestamente estaba sucediendo en Vietnam, pero a mí nunca me parecían veraces. Puede que un exagerado número de vietnamitas muertos y un discreto número de norteamericanos muertos y heridos fuera una buena propaganda, pero a mí me parecía una falta de respeto al sacrificio hecho por los muertos y heridos que no habían sido contados. Y, de todos modos, solo los ingenuos nuevos reclutas, los entusiastas terminales y los que llevaban mucho tiempo en el Ejército creían en toda esa basura de ayudar a Vietnam del Sur a repeler el Temor Rojo.

Los vietnamitas que había visto parecían más preocupados por conseguir suficiente comida, por mantener unida a su familia y por no perder la vida que por los ideales políticos. Cuando más tarde volvíamos de la playa de China, mientras la luna refulgía sobre las aplastadas latas de cerveza Miller High Life y Schlitz que cubrían las chozas vietnamitas de estaño, haciendo que pareciese plata, y la luz de las velas brillaba a través de las cuentas de plástico (un ave fénix, un pavo real, un dragón…) de las cortinas que harían de puerta, me imaginé lo que las familias decían a la luz de las velas:

—¿Cuántos relojes has trincado hoy, Nguyen?

—Treinta y cuatro y cuatro billeteras muy gordas, honorable mamasan. Mira, treinta y cuatro dólares y una tarjeta de crédito de JC Penney. ¿Cree que podrá conseguir un catálogo de alguno de los americanos cuyas casas limpia?

—Veré qué puedo hacer. Hija, ¿cuántos clientes has tenido hoy?

—Quince, mamá. Un soldado fue malo y no me quiso pagar, pero luego otro me dio este anillo. ¿Cuánto crees que podremos sacar por él?

—Preguntaremos a tu padre cuando llegue a casa de transportar los misiles para el Vietcong. Ha tenido un duro día de guardia en la playa de China.

—Me gustaría que el pobre papá no tuviera que trabajar de noche así.

—La guerra es el infierno, hijo mío.

Si yo estuviera en su lugar, probablemente habría hecho lo mismo. Tony había dado en el clavo. Los manifestantes pacifistas iban finalmente a presionar al presidente para conseguir que las tropas estadounidenses salieran de este caos y, cuando lo hicieran, las personas que nos habían sido leales iban a estar de mierda hasta arriba. Era probable que no vieran mucha diferencia entre cultivar arroz para Vietnam del Sur o para Vietnam del Norte, siempre y cuando pudieran comerlo ellos. Algunos de los oficiales de alto rango con los que yo había hablado dijeron que, para empezar, Estados Unidos tenía que haber apoyado a Ho Chi Minh. Y algunos de los chicos que habían estado un par de años en la universidad afirmaban que la guerra no era por el comunismo ni por la libertad, sino para impulsar la economía y conseguir que el Sudeste Asiático fuera seguro para las compañías petroleras y para el complejo militar e industrial internacional, fuera lo que fuera eso. Aunque sonaba algo paranoico, era menos cursi que decir que toda la guerra era estrictamente por el bien de los ideales políticos. Las únicas personas que decían algo sobre estos ideales recitaban sus frases de la misma forma que lo hacían las mujeres en la iglesia cuando hablaban de «la sangre del cordero» y de «perder la gracia divina» o cuando los comunistas supuestamente hablaban de los «perros de presa del imperialismo».

Como yo era una zorra superficial y materialista, prefería hablar de algo real, como los equipos de música y la ropa.

Estábamos sentadas allí charlando una tarde cuando el sargento Baker entró con el correo, se quedó escuchando a hurtadillas un momento y, mientras Marge abría el suyo, nos dio toda la información relevante sobre Hawai y Tailandia, donde había ido de viaje y había conocido todos los mejores bares y burdeles. Meyers, que venía de la sala ocho porque lo habían llamado, se metió en la conversación y dijo que quería ir a Australia porque había oído que las mujeres allí eran muy amables. Los hombres casados como Voorhees intentaban ir a Hawai para ver a sus esposas. Yo quería ir sobre todo a Australia porque nadie que yo conociera había estado allí.

—Sí, tío, de verdad que me gustaría salir de aquí, ir a esa tal Australia, tío —dijo Meyers—. Pero más que nada quiero irme a casa. Salir de este sitio para siempre.

—Bueno, hombre, no estás tan mal —dijo Baker—. Piensa en esos desgraciados vietnamitas. Ellos sí que no irán a ninguna parte jamás. Ya están en casa y esto es lo único que tienen.

Tony llevaba un par de semanas sin llamar y yo estaba a punto de comenzar el turno de noche. No estaba segura de si me importaba saber de él o no. Casi todas nuestras citas las habíamos pasado en la cama, con muy poca vida social o actividad de otro tipo.

—Mira —le dije la última vez que vino—. ¿Podemos hacer algo más que follar para variar?

—¿Qué? ¿No te apetece?

—Hace calor aquí y ha sido una semana larga y aburrida, ¿de acuerdo? Me gustaría salir y ver algo tal vez, o al menos ir al club a bailar.

—Claro, podemos ir a bailar si quieres, pero antes tenemos tiempo de sobra para…

—Tony…

—Cariño, ahí arriba estoy arriesgando mi vida —dijo él mientras deslizaba sus manos por debajo de la camisa y del sujetador y me acariciaba el cuello con la nariz—. ¿Quién sabe? Podría no volver la próxima vez.

Finalmente, sí fuimos a bailar, y era una de esas noches en la que la banda tocaba esos bailes en línea y de ritmo rápido que a mí tanto me gustaban. Tony bailó una o dos veces, pero después se sentó en la esquina con uno de los hombres de su compañía a charlar sobre helicópteros. Cuando me senté, toda sudorosa y feliz, me dijo:

—¿Tienes que estar exhibiéndote todo el tiempo? ¿Por qué no te sientas aquí conmigo a hablar y tomar una copa?

—Porque no sé nada de helicópteros y, francamente, no me resultan muy interesantes —le dije—. Tú no eres el único que necesita recargar las baterías cuando estás fuera de servicio, ¿sabes? Yo también trabajo muchas horas.

—¿No te hago feliz, cariño?

Discutíamos ferozmente en voz baja y, sin embargo, estábamos llamando un poco la atención.

—Tony, eres un amante fantástico, pero a veces pienso que no soy yo a quien amas… Sigo teniendo la sensación de que te gustaría que fuera otra persona, una chica tranquila y recatada que supiera comportarse. Puede que alguien que no trabajara en turnos de doce horas. Bueno, yo no soy esa persona. Yo soy yo. Y… —Usé un verso de una vieja canción de blues, porque venía a cuento en ese momento—. Y si no te gustan mis melocotones, no sacudas mi árbol, ¿de acuerdo?

Dejó su copa de golpe sobre la mesa.

—Está bien. Disculpa, creo que será mejor que vuelva a la unidad. Puede que allí sí me necesiten.

No sabía si estaba más enfadada con él por tratarme como a una puta a la que no se le debe ninguna consideración o por echar a perder mi tiempo fuera de servicio. Me daba la impresión de que estaba celoso de la atención que yo recibía. Estaba acostumbrado a ser el centro de todo y no podía entender que en esta situación cualquier mujer fuera más interesante para la gran mayoría de la población que cualquier hombre. Y qué era esa mierda de chantaje emocional de que a lo mejor no volvía. ¡El muy asqueroso! Después de una semana, me calmé y me di cuenta de que tal vez, en parte, pudo haber sido culpa mía. Tuve que admitir que entendía que quisiera que yo fuera otra persona porque yo tampoco podía evitar querer que él también fuera otra persona.

Llamó el miércoles por la noche.

—Hola, cariño. ¿Cómo te va?

—Bien —respondí—. ¿Cómo estás tú?

—Te he echado de menos. Tienes libre mañana, ¿no? ¿Qué tal si me acerco por ahí?

—Es mi día para dormir —le dije—. Si no duermo, no voy a poder trabajar bien mañana por la noche.

—Con dormir unas horas sería suficiente —dijo él.

—No lo creo, Tony.

—Hemos tenido un par de sustos esta semana, cariño…

—Lo siento. Por favor, ten un poco más de cuidado. A lo mejor tampoco te vendría mal descansar. Tony, tenemos que tener una charla uno de estos días, pero necesito mañana para pensar, ¿de acuerdo?

—Sí, claro. Nos vemos —dijo, y colgó.

Y, por supuesto, no pude dormir esa noche, así que me fui a la uci a ver si Carole no estaba muy ocupada. Estaba aburrida como una ostra, sentada frente al mostrador leyendo, mientras sus sanitarios jugaban a las cartas.

—Dios, McCulley, ¿qué te ocurre?

Se lo conté.

—No quiero romper con él, Carole, pero maldita sea, si vamos a pasar todo el tiempo libre juntos, de vez en cuando me gustaría hablar de algo más que de la siguiente postura y de si me corrí o no.

—Entiendo que eso pueda llegar a cansar. Tom y yo hablamos de todo. No sé, Kitty, hay más peces en el mar, por supuesto, pero no todos son tan atractivos como Tony.

—Lo sé. Ese es el problema.

—Si te llama mañana, ¿vas a dejar que venga?

—No. Será lo mismo de siempre. No creo que pueda dormir, pero estoy segura de que no quiero pasar otro maldito día en el puesto. Además, si estoy aquí y llama, voy a sucumbir. ¿Quieres ir a la playa?

—No puedo. Tengo una reunión con los jefazos.

—Si sabes de alguien que vaya, avísame. Tengo que salir de aquí. La última vez que hice algo interesante fue el paseo en la grúa voladora.

—Pobrecita —dijo Carole, y se puso a morder el lápiz un rato—. Oye, ¿qué día es mañana? ¿Jueves? ¿Por qué no te vas en misión de acción civil? Sé que suena aburrido trabajar en tu día libre, pero si no te importa no dormir…

—Pero ¿quién va a dormir? Eres un genio, Swenson. Ya te contaré.