6

Supongo que hasta ahora da la impresión de que solo tratábamos a pacientes vietnamitas. A veces, en los momentos más tranquilos, era prácticamente así. Joe hacía que los pacientes del país se quedaran en el hospital el máximo tiempo posible, hasta que estuvieran mejor, porque la vida fuera del hospital propiciaba más la muerte que la curación.

Pero sí que tratábamos a los soldados heridos, por supuesto, y cuando llegaban era en grupos grandes, casi en avalanchas. El primer gran grupo se presentó el día después de la operación de Xe. Era como me había imaginado que sería mientras me formaba, mientras estaba en Fitzsimons, mientras trabajaba en neurocirugía, donde rara vez llegaban víctimas en masa, excepto si no cabían en otro sitio. La afluencia de gente no era tan constante como yo había supuesto, lo cual me beneficiaba, ya que a pesar de todas las veces que me había imaginado cómo iba a manejar esta clase de situaciones, cuando llegó el primer grupo definitivamente no estaba preparada.

En parte, se debió a cómo había pasado la noche anterior.

Tony había entrado tranquilamente en la sala durante el informe de la noche y esperó al lado de la cafetera a que terminara mi turno.

—¿Quiere que le lleve los libros hasta casa, teniente? —preguntó con una sonrisa.

Se subió de nuevo sus gafas de aviador, tapando así sus rizadas pestañas: parecía una estrella de cine haciendo el papel de un piloto de helicóptero.

—Hola, soldado, ¿nuevo en la ciudad? —bromeé yo también; me metí en el espacio debajo de su brazo y salimos del hospital.

—Tenía que verte. ¿Te alegras? —me preguntó. Bueno, me alegraba que él quisiera verme, sí, pero me habría gustado que hubiera esperado hasta que me hubiera dado una ducha.

—Claro que sí. Pero ¿quién va a hacer volar todos los helicópteros mientras estás fuera?

Subimos arrimados el uno al otro por las escaleras estrechas de los barracones.

—Le he dicho a Lightfoot, mi jefe de tripulación, dónde encontrarme si me necesita —fue su respuesta.

Cerró de un golpe la puerta mosquitera detrás de nosotros, encendió el ventilador y atacó el botón superior de mi camisa con un movimiento rápido. El calor en la habitación era sofocante, como siempre, pero era Tony el que me ponía más caliente. Terminó con mis botones y me ayudó con los suyos durante lo que probablemente fue un morreo de quince minutos si hubiera estado contando. Y ese fue el que me dio en la boca.

—Vamos, nena —dijo deslizándose conmigo en la cama—. Dime cómo lo quieres.

Bueno, qué demonios. El diálogo no era exactamente el de Lo que el viento se llevó, pero la acción era sin duda impresionante. Era innovador y hábil con todo mi cuerpo y en toda la cama. El hombre tuvo que haberse estudiado el Kama Sutra tan a fondo como sus manuales para helicópteros y me manejaba con la misma habilidad. El problema radicaba en que yo no era un helicóptero. No me malinterpretéis. El sexo era genial y lo disfruté todavía más porque sentí que tal vez por fin iba a tener un verdadero novio, alguien con el que alejarme del trabajo y a quien confiar mis cosas. Así que me acurruqué junto a él y esperé a que estuviera cómodo para contarle la locura que me había ocurrido esa mañana, lo de los colores y todo eso, y lo de Ahn y el viejo. Nos pusimos de lado, el uno pegado al otro, y el ventilador finalmente evaporó parte de nuestro sudor. Golpeó un paquete de Marlboro contra el pecho hasta que sacó un cigarrillo, se lo encendió y le dio un par de caladas largas y placenteras.

—Esto te va a encantar, Tony —le dije—. Me pasó algo muy extraño en la sala esta mañana…

Me apoyé en un codo para ver su cara. Ya estaba dormido. Suspiré, preguntándome por qué me parecía que era mucho más irrespetuoso que yo le despertara para hablar que el hecho de que él se quedara dormido después de echarme un polvo. Si él iba a dormir, yo necesitaba salir de la cama y darme una ducha refrescante. Le pasé los dedos por el pelo para recordarle que seguía atrapada entre su trasero y la pared. Se dio la vuelta, sonrió perezosamente y todo empezó de nuevo.

Me subí encima de él mientras él estaba en el proceso de encenderse otro cigarrillo. Cuando volví, dormía, me quité la ropa limpia y me deslicé a su lado, pringándome de nuevo con su sudor. Eché la sábana por encima y por un momento me pregunté si era este el auténtico romance en tiempos de guerra antes de que yo también me quedara dormida.

No sé cuánto tiempo transcurrió hasta que alguien aporreó la puerta. Yo me desperté un poco desorientada, sentí que Tony estaba a mi lado, y pensé: Mierda, es la coronel.

—¿Quién es? —pregunté.

La puerta se abrió y apareció un rostro moreno y redondo con una nariz aguileña, que parecía ligeramente interesado en lo que veía y que se retiró de nuevo.

—Especialista de Quinta Clase Lightfoot, señora. He venido a por el señor Devlin. Estamos en alerta roja. Hay que…

—¿Tonto? ¿Eres tú? —preguntó de repente Tony, que se sentó y se puso los calzoncillos y los pantalones tan rápido como lo haría cualquier bombero—. Recibido, kemo sabe. Es hora de ensillar. Tenemos que didi.

Sí se ató las botas, pero todavía estaba abrochándose la camisa cuando salió por la puerta. Volvió corriendo y me dio un beso en la nariz.

—Adiós, cariño. Te llamo más tarde.

Asentí con la cabeza y me quedé escuchando hasta que sus botas golpearon el último escalón.

Fue una buena decisión quedarme un poco más en la cama esa noche, porque el ataque con misiles comenzó poco tiempo después y pasé el resto de la noche debajo de la misma, en camiseta, bragas, chaleco antibalas y casco, haciendo compañía a las cucarachas y pegada a la madera contrachapada.

Lo que realmente tenía que hacer, lo que teníamos que hacer todos, era coger los chalecos antibalas y los cascos y dirigirnos al búnker reforzado con sacos de arena que se encontraba encajado entre nuestros barracones y los que estaban frente a ellos. Por lo general, nadie se molestaba en abandonar el club de oficiales. Llevábamos tanto tiempo sin que nos atacaran con violencia que nadie se tomaba en serio lo de ir a los búnkeres. Durante mi primer ataque con misiles, me había presentado debidamente en el refugio cavernoso y allí me encontré al jefe de medicina interna saboreando tranquilamente un Martini y leyendo un libro de bolsillo de Ian Fleming con una linterna. La vez siguiente, él ya había FEVUMeado (abandonado el país) y el búnker estaba vacío. Le eché una mirada al pequeño agujero lúgubre y caluroso y pensé en cobras enroscadas y en escorpiones y a hurtadillas volví a subir las escaleras para esconderme debajo de la cama.

Que fue lo que hicieron todos los demás que estaban prestando atención a los bombardeos. Ya tenía el procedimiento perfectamente controlado. Cogía la almohada, el chaleco antibalas, el casco, normalmente un abanico de papel y una Coca-Cola, un libro y una linterna. Era parecido a cuando jugaba de niña a las casitas debajo de la mesa del comedor. Por lo general, no me importaba demasiado. El suelo era duro, pero necesitabas el colchón encima de la cama como protección. Esa noche en concreto, leí la misma frase varias veces antes de darme por vencida. Ahora estaba bastante serena y maldije a Tony por estar ahí fuera volando para conseguir que Vietnam fuera segura para la democracia y no debajo de la cama conmigo.

Entonces pensé en él con todos esos misiles silbando en el aire y en ese momento preferí estar trabajando para tener la mente ocupada. En las salas, el personal estaría metiendo a los pacientes que podían moverse debajo de las camas. Aquellos que no podían, tendrían colchones apilados encima de ellos. En varias ocasiones había tenido que administrar los medicamentos a cuatro patas. Los soldados con lesiones en la cara pedían sus armas, que estaban bajo llave, y quise meterme debajo de una de las camas también y acurrucarme al lado de alguien hasta la mañana siguiente. A pesar de que se suponía que tenía que proteger a esos chicos, me sentía mejor al saber que estaban allí, debajo de las camas.

En las salas, podías bromear durante todo el bombardeo y hacerte la dura. No era tan divertido escuchar sola los estridentes misiles y los morteros que caían con un ruido sordo como si ahí fuera un Dios muy cabreado estuviera apisonando el suelo.

Mentalmente, escribí una carta describiendo el ataque con misiles. No a mamá ni a papá, por supuesto. Pasaba por alto este tipo de cosas cuando les escribía, porque sabía que les asustaría mucho más que a mí. Pero sonaba bastante dramático cuando le escribía a Duncan y así conseguía que se preocupara un poco por mí, el cabrón. En mi carta imaginaria le contaba lo de Tony también… bueno, no todo, pero lo suficiente como para ponerlo celoso. Tendría que encontrar tiempo para escribirla. Entonces, si alguna vez me encontraban con metralla en el cuello como aquella enfermera a la que mataron mientras estaba sentada en la cama de un paciente, Duncan y Tony lo lamentarían.

He tenido algunos buenos momentos mientras me imaginaba a Tony sintiéndose culpable por haberme dejado sola y a Duncan llorando cuando le enviaran mis tristes medallas (aunque, por supuesto, no lo harían. No enviaban nada a las personas que deseabas que fueran tu novio. Enviaban todas tus cosas a tus padres). Pero al final me cansé. Estaba reventada; el ruido me estaba dando dolor de cabeza y mi estúpido juego no hacía que lo que estaba ocurriendo fuera pareciera menos estúpido.

No había problema en que esos tipos corrieran a oscuras de un lado a otro disparándose, pero ¿cómo iba yo a trabajar al día siguiente si me dedicaba a dar vueltas toda la noche sobre la maldita madera? Y era probable que también me cogiera un resfriado de mil demonios.

Si algo me iba a alcanzar, que me alcanzara ya. De lo contrario, que se callara toda la guerra para que pudiera dormir un poco. Todo ese ruido era, aun así, solo una molestia. Nada caía dentro del recinto. El Vietcong no podía permitirse el lujo de alcanzar la 83. ¿A quién si no iban a poder engañar para que cuidara de sus heridos? Una vez, cuando George pasó la noche haciendo guardia y tuvo que trabajar en urgencias al día siguiente, volvió a la sala moviendo la cabeza y murmurando: «Tenían a un herido de bala en el trasero. Tío, te juro que parecía el mismo zapador al que disparé ayer por la noche. Sin embargo, esta mañana era todo amabilidad. Le gusta un montón el béisbol, la tarta de manzana y Elvis».

Finalmente, alrededor de las tres de la madrugada, los helicópteros comenzaron a descender con un ruido sordo hacia el helipuerto y su constante zumbido me arrulló hasta que me quedé dormida.

Cuando fui a trabajar esa mañana, la sala había cambiado. El día antes solo habíamos tenido dos camas ocupadas en el lado de los soldados norteamericanos, ahora solo teníamos dos libres. Doce botellas colgaban de los pies de suero y Sarah corría de una a otra ajustando el nivel de goteo en cada caso y sustituyendo las que se quedaban vacías.

Los sanitarios y el sargento Baker llevaban agua de lavado, cuchillas y cigarrillos del puesto de enfermería para los pacientes.

—Eh, sargento, ¿este tío puede beber un poco de agua? —gritó Meyers.

—El soldado Garcia quiere un cigarrillo, pero tiene un tubo torácico y goteos. ¿Qué opinas? —gritó Voorhees.

Sarah volvió a colgar una botella y después consultó su tablilla.

—No, va ahora a cirugía —le gritó ella a Meyers—. De ninguna manera. No hasta que haya terminado con el oxígeno —le dijo a Voorhees—. Pero sí le puedes dar un poco de agua si quiere. Lo operaron ayer por la noche.

Marge cogió una brazada de gráficas y me lanzó un portapapeles. Seguimos a Sarah por la sala y nos dio un informe de las heridas de cada paciente y lo que se le había hecho a cada uno.

Los soldados estaban casi siempre callados, no decían mucho. Acababan de salir del campo de batalla, de una emboscada o de un tiroteo, o de lo que fuera que los alcanzó. La mayoría habían esperado heridos al helicóptero y después en el trayecto y en urgencias para ver si se iban a morir o no y para saber cuántos de ellos mismos iban a tener que perder para sacarlos de la guerra. Algunos seguían atontados por la cirugía, otros por la medicación preoperatoria. Todos ellos parecían algo aturdidos, pálidos bajo el bronceado o las quemaduras solares.

La sala bullía en un macabro frenesí carnavalesco, como el sentimiento que siempre había tenido en Kansas después de un periodo largo y caluroso cuando el viento soplaba y en la radio sonaban avisos de ciclones. Mi adrenalina estaba a la altura de las circunstancias y pasé de estar medio dormida a poseer tal claridad mental que casi parecía que tenía visión de rayos X. El sargento Baker y los sanitarios, e incluso Marge, corrían de un extremo a otro de la sala con el ceño fruncido, concentrados, pero con animada urgencia en sus voces y movimientos, mientras hacían pequeñas bromas entre ellos y con los pacientes.

Garabateé unas notas rápidas y comencé a preparar los siguientes goteos intravenosos: planté las botellas encima del mostrador y las decapité, inyecté agua estéril en los antibióticos en polvo y agité las ampollas hasta que se me mancharon las manos de la sustancia blanca granulada de la ampicilina, la cefalexina y el cloranfenicol. Me contagió algo de la actividad frenética de los otros. Parecíamos un póster de reclutamiento: sanadores desinteresados aportando su granito de arena por los chicos.

Cuando los pacientes comenzaron a despertarse, del sueño, de la conmoción o de la anestesia, casi todos parecían bastante felices, ya que a pesar de sus heridas, estaban allí por algún motivo. Saldrían pronto de esta, del culo del mundo, del alcance de la artillería, de Vietnam. Unas sábanas limpias, un baño y una inyección para el dolor era más de lo que algunos de ellos habían tenido en un año y eso claramente los sobrecogía. La mayoría de ellos se quedaban algo apagados, pero el alivio era al menos tan frecuente como la consternación cuando reaccionaban ante la situación. Todavía no habían asimilado la importancia que tenía lo que habían perdido ni el impacto que las heridas causarían en sus vidas. Era como el jet lag. Un minuto se encontraban en mitad de un tiroteo y al siguiente estaban en el hospital, a salvo, no se sentían mal, pero tenían alguna parte de su cuerpo a la que no habían valorado lo suficiente rota, machacada, llena de agujeros o ya perdida para siempre. Esa era la mala noticia e iban a necesitar mucho tiempo para asimilarla. La buena noticia era que el espectáculo había terminado y que se iban a casa. Era como si pensaran que cuando volvieran a Norteamérica, todo volvería a estar bien. Les habían dado sus papeles para el FEVUM y sus medallas, junto con partes de sí mismos que necesitarían para volver a Estados Unidos. No creo que en un principio muchos de ellos cayeran en la cuenta de que esas partes tenían que quedarse atrás, en el campo de batalla, en el suelo de urgencias. De vuelta en Estados Unidos, comenzarían a darse cuenta de que habían sido estafados.

Yo ya lo había visto en Fitzsimons, en la sala de ortopedia (léase «amputados»).

Mi experiencia con los civiles amputados había sido con los diabéticos de edad avanzada que habían perdido las extremidades debido a una infección de la herida. Los tipos que traté en Fitz no eran ancianos. Todos ellos tenían unos diecinueve años y antes de que los hirieran pensaban que eran inmortales, que te hirieran no era algo que les iba a pasar a ellos sino a otros. Y sus heridas no empeoraban gradualmente. De la noche a la mañana perdían su movilidad, su destreza manual, su futuro, el respeto hacia sí mismos y, para ellos al menos, su hombría. A veces perdían a sus familias. Los hombres jóvenes y fuertes no podían ser unos lisiados.

Y ahí estaba yo, con apenas veintiún años de edad, recién salida de una residencia llena de chicas, sin saber nada de la guerra y muy poco de los hombres, quizá menos de mí misma, de qué clase de mensajes estaba enviando o de cómo manejar las respuestas que recibía.

La idea era que iba a ser profesional, dura pero comprensiva. No me iba a importar algo tan nimio como un miembro amputado. Era una enfermera, después de todo, y veía a la gente entera, no solo las heridas o el espacio donde se suponía que tenían que estar las partes que faltaban.

No funcionó como yo lo había planeado. Mis pacientes en Fitzsimons eran expertos en lo de hacerse los duros. Intentaba ser empática, pero lo confundían con lástima. Una vez me comentó muy enfadado un hombre que casi se creía lo que decía: «Eh, no hay nada por lo que sentir pena. Claro que he perdido una pierna, pero ¿sabe lo mucho que van a tener que pagarme por eso? Pues mira, miles y miles. ¡Tengo la vida solucionada!». Y no sabía cómo tomármelo cuando alguien me regalaba un collar de orejas vietnamitas, me enseñaba imágenes de cuerpos mutilados o me hablaba de la tortura de los presos.

El que más me molestó fue un hombre joven y guapo con cuerpo musculoso de jugador de fútbol americano que me susurró al oído todo el tiempo que le estuve envolviendo el muñón de su brazo derecho y me habló con un entusiasmo considerable sobre la violación y ejecución de una enfermera del Vietcong. Cometí el error de mirarlo a los ojos una vez mientras le vendaba. Sus ojos brillaban como los de un niño pequeño en la mañana de Navidad y tenía una gota de saliva en la comisura de la boca cuando me contó que le había metido explosivos en la vagina a la mujer, que había encendido la mecha y me habló del aspecto horrible que tenía ella después. Pude ver cómo se excitaba contándome esa historia y mirándome, poniéndome a mí en el lugar de ella. Quería pegarle con la cuña más cercana. Quería decirle cuánto sentía que solo le hubieran volado el brazo.

Eso fue solo este tipo, por supuesto, y ahora que lo pienso, eso y todas las demás asquerosidades y cachondeces burdas, debían de ser como una especie de venganza anticipada contra las mujeres por el rechazo previsto. Un héroe de guerra herido puede ser una figura romántica, pero más vale que no tenga nada más que algunas cicatrices vistosas o alguna enfermedad imprecisa que pilló en el trópico. Más vale que todas sus partes funcionen si llega a casa de una guerra impopular y quiere impresionar a las chicas con su potencial como amante y hombre que las pueda mantener. Algunos de los pacientes ya habían sido rechazados, menospreciados. El peor ejemplo del que tenía constancia era Tommy, que tenía una loca sonrisa manchada de tabaco y un irónico sentido del humor, y que se dedicaba a dar vueltas visitando a los chicos nuevos para meterse con ellos y para que no tiraran la toalla: «Eh, cariño, vente al salón de belleza conmigo», le oí decir con su cerrado acento de Brooklyn a un tipo con una amputación bilateral de las piernas, que estaba ocupado maldiciendo a su fisioterapeuta. «Necesitas una pedicura, que hay que ir preparándose para la temporada de verano». Y el tipo se reía un poco y se ponía a trabajar en serio. Tommy se podía salir con la suya porque había perdido un brazo, una oreja, un ojo y ambas piernas. Y cuando su familia fue a visitarlo al hospital por primera vez, su esposa y sus padres lo miraron un solo instante y se fueron, y así terminó todo. Las atrocidades no estaban de ninguna manera limitadas a Vietnam.

Pero aunque entendía todo eso, me costaba lidiar con las historias de miedo y las insinuaciones sexuales agresivas y llenas de ira. Si alguien le hubiera preguntado a la coronel, probablemente le habría dicho que yo los invitaba, que yo era la que provocaba a los pobres y desamparados pacientes. Y, de acuerdo, cuando digo que era relativamente inexperta, no quiero decir que fuera virgen. Era, de hecho, la oveja negra de mi clase de enfermería y todas las chicas de mi clase que habían tenido una buena educación en ciudades pequeñas acudían a mí cuando se comprometían con sus novios y me preguntaban dónde demonios tenían que poner las rodillas. El hecho era que yo no me consideraba una persona a la que se pudiera ofender con facilidad e intentaba actuar como si todo lo que me decían fuera genial, que podía manejar la situación.

Normalmente, podía hacerlo. Por lo general, las insinuaciones eran jocosas o de anhelo, de chicos asustados que pedían que les aseguráramos que seguían siendo hombres. Hubo tal vez solo cuatro o cinco de entre más de cien pacientes que realmente me lo hicieron pasar mal, pero nadie me decía cómo tenía que abordarlo ni nadie los detenía, así que me iba a trabajar cada mañana con un nudo en el estómago.

Yo quería hacer lo que me enseñaron en la escuela, ser tolerante y no tener prejuicios, bueno, o al menos fingirlo. Pero estos chicos veían a través de mí o pensaban que lo hacían. Lo que veían era que yo los rechazaba porque eran unos lisiados. Y era cierto que los muñones me molestaban al principio. Era cierto que lo que encontraba físicamente más sexi en Duncan eran sus hermosas y fuertes manos y sus largas piernas. Pero muchos chicos también tenían todo eso y no me ponían de la forma que lo hacía Duncan. Lo que más me gustaba de él era su ingenio, su pasión por la historia y la poesía, su capacidad de hacer que las anécdotas cobraran vida y sus tonterías. Me seguiría gustando aunque perdiera una extremidad o dos, siempre y cuando siguiera teniendo esas cualidades. Pero supongo que ese era el problema en verdad. Con raras excepciones, como en el caso de Tommy, la pérdida de las extremidades parecía significar también la pérdida de esas otras cualidades, temporalmente por lo menos. Eso era a lo que realmente no podía hacer frente. Eso y el hecho de que sabía que si estuviera en su lugar, Dios no lo quiera, no lo llevaría mejor que ellos.

Un día, tres de ellos me rodearon mientras estaba cambiando un vendaje y me sugirieron que tal vez, como yo era una persona que se preocupaba por ayudarlos con sus problemas y todo eso, podría ayudarlos también con un poco de fisioterapia en un motel de la zona. En un entorno normal, les habría dicho rotundamente que las enfermeras no salían con los pacientes y punto. Sin embargo, citarles las reglas provocaba la misma reacción en ellos que si les escupiera. Quería decirles que, aunque fuera la puta que me parecía que ellos creían que era, no practicaba sexo en grupo. Pero una parte de mí tenía ganas de decir: «¿Por qué no sois justos? Sabéis cómo se juega a este juego. Si uno de vosotros tuviera la decencia de dar las gracias, de decir que apreciáis que intente ayudar, qué tal salir a cenar e ir conociéndonos mejor, bueno, sí, aunque vuestro encanto no me haya dejado completamente boquiabierta, me podríais hacer sentir culpable y convencerme de que hiciera algo, que no sería igual de bueno que si fuera de verdad, tal vez, pero por lo menos echaríamos un polvo y nos sentiríamos medianamente bien al respecto».

En lugar de eso les dije que estaba enamorada, que era verdad, aunque Duncan no tenía nada que ver con mi vida sexual. Pensé: Estos tipos no quieren hacer el amor conmigo, ni siquiera les gusto. Quieren hacerme daño, quieren hacerme sentir peor de lo que ya me siento. Así que les dije que lo lamentaba, que no estaba disponible, y luego añadí con la cortesía hipócrita de una enfermera que tal vez otra podría estar interesada. Me preguntaron quién. Para entonces ya me sentía incómoda. Y sinceramente se me pasó por la cabeza que tal vez me estaba comportando como una mojigata, que tal vez si no tuviera prejuicios, si fuera más segura sexualmente hablando, esto no me sonaría como una invitación a la violación. Bueno, en resumidas cuentas, les di un nombre, un chivo expiatorio, otra teniente que me había confiado que estaba caliente. Ni que decir tiene que no volvió a dirigirme la palabra y cuando la historia llegó a nuestra comandante, me echaron una bronca y me acusaron de proxenetismo y lo que a mi instructora le parecía que era peor: de no darles a los hombres lo que según ellos les había prometido.

Pero las promesas se rompían en todas partes. Casi todos los que estábamos en Vietnam éramos hijos de los que habían luchado en la que se suponía que iba a ser la última guerra en el mundo. A todos los niños se les prometió que crecerían y tendrían éxito y a todas las niñas que algún día vendrían sus príncipes. Entonces llegó el maldito Gobierno y, bingo, envió a los príncipes a luchar contra el comunismo y les otorgó el derecho a odiar a cualquiera que no estuviera en su unidad. Después los enviaba a casa en bolsas para cadáveres o con sus hermosos rostros chamuscados o destrozados, sus cuerpos envejecidos prematuramente por la enfermedad o por horribles heridas y sus almas idealistas convertidas en cloacas. Y esos eran los supervivientes. ¿Dónde demonios nos dejaba eso a mí y a todas las demás mujeres? Siendo realistas, yo sabía que Duncan no iba a cambiar de opinión y a enamorarse locamente de mí. ¿Y si el tipo que podría ser mi verdadero amor, mi hombre perfecto, estaba en algún lugar de estas salas y tan jodido que nunca lo reconocería? Peor aún, ¿y si estaba tirado en un arrozal descomponiéndose debajo de un chubasquero? Si era uno de los que estaban simplemente heridos, solo podía esperar que quienquiera que estuviera cuidando de él fuera mejor en las operaciones de rescate que yo.

Tener que lidiar con todo eso de nuevo era uno de los motivos por los que me asustaba enfrentarme a los soldados heridos de la sala cuatro. Pero como mi abuela habría dicho, le estaba buscando tres pies al gato. Nadie me ofrecía orejas, nadie intentaba seducirme, solo me cogían la mano para que los tranquilizara o para decirme que olía bien. Incluso las historias de miedo estaban de alguna forma cambiadas, aunque en realidad, muchas de ellas eran la misma basura que había oído en Fitz. Al oír cómo miembros de una misma unidad se las contaban unos a otros por toda la sala, me di cuenta de que algunas de esas historias no eran más que cuentos que los chicos utilizaban para que su valentía no decayera, para sentirse los más crueles, los más malos, los peores, tan malos que ni siquiera el infierno querría joderlos. Así que dejé de prestarles atención y observé a la comandante, a Joe y al sargento e hice lo que ellos hacían y escuché lo que ellos decían.

Algo que Marge no hacía era el teatro que las instructoras de enfermeras decían que hicieras. Ella trabajaba, medicaba, vendaba y decía cosas normales, cotidianas, hacía preguntas típicas que eran fáciles de contestar: «¿Tu nombre es Fulano de Tal?», «¿Dónde te han alcanzado?», «¿Eres alérgico a algo?»; y más tarde: «¿De dónde eres?». «¿Cómo ocurrió?». Fueran de donde fueran, ella siempre conocía a alguien de allí o había visitado el lugar, y hacía sentir al muchacho que era alguien que alguna vez tuvo un hogar y una familia.

Su política de actuación era dar medicamentos para el dolor media hora antes de cambiar los vendajes y siempre empapar las vendas en agua oxigenada o en una solución salina normal antes de intentar quitarlas. Hacíamos un buen equipo y cuando ella tenía un día libre apenas me daba cuenta, porque me había enseñado con mucha claridad qué hacer y lo fácil que era. De lo único que yo era responsable era de los vendajes y de los medicamentos. El sargento Baker estaba a cargo del personal y casi todos ellos sabían lo que estaban haciendo mejor que yo. Si no era así, el sargento se lo decía.

Él era un «91-Charlie», lo mismo que un enfermero, y me ayudó a revisar mis medicamentos preoperatorios porque a mí todavía me ponía nerviosa hacerlo. Pero Joe Giangelo siempre escribía sus órdenes y si yo tenía hasta la más mínima duda lo dejaba todo hasta que los dos estábamos seguros de que él había escrito lo que él quería y que yo sabía por qué.

El único problema era que todos estábamos haciendo demasiadas cosas a la vez. Joe estaba en cirugía constantemente después de cada nueva afluencia de víctimas, a Mai la necesitaban a menudo para traducir en urgencias a las nuevas víctimas vietnamitas, que acompañaban con frecuencia a los soldados norteamericanos o llegaban poco después, y no importaba lo llenos u ocupados que estuviéramos, alguna sala siempre parecía querer pedir prestados los servicios de uno de nuestros sanitarios.

Y una vez que habíamos conseguido colgar las botellas del goteo, mezclar las siguientes, administrar una ronda de medicamentos para el dolor y cambiar los vendajes en el lado de los soldados, siempre quedaban los pacientes vietnamitas. Teníamos que controlar las irrigaciones de neomicina de Dang Thi Thai en la cadera. Ella seguía siendo nuestra paciente vietnamita más grave, pero la operación había sido pospuesta hasta después de que pasara la crisis. La cirugía de Ahn, que era un desbridamiento relativamente rápido y sencillo, se había quedado en la lista para el miércoles, dos días después de la llegada de las víctimas. Si el niño no entraba pronto, se empezaría a caer a pedazos.

Marge tenía el día libre esa mañana, así que en cuanto terminé de realizar lo más importante en el lado de los soldados norteamericanos, les dejé la sala al sargento Baker y a Voorhees y me fui a la parte vietnamita a ver cómo le iba a Mai.

Ahn, que había permanecido bastante tranquilo y dócil un día o dos, ya estaba una vez más gritando a pleno pulmón. El quirófano llamaría en cualquier momento para decirme que le diera su medicación preoperatoria y no parecía que se hubiera hecho mucho para prepararlo para la operación. Si él no cooperaba, lo menos que esperaba era encontrar a Mai intentando callar al niño o hacerle entrar en razón. En cambio, parecía estar enfrascada en una conversación frenética con Xinh, las dos con el ceño fruncido y gesticulando en dirección al niño.

Me contuve. Joe, Marge, Baker y los dos sanitarios tenían muy buena opinión de Mai. Debía de ser por algo más que su cara bonita y su peinado efecto mojado. Así que con mi mejor voz de enfermera jefe le dije:

—Señorita Mai, me gustaría hablar contigo un momento, por favor.

Mai hizo caso omiso a mi petición y ella y Xinh empezaron a agitar las manos para que me uniera a ellas.

—Díselo, Xinh. Cuéntale lo que te dijo —le pidió Mai.

—¿Conoces soldado vietnamita junto a babysan, Kitty?

—¿El soldado Dong?

—Oí decir a babysan, oí decir: «Babysan, si vas con ellos…».

Se volvió hacia Mai y empezó a hablar en vietnamita en tono frustrado.

—A cirugía —continuó Mai—. Él decir a babysan si ir a cirugía, ellos cortar todos los brazos y las piernas.

—¿Dijo eso? —pregunté yo, con mucha calma, dadas las circunstancias. Los días en los que había tenido que enfrentarme a situaciones graves de crisis habían hecho maravillas con mi autocontrol—. Xinh, muchas gracias por contárnoslo. Mai, ¿podrías venir conmigo, por favor? Me gustaría que le aclararas algunos puntos al babysan y después me gustaría que le transmitieras algunas perlitas al soldado Dong.

Nos pusimos de pie delante de ellos. Ahn me miró, no con el mismo miedo y odio de antes, sino con decepción y desesperanza. Primero, quería borrar eso de su cara.

—Por favor, dile al babysan que cuando vaya a cirugía, bac si Joe solo se dedicará a lo que le queda de su pierna izquierda para intentar salvar tanto de ella como pueda. Más tarde, el médico le dará una nueva pierna de madera para que pueda volver a caminar. Dile al babysan que el soldado Dong no le decía la verdad.

Mai hizo callar a Ahn y estuvo un tiempo hablando con él, respondiendo a sus interrupciones hasta que su expresión cambió a escepticismo y preocupación. Él miró su vendaje sucio y hasta me dio la impresión de que estaba a punto de llorar de nuevo.

Entonces me volví hacia Dong, que hacía anillos de humo y sonreía. Le cogí el cigarrillo de entre los dedos y lo apagué con la bota.

—Mai, por favor, comunícale al soldado Dong que siento mucho si piensa que le hemos amputado las piernas sin motivo, pero que no es cierto. Dile, por favor, que si alguna vez vuelvo a escuchar que asusta a este niño o a cualquiera de mis otros pacientes con esas historias, yo personalmente me encargaré de los miembros que le quedan con un cuchillo de mantequilla oxidado.

Mai parecía un poco confundida con algunos de los términos, pero entró en ambiente y, creo, se inventó equivalentes vietnamitas para las partes de mi amenaza que no se podían traducir.

En algún momento durante esta discusión, el teléfono empezó a sonar. Paró motu proprio, pero poco después Joe irrumpió en la sala, todavía con el uniforme verde de médico lleno de sangre y arrastrando los pies con sus calzas de papel.

—¿Qué diablos está pasando, Kitty? Han estado llamando durante quince minutos para decirte que le des a Ahn su medicación preoperatoria. Voy a perder el quirófano si…

Le conté lo que había pasado. Afortunadamente, él era el tipo de persona que cuando exigía una explicación la escuchaba. Mientras se lo estaba relatando, preparé la medicación preoperatoria, la revisé con él y se la di a Ahn, que la aceptó con una prontitud sorprendente. Joe se mordía las uñas mientras yo hablaba, miraba al niño y a Dong, que se había tumbado sobre su estómago en algún momento durante el sermón de Mai. Entonces, el caritativo Gepeto se dio media vuelta y señaló con un pulgar a Dong.

—Deshaceos de ese cabrón —ordenó él—. Enviadlo a un hospital del ARVN o, si está lleno, al provincial. No quiero volver a verlo. Escribiré la orden cuando termine en el quirófano.

Llamé la atención de Mai. Tenía los labios apretados y una de sus comisuras ligeramente curvada; asintió con la cabeza una vez, bruscamente, con satisfacción. Casi esperaba verla sacudirse el polvo de las manos como si hubiera terminado de sacar la basura.

La ronda en el lado de los soldados norteamericanos no era mucho más tranquila. Un segundo grupo había llegado alrededor de las dos de la madrugada, por lo que la mayoría de los hombres habían estado tranquilos a primera hora de esa mañana y seguían durmiendo o sedados. Yo los conocía solo por los antibióticos que estaban recibiendo y por el nombre que tenían en las pulseras de plástico y al pie de la cama, todo lo cual revisaba dos veces antes de darles el vaso con la pastilla que estaba debajo de la pequeña tarjeta que lleva el mismo nombre.

Les pasé las pastillas a dos jóvenes pálidos que las aceptaron con gratitud. El segundo tenía algunas preguntas sobre su escayola, seguidas de una breve charla sobre el procedimiento de evacuación médica; después me dijo que era de Pensilvania y me preguntó si yo había estado alguna vez allí.

—Hola —le dije yo, confiada, al tercer paciente—. ¿Qué tal te encuentras esta mañana? ¿Necesitas algo?

—Salir de este pu… salir de aquí, eso es todo —fue su respuesta.

—Creo que eso se puede organizar —le dije yo—. Te irás a Japón muy pronto. Veo que la enfermera del turno de noche te dio una inyección para el dolor justo antes de que llegáramos nosotros. ¿Te sigue haciendo efecto?

Él asintió con la cabeza, pero no parecía muy interesado en hablar, así que seguí adelante.

—Eh, teniente, a mí sí que me vendría bien una inyección para el dolor —dijo el hombre que estaba a su lado. Tenía un brazo escayolado y en cabestrillo suspendido de un pie de suero.

Revisé su gráfica.

—Por lo visto a ti también te han puesto una inyección hace unas dos horas, cabo. Se ponen cada cuatro horas.

—¡Pero todavía me duele el brazo de cojones!

—Lo siento. Te puedo dar algo dentro de una hora más o menos, pero es peligroso darte demasiadas inyecciones y demasiado seguidas entre sí.

Revisé su escayola. Había más de un centímetro de espacio alrededor de la muñeca y por encima del codo, así que no parecía demasiado apretada. Los dedos tenían buen color, estaban bronceados, aunque algo sucios por los nudillos. El blanco de las uñas era de color rosado. Había aparecido una mancha de sangre en la impoluta escayola, a la altura del codo, pero eso no era raro a menos que creciera. No, clínicamente estaba todo bien. Por desgracia, los dos primeros días, las fracturas dolían mucho.

—Mierda —dijo él y se golpeó la cabeza contra la almohada, haciendo sonar las placas de identificación, un collar de cuentas y unas pinzas para sujetar los porros que llevaba colgados alrededor del cuello—. No me puedo creer esta mierda. Estar en un puto hospital y que ni siquiera me puedan dar algo para el puto dolor, hombre. ¿Alguien tiene un puto porro?

Nadie le ofreció uno, por lo menos delante de mí. Debería decirle a Voorhees que se lo llevara a la tienda de los vietnamitas para que se colocara solo con el ambiente que se respiraba allí. No era de extrañar que su medicación para el dolor ya no le hiciera efecto. La hierba aumentaba la tolerancia de las personas a medicamentos contra el dolor de tal forma que la misma dosis era menos efectiva. Había tenido el mismo problema con pacientes civiles adictos a los ansiolíticos. Decidí preguntarle a Joe si aumentaba la dosis, al menos ese día, pero no le dije nada al paciente, en caso de que Joe no diera el visto bueno. No tenía sentido dar falsas esperanzas.

Un poco más adelante, un joven con la cara roja y el tobillo izquierdo todavía entablillado se irguió de repente en la cama. Estiró el cuello hacia la puerta de la sala, su nuez subía y bajaba, y se le marcaban tanto las venas de los brazos que empecé a imaginarme lo fácil que sería pincharlas con la aguja del gota a gota.

—Eh, señora —me susurró él con voz ronca—. Señora, no quiero alarmarla ni nada de eso, pero creo que acabo de ver a un amarillo pasar por la puerta.

Y yo casi le digo: «¿Qué? ¿Un amarillo en Vietnam? ¡No puede ser!», pero me acordé a tiempo de que normalmente cuando un marine caía herido su sentido del humor disminuía de forma considerable. Así que solo le dije de pasada que probablemente fuera así, ya que muchos de los pacientes y miembros del personal eran vietnamitas.

—¡Pero este es un hospital norteamericano! —dijo indignado. Era igual de joven que todos los demás, tenía el rostro quemado por el sol y se estaba pelando; tenía una raya blanca cerca de la línea de crecimiento del pelo, donde podría haber llevado una gorra o un pañuelo. Tenía heridas de metralla en ambas piernas y el tobillo izquierdo fracturado. Cuando vio que yo no iba a salir corriendo a enmendar lo que a él le parecía que era un terrible descuido, continuó—: Hombre, no quiero estar aquí tumbado sin ningún arma con los malditos amarillos correteando por ahí. No podemos fiarnos de ellos. De ninguno. Los niños te hacen saltar por los aires, los bebés son una trampa explosiva… Eh, señora, no se ofenda, pero ya sabe lo que dicen de cómo hacernos con Vietnam. Coges a todos los aliados y los metes en un barco en medio del mar de la China Meridional, atacas el país con armas nucleares y después hundes el barco.

Sí, de hecho, ya lo había oído. Muchas veces. Demasiadas veces. Pero lo ignoré y le dije:

—Bueno, la mayoría de los pacientes llevan mucho tiempo aquí y tampoco les dejamos que lleven armas. Casi todos tienen heridas igual de graves que las tuyas o peores. Y los intérpretes llevan trabajando aquí más tiempo que yo y no han hecho daño a nadie todavía.

Pero él seguía negando con la cabeza cuando continué mi camino.

Dos camas más adelante, un hombre soltaba herejías en voz baja y a medida que me acercaba, subía el volumen:

—Ay, ¿por qué a mí? ¿Por qué me pasa esto a mí? Mierda. Maldita sea, esto duele de cojones.

Los dos pacientes que estaban entre él y yo se habían puesto bocabajo y se habían tapado la cabeza con la almohada.

Comprobé la gráfica del escandaloso. Decía: «Lesiones por aplastamiento de los tejidos blandos de ambas piernas». Desagradable. Por debajo del olor fresco a gasa con antiséptico me llegaba el hedor a sangre rancia y un ligero olor dulzón a podrido. Sus vendas estaban empapadas de los fluidos de la descomposición de la piel y del músculo aplastados. Las lesiones de los tejidos blandos eran con frecuencia más dolorosas que los huesos rotos y se curaban más lentamente.

—Te duele, ¿verdad? —le dije, mirando la gráfica, que lo identificaba como «Soldado de Primera Clase Ronald G. Dickens»—. ¿Necesitas algo?

Habían pasado solo dos horas y media, pero estaba dispuesta a ampliarlo y estimar un cuarto de hora largo para preparar la inyección. Un margen de maniobra de quince minutos en un límite de tres a cuatro horas por lo general era admisible.

—Pues claro que sí. Necesito que muevas el culo, cariño, que vayas al pequeño alijo que tienes ahí y me traigas una puta inyección para el dolor antes de que me suba por las putas paredes. ¡Dios! ¡Dios!

La profesión de enfermera es tan gratificante. Toda esa gratitud. Me contuve para no estrangularlo, preparé el analgésico, pero cuando le limpié el muslo con un algodón empapado de alcohol antes de administrarle la inyección empezó de nuevo a gritarme en el oído.

—Me cago en Dios, mujer, no me la puedes poner ahí. No en la pierna, joder.

—Bueno, si quieres esperar a que venga alguien que me ayude a darte la vuelta…

—¿Y que me muevan las piernas? ¿Te has vuelto loca? Me duele, estúpida.

—Eh, tío, tranquilízate —le dijo el tipo del otro lado del pasillo—. Solo intenta ayudarte.

—Que te jodan —dijo Dickens, y mientras este le enseñaba el dedo a mi aspirante a salvador, yo le clavé la aguja, aspiré y empujé el émbolo antes de que dijera algo que no pudiera ignorar.

—Voy a dejar que te haga efecto y me quedaré cerca para cambiarte el vendaje dentro de un rato.

Me escabullí al otro lado de la siguiente cama para poner máxima distancia entre nosotros e intenté tranquilizarme. Sabía que el chico estaba herido y herido de gravedad y que era probable que siguiera en estado de shock. Pero aun así me cabreaba. A lo mejor ya no se comportaba de forma tan desagradable una vez le hiciera efecto el analgésico. Era probable que se diera cuenta de que podría perder parte o la totalidad de ambas piernas con lesiones así y, sin duda, algo de funcionalidad, pero una cosa era expresar esos sentimientos, incluso en voz alta, y otra cosa era tomarla conmigo.

Me temblaban las manos cuando me deshice de la aguja y de la jeringa en el puesto de enfermería. Luego respiré hondo y me concentré totalmente en el siguiente paciente, un médico de la Marina que estaba tumbado bocabajo porque, además de haber perdido las dos piernas, había sufrido laceraciones múltiples y profundas en las nalgas y en la espalda. Pensé que estaba durmiendo, pero giró la cabeza hacia mí.

—Hola, teniente. ¿Está teniendo un buen día? —me preguntó con una sonrisa—. No hace falta que me responda a eso. Mire, creo que es hora de ponerme la lámpara de calor en el trasero. ¿Quiere hacer los honores?

Aparté la fina sábana que le cubría la mitad inferior (en la mitad superior estaba desnudo, como la mayoría de los hombres, salvo por las placas de identificación y el surtido de collares que llevaban los soldados norteamericanos). Tenía los muñones vendados, con drenajes en los extremos, y tomé nota mentalmente de que tenía que traer más gasa para reforzarlos cuando cambiara los vendajes del tipo encantador de la cama de al lado. Las laceraciones de las caderas eran profundas y estaban infectadas y de ellas salía un líquido verde que apestaba a pseudomonas, un germen que entraba en todo. Le acerqué el brazo flexible de la lámpara plateada y le di hacia abajo a la manivela de la cama para que el borde de la lámpara estuviera lo suficientemente alto como para que no le quemara.

—Ya está —le dije.

—Muchas gracias, señora.

—Hmmm… ¿necesitas algo para el dolor?

—Creo que será mejor que espere un poco. Voy a necesitarlo de verdad más tarde —respondió con tristeza.

—¿Cómo… eh… cómo te hirieron? —le pregunté yo.

—Ah, estaba echando una mano cuando fue alcanzado el recinto del que salió este grupo. Vi que habían herido a un tío cerca del perímetro y estaba intentando arrastrarlo fuera del alcance de la artillería. La cagué porque cometí el error de arrastrarlo por encima de una granada que no había estallado. Lo lanzó por los aires a él y a mí me voló las piernas. No me acuerdo de nada. Supongo que un sanitario me salvó la vida, pero no pudo salvarme las piernas. Me dijeron que aterricé en un nido de concertina de seguridad y que por eso me corté.

—¿Sí? ¿Y el chico al que arrastraste?

Se encogió de hombros.

—Nadie me ha dicho nada. Creo que solo recibió unos cuantos fragmentos de metralla, pero es difícil de decir. Si se entera de algo, le agradecería que me informara.

Tony llamó cuando yo estaba terminando mis gráficas en la parte vietnamita.

—¿Entretenida? —preguntó él.

—No lo dudes. Y gracias a ti.

—De nada. Me alegra serte de ayuda. ¿Cuándo quedamos?

El tipo pelirrojo de las Fuerzas Especiales, Heron, imitó el saludo militar cuando pasó por el puesto de enfermería cuando iba a visitar a Xe. El anciano yacía como si fuera un escuálido buda, con las manos cruzadas sobre la zona cóncava donde debería haber estado su vientre y con los ojos cerrados. Los abrió cuando vio a Heron y sonrió.

—Hmmm… No lo sé —le dije a Tony—. ¿Puedes venir aquí mañana después del trabajo?

—Lo dudo. Seguimos en estado de alerta.

—Bueno, libro el próximo lunes. Podríamos ir a la playa o al club, tal vez…

—Muy bien. Hasta entonces, si no antes. Me tengo que ir. Adiós, cariño.

Le dije adiós a un tono de marcado. Me di cuenta de que no estaban ni el soldado del ARVN ni Ahn. Le había pasado la orden de Joe al sargento Baker, que había dicho que él se ocuparía. Por lo visto, ya lo había hecho. Justo en el momento en el que estaba pensando en que Ahn tardaba mucho en volver de cirugía, llamaron de la sala de reanimación y me dijeron que lo estaban enviando de vuelta. Heron se sentó en el borde de la cama de Xe y habló con él en una versión sureña del vietnamita. El anciano escuchaba y asentía con la cabeza y decía algo de vez en cuando. Heron tapaba la frágil mano del anciano con la suya, que era enorme. La otra mano de Xe, como siempre, acariciaba el amuleto.

El sargento Baker llamó a Meyers para que fuera a ayudarlo a levantar a alguien del lado de los soldados norteamericanos, así que tomé las constantes vitales de Ahn yo misma y me aseguré de que se daba la vuelta, tosía y respiraba hondo, en todo lo cual fue tan cooperativo que me pregunté si no nos habían enviado a otro niño por error.

Lo siguiente era ocuparme de la cadera de Dang Thi Thai. La mujer me dedicó una débil sonrisa mientras le echaba el líquido de irrigación por la herida, que ya no estaba tan roja como antes. En poco tiempo podría estar lista para los injertos de piel. Le devolví la sonrisa y con unas pinzas retiré la ligera gasa que cubría la superficie de la enorme herida y la sustituí por una nueva. Ella cogió aire con un fuerte sonido sibilante, pero tan pronto como terminé, lo soltó con un suspiro e intentó sonreír de nuevo, aunque tenía los ojos llenos de lágrimas. Su cara me recordaba un poco a la de una tía mía, una buena mujer, tenaz, con una vida dura y sangre india. Si esto le hubiera pasado a la tía Do, me la podía imaginar tomándoselo de la misma manera que la señora Dang.

Mientras yo pasaba los medicamentos, el sargento Baker, que llevaba su lista de suministros, entró pesadamente en la sala, seguido de Meyers y Voorhees. Este último parecía algo indispuesto.

—Mal, ¿verdad? —le dijo Baker mientras mordisqueaba un puro y revisaba los estantes como si los retara a que faltara algo de lo que necesitábamos. Cuando encontró algo, lo marcó en su lista con el ceño fruncido, como si estuviera poniendo una sanción.

—Fuera coñas —dijo Voorhees—. Lo siento, sargento, pero ese hospital provincial no es mi idea de un lugar al que enviar a los enfermos. En comparación, los corrales de casa son el jodido hotel Hilton.

—Sí, no es gran cosa —coincidió Baker—. Pero esa es la forma en la que estas personas tratan a su propia gente. Yo no lo entiendo, pero es su maldito país.

—¿Qué tiene de malo? —le pregunté.

—Ni siquiera tiene camas, señora —respondió Voorhees, que casi escupe de la indignación—, solo algunas esteras viejas y repulsivas.

—Muchos de los vietnamitas no duermen en camas en casa, ¿sabes? —le dijo la comandante.

—Sí, bueno, pero no en unas como estas. Las tenían empapadas de sangre y de pus y estaban pegadas al suelo; además todo el lugar olía a letrina. Había dos o tres personas en cada maldita esterilla, sin ropa o con ella totalmente sucia, con amputaciones y heridas sin tratar y enormes úlceras que supuraban. Y la señora O’Malley, que es una de las misioneras que estaban allí cuando llevé al soldado del ARVN, me dijo que ni siquiera les daban de comer. Si alguien de la familia no trae comida, los pacientes no comen. Le digo que era horrible, señora. Los insectos andaban por encima de la gente. Habría sido mejor pegarle un tiro al tipo ese para que no sufriera.

Estaba empezando a desear haber discutido con Joe, pero estaba igual de enfadada que él por la forma en la que Dong había tratado a Ahn. Aunque sí aceptábamos que nuestros propios heridos albergaran sentimientos hostiles que expresaban de una forma poco cívica. Para ellos, había tratamiento y al menos cierta tolerancia.

Mai, que había estado registrando gráficamente las constantes vitales de la ronda de la una, se metió en la conversación.

—Te digo, honesta, lo que Gus decir es cierto. Nadie curarse en hospital. Todos van allí a morir. Por eso todo el mundo tan feliz venir aquí.

—Supongo que pensaba que el hospital provincial era igual que el nuestro, excepto que los médicos y las enfermeras eran vietnamitas —le dije yo.

Pero de pronto recordé cuando, justo después de que yo empezara a trabajar en la sala seis, conocí a un médico vietnamita, un hombre culto con acento y formación franceses, que estaba visitando la sala con el doctor Riley dentro de un programa de intercambio. Los otros médicos se habían ido a consultar algo y él se había quedado allí de pie, avergonzado; yo, para intentar que se sintiera a gusto, hice el esfuerzo de entablar una conversación.

—¿Es usted cirujano, señor? —le pregunté yo.

—No —dijo él. Me dedicó una leve sonrisa de modestia que no me preparó para lo que añadió después—. No, no soy cirujano. Y en realidad tampoco soy médico, desde su punto de vista. Soy carnicero. Trabajo en un osario.

Al parecer, no había sido modesto.

Baker negó con la cabeza y agitó su puro para que Voorhees lo siguiera hasta el almacén. Yo estaba abriendo la boca para preguntarle a Mai si alguna vez había trabajado en los hospitales vietnamitas cuando Heron se acercó a la cafetera.

—Sabe, teniente, siempre necesitamos enfermeras para las misiones de acción civil. Podría ser una manera realmente interesante de pasar uno de sus días de descanso…

Esta vez fue cuidadosamente educado, pero yo sabía que lo que en realidad estaba pensando era: «En lugar de ir a la playa todo el tiempo».

Pero, maldita sea, necesitaba salir del hospital para no volverme loca. Un informe de segunda mano de un lugar como el hospital provincial era suficiente para mí, gracias. Mi complejo de mártir solo llegaba hasta ahí.

Heron pareció leerme con la misma facilidad que yo lo había leído a él.

—Una misión de acción civil no tiene nada que ver con ir al provincial. Llevamos a las enfermeras, a los médicos y los suministros a las aldeas y tratamos a la gente allí mismo.

—¿Es así como conociste a Xe? —le pregunté—. ¿En una misión de acción civil?

—Así es cómo oí hablar de él —respondió él mientras removía su café con un bolígrafo—. Dondequiera que Xe hubiera estado, no nos necesitaban.

—¿Por qué? ¿Qué quieres decir?

—Es como la asociación médica norteamericana pero de un solo hombre —dijo Heron con pesar—. Y no tan política.

—¿Xe es médico? —le pregunté yo, y me sentí terriblemente consternada por no haber tratado al anciano con una atención más profesional.

—Algo así. Es una especie de mezcla entre médico y sacerdote, pero supongo que desde el punto de vista norteamericano habría que decir que estaba practicando la medicina sin licencia. Llevo estudiando con él desde que lo conocí después de que hubiera salvado a uno de los míos de la rabia.

—Fuiste tú el que llamó al helicóptero cuando lo hirieron, ¿verdad?

—Ajá.

—Y dices que estudias con él. ¿Es él tu gurú o algo así?

Se bebió el café de un trago y lanzó la taza a la papelera con un movimiento de muñeca, como si estuviera jugando al baloncesto.

—Sí, algo así. Piense lo que he dicho sobre la acción civil, teniente. Todos los jueves por la mañana.

Charlie Heron no es que me cayera muy bien. Su actitud era de superioridad moral. Me hacía sentir como una estúpida debutante que lo único que hacía en todo el día era pintarse las uñas y cuidarse el pelo. Pero ¿qué pensaba él que hacía yo en el hospital?

Sin embargo, lo que Heron insinuó sobre Xe era intrigante, sobre todo porque el anciano parecía tener una capacidad de recuperación sorprendente. El día después de la operación de Ahn, Xe vio a alguien en una silla de ruedas y no hubo forma de que se callara hasta que Mai y Voorhees lo levantaron y lo sentaron en ella. Recorrió la sala en la silla como si estuviera haciendo la ronda y después regresó a la cama, agotado.

Más tarde, como Ahn se quejaba mientras dormía, cogí una inyección para el dolor. El niño se dio la vuelta sin decir ni pío y, después de ponerle la inyección, se colocó de nuevo bocarriba. Sus sábanas se habían aflojado, así que para alisarlas le pasé un brazo por debajo del hombro y otro por debajo de las caderas y lo levanté. Cuando saqué los brazos y comencé a arreglarle las sábanas, su brazo bueno se tensó alrededor de mi cuello y, por un momento, enterró su rostro en mi hombro.

A la mañana siguiente, Marge seguía de vacaciones. Voorhees se tuvo que ir a la uci y el sargento Baker pasó casi toda la mañana reunido, como jefe de sala que era. Joe estaba en cirugía con Dang Thi Thai. Habían descubierto una nueva técnica para injertos de piel en la que se usaba la piel de un cadáver para cubrir heridas como la suya y estaba ansioso por ponerla en práctica.

Realicé mi rutina de la mañana y comprobé en las gráficas las órdenes que Joe había escrito mientras dábamos el informe. En la gráfica de Dickens había una nueva orden: los vendajes de sus piernas aplastadas tenían que cambiarse a diario.

Recordé el comportamiento que había tenido el hombre cuando llegó por primera vez a la sala y supe que no iba a ser fácil.

La mayor parte de los nuevos heridos para entonces ya se encontraban bastante estabilizados; se sentían relajados y se gritaban obscenidades los unos a los otros de un extremo a otro de la sala y a veces incluso se tiraban cosas. Cuando les llevaba sus medicamentos o les cambiaba los vendajes, la mayoría parecían tener muchas ganas de hablar de sus esposas o novias o madres o perros e incluso del caos que reinaba en la unidad o de lo que habían oído en el monte. Algunos hablaban tanto que no podías escaparte, tenían lo que se llama en psicología «presión del habla», había tanto que expresar; era una forma de descargar adrenalina, de calmarse. Algunos seguían en silencio y me preocupaba un poco más por ellos. Pero no había nadie como el bueno del soldado Dickens, gracias a Dios.

No se había tranquilizado ni un poco desde que llegó por primera vez a la sala y me acerqué a él para cambiarle el vendaje con el mismo ánimo que podía haber tenido él al acercarse a un escuadrón del Vietcong. Lo primero que había hecho esa mañana había sido ponerle una inyección para el dolor y poco después se había quedado dormido, pero con el traqueteo del carro de curas se despertó y lo hizo haciendo gala de su humor gruñón.

—El doctor Giangelo quiere que te cambie los vendajes ahora por la mañana, soldado Dickens —anuncié con falsa alegría y antes de que dijera nada le coloqué rápidamente debajo de las piernas las almohadillas absorbentes azules tipo pañal, provocando un aullido y varias referencias poco halagadoras a mis prácticas sexuales y escatológicas.

Cuando le eché el agua oxigenada por encima de los vendajes viejos, se retorció y siseó como si le estuviera echando aceite hirviendo. Por supuesto, estaba fría y burbujeaba, pero la mayoría de los pacientes no parecían pensar que, incluso con heridas abiertas, no dolía tanto como con el yodo, por ejemplo. Cuando tiré de la primera capa de gasa, despertó a cualquiera que pudiera estar durmiendo con un escalofriante grito. El chillido salió de su boca, entró directamente en mi tímpano y casi me dejó sorda. Me temblaban las manos de las ganas que tenía de darle un revés, pero apreté los dientes, ya que había decidido que iba a ser amable y compasiva con este idiota insoportable aunque muriera en el intento.

—¿Quién cojones eres, el jodido Vietcong? ¿Qué demonios te crees que estás haciendo conmigo? ¿Qué te he hecho yo a ti? ¿Por qué diablos me está pasando esto a mí? Mierda, ten cuidado, Dios, me estás matando…

Y entonces, cuando empecé a quitarle las capas más incrustadas de gasa, remojándolas poco a poco con agua oxigenada y con todo el cuidado que mis temblorosas manos me permitían, comenzó a retorcerse y a chillarme en el oído.

Con los ojos en la herida y sus chillidos resonando en mis oídos, no me extraña que no me diera cuenta de que la silla de ruedas se iba acercando a nosotros hasta que ya estuvo a nuestro lado.

Dickens saltó en la cama como un caballo asustado y trató de escalar la pared de espaldas mientras sus gritos iban en aumento.

A los pies de la cama estaba Xe en la silla de ruedas y miraba al paciente con una mezcla de calma y desconcierto. Después bajó los ojos y murmuró para sí mientras extendía las manos sobre las maltrechas piernas de Dickens.

—Apartad a ese amarillo de mí, Dios, ¡me va a matar! —gritó el americano.

Un paciente llamado Miller, con un brazo en cabestrillo, tiró bruscamente de la silla de ruedas y le propinó una patada. La silla recorrió la sala a toda velocidad mientras el anciano intentaba hacerse con el control de las ruedas. Solo pudo conseguir que girara hacia una de las camas, contra la que se estrelló, y su frágil y viejo cuerpo salió disparado.

Otros dos pacientes saltaron de la cama y se fueron hacia Xe. No me dio la impresión de que fueran a ayudarlo a levantarse.

Vi cómo Meyers cruzaba corriendo el pasillo, como si lo hiciera a cámara lenta, desde la parte vietnamita de la sala. Dios mío, no lo va a conseguir, pensé yo.

Justo en ese momento, un ruido tremendo desvió la atención de todos hacia un sanitario de la Marina, Ken Feyder.

—Uy —dijo Ken—. Se me ha caído la cuña.

Lo dijo como si no hubiera estado ocurriendo nada. Volvió perezosamente su tronco hacia Dickens, que hiperventilaba.

—Eh, soldado, ¿qué pasa contigo? El viejo te oyó berrear por lo de tus piernas y solo quería cambiarse por ti. Yo también, cuando quieras, amigo.

Meyers llegó hasta Xe y utilizó su propio cuerpo para ponerse entre los enfadados pacientes y el anciano.

Dickens abrió la boca y miró los muñones de Feyder. Entonces dirigió su mirada hacia Meyers, que con poco esfuerzo levantaba el cuerpo sin piernas de Xe para ponerlo de nuevo en la silla de ruedas. Tragó saliva y cerró la boca de golpe, como una tortuga. Rápidamente terminé de cambiarle el vendaje mientras Meyers llevaba a Xe de vuelta a la sala. No dije ni una sola una sola palabra y, gracias a Dios, tampoco los demás. Si lo hubieran hecho, habría explotado.

Embestí el carro contra la pared y me quité los guantes tan rápido que rompí el látex y el talco creó una nube de polvo. Tenía que asegurarme de que Xe estaba bien, llamar a Joe, contarle lo que había pasado para que le echara un vistazo al anciano y rellenar un informe sobre el incidente.

—¿Señora? —La suave voz de Feyder hizo que me parara en seco cuando pasé por delante de su cama—. Señora, ¿me podría pasar mi cuña? No llego.

La cogí y se la pasé. La cuña temblaba en mi mano. Él me habló en voz baja.

—No sea demasiado dura con ellos, teniente. En la unidad en la que yo estaba cuando me ocurrió esto, el intérprete abandonó el lugar poco antes de que nos atacaran.

Solté un gruñido; estaba demasiado furiosa para hablar. Mi segundo día sola en la sala y tengo un puto altercado racista. Dios.

—¿Cómo está? —le pregunté a Meyers, que se encontraba de pie junto a la cama de Xe—. ¿Has comprobado sus constantes vitales? ¿Hay alguna hemorragia?

—Sus constantes vitales están bien, sus vendajes también, pero puede que tenga algo en la cabeza. Se ha quedado mirando al varío. Me imagino que estará conmocionado. Lo siento, teniente, estaba abajo limpiando las cuñas como me ordenó el sargento. No lo vi.

—No es culpa tuya —le dije, aunque me hubiera gustado haber podido echarle la culpa a él. Xe estaba allí con los brazos inertes a los costados, mirando al vacío. Consulté su gráfica. Sus constantes vitales sí parecían estar bien.

—¿Puedes sentir esto? —le pregunté y le toqué el brazo con la punta del dedo.

Él me apartó como si fuera una mosca y siguió mirando al vacío. Me habría gustado que Mai estuviera aquí. Me habría gustado que Heron estuviera aquí. Creo que estaba más que claro lo que le pasaba a Xe. Habían herido sus sentimientos. Heron dijo que a Xe su gente lo consideraba un médico, por eso cuando el anciano oyó gritar a Dickens, fue en su ayuda y el muchacho se lo agradeció atacándolo.

—Sé cómo te sientes —le dije—. Dickens también se comporta así de mal conmigo, es un gilipollas. No dejes que te afecte. No todos somos así, te lo juro. Feyder intentó ayudar. Y yo te puse esto a buen recaudo, ¿no es así?

Ni siquiera quería tocar el amuleto, solo señalarlo. Sabía lo sensible que era al respecto. Pero él se movió y, por un instante, mi dedo tocó el cristal. Ahora sé que no fue algo físico lo que sentí, pero en ese momento pensé que podía haber sido electricidad estática. Porque sentí cómo el dolor me recorría el brazo hasta el pecho, como una angina de pecho a la inversa. Y cómo ese dolor se abría camino entre la vergüenza y la ira que se habían apoderado de mí, dejando el sabor amargo del fracaso a su paso.

Xe me miraba fijamente cuando retrocedí y sus ojos estaban llenos de las lágrimas de un hombre viejo y débil.

Yo tenía la mano apoyada en mi pecho, pero en cuanto me alejé de él, el dolor dentro de mí desapareció. Estaba viviendo de nuevo lo que sentí aquella noche junto a la cama de Tran, aunque peor, mucho peor. Y estaba todo ahí, en el rostro de ese anciano.

Volví a mi mostrador y rellené el informe del incidente.

«¿Qué hacía usted cuando ocurrió el incidente?».

«Intentaba calmar y contener al soldado Dickens, mientras el especialista de Cuarta Clase Meyers atendía al señor Xe».

«¿Qué podría hacer usted para impedir que un incidente así vuelva a ocurrir?».

Estuve un rato mordiendo el lápiz, meditándolo. ¿Mantener a los pacientes separados? ¿Amordazar a todos los pacientes que estén alterados durante el cambio de vendajes? ¿Nunca comenzar un cambio de vendaje hasta que el escuadrón antidisturbios de apoyo esté preparado? Di una respuesta vaga típica de la burocracia: «En el futuro garantizar que todos los pacientes entiendan de antemano que no pueden interferir en el trabajo de los empleados cuando estos están tratando a otros pacientes».

Esa noche me fui directamente al club desde el trabajo y de forma sistemática procedí a ponerme muy, muy borracha.

A pesar de mi resaca, al día siguiente todo mejoró un poco. Marge y Joe se encargaron de cambiar el vendaje de Dickens durante la ronda matutina de Joe y me enteré de que casi todos los heridos de este grupo en particular serían transferidos a Japón al día siguiente.

El sargento Baker tuvo a Meyers y a Voorhees correteando de aquí para allá toda la mañana limpiando la sala. Blaylock había informado a Marge de que los jefazos visitarían el hospital más tarde. Y, por supuesto, en algún momento alrededor del mediodía un grupo de coroneles y algún que otro general llegaron con pequeños cofres llenos de medallas, Estrellas de Bronce, Corazones Púrpura, etcétera.

Todos nos pusimos en posición de firmes y le entregaron a Marge una lista con los pacientes que iban a ser condecorados. Se suponía que yo tenía que ayudar a preparar a todo el mundo para tal acontecimiento.

A Ken Feyder le iban a entregar la Estrella de Plata y el Corazón Púrpura. Estaba tostándose el trasero debajo de la lámpara de calor cuando los jefazos comenzaron sus rondas.

—Vamos, Ken, es hora de darse la vuelta y conseguir tu justa recompensa —bromeé yo. No podía estar más contenta por él. Después de lo de ayer, no necesitaba que nadie me dijera que era un héroe. Y siempre me había gustado que mis héroes también fueran personas agradables. Pero estaba mucho más emocionada por su reconocimiento oficial que él. Por primera vez desde que había llegado a la sala, Feyder no se mostraba muy dispuesto a cooperar.

—Que me lo pongan en el trasero, teniente —dijo él, y se apartó negándose a hablar de ello, fingiendo estar dormido. Al final, la depositaron en la funda de su almohada.

La sorpresa vino cuando Heron apareció esa tarde en la parte de los soldados norteamericanos y mantuvo una larga charla con Ken Feyder.

—¿Está bien si me llevo a Feyder a dar un pequeño paseo en silla de ruedas, teniente? —me preguntó él.

—No lo sé. Tiene lesiones en las caderas y Joe no me ha autorizado…

—Hágame un favor. Llame a Joe y pregúnteselo. Ken está a punto de volverse loco aquí con el calor y el ruido. Sé que le gustaría salir un rato.

Estaba actuando como el típico chico de pueblo servicial e intentaba por todos los medios que su mirada pareciera honesta y sincera.

—¿Feyder y tú sois viejos amigos o algo así? —le pregunté—. Yo pensaba que solo estabas interesado en Xe.

—Me he enterado de lo que pasó ayer. Lo sabes. Meyers dijo que estabas justo ahí.

La forma en la que dijo «estabas justo ahí» dejaba claro que pensaba que tenía que haber hecho más. Y tenía razón, por supuesto. Pero me había pillado tan desprevenida que en aquel momento no supe ni hacia dónde ir.

—En realidad, Meyers podría venir también —continuó él, sin darle más importancia al reproche que me acababa de hacer: sin duda su sureña mamá le habría dicho lo de que se cogen más moscas con miel que con hiel.

—Ah, de acuerdo, pero solo un minuto —accedí yo.

Joe dio el visto bueno, pero puso como condición que la silla estuviera forrada de almohadillas protectoras y vendas gruesas. Le pregunté a Ken si necesitaba una inyección para el dolor y vi que miraba a Heron, quien negó con la cabeza de forma casi imperceptible, lo cual me pareció un poco extraño. Meyers y Heron pusieron a Ken en la silla y los tres salieron por la puerta trasera.

Pasé por delante de ellos cuando fui a buscar mi correo. No los habría visto si no hubiera sido por la silla de ruedas. Los tres estaban apiñados detrás de unas lonas y unos andamios que separaban dos de las salas. Solo les veía los pies, pero al pasar me vino un fuerte olor a marihuana. Supongo que me podría haber enfrentado a ellos. Debería haberlo hecho, como superior de Meyers. No consentía que se fumara marihuana de servicio. Pero puede que no fuera él. Tal vez era solo Heron, que no estaba de servicio, y Ken Feyder. Y en verdad no quería meter a Feyder en problemas después de todo lo que había pasado. Seguí caminando y decidí enviar al sargento Baker a buscar a Feyder más tarde. De la disciplina se encargaba sobre todo el jefe de sala. Sin embargo, cuando regresé, Feyder ya estaba en la cama durmiendo y Meyers había vuelto al trabajo, a pesar de que empuñaba la fregona de una forma bastante distraída. Heron se había esfumado sabiamente.

Cuando esa noche hice la ronda con Joe, el médico trató de animar a Xe para que probara de nuevo la silla de ruedas, pero el anciano se cruzó de brazos y se negó siquiera a mirar la silla, que más o menos era lo que yo esperaba. Cuando llegamos a la cama de Ahn fue otra historia.

—Mamasan, mamasan —dijo el muchacho y señaló la silla mientras decía «Ahn, Ahn» y se daba palmaditas en el pecho. Entendimos lo que quería decir y sentamos al chico en la silla.

Mientras llevaba a cabo la ronda de medicamentos en la parte vietnamita esa misma noche, sentí que algo me tiraba de la blusa del uniforme.

—Mamasan, la dai. Mamasan…

Me giré y ahí estaba Ahn, sentado en su silla, con una mano tirándome de la camisa y la otra señalando una botella del goteo a punto de terminarse.

—Ah, gracias, Ahn —le dije, y me apresuré a sustituir la botella.

El sargento Baker levantó la vista de la cuña que estaba limpiando y negó con la cabeza.

—Vaya, vaya, me parece que la acaban de adoptar, teniente McCulley.