La operación de Xe estaba programada para el día que volví. Los antibióticos habían ayudado a evitar la propagación de la infección en los muñones, pero tenían todavía que desbridarlos; es decir, el tejido muerto tenía que eliminarse de manera que el nuevo tejido pudiera formar una cicatriz limpia.
Por supuesto, no tenía ni idea de quién era el anciano ni de lo increíble que había sido su poder hasta que este casi había desaparecido, a pesar de que ya lo había compartido conmigo una vez. Me alegro de no haberlo sabido. Si hubiera tenido conocimiento de ello, no habría entendido que incluso un gran maestro como Xe era solo una parte del proceso. Creo que si lo hubiera sabido, habría ignorado mi propio papel en ese proceso. Y eso habría sido un error fatídico en más de un sentido. El error que todos habíamos cometido al tratar a Xe como a un viejo normal y algo loco ya es bastante embarazoso. Y aunque estoy segura de que parte de su ansiedad era real, me pregunto ahora si el anciano no se estaría riendo en secreto a nuestra costa.
El altercado comenzó cuando Voorhees empezó a preparar a Xe para ir al quirófano. El anciano le había permitido que lo afeitara, bañara y le limpiara las uñas sin problema. Nunca había sido combativo antes, pero me di cuenta cuando le cambiaba los vendajes de que sus ojos siempre estaban enfadados y atribulados. Una vez lo pillé mirándome mientras le irrigaba la herida a Dang Thi Thai y su expresión era de una tristeza inconmensurable. Sin embargo, la mayoría de las veces, era retraído y casi huraño. Pensé que posiblemente su cerebro estuviera sufriendo la hostil curación que mencioné anteriormente. Por otro lado, era bastante normal para cualquiera estar enfadado y confundido al despertar de una lesión en la cabeza y ver que te faltan las piernas.
A veces, hablaba brevemente con Mai, aunque esos intercambios no eran más que unas prudentes palabras, como si estuvieran comerciando con huevos. Cuando dormía, hablaba entre dientes y apretaba las manos contra el pecho. Cuando estaba despierto, se quedaba mirando fijamente la pared o nos seguía con la mirada, aunque si le decíamos algo, miraba para otro lado.
—Apuesto a que es del Vietcong —dijo Meyers una vez—. Me parece artero.
—Ah, no —se opuso Mai—. Él hombre muy santo.
—También lo eran los monjes que se quemaron y mira en lo que nos metieron —resopló el sargento Baker.
Mai se abstuvo cuidadosamente de parecer ofendida, pero bajó la mirada.
—Yo oír hablar de él a mi amigo —dijo ella y se marchó. Tuve ganas de pegarle una patada a Baker por disuadirla de decir nada más. Según Marge, los «amigos» de Mai le contaban muchas cosas, como si era probable que hubiera violentos ataques con misiles o cuándo no era seguro ir al centro de Da Nang.
Pero aunque Voorhees no trataba a Xe con ninguna reverencia especial, había afeitado y bañado al anciano con una delicadeza y paciencia imperturbables, algo que era habitual en él, como si estuviera preparando alguna cabeza de ganado digna de premio para una feria importante. El problema comenzó cuando trató de quitarle el colgante que llevaba.
Xe apretó los puños contra su pecho y miró desafiante a Voorhees, que se volvió hacia mí, sofocado y perplejo.
—Creo que le da igual el listado de verificación quirúrgica, teniente. Será mejor que llamemos a Mai para que se lo explique.
Yo también estaba sofocada y perpleja y harta de oír llorar sin parar al pequeño Ahn.
—La necesitaban en la uci —le informé yo. Suerte para ella. Estaba igual de frustrada por el llanto incesante del babysan que el resto. El niño no había dejado de llorar ni de frustrar los esfuerzos por llevarlo a cirugía desde que llegó. Mai me había dicho esa mañana que algunos de los pacientes vietnamitas estaban amenazando con asfixiarlo si no se callaba para poder dormir un poco.
—Bueno, tenemos que encontrar la manera de explicarle al viejo que no puede llevar joyas al quirófano —comentó Voorhees—. Lo siento, pero no voy a pelearme con él por eso. No me alisté para el combate cuerpo a cuerpo. ¿Alguna idea?
Dejé el registro de medicamentos que estaba haciendo y me dirigí a la cabecera de Xe. El anciano empujó su huesuda mandíbula hacia delante de manera beligerante, encima de sus puños cerrados, y sus estrechos ojos negros me miraban a mí y después a Voorhees y a mí de nuevo como si estuviéramos amenazándolo con torturarlo y desmembrarlo todavía más.
—Dios, papasan, no me mires así —le dije, en inglés, por supuesto, pero con la esperanza de que encontrara mi tono tranquilizador—. No te voy a hacer daño. Nadie te va a hacer daño. No aquí. Pero me tienes que dar eso. —Señalé lo que estrechaba contra su garganta—. Yo te lo guardo.
Él miró con desconfianza mi mano extendida. ¿Cómo demonios iba yo a explicarle que no podía usar su collar porque entorpecería el trabajo del anestesista? Hasta donde yo sabía, su idea de anestesia era morder un palo.
Afortunadamente, Xinh había cambiado la televisión vietnamita por el espectáculo en vivo que estábamos dando. Tenía demasiada energía como para no mostrarse inquieta acostada en cama día tras día y ahora estaba claro que se moría de ganas de participar. Su inglés no era tan bueno como el de Mai, pero parecía que entendía más que hablaba.
—Xinh, sabes, cuando vas a cirugía… —comencé en el inglés simplificado que, mezclado con unas palabras en vietnamita y otras en francés macarrónico, constituía una especie de pidgin común entre los estadounidenses y los vietnamitas.
—¿Cirugía?
—¿Quirófano? ¿Doctor arreglar tu pierna?
—Nooo…
Bueno, en realidad, no había estado todavía en cirugía.
—Hmmm, bueno. Papasan Xe ir cirugía. Sus piernas no bien. Doctor arreglar. Poner mejor.
Xinh asintió enérgicamente moviendo sus relucientes trenzas negras. Pensé que me estaba entendiendo.
—Pero antes ir a cirugía, debe quitar todas las joyas. —Se lo demostré quitándome los anillos y metiéndolos en el bolsillo. Pero aunque los ojos de Xinh seguían todo lo que yo hacía, parecía confundida. Así que alargué la mano para cogerle el reloj y, aunque parecía indecisa, se lo desabrochó y me lo entregó.
—Joyas —le dije e hice sonar el reloj y los anillos en mi mano. La expresión de Xinh era de desdén. Ella ya lo sabía. Seguí—. Ahora tú ser papasan.
La señalé a ella y Xinh negó con la cabeza para decirme que no, que ella no era papasan.
—Actuar. Actúa como si tú ser papasan.
Xinh tomó aire y asintió. Ella entendía «actuar».
—Yo tomo tus joyas y las guardo —le dije; me fui al armario de los narcóticos y miré hacia atrás para ver si Xinh me seguía con la mirada. La cabeza de Xinh se balanceaba como una boya en un día ventoso.
—Después tú ir cirugía para arreglar piernas. —Simulé que la cama de Xinh rodaba por el pasillo y como pude hice como si le estuviera arreglando las rodillas—. Entonces tú vuelves… —Seguí con la pantomima haciendo gestos más elaborados; a continuación, volví rápidamente al armario de las medicinas y con un gesto dramático digno de un mago saqué de nuevo el reloj y se lo devolví a Xinh—… y te devuelvo tus joyas. ¿Bic?
Xinh pareció desconcertada por un momento y entonces empezó a asentir sin parar con rostro serio.
—¿Se lo explicas a papasan por mí?
Pensé que serían necesarias tal vez tres o cuatro explicaciones y pantomimas más, pero Xinh se puso derecha, como si fuera la orgullosa niña mimada de la maestra que es elegida vigilante de pasillo, se inclinó sobre el borde de su cama y le gritó a Xe en estridente vietnamita lo suficientemente fuerte como para que se pudiera escuchar por encima de los quejidos de Ahn. Xe, que se había negado categóricamente a ver mi tejemaneje y había estado mirando fijamente las ondulaciones de la pared de cinc que tenía delante de él, pareció sobresaltado. Se puso de lado para mirar a Xinh y entonces, con altanería, se dio la vuelta y le dijo algo insolente, señalándome a mí y la sala con más energía de lo que había visto en él hasta entonces.
Xinh asumió aires de princesa y de madre a la vez cuando respondió con un sermón. El viejo apretó los dientes con más fuerza aún y ella le repitió lo que le había dicho, esta vez en un tono más persuasivo, apuntándome de forma intermitente.
Xe me miró impasible un rato mientras sus dedos acariciaban distraídamente lo que llevaba colgado del cuello. Unos minutos más tarde, relajó la mandíbula y me hizo un gesto con la cabeza para que me acercara a su cama.
Esta vez Xinh me gritó su apoyo, sin duda instándome a que no la fastidiara después de que ella hubiera puesto las cosas en marcha. Me incliné sobre el anciano y él tiró de la correa que llevaba al cuello y con delicadeza me entregó el objeto que colgaba de ella. Iba a llevarlo al armario de las medicinas cuando la niña, como un árbitro pidiendo una falta, empezó a dar botes mientras gritaba: «¡No, co! ¡No, Kitty!», y me dijo que se suponía que tenía que llevar el collar de Xe alrededor del cuello.
Titubeé porque dudaba si era profesional llevar las joyas de un paciente, sobre todo porque no parecían muy higiénicas. Sin embargo, Xe estaba haciendo pequeños movimientos asintiendo con la cabeza. Me instaba a llevarlo, no a guardarlo. Cuando me lo puse, pareció satisfecho y con dignidad señorial permitió que Voorhees terminara de prepararlo.
Recuerdo haber pensado que el collar podría haber sido valioso solo para Xe y que incluso el valor debía de ser puramente sentimental. El colgante que pendía de la correa parecía como si hubiera sido esculpido, o fundido tal vez, y después moldeado, del culo de una botella de refresco. Seguía siendo más o menos redondo y por el centro lo atravesaba una profunda ondulación y algo parecido a unas orejas. Sin duda no era el diamante Hope, pero qué más daba, con tal de que la correa no tuviera bichos. No detecté nada malo, aparte del sudor del anciano, así que escondí su tesoro dentro de mi camisa del uniforme y el colgante se quedó debajo del botón superior, por encima del canalillo. Le había prometido que lo protegería con mi vida, aunque no con tantas palabras, y lo haría, aunque no me podía imaginar quién querría robar una cosa así. Pero en cuanto Voorhees se llevó a Xe en camilla a cirugía, el anciano miró hacia atrás en mi dirección para asegurarse de que cumpliría con mi parte del trato.
Ese incidente terminó con todo el buen humor que tenía para el día y cuando me senté a hacer la gráfica, me sentía como una langosta hirviendo. Tenía el pelo empapado en sudor y las gotas me entraban en los ojos. El uniforme se me pegaba a la espalda y a las axilas, a la parte de atrás de las piernas y a la entrepierna. Mi sostén estaba mojado y pegajoso. No me gusta el calor y nunca me ha gustado. Disminuye mi capacidad para pensar en al menos un setenta y cinco por ciento. Me vuelvo lenta y torpe y mi piel parece una carretera recién asfaltada a la que se pega todo lo que toca. Me vuelvo débil, me entra dolor de cabeza y mi humor es tan estable como la nitroglicerina. Tragué dos pastillas de sal y me senté un momento con la cabeza entre las piernas; tenía las manos pegajosas por la parte con la que me apretaba los ojos, como las de una niña de dos años que acaba de comer caramelos. El quejido estridente de Ahn atravesaba el calor y era igual de molesto que el zumbido de un millar de mosquitos. ¡Maldita sea! Y todavía tenía que cambiarle el vendaje al pequeño bastardo. Me levanté con dificultad de la silla y de un tirón separé el carro de curas de la pared con tanta fuerza que traqueteó. Dios, tenía tanto calor que incluso mi piel parecía estar emitiendo una luz roja, como si estuviera hirviendo. Me detuve un momento y cerré los ojos solo para que una parte de mí pudiera refrescarse a la sombra de mis párpados. No podía tocar al niño en este estado. Respiré profundamente tres veces y abrí de nuevo los ojos. Bueno, mejor. Ahora mi piel solo emitía un resplandor de color rosa fuerte. Acerqué el carro a su cama. Ahora parecía como si el niño estuviera emitiendo un resplandor rojo (rojo y de un color berenjena oscuro) que se intensificaba y oscurecía cuando me miraba enfurecido y empezaba a chillar.
—Venga, cállate, que ni siquiera te he tocado —le espeté. Él me miró de nuevo y berreó con más fuerza.
—Muy bien, muchacho, se acabó. Estoy hasta las narices de ti y de los demás también. No eres el único por aquí que está herido, ¿sabes? —Pero él seguía dando alaridos. Yo no podía, es que no podía, seguir escuchando ese jaleo mientras trabajaba. Lo puse de lado y le di con fuerza unos azotes en el trasero—. Ahora, em di, maldita sea. Ya estamos todos cansados de ti. Cierra el pico de una vez.
Le di unos cuatro cachetes; el color rosa de mi mano pasaba a un encarnado borroso cuando golpeaba el rojo que rodeaba su trasero.
El niño no gritó más fuerte. De hecho, sus chillidos se convirtieron en un quejido y después en un gimoteo en el momento en que conseguí controlarme y dejé de pegar a mi paciente. Él se sorbió la nariz y me miró por primera vez sin el odio y el terror que estaba acostumbrada a ver en su rostro. No lo podía entender. Me sentía como la marquesa de Sade y el muchacho, desde que llegó, nunca había estado de mejor humor. La luz que lo rodeaba parecía de alguna manera más serena también y menos turbia. La mía había perdido intensidad y era de un rosa grisáceo. Coloqué mi mano sobre su frente, pensando que tal vez el color tenía algo que ver con la fiebre.
Tenía la piel sudorosa, pero fresca, y me miraba, no con temor, sino con una extraña expectación. Y de repente me di cuenta de que el niño no sabía que las enfermeras no podían dar cachetes a sus pacientes. Él sabía que había sido un incordio para todo el mundo, pero se sentía perdido y abandonado. Con los azotes y mi reprimenda, aunque había sido en inglés, había conseguido que pareciera que su madre seguía con él, controlando el mundo, diciéndole lo que tenía que hacer. Lo supe con tanta certeza como si él me lo hubiera dicho, aunque en aquel momento no sabía por qué lo sabía. Pero pasara lo que pasara entre nosotros, él no me pidió explicaciones, sino que simplemente lo aceptó con alivio. De su rostro desapareció su fruncido ceño simiesco y sus párpados cayeron como rocas cuando el sueño, que tanto necesitaba, se apoderó de él.
—¡Aah! —gritó Xinh mientras agitaba la mano. Dejé el carro de curas al lado de la cama de Ahn y me acerqué a ella. La rodeaba una luz borrosa de color azul verdoso. Parpadeé con fuerza, pero la luz seguía ahí.
—¿Qué ocurre, Xinh?
Ella levantó la mano para que pudiera ver que se le había roto la uña y la tenía en carne viva, una delgada línea de luz color burdeos.
—Nada. Tete dau —dijo ella, y su ceño fruncido desapareció.
Me cogió la mano con la suya dolorida y la balanceó de un lado a otro, como si fuéramos amigas. Esto hizo que me sintiera un poco incómoda, pero sabía de ver a la gente vietnamita que los amigos del mismo sexo a menudo iban de la mano en público. Agradecí el gesto, porque todavía me sentía como un ogro por haber azotado a Ahn, a pesar de la sorprendente manera en la que había reaccionado. Era imposible que no te gustara Xinh. Sus emociones se apoderaban de su rostro como el clima de un paisaje marino, soleado un minuto, tormentoso el siguiente, pero abierto y variable. Se pintaba las uñas, probaba diferentes peinados y observaba a los artistas en la televisión vietnamita. Estaba segura de que si pudiera entender lo que ella y Mai cotilleaban, habría sido lo mismo que hablaban mis amigas de la escuela de enfermería: chicos, ropa, cosas normales que nada tenían que ver con la guerra. Lo único extraño en ella era esa mancha de color azul verdoso. Tenía que tratarse de un caso grave de insolación, pensé, y le pedí que me soltara la mano.
—Tengo que volver al trabajo, Xinh —le dije yo.
Sacó la mano, e iba a chupar la uña rota cuando se detuvo, a medio camino de la boca.
—¡Eh! ¡De primera! —dijo ella con los ojos brillantes. Levantó la uña, intacta, con unos seis milímetros de uña sin pintar por encima del esmalte arruinado. Ella me miró como si me hubiera sacado una moneda de detrás de la oreja—. ¿Cómo hacer eso?
—¿Qué? —Esa fue mi estúpida respuesta.
Puede que Xinh no se sintiera bien tampoco, la rodeaba ese extraño color. Puede que las dos estuviéramos enfermas. Le miré las manos: tenía todas las uñas intactas. Me encogí de hombros. Ella se encogió de hombros también y aceptó feliz la reparación de su manicura como un milagro de la medicina estadounidense. Me sentí claramente mareada cuando volví al puesto de enfermería.
Mai regresó a la sala, con el pelo recién lavado y un brillo rosa tornasolado. Me froté los ojos y aparté la mirada de ella.
Llegó el carro de la comida, y Meyers y Voorhees empezaron a pasar las bandejas del almuerzo. Me uní a ellos y saqué una bandeja; entonces empecé a reírme sin poder contenerme. No solo un manto de luz de color rosa bebé envolvía a los dos sanitarios, sino también la comida era de color: un color verde pálido para el requesón, un naranja claro para el pescado.
—¿Está bien, teniente? —me preguntó Voorhees.
—Hmmm… sí. Pero creo que será mejor que me siente. Todo me parece extraño.
Me volví hacia mi silla y tropecé con mis propios pies.
Meyers me cogió del brazo.
—Bueno, señora, ¿qué se ha tomado?
Me quedé mirando el centro marrón oscuro de su rostro e hice caso omiso a la mancha de color rosa en su pelo afro recortado.
—No lo sé. ¿Alguno de vosotros me ha puesto una gota de ácido en mi bebida o algo así? Todos tenéis un extraño…
Iba a decir «color», pero tenía miedo de que Meyers se lo tomara mal, así que pedí un vaso de Kool-Aid y volví a sentarme con la cabeza entre las piernas. Era posible que algún fármaco me estuviera provocando una reacción, pero me resultaba difícil de creer. Lo más probable era que fuera el calor. Me había desmayado durante mi primera operación, de pie en un quirófano cerrado, con un ambiente húmedo y una temperatura de más de treinta grados, y siendo testigo de una mastectomía particularmente sangrienta, mientras el sudor me corría por la cara y se juntaba debajo de la mascarilla quirúrgica. También me había desmayado durante mi primer caso de parto, también en verano, cuando el calor hacía que la sangre oliera a metal caliente. Pero no había visto colores como estos antes, un estruendo en los oídos y una repentina visión borrosa sí, pero nunca tonalidades distintas que rodeaban a individuos perfectamente bien definidos. Y había estado enferma esos otros momentos. Hoy no me sentía físicamente peor de lo que me había sentido todos los días desde que había llegado al país.
Tal vez debería hacerme un examen de la vista. Pero eso no explicaría por qué Xinh tenía un aura de color azul verdoso, mientras todos los demás lo tenían de color rosa. ¿Solo el personal tenía auras de color rosa? Tendría que preguntárselo al capellán O’Rourke. Quizá todo eso de los ángeles de la misericordia era más complicado de lo que parecía. Intentar entenderlo hizo que empezara a sentir un poco de náuseas, por lo que evité todo este asunto negándome a mirar a nadie y terminando mi gráfica.
Cuando la comandante regresó de su reunión de personal del martes por la mañana, empujaba la camilla de Xe delante de ella. Un resplandor rosado la rodeaba. Él estaba pálido.
—Joe dice que harán falta un par de operaciones más para que los muñones de Xe estén preparados para llevar prótesis —dijo—. Pero ha aguantado como un campeón. Comprueba sus constantes vitales, ¿eh, Kitty?
Cuando me incliné para medirle la tensión, el amuleto se salió de la camisa y me lo quité.
—Aquí tiene, papasan. Sano y salvo —le dije y le pasé la correa de nuevo por su afeitada cabeza. Su color y mi visión mejoraron inmediatamente. Es decir, su palidez se desvaneció y sus mejillas cogieron un poco de rubor, no encima de ellas sino ellas, la piel, como tenía que ser. El resplandor desapareció alrededor de mis manos también. Sabía que algo extraño estaba pasando y recordé lo que Heron y Mai habían dicho sobre el viejo y que en aquel entonces lo había entendido mal.
—Debe de ser un hombre santo, papasan —le dije—. Por lo visto, me ha curado, fuera cual fuera mi dolencia.