4

Nadie se estremeció de horror cuando me presenté en ortopedia para empezar a trabajar. Nadie dijo: «¡Oh no, ella no!». Nadie me miraba dándome a entender que «la teniente coronel Blaylock ya nos habló de la gente como tú». La comandante Marge Canon apartó la vista del recuento de narcóticos solo lo suficiente como para dedicarme una sonrisa rápida y algo distraída. Sarah Marcus, que ocupaba la choza contigua a la mía, se apartó con el brazo el pelo sudoroso de la frente, montó el labio inferior sobre el superior, sopló para refrescarse el rostro y me dedicó una mirada ausente, algo que no era extraño en las enfermeras que acababan de salir de un turno de doce horas. Después fijó su mirada en mí, suspiró y me saludó con la cabeza antes de reanudar el recuento.

El informe matutino de Sarah fue apresurado y superficial.

—Los cinco heridos de ayer salen hoy de aquí. No me ha dado tiempo a hacerles las etiquetas. Ayer por la noche, yo estaba de supervisora y entró un grupo de vietnamitas de un pueblo que habían bombardeado. Creo que tenemos a dos o tres de ellos en la sala. Joe se encargó del triaje ayer por la noche y hasta las cinco y media no estuvo preparado para nuestro primer caso, por lo que es probable que tengas una o dos horas antes de que llamen de la sala de reanimación. Ahora tienes tres goteos en la parte de los soldados norteamericanos y uno en la de los vietnamitas. Me voy a poner con esas etiquetas ahora.

—No te preocupes por eso, Sarah —le dijo la comandante Canon—. Por fin tenemos ayuda. Blaylock nos ha enviado a Kitty en vez de hacernos esperar a que llegara de Estados Unidos el reemplazo de Joanie, así que no hace falta que te quedes.

—De acuerdo, bueno, buenas noches —dijo Sarah—. Tengo que ir a darle el informe del supervisor a la coronel. Por cierto, Kitty —añadió de pasada— en tu antigua sala todo el mundo ha tenido una buena noche.

—Gracias, Sarah. Que duermas bien.

Dijo adiós con la mano, se metió el portapapeles del supervisor bajo el brazo y desapareció por el pasillo.

Antes de que el personal de día se fuera tras terminar el informe, Marge hizo las presentaciones.

—Tropa, esta es la teniente McCulley. Ha sido trasladada a nuestra sala para sustituir a la teniente Mitchell. Kitty, este es nuestro jefe de sala, el sargento Baker, nuestra intérprete y auxiliar de enfermería, la señorita Mai, y los especialistas Voorhees y Meyers.

Asentí con la cabeza y exclamé «Encantada de conoceros». El sargento Baker era un suboficial negro y grande con cara de tolerar bien el sufrimiento. La señorita Mai parecía una elfina oriental que había pasado demasiado tiempo bajo la lluvia. Durante el periodo que estuve allí, era su costumbre venir pronto a trabajar para lavarse el pelo o lavárselo durante su descanso, así que quizá fuera más un hada del agua que una elfina. Voorhees era un sanitario de complexión recia, cabello rubio y de unos diecinueve años. Meyers, el otro sanitario, era un hombre negro alto y mofletudo, que parecía un chaval de instituto.

—Vamos, Kitty, intentaremos darte unas cuantas pautas antes de que esto se llene —dijo Marge.

En primer lugar, me enseñó a completar las etiquetas de evacuación médica para los soldados heridos, todos ellos con destino a Japón, donde recibirían más atención, y después a Estados Unidos. Muy pocos de los soldados que habían llegado gravemente heridos a neurocirugía habían vivido lo suficiente como para poder estabilizarlos para la evacuación médica, por eso no tenía mucha práctica en completar los formularios.

Estaba tan contenta de que nadie pareciera estar enfadado conmigo por mi metedura de pata en neurocirugía, que quería probarme a mí misma y enseñarle a la comandante lo entusiasta que podía llegar a ser. Cuando comenzamos la ronda, vi que uno de los pacientes llevaba un vendaje completamente empapado en lo que quedaba de su pierna derecha y se lo dije a Marge. Según el plan de cuidados de enfermería que aparecía en la gráfica del hombre, lo había atropellado un tanque conducido por un amigo que había tomado demasiado de un remedio de hierbas vietnamita para la depresión.

—Sí, hace falta reforzar ese vendaje. Lo envolveremos con otras dos capas de gasa. Es a lo que nos limitamos con la mayor parte de los vendajes de estos chicos. No solemos cambiarlos cuando vienen directamente del campo de batalla y son evacuados al día siguiente. Demasiado riesgo de infección. Si abres una herida aquí, todos los gérmenes del aire entran en ella: pseudomonas, estafilococos; cualquier cosa, Vietnam lo tiene.

—No he visto muchas en neurocirugía, pero es que la mayoría de las veces no recibimos heridas abiertas —le informé yo—. Y supongo que los vietnamitas han desarrollado cierta tolerancia.

—Probablemente, o al menos aquellos que no la han desarrollado, han muerto antes de llegar aquí. Pero tenemos también muchos infectados en la parte vietnamita de la sala. Ya lo verás más tarde.

Otro soldado, esta vez con heridas de metralla en la parte superior del tronco y fracturas abiertas de la clavícula y del húmero derechos, estaba deseando que llegáramos a él. Había estado utilizando el brazo sano para rascarse frenéticamente bajo la escayola y los vendajes.

—Señora, señora, me puede cambiar los vendajes, ¿verdad? Quiero decir, como se lo estoy pidiendo, tendrá que hacerlo. Pican como el demonio.

Marge le dijo algo en tono tranquilizador y de disculpa y examinó las vendas; entonces señaló una mosca que se había posado en la parte sucia del vendaje.

—Es probable que sean gusanos.

El soldado, que aparentaba unos catorce años, se puso casi del mismo verde que el de mi uniforme.

—¡Qué asco! Quítemelos de una jodida vez de encima —exigió, e intentó más que nunca rascarse.

Marge suavemente le sujetó la mano izquierda.

—Déjalos en paz, soldado. Te están salvando de la gangrena. Los gusanos solo com… los gusanos solo limpian el tejido muerto, es una especie de desbridamiento natural de las heridas. No te van a hacer daño. Solo pican un poco. Evitan que las heridas como las tuyas se pudran.

El muchacho, con la cara roja y a punto de llorar, se echó hacia atrás con un gemido. Yo no sabía qué más hacer y le di una escupidera. No parecía estar muy convencido de la explicación de la comandante ni dispuesto a reconsiderar su arraigado prejuicio contra los gusanos. Estaba condenado a un largo viaje a Japón. Solo podía esperar que se acostumbrara a la idea de tener invitados a cenar en su cuerpo.

También había un marine con una herida de bala que él mismo se había hecho en el pie derecho y otros dos pacientes con heridas de metralla menos graves, que no cabían en la sala de cirugía general.

Voorhees y Meyers ya se habían puesto manos a la obra con cuchillas y palanganas de agua. El sargento Baker trajo el carro de curas y Marge y yo colocamos capas nuevas de gasa alrededor del vendaje sucio y empapado. Era como esconder el polvo debajo de la alfombra.

El chico de los gusanos se quejó cuando lo levantamos para reforzarle los vendajes y nos maldijo cuando lo movimos. Pero cuando terminamos, se echó hacia atrás y dijo «Gracias, señora» con tanta amabilidad que parecía que estaba hablando con su maestro de la escuela dominical.

Nos dirigíamos a la parte vietnamita cuando nos llamaron de la sala de reanimación para decirnos que nos remitían el primero de los nuevos ingresos.

Después de eso, tres más llegaron, casi uno tras otro. Los sanitarios seguían ocupados acompañando a los soldados al helicóptero, así que Marge, Mai y yo llevamos a cabo la comprobación rutinaria de sus constantes vitales. Me pregunté dónde estarían las gráficas, pero cada vez que preguntaba sobre la medicación para el dolor o las náuseas o si podía tocar un vendaje, Marge me remitía a una pequeña caja de recetas de cocina en la que estaban las solicitudes pendientes. Estas solicitudes autorizaban al personal de enfermería a administrar medicamentos para el dolor, las náuseas o la fiebre, para reforzar vendajes y para llevar a cabo la atención rutinaria, sin que los médicos tuvieran que escribir cada solicitud específicamente para cada paciente. Yo estaba terminando de comprobar las constantes vitales del segundo paciente cuando trajeron al tercero en camilla a la sala.

Joe Giangelo, que tenía los ojos rojos y apenas podía levantar del suelo las calzas de papel, empujaba la última camilla delante de él y se detuvo en el mostrador para entregarle a la comandante una pila de gráficas.

Tenía el uniforme médico salpicado por un lado de finas gotas rojas, la sangre que le había atravesado la bata mientras trabajaba. Su pelo estaba enmarañado de tenerlo metido debajo de un gorro toda la noche. Abrió la puerta de la nevera y se bebió una lata de Coca-Cola como si hubiera estado muriéndose de sed. Parecía muy diferente al benefactor de ojos centelleantes que silbaba mientras construía los estantes del armario. Me pareció que estaba a punto de desplomarse. Pero cuando iba a coger algunas de las gráficas, me hizo una propuesta:

—¿Por qué no coges mejor una tablilla, Kitty, y haces la ronda conmigo? Te diré lo que sé de esta gente y lo que vamos a tratar de hacer con ellos.

La parte vietnamita de la sala era mucho más ruidosa que la de neurocirugía. Nos recibieron los gritos de gente que decía «troi oi», «dau quadi» y de gemidos y quejidos menos sonoros, junto con el alegre saludo desde el extremo de la sala de una chica que chillaba: «Bac si Joe! Bac si Joe!».

Bac si Joe se irguió todo lo alto que era (casi un metro sesenta y tres centímetros) y llamó a Voorhees, que estaba comprobando las constantes vitales de uno de los nuevos pacientes.

—Especialista Voorhees.

—¿Señor? —respondió Voorhees, con la cabeza erguida como si esperara a que le dijera que se cuadrara.

—¿Qué te pasa, Voorhees? ¿Por qué no has informado a estos pacientes de que, como orientales, son estoicos e indescifrables? ¡Míralos! ¡Escúchalos! ¡Y una mierda, indescifrables!

Voorhees dio un suspiro con el que parecía estar diciendo «Dame un respiro» y siguió comprobando el pulso.

Sin embargo, el rostro de Joe se tornó serio cuando se inclinó sobre la mujer de mediana edad de la primera cama. Estaba acurrucada de lado mordiéndose los nudillos. Tenía la cara y la almohada mojadas por las lágrimas y por un momento lloró un poco más fuerte cuando él se inclinó para decirle algo tranquilizador. Tenía el camisón arrugado sobre el empapado vendaje compresivo que la cubría desde la cintura hasta la rodilla.

—Este es uno de nuestros nuevos ingresos de ayer por la noche, Kitty, Dang Thi Thai. Al marido de la señora Dang lo asesinaron en el asalto que nos ha traído a la mayoría de estas personas. Era el jefe de la aldea. Después de que mataran a su marido, el Vietcong le disparó a ella también.

—Por lo menos no la mataron —le dije.

—No, pero esto se convierte en un castigo ejemplar para cualquier persona que quiera colaborar con nosotros. Y necesitaremos tiempo y dinero para cuidar de ella. Ya verás lo que quiero decir cuando lleguemos a otro paciente, que está a dos camas de aquí. Ahora bien, señora Dang, déjeme que le muestre a la enfermera dónde la han herido. Muy bien.

Dang Thi Thai dio un grito ahogado cuando él tiró del vendaje que le tapaba la herida y me enseñó un orificio de entrada más bien pequeño. La mujer chilló cuando él la giró suavemente para mostrarme el cráter enorme de gasa sanguinolenta impregnada de antiséptico donde antes había estado su cadera.

—Aquí se puede apreciar el efecto giratorio de la bala. Este pequeño agujero aquí —señaló la parte delantera— destroza o pulveriza toda la estructura de atrás. Hicimos un desbridamiento preliminar en el quirófano para limpiar lo peor de los tejidos necrosados y la suciedad y ligar las venas sangrantes; pero, por supuesto, vamos a tener que retrasar el cierre hasta que la infección ya no suponga un problema y quizá podamos conseguir algo de piel para injertar en la zona. Va a ser un camino largo y difícil para ella, pero no podemos hacer nada más, excepto quizá coserle una pelota de voleibol ahí.

—Dau quadi, co —dijo la mujer y estiró su mano mojada por las lágrimas hacia mí para dejarla caer de nuevo, como si el esfuerzo que suponía sostenerla fuera demasiado para ella.

—La medicamos hace menos de una hora —dijo Joe—. No creo que podamos darle mucho más en estos momentos.

Ajustó el flujo de uno de sus dos goteos y se dirigió a la cama de al lado, donde estaba un soldado del ARVN con amputaciones bilaterales por debajo de la rodilla.

El hombre ignoró el saludo de Joe y extendió la mano para pedir un cigarrillo. El médico se encogió de hombros.

—No poder hacer. Están en mis otros pantalones. ¿Tú bic? ¿Otros pantalones? —El hombre parecía disgustado, se giró y nos ignoró mientras Joe me hablaba de sus intentos fallidos por salvarle al menos una de las piernas—. Lleva aquí unas tres semanas. ¿Sabes cómo hacer la envoltura en forma de ocho para moldear un muñón para prótesis?

Le dije que sí.

Tuve que decirlo en voz alta, porque casi todo el ruido de la sala provenía del que estaba en la cama de al lado, un niño pequeño con una boca grande.

El muñón de una de sus piernas estaba fuertemente vendado, pero drenaba. El brazo derecho lo tenía en una férula de plástico.

—Este pequeño diablo es Nguyen Tran Ahn, un huérfano de diez años de edad. A sus padres los mató el Vietcong antes de esta última incursión. No deja de decir que se quiere ir a casa, pero nadie lo ha reclamado. Al parecer estaba en un árbol cuando un proyectil se llevó su pierna derecha. Se fracturó el radio y el cúbito derechos cuando se cayó del árbol. Yo… Dios mío…

Él miró su carita de fastidio, que me recordaba a la de un mono tallada en un coco, pero con rasgos más suaves, claro.

El volumen de los alaridos y sollozos del niño aumentó cuando Joe comenzó a desenvolverle el vendaje del muñón. Intenté que se callara, pero eso hizo que gritara incluso más fuerte. Joe suspendió la exploración y corrió dos camas abajo.

—Lo habría desbridado esta mañana, pero el pequeño diablo consiguió una barra de chocolate en alguna parte y no pude operarlo.

El sargento Baker, con una toalla sobre un hombro, se detuvo para oír lo que decía el doctor.

—Sí, bueno, bac si, ¿harías algo por mí cuando te lo lleves a cirugía? ¿Le podrías coser la boca? Dios, ese niño sí que sabe gritar. —Se tiró de la oreja, sacudió la cabeza y se dirigió tranquilamente hacia la puerta de atrás.

La siguiente paciente estaba sentada en la cama, petrificada. Ignoraba los cabestrillos de los que colgaban sus hombros y brazos y miraba fijamente hacia el otro lado de la sala.

—¿Qué le pasa? —le pregunté, bajando la voz.

—Fractura bilateral de clavícula y estado de shock. ¿Recuerdas lo que te dije acerca del Vietcong?

Asentí con la cabeza.

La pregunta era retórica. Él aprovechó la pausa para tragar. Había hecho un buen trabajo fingiendo ser el alegre Joe Giangelo por mi bien y el de los pacientes, pero esa alegría desapareció de repente y se notaba que el hombre había estado trabajando toda la noche.

—Ellos… eh… el Vietcong… disparó… Ella caminaba por la calle después de llevarle la cena a su marido, que es uno de los guardias civiles del CIDG, que es quien se encarga de frenar el avance del Vietcong. Llevaba a su bebé de un año y medio apoyado en un costado y al de tres meses de edad en el otro. El francotirador disparó a los dos bebés y se los arrebató de los brazos. El impacto le fracturó las clavículas.

Continuó hablando en un tono de voz monótono, como si estuviera dictando la gráfica, sobre lo que iba a hacer por ella. La mujer tenía dos hijas, un bebé y una niña, en casa.

Las siguientes dos camas estaban vacías, pero en la última una niña vietnamita bastante joven que se dedicó a hacer pucheros de forma ostentosa hasta que nos volvimos hacia ella; entonces empezó a saltar en la cama como un perrito mientras esperaba a que llegáramos. Saltar de arriba abajo cuando tu pierna está en tracción no es fácil, así que nos apresuramos mientras ella nos hacía señas impacientes con la mano y gritaba:

—Bac si Joe, bac si Joe, no verte en mucho tiempo.

—Esta es Tran Thi Xinh —me informó Joe—. Xinh, esta es…

—Esta es tu novia, ¿eh? —preguntó ella.

—No. Sabes que tú eres mi chica. Esta es Kitty. La teniente McCulley. Va a estar trabajando con nosotros, así que quiero que le enseñes la pierna, ¿de acuerdo?

—Vale, Joe. Kitty, ¿cuántos años tener? ¿Tú casada? ¿Tener hijos?

Le pusimos bien las sábanas mientras ella se impulsaba hacia arriba con la ayuda del trapecio de metal suspendido de la parte superior del armazón de la cama. Le dije que tenía veintiún años, que no estaba casada y que no tenía hijos, y ella me dijo:

—Ah, igual yo. —Aunque no aparentaba más de diecisiete años.

—Xinh va a conseguir salir en los libros de texto, Kitty. Tiene una fractura espiral poco común de la extremidad distal del fémur. En realidad, aquí no tenemos equipo con el que trabajar. Yo la enviaría a Estados Unidos, pero su familia no quiere que se vaya. Así que he pedido el equipo por diferentes vías. Huelga decir que Xinh será una de las pacientes que más tiempo se va a quedar aquí.

Xinh nos dedicó una sonrisa de portada de revista, seguida de un torrente de frases en vietnamita. Mai, que también hablaba rápidamente en el mismo idioma, se acercó corriendo y medio abrazaba a la chica cada vez que ella hacía una gesto de dolor mientras Joe la examinaba. Ellas dos eran casi igual de ruidosas que el niño, Ahn, que seguía alternando alaridos y quejidos.

El alboroto que todos ellos causaban fue ahogado por el estruendo repentino de la voz grave del sargento Baker.

—Espera un maldito minuto, soldado. ¿Qué te crees que estás haciendo?

—Le traigo un paciente nuevo, sargento. Qué bueno soy, ¿eh? —La respuesta fue en un tono de voz igual de contundente y con un fuerte acento sureño, lo cual no significaba necesariamente que el hombre fuera del Sur de Estados Unidos, no en Vietnam. Por alguna razón, incluso los chicos de Boston empezaban a hablar como paletos de Georgia cuando llevaban una semana en el país.

—No sin autorización —respondió Baker y cogió la toalla de su hombro como si fuera a darle con ella al alto pelirrojo si hacía un movimiento en falso.

Joe volvió a tapar a Xinh con la sábana y se dirigió hacia los dos hombres que se peleaban por la camilla.

—Hola, Joe. ¿Le quieres decir al sargento que autorizaste este traslado? —dijo el pelirrojo. Su uniforme le daba un aspecto extraño: llevaba una camisa de camuflaje normal combinada con unos pantalones verdes con rayas de tigre y como insignia un pin del Pájaro Loco, que probablemente había comprado en el economato. Por su actitud, pensé que podría ser uno de los médicos de las regiones rurales remotas. Todos ellos rechazaban los códigos de vestimenta del Ejército.

Joe trató de ganar tiempo:

—Mira, doctor, yo no…

Marge asomó la cabeza por la puerta.

—¿Pasa algo, sargento Baker? —preguntó ella con alegría.

—Este hombre que nos trae a este paciente no tiene autorización, señora. Al menos, claro está, que el capitán Giangelo lo haya autorizado. ¿Señor?

—Si Chalmers ha terminado con lo de su cabeza, yo…

—No le ocurre nada a su cabeza —dijo el pelirrojo.

—Tenía una fractura deprimida de cráneo —indicó Joe, que no quería discutir, solo informar.

—Fue un error, capitán. Si le hacéis una radiografía ahora, comprobaréis que no le pasa nada en la cabeza. Lo que sí necesita es que le pongan unas piernas nuevas para que pueda volver a los pueblos. Lo necesitan ahí fuera.

—Espera un momento, espera un momento —dijo Baker—. ¿Eres médico? No tienes pinta de médico.

—¿Ah, no? A ver si me dice lo mismo cuando le disparen en el culo o arda de fiebre y yo sea el único tío a la vista con un botiquín y algo de formación.

—Estoy realmente impresionado. Fui sanitario en dos guerras. Pero eso no quiere decir que traslade pacientes sin autorización o que replique a los médicos de verdad. ¿Cómo te llamas y cuál es tu unidad, soldado?

—Especialista de Sexta Clase Charles W. Heron, supervisor médico de las Fuerzas Especiales asignado al destacamento de operaciones C-1 perteneciente al Grupo de Asesoramiento para Misiones Especiales B-53.

—Ajá —dijo Baker—. ¿Y quién es este hombre? ¿Tu comandante?

—Sargento Baker, especialista… hmmm… —respondió la comandante Canon—. Quienquiera que sea este paciente ¿no les parece que sería mejor ponerlo de nuevo en la cama mientras discutimos a qué sala lo mandamos?

—Te estoy diciendo, Joe, que no hay lesión en la cabeza —dijo el pelirrojo.

—Voy a pedirle autorización al comandante Chalmers, doctor.

—¡Chalmers! Ese gilipollas es un ignorante de mie…

Al menos el hombre parecía saber juzgar a la gente.

Recordé tarde que tenía que intentar tranquilizar al paciente, que era el objeto de toda la discusión. Me llevó un momento reconocer al viejo Xe. Tenía mejor color, la cabeza sin vendar y las mejillas menos hundidas. Sus ojos estaban abiertos y alerta y parecía que estaba mirando al techo, pero me di cuenta de que miraba al pelirrojo y a Joe y después a Baker como si estuviera viendo un partido de tenis de mesa a tres bandas. Probablemente no lo habría reconocido en absoluto al cabo de un par de días: los ancianos vietnamitas sin piernas y sin pelo eran algo frecuente en la 83. Pero tenía las manos cruzadas sobre el pecho, encima de la medalla, con un gesto que recordaba muy bien de hacía dos noches.

—Sigue así, papasan —le dije, y le di unas palmaditas en el hombro—. Seguro que te curas enseguida.

—Debería tener cuidado con cómo lo toca —me dijo Heron—. Es una falta de respeto tocar a un hombre santo con tanta familiaridad.

—Tú eres el irrespetuoso… —comenzó a decir Baker, pero Heron no le estaba prestando atención. El anciano le hablaba en voz baja y ronca.

Cuando Heron levantó la vista de nuevo, su rostro tenía una expresión extraña, como si intentara estudiarme y, al mismo tiempo, lo incomodara.

Marge, que había estado al teléfono, volvió a aparecer.

—Por lo visto, neurocirugía quedó desbordada ayer por la noche con los pacientes que no cabían en la uci. Cuando le dije a la capitán Simpson que teníamos a uno de sus pacientes aquí, habló con el comandante Chalmers. Dijo que para empezar no sabía por qué no habíamos admitido antes al anciano y que, Joe, si necesitas ayuda con la conmoción cerebral leve que el médico de admisiones diagnosticó erróneamente como fractura deprimida de cráneo, Chalmers estará encantado de ayudarte.

Mai y Heron pusieron a Xe en la cama. Transcribí las órdenes e intenté darme prisa para poder hablar con Heron antes de que se fuera. Me pareció que él era el hombre misterioso que había llamado en nombre del viejo Xe durante la evacuación por aire. Pero cuando levanté la vista de mi gráfica, el anciano dormía de manera irregular en la cama que estaba entre la mujer que había perdido a sus hijos y el niño llorón. Pensé que podría ser por la luz, pero parecía más enfermo y más cansado que antes.

Joe Giangelo, cuando regresó a la sala, evidentemente pensaba lo mismo que yo, porque ordenó un nuevo antibiótico, un goteo más y dos unidades de sangre para el anciano y lo programaron para cirugía en cuanto consideraran que estaba lo suficientemente fuerte como para resistir la anestesia.

Estuvimos algo ocupados los primeros días que trabajé en ortopedia. Una mañana, el marido de la mujer con las clavículas fracturadas simplemente apareció y se la llevó. Marge llamó a Joe y este, con la ayuda de Mai, trató de convencer al hombre de que no lo hiciera, pero el marido hizo una tensa reverencia y dio unas tensas gracias. Mai nos explicó que la mujer se sentiría mejor con su propia gente y que querría estar presente en el funeral de sus hijos. A mí me daba la impresión de que la mujer se iba a morir de pena muy pronto y parecía que el hombre nos culpaba a nosotros de la tragedia, y a sí mismo por estar en nuestro bando. Y eso me enfadaba. Se suponía que nuestro bando era el mismo que el de la mayoría de los vietnamitas del sur, ¿no? Éramos nosotros los que los ayudábamos a ellos, no al revés. Y él ni siquiera nos dejaba intentar reparar parte del daño.

Aunque tampoco era el único que no quería nuestra ayuda. El día que estaba programada la operación de Ahn, el técnico de quirófano se lo llevó en camilla y, poco tiempo después, volvió rascándose la cabeza y preguntándose si habíamos visto al niño.

Voorhees y el sargento Baker dividieron el hospital y comenzaron a buscar, pero unos minutos más tarde un sargento que vagamente reconocí traía de vuelta a la sala a Ahn, que lloraba.

—Me parece que esto les pertenece, señoritas —dijo el sargento. Le mostré dónde podía dejar al niño, mientras Marge llamaba a Joe al quirófano.

Comprobé las constantes vitales de Ahn, pensando que a Joe le gustaría saberlo, pero no podía oír mucho. Se apartaba de mí y me gritaba, y en todo momento me miraba con una mezcla de miedo y odio. No lo podía entender. No le había hecho nada.

El soldado del ARVN que estaba en la cama de al lado exhaló un anillo de humo y nos sonrió con satisfacción cuando pasamos a su lado.

El sargento dijo:

—Anda, tú eres la mujer que llevamos a casa desde el club.

Rodeé el mostrador de las enfermeras y él se sirvió una taza de café y se inclinó sobre las gráficas.

Marge levantó la vista y dijo:

—El supervisor de quirófano dice que tenemos que volver a programar la operación de Ahn. Como no lo podían encontrar, le dieron la sala al doctor Stein para que operara una herida en el estómago con una lesión en las vértebras, así que Joe está allí con él. Aunque dijo que se alegra de que hayamos encontrado al pequeño. Supongo que podemos pedir una bandeja.

El sargento, que tenía un ligero parecido a un boxeador irlandés, le echó a Marge una rápida mirada de admiración.

—La comandante me parece una dama muy agradable, teniente. ¿Le has preguntado ya por lo del fin de semana?

—Todavía no…

—¿Qué pasa el fin de semana? —preguntó Marge.

—Bueno, señora, vamos a dar una fiesta el sábado por la noche y mi oficial ejecutivo me ha pedido que también la invite a usted, pero tenía la esperanza de que nos prestara a esta joven para que venga a nuestra compañía y pueda volar un poco en una de nuestras grúas voladoras… es una especie de misión de buena voluntad. El oficial ya ha consultado lo de la habitación de invitados con el comandante. Es el fin de semana en el que celebramos nuestro aniversario. Si hasta tenemos una banda filipina.

—¿A qué hora es la fiesta? —preguntó Marge.

—Los helicópteros recogerán a las damas a las siete de la tarde. Se saltan la locura de la noche y les preparamos una barbacoa con unos filetes de primera.

—¿Quiere ir, teniente? —me preguntó ella.

—Claro —le respondí—. Es que pensaba que como no llevo mucho tiempo aquí todavía no podía pedirme un fin de semana…

—Caramba, chica, ni que acabaras de llegar al país. Tenerte entre nosotros no entraba dentro de mis planes, así que no contaba contigo para el fin de semana. Venga, tómatelo libre, pero si para cuando vuelvas, aquí hay una riada de gente, sabremos a quién culpar.

Desde luego, las cosas mejoraban. No tenía a nadie detrás de mí mirando por encima de mi hombro, ni sentía la respiración de nadie en el cuello y de alguna manera me las arreglaba muy bien sin que me supervisaran. Incluso las sesiones del mediodía con Blaylock no eran tan nefastas, aunque veía que se sentía ligeramente molesta cuando me sabía las respuestas a las preguntas de matemáticas con las que me acribillaba. Y daba la casualidad de que Voorhees pedía por error una bandeja de comida de más cada día que yo perdía mi turno en el comedor.

El viernes por la noche, durante mi turno, Tommy Dean vino a la sala y se pasó la última hora bebiendo café, mientras yo terminaba mi informe. Cogí mi bolsa de la playa y metí un par de vestidos y artículos de aseo, incluido el perfume Shalimar que había conseguido por menos de diez dólares en el economato. El helicóptero nos estaba esperando en el helipuerto, cerca de las puertas traseras de urgencias. El polvo volaba por encima de nuestras cabezas cuando pasamos por debajo de las estruendosas palas. Tommy Dean se sentó en el asiento del copiloto y yo en el de atrás; cogí los auriculares que me ofreció el jefe de tripulación y le di las gracias moviendo solo los labios.

La rutina me resultaba familiar. Una unidad u otra siempre invitaba a un grupo de enfermeras a su fiesta y enviaba un helicóptero como servicio de taxi. La mayoría de las veces el helicóptero venía porque alguien le debía un favor a otra persona. Pedir favores y hacer trueques era una parte tan importante del sistema económico de los militares en Vietnam como lo era el mercado negro para los vietnamitas. Así que sabía cómo ponerme los auriculares y escuchar a través de la vibración estrepitosa del helicóptero y de las interferencias las bromas y el argot CB que intercambiaban por radio. El jefe de tripulación era casi siempre la única tripulación, sobre todo en los helicópteros más pequeños, y era el que se encargaba de todo lo que sucedía en la parte trasera del helicóptero: se ocupaba de la metralleta de la parte de atrás y en ocasiones se hacía cargo de los pacientes en situaciones de evacuación médica.

Nunca he tenido miedo a las alturas y disfruté mirando al suelo cuando pasamos por encima de la playa de China y sobre la Carretera 1 hacia una extensión de varios kilómetros de terreno despejado dedicado a los hangares, barracones, otros edificios feos, alambradas, sacos de arena e hilera tras hilera de todas las clases de helicópteros imaginables.

Realmente no sabía qué esperar de ese fin de semana. En Fitzsimons me había metido en serios problemas con una coronel poco razonable por tener a un hombre en mi apartamento después de medianoche. No estábamos haciendo nada, pero tanto mi compañera de cuarto, una virgen profesional a la que le molestó llegar a casa y encontrarse a Willie, como la coronel, decidieron no creerme. Me llamaron zorra delante de varios oficiales superiores y la coronel juró que ella misma me echaría del cuerpo si volvía a deshonrar el nombre sagrado de las enfermeras del Ejército con tan depravado comportamiento. Poco tiempo después, recibí órdenes para irme a Vietnam. Esperaba que sus espías me estuvieran observando y le escribieran: «Por supuesto, ella dice que solo va para saber más sobre las grúas voladoras, para hacerse “amiga” de los hombres y que se va a quedar a dormir castamente en la habitación de invitados». Tengo que admitir que sonaba un tanto inverosímil, pero es exactamente lo que pasó. Bueno, casi.

El viernes por la noche, después de que Jake nos recibiera y me acompañara a mi habitación para que me pusiera un vestido para subir la moral de la tropa, y la mía, hicimos los filetes a la brasa en un patio que los hombres habían construido. Al comandante le gustaba la música country marchosa y canciones como Cigareetes, Whusky and Wild, Wild Women; yo conocía unas cuantas, así que por turnos tocamos su destartalada guitarra con los acordes do, fa y sol mientras las tropas cantaban a coro con diferentes niveles de afinación y un entusiasmo enaltecido por el alcohol. Me recordó a los bares de Texas que tanto me habían gustado cuando estaba haciendo el entrenamiento básico en Fort Sam; cantamos y tocamos hasta la una de la madrugada, que fue cuando Jake me dijo que tenía que levantarme temprano si quería ir en misión en una de las grúas voladoras.

Lenta y pesadamente, me fui a la habitación de invitados cantando mi nueva canción favorita, una parodia horrible de Green Berets de Barry Sadler. Terminaba con «Porque ahí es donde los boinas verdes están a gusto, en la selva, escribiendo canciones». Tenía la intención de enviar una copia de ella a Duncan si podía recordar toda la letra e idealizarle mi fin de semana de la misma forma que Jake y los demás me idealizaban su unidad.

A la mañana siguiente, Tommy Dean me sentó en el ojo del enorme saltamontes volador, una burbuja de cristal que me ofrecía unas vistas perfectas del campo y de la misión. Volamos por encima de mares llenos de redes de pescar, exuberantes montañas verdes que se volvían de color púrpura en la distancia, arrozales dorados y aguas de color verde azulado. La vaporosa niebla crecía a nuestros pies y cubría los valles. Seguía siendo de una belleza extraordinaria. Pero incluso desde el aire, la belleza se veía empañada por los cráteres de las bombas que marcaban su superficie, como si fuera el País de Nunca Jamás con cicatrices de viruela. Estaba acostumbrada a ver Vietnam como algo feo, caliente, maloliente y sucio. No había caído en la cuenta de que el Cuenco de Arroz de Oriente, como lo llamaban en los estudios sociales, tendría que ser algo exuberante, que un país que en otro tiempo fue centro turístico para los franceses sería sin duda algo precioso. Qué vergüenza librar una guerra aquí.

La grúa se cernía sobre un helicóptero atrapado en una pequeña isla. Soltaron un cable y desde abajo un hombre sujetó el enorme y pesado gancho al Huey. Poco tiempo después, la grúa se elevó de nuevo llevando el helicóptero balanceándose debajo de su panza, como si la aeronave más pequeña fuera una mosca y la cena del más grande. Hubo un par de momentos de nerviosismo en los que tenían que hacer una pausa y esperar a que el impulso del balanceo del Huey disminuyera para que no se desequilibrara la grúa voladora. Cuando vi aparecer el aparato en la parte inferior de la burbuja, primero de un lado y después del otro, pensé en la prueba del cordón y el anillo que se hace para saber si un bebé va a ser niño o niña: si se mueve adelante y atrás, será niño; si describe círculos, será niña.

Al final del día, tenía un montón de fotos y una emocionante aventura que escribir en mis cartas. La sonrisa casi me partía la cara en dos cuando Jake me recibió en la pista de aterrizaje.

—Dios mío, ¡ha sido genial! —le dije y lo enganché amistosamente del brazo—. Creo que hasta podría escribir una canción.

Él sonrió como un padre a quien le dicen que su hijo recién nacido es adorable.

—Me alegro. Espero que ahora tengas ganas de fiesta. Nos vemos en unos cuarenta y cinco minutos y nos vamos todos juntos caminando al club, ¿de acuerdo?

Acepté feliz y me puse mi vestido de tirantes con bordado mexicano de color rosa chillón y sandalias. Entonces, me sentí un poco como la mascota de un equipo de fútbol mientras recorría la carretera acompañada de treinta o cuarenta hombres de la unidad de la grúa voladora.

Entré con aire majestuoso entre Tommy Dean y el comandante, y me hice con un filete. Una mujer, oriental de la cabeza a los pies y que no parecía hablar ni una palabra de inglés, llevaba un vestido sin tirantes de lentejuelas y zapatos de tacón alto sin medias y cantaba a pleno pulmón una canción de Patsy Cline; lo hacía igual que ella, con el gangueo, el gorjeo y todo eso. Entonces, comenzó el baile y yo, una chica a la que en mi país nunca habían invitado a bailar en ninguna fiesta a la que había asistido sin acompañante, en el instituto o fuera de él, estaba en el paraíso. Marge también estaba allí, con otras chicas de la 83. Me senté a hablar con ella cuando la banda se tomó un descanso, pero no podíamos oírnos por el ruido.

Cuando la banda comenzó de nuevo, alguien me dio una palmadita en el codo y miré hacia atrás para ver mi propio reflejo en las gafas de espejo de Tony Devlin.

Puso la palma de la mano hacia arriba, invitándome a cogerla, y señaló la pista de baile con la cabeza. Supongo que si fuera una película la banda estaría tocando un vals vienés en ese mismo momento, pero en el mundo real estaban tocando algo más cercano: Proud Mary. Cuando la oí, no me pude quedar sentada. Tony bailaba bien: las rodillas, los codos y las muñecas marcaban el ritmo más que los pies, un estilo que supone una ventaja en una pista pequeña. Fruncía ligeramente el ceño mientras se balanceaba, daba brincos y chasqueaba los dedos, como un ruso a punto de realizar uno de esos números en los que se echan al suelo y dan patadas. El ceño fruncido era sexi. Lo había visto en mis amigos hippies, que parecían utilizarlo para decir: «Aunque esté haciendo algo frívolo como bailar, estoy apoyando los derechos civiles» o «estoy salvando al mundo de la bomba». En el caso de Tony, decía: «Será mejor que creas que estoy bailando mientras pueda». Me encantaba verlo bailar, pero también me gustaba hacer tonterías: jugar a los mosqueteros con Tommy Dean o bailar en línea o en círculo con todo el mundo. Cuando bailaba con Tony, lo hacía a paso ligero como si fuera un indio en una partida de guerra. Eso debería haberme dicho algo.

Pero me sentía bien. Nuevos amigos, una nueva aventura y tal vez un nuevo idilio. Duré mucho más tiempo que las chicas de la 83 y cuando Marge me dio las buenas noches con un gesto de la mano, no habíamos dejado de bailar ni habíamos hablado mucho. Debió de haber pasado bastante tiempo, yo estaba bailando con uno de los pilotos de las grúas voladoras (no recuerdo quién), cuando me di cuenta de que Tony ya no estaba en la barra y de que Tommy Dean y Jake se habían ido también. Vi la parte superior de la cabeza de Jake al entrar por la puerta y cómo su dedo describía un círculo en el aire. La joven cantante le dio unos golpecitos en el brazo a la guitarrista principal y señaló con la cabeza a Jake; dejaron un estribillo sin cantar y empezaron a recoger los instrumentos.

Él se detuvo y dijo unas palabras a uno o dos tipos y el club comenzó a vaciarse.

Caminó hacia mí y nos encontramos a mitad del trayecto.

—¿Qué ocurre? —le pregunté yo.

—No creo que nadie más vaya a poder salir esta noche. ¿Te importa compartir tu habitación con las chicas de la banda? No quiero que ninguno de los chicos, que ya han bebido demasiado, les hagan pasar un mal rato.

—Claro —respondí yo, desconcertada—. Pero ¿por qué?

—Hay un francotirador en la puerta. Le he dicho al sargento que consiga unos camastros para las artistas, pero quería que antes de colocarlos supieras lo que está pasando.

—Yo te ayudo —le dije.

Volvimos caminando al patio muy pegados y en un grupo pequeño: Jake, los pilotos de las grúas y yo con las chicas de la banda filipina y la cantante, la clon de Patsy Cline, dando pasos cortos detrás de nosotros con sus tacones demasiado altos y su traje demasiado apretado.

El sargento había dispuesto una pila de camastros y ropa de cama. Empecé a desplegar los camastros y a desdoblar las sábanas. Podría haber dejado que lo hicieran las chicas, pero después de trabajar en los hospitales como voluntaria, estudiar enfermería y casi licenciarme, automáticamente hacía cualquier cama que se cruzara en mi camino. Además, así me sentía útil en una situación potencialmente peligrosa sobre la que no tenía control alguno. Estaba acostumbrada a misiles y a morteros, pero ¿un francotirador? De alguna manera, eso parecía mucho más personal.

Estaba maldiciendo una terca bisagra del último camastro cuando Tony asomó la cabeza por la puerta.

—Me ha dicho Jake que te diga que te relajes. Parece que las chicas podrán volver a casa después de todo. Hemos dado permiso a un ataque aéreo desde Phu Bai.

—Ah —dije yo, mirando a mi fila de camastros perfectamente hechos.

—Olvídate de eso. Ven conmigo. Tengo algo que mostrarte. Creo que lo vas a encontrar muy interesante.

—¿Adónde vamos? —le pregunté.

—Aquí al lado, a la torre de agua. Vamos. Rápido.

Prácticamente tiró de mí por el patio, donde algunos hombres de la compañía de las grúas voladoras entretenían a las filipinas y viceversa y atravesamos la parte oscura del recinto hacia una torre de agua achaparrada. Subimos por una desvencijada escalera de madera y nos pusimos bocabajo en la parte superior de la torre. Él se acostó a mi lado y me pasó un brazo por la espalda. La camisa del uniforme la tenía húmeda y olía a sudor limpio mezclado con almidón, whisky y tabaco. Se pegó más a mí, de tal forma que su antebrazo nos aplastaba contra la parte superior de la torre. Con su mano libre señaló delante de nosotros.

—Mira —me dijo.

—¿Es ahí donde está la verja?

—Ajá. Pero mira el cielo.

Lo único que veía era edificios, árboles y estrellas. El sonido esporádico de disparos parecían fuegos artificiales distantes, un efecto acentuado por las estelas rojas de las trazadoras que ardían en el cielo.

—¿Oyes eso? —me preguntó, y enseguida lo oí: era un helicóptero, por el sonido rítmico de sus palas, aunque era muy bajo, como si hubieran silenciado el rotor con aceite y terciopelo.

—¿Dónde está? —susurré.

Con la emoción de la oscuridad, el peligro y el hecho de que Tony me tuviera medio aplastada contra el suelo me resultaba difícil mantener un tono de voz bajo y serio. Toda la escena me recordó a cuando tenía unos ocho años de edad y mis primos y yo jugábamos a la guerra con cascos y cinturones, excedentes del ejército, debajo del puente de mi tía Sadie. Aunque mis primos no olían como Tony ni se parecían a él.

Tony describió un arco con la mano. Lo seguí y vi el contorno del fino morro del pequeño helicóptero, que estaba suspendido en lo alto como un gato volador que vigilaba una ratonera.

—¿De qué clase es? —le susurré.

—Un Cobra —respondió Tony, y su aliento me hizo cosquillas en el oído.

De pronto, el Cobra se echó encima de su presa y empezó a escupir fuego sobre la zona de la verja, ráfaga tras ráfaga.

—Dios mío —exclamé yo—, ¿todo eso por un solo hombre con una pistola?

Era como usar un tanque para matar moscas.

Pero las filipinas pudieron volver a casa después de todo, lo cual fue estupendo, porque iba a tener otra compañía en la habitación de invitados.