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El club de oficiales de la playa de China era una laberíntica construcción colonial francesa situada en una colina cerca de la playa. Contaba con unas espléndidas vistas al mar de la China Meridional, de las montañas adyacentes y de la selva. Era un lugar de aspecto romántico si pasábamos por alto la concertina de seguridad y los sacos de arena e ignorábamos el atuendo de la clientela. Con sus ventiladores de techo, que giraban perezosamente, sus celosías de madera pintadas de blanco, su amplia galería y sus palmas en macetas, el lugar siempre hacía que me sintiera como si tuviera que ponerme un traje de lino blanco tipo safari y un salacot y caminar del brazo de Tarzán. Me quedé esperando a que alguien se acercara en elefante y gritara «memsahib».

En ese momento, sin embargo, la visión colonial del lugar era menos atractiva que la distancia que lo separaba del hospital.

Normalmente, me vestía de gala para ir al club e iba con un grupo o un acompañante. Esta vez simplemente me puse el arrugado uniforme por encima del traje de baño, que para entonces ya estaba totalmente seco, intenté quitarme la arena y oculté el pelo debajo de mi gorra de béisbol. Parecía una recluta, pero a mí me daba igual. No me sentía muy glamurosa.

El club estaba medio vacío, ya que eran las cinco de la tarde: un poco temprano para la cena. En realidad, me apetecía estar a solas con mi apatía, pero eso llamaría la atención. Miré a mi alrededor en busca de alguien conocido. Alguien inofensivo y familiar.

A pesar de mi aspecto desastrado, apenas puse un pie dentro el estrépito del acero inoxidable y la cerámica del restaurante dio paso a un tintineo aislado, y el murmullo de las conversaciones cesó por completo. Me sentí como el pistolero más rápido del Oeste entrando en una taberna justo antes del mediodía, pero fingí no darme cuenta. Desde mi llegada a Vietnam, me había acostumbrado a parar el tráfico. Literalmente. Siempre me había considerado una mujer atractiva, de las de aspecto sano y cara redonda. Tenía unos bonitos ojos color avellana y el pelo castaño, que cuidadosamente mantenía de un color rojizo, y una figura que con cinco kilos menos sería voluptuosa y con cinco kilos más, gorda. Pero nada de eso importaba, porque esa atención no era nada personal. No era mi impresionante belleza ni mi increíble carisma lo que dejaba sin aliento a los comensales masculinos. Solo se necesitaba un aparato reproductor femenino estándar y unos ojos redondos para ser la Liz Taylor de la playa de China.

Me quedé de pie, algo aturdida por el sol y con sueño, intentando decidir qué hacer. En ese momento, me cansaba de solo pensar en todos esos hombres.

Una razón por la que no me había importado tanto venir a Vietnam en un primer momento era que ya había hablado con muchos de los desconcertados chicos de mi edad que no querían ir, pero no veían otra opción. Parecía injusto que tuvieran que servir, solo porque el hecho de ser hombres y de tener la edad adecuada. Era una discriminación. Pensaba que si esta guerra era en beneficio de Estados Unidos, ¿por qué eran los hombres los únicos que tenían que ir? Los de Vietnam del Norte, o al menos los del Vietcong, tenían tropas de mujeres, al igual que los israelíes. Por supuesto, dos días después de llegar al país estuvo bastante claro que ningún estadounidense, hombre o mujer, debería haber venido aquí. Si tuviera que alistarme de nuevo, solo la invasión de Kansas City habría conseguido que me pusiera un uniforme. Además, sabía que muchos de los patriotas que habían sentido entusiasmo antes de llegar a Vietnam estaban de acuerdo conmigo. Incluso los vietnamitas del Sur evitaban el Ejército si podían y era su maldita guerra.

Sin embargo, ahí estaba yo, y mi concepto idealista de solidaridad entre hombres y mujeres no había conseguido impedir que me consideraran una novedad exótica en la zona de guerra, por mucho que yo quisiera, o pudiera, contribuir. La mayoría de las veces, casi todos los tíos eran aceptables, incluso galantes. En cambio había algunos, como Mitch, que consideraban que para nosotras las enfermeras trabajar turnos de doce horas y sufrir continuamente la falta de sueño y una insolación incipiente era una especie de pasatiempo. Para lo que realmente estábamos en Vietnam era, por supuesto, para que nos dieran un revolcón. Para que nos lo dieran ellos.

Las enfermeras, las trabajadoras de la Cruz Roja y las artistas éramos todas unas ninfómanas, por no decir putas, según el pensamiento nostálgico predominante. Incluso hombres agradables nos juraban que todas las chicas de la Cruz Roja estaban ganando mucho dinero como prostitutas y, al parecer, esos mismos hombres contaban la misma historia sobre nosotras cuando hablaban con las trabajadoras de la Cruz Roja. Recuerdo haber tenido una conversación con una de esas chicas en Marble Mountain. «Es curioso, pero no me pareces tan… hmmm… ya sabes…», dijo ella en un momento dado cuando hablábamos de lo que estábamos haciendo en Vietnam. «Ya lo sé», respondí yo. «Tú a mí tampoco me pareces una puta».

Con todo este asunto me entraron ganas de pegar a alguien, pero, por desgracia, la mayoría de la gente a la que quería pegar aquí era de un rango superior al mío.

Aunque, en principio, y siempre y cuando los chicos se guardaran sus groserías, podía con ello e incluso disfrutaba de la atención. Los que realmente me enfadaban eran los que hacían que Mitch pareciera el señor Encanto. En el cumpleaños de Carole, uno de sus amigos nos había llevado a cuatro de nosotras a celebrarlo al club. Unos marines borrachos se habían reunido a nuestro alrededor para cortejarnos con obscenidades e insinuaciones lanzadas con los modales típicos del cuerpo de Marines, que competían en refinamiento con los violadores múltiples y asesinos convictos. Los clásicos «No, gracias», «No me interesa», «Por favor, desaparece o se lo diré a mi novio, King Kong», «Estoy prometida» y «Estoy casada» no los detenían. Ni tampoco, en un primer momento, «Quítame las malditas manos de encima» y «Vete a la mierda y muérete», hasta que lo expresábamos a un volumen suficiente como para atraer el interés de otros oficiales, que se acercaban a apoyar al amigo de Carole. Nuestros rescatadores se quedaban por allí bebiendo y esperando cualquier demostración de eterna gratitud. La mayoría de ellos se comportaban algo mejor que los oficiales. Uno de ellos insinuó que no teníamos por qué enfadarnos tanto, que no fuéramos allí si no queríamos que los oficiales anduvieran detrás de nosotras.

Era tan injusto. Por mi parte, había esperado un cuerpo de Marines completamente diferente: el del majestuoso lema en latín, en el que mi padre se había alistado en la segunda guerra mundial. Se lo había pasado muy bien con esos otros marines, y a menudo contaba largas y divertidas historias sobre las aventuras de su grupo de muchachos en Ishi Shima. Nunca, según lo que contaba papá, mataron a nadie; lo que hacían era acampar mucho bajo la lluvia y holgazanear por ahí; les daban caramelos a los niños y medias de nailon a las mujeres; eran amables con los prisioneros de guerra y escribían a sus madres. Y, ciertamente, no decían «joder» cada dos palabras. Por supuesto, a estas alturas, yo sí lo hacía. Suponía que a papá todo esto le hubiera horrorizado.

Puede que de esto deduzcas que nuestras vidas eran una locura. Mientras estábamos de servicio, éramos responsables de las vidas y las muertes de nuestros pacientes, de calmar sus temores y de administrar los tratamientos que podían curarlos o matarlos. Fuera de servicio, nos trataban como a una especie de cruce entre un general de alto rango que merecía que le lamieran las botas, que lo llevaran a todos los sitios y, por lo general, que recibiese un trato especial y una prostituta. Era un poco como ese viejo refrán de «Agua, agua por todas partes, y ni una gota para beber». Todos esos hombres y una podía sentirse tan sola.

En una cita, después de decir de dónde provenía cada uno, tu acompañante presumía de su avión o de su unidad o, Dios no lo quisiera, de cuántos había matado. Si se sentía disgustado, tenías que subirle la moral. Pero de ti esperaban que fueras atenta y mona como los jugadores de fútbol americano esperaban que lo fueran las chicas en el instituto. Nadie quería oír hablar de cómo te había ido el día en el trabajo. Algunas de las chicas salían con médicos, que al menos tenían idea de cómo era su día a día. Yo estaba encantada de no hacerlo. Lo que me faltaba en ese momento era tener que dedicar también el tiempo que estaba fuera de servicio explicando lo que le había hecho a Tran. Salir con médicos, para mí, era una buena forma de arruinar tanto tu vida social como tu trabajo. Además, estaban casados.

Una capitán enfermera que había conocido en Fitzsimons, que había estado en Vietnam dos veces y una en Okinawa, me dio su receta para manejar la vida amorosa mientras estabas sirviendo en el extranjero.

—No le des importancia, cariño. No le des importancia. Lo que pasa es que una tiene aquí uno de esos idilios increíbles y entonces el amor de tu vida deja el país, con la promesa de escribir y toda esa mierda, y luego vuelve con su amantísima esposa o con su verdadera novia y se olvida de ti. Lo que sientes no es real. Lo pasas muy bien, pero no te lo puedes tomar en serio. Lo que tienes que hacer es encontrar a un tío majo al que le queden unos tres meses en el país, el tiempo suficiente para disfrutar. No te involucras tanto cuando sabes que todo se va a terminar pronto. Sales con él y conoces a sus amigos y cuando se va, sales con el más majo de sus amigos al que solo le quedan unos tres meses en el país, y así sucesivamente. Es la única manera de evitar salir escaldada.

Estuve de acuerdo y traté de mantener una actitud cínica, pero naturalmente esperaba que en mi caso estuviera equivocada y que fuera a encontrar un amor verdadero y correspondido solo por el puñetero hecho de ser tan noble. Bueno, al menos iba a cobrar mi paga extraordinaria por servir en zona de combate.

Un hombre de facciones duras, pelo rubio rapado y un mono de vuelo se acercó a mí con una sonrisa que enseñaba los dientes lo suficiente como para parecer amable, pero no lo suficiente como para parecer que estaba a punto de morderme.

—Perdone, señora, pero si no está con nadie, mis amigos y yo le agradeceríamos que cenara con nosotros.

—Bueno, estaba… —Eché un vistazo a mi alrededor de nuevo, pero la sala estaba llena de desconocidos—. De acuerdo.

—Me llamo Jake.

—Yo soy Kitty. ¿De dónde es usted, Jake? —le pregunté; así era cómo se entablaban las conversaciones en Vietnam. Todo el mundo quería comentar de dónde venía. Muy pocos querían hablar de dónde estaban.

—Soy de Florida, pero mi familia vive ahora en Tennessee. ¿Y usted de dónde es?

—De Kansas City —le respondí yo, y decidí mientras me llevaba a su mesa que probablemente fuera agradable. Que mencionara a su familia en la primera frase y que no escondiera su anillo de casado eran una buena señal. Estaba claro que no era la pesadilla de las enfermeras solteras del Ejército, ya que no omitía el hecho de estar casado solo por encontrase en otro país.

La mesa estaba en la galería y en ella se hallaban dos hombres también ataviados con monos de vuelo, uno sentado y otro de pie con las piernas separadas como si estuviera a punto de sentarse a horcajadas sobre la silla, las manos en el respaldo y el rostro oculto por unas gafas de espejo. Aunque esos cristales escondían mucho, sentí cómo se clavaban en mí como si fueran la mira de un rifle. Su pelo oscuro era más largo que el de los otros dos y tenía un desenfadado mechón que le rozaba la parte superior de las gafas. Estaba bronceado, era alto y delgado, y tenía una sonrisa torcida y manchada ligeramente por el tabaco.

—No le haga caso a este hombre, señora —dijo Jake—. Es uno más de los pilotos de evacuación sanitaria. Dejamos que coma con nosotros para que pueda aprender a comportarse en la compañía adecuada. Tony, no irás a comer de pie, ¿verdad?

—No. No es que no aprecie la oportunidad de aprender, señor, pero ya he comido, como se lo habría explicado si no se hubiera ido detrás de la chica más guapa de la sala como un… bueno, de todos modos tengo que volver a Red Beach. Estoy en situación de alerta. Pero no voy a dejar pasar la oportunidad de conocerla.

—No sé por qué, pero sabía que dirías eso —resopló Jake—. Kitty, este es el brigada Antonio Gutierrez Devlin.

El brigada Devlin me dedicó una enorme sonrisa que mostraba unos dientes ligeramente irregulares y llevó mi mano a sus labios.

—Encantadísimo de conocerte. ¿Cómo era tu nombre? Kitty ¿qué?

—McCulley —le dije.

—¿De Monoparental?

—¿Qué?

—Monoparental, la 83. Eres del Ejército, ¿verdad? Vuestro nombre en clave allí es Monoparental.

—¿Estás de coña?

—Lo digo en serio. También se le conoce de manera más informal como Madre Soltera. ¿Dónde trabajas?

—Hmmm… en la sala cuatro, ortopedia, a partir de mañana.

—Hmmm…

—¿No decías que tenías que irte, Tony? ¿Una misión urgente?

—Sí, bueno, lo siento, Kitty. Tengo que ir a rescatar a heridos que se han quedado atrapados, a diferencia de estos transportistas de maquinaria pesada. Como trabajamos muy cerca, estoy seguro de que nos volveremos a ver pronto. —Apoyó las gafas de sol en la punta de la nariz y me dedicó una mirada elocuente con sus ojos de color verde avellana y sus oscuras pestañas rizadas que deberían estar prohibidas en un hombre; entonces se dio media vuelta con elegancia, se volvió a girar y le dijo a Jake—: Asegúrese de que la señorita viene a la fiesta, capitán, señor. —Y salió por la puerta tranquilamente. ¿He mencionado que no toda la atención masculina que recibíamos las chicas nos resultaba molesta?

Estaba recuperando el aliento cuando Jake suavemente me sentó en una silla y siguió con las presentaciones.

—Este caballero de aquí es Tommy Dean Kincaid. Di hola a la hermosa dama, Tommy Dean.

—Hola, hermosa dama. Es horrible lo que te encuentras de camino a la casa de la abuelita en medio de esta guerra, ¿verdad?

Sin lugar a dudas, estos dos me resultaban agradables. Sonaban como Bing Crosby y Bob Hope en Camino a Da Nang, conmigo en el papel de Dorothy Lamour. Por supuesto, en quien realmente estaba pensando era en el Errol Flynn que se acababa de ir, pero el interludio humorístico era reconfortante. Todavía me sentía demasiado frágil como para soportar los fuegos artificiales internos que Tony había provocado.

Sin embargo, estos dos chicos eran buenas personas. Al igual que Jake, Tommy Dean mencionó a su esposa durante los primeros quince minutos y me pidió consejo sobre qué tipo de regalo le podía enviar para su cumpleaños. Dijimos de dónde éramos y más tarde Jake y Tommy Dean, entre bocado y bocado de filete y patatas al horno, hablaron de aeronaves; mientras tanto, yo comía en lo que esperaba pasara por un silencio causado por la fascinación. Siempre como rápido, acostumbrada a los almuerzos de media hora durante los cuales un cuarto de hora transcurría en la cola de la cafetería, y terminé antes que ellos.

—¿Qué quiso decir Tony con que transportáis maquinaria pesada? Sois pilotos, ¿no es así?

—Sí, señora —dijo Tommy Dean.

—¿De ala fija?

—No, por Dios.

—¿Qué pilotáis, entonces? ¿Cobras? ¿Hueys? Monté en un Chinook nada más llegar aquí. Los chicos de Phu Bai nos llevaron a una fiesta en uno de ellos. Dios, qué ruido hacen esas cosas.

—Cariño, todavía no has visto nada —dijo Jake con orgullo.

—¿No has visto por el aire algo que se parece un poco a un saltamontes grande? —preguntó Tommy Dean.

—Bueno… no sé decir…

—Lo sabrías si lo hubieras visto. Es una grúa voladora. Es algo parecido a esto.

Sacó una pluma de uno de sus bolsillos con cremallera y dibujó una imagen que, efectivamente, parecía ser el fruto del matrimonio entre un helicóptero y un saltamontes.

Examiné el dibujo y me pregunté si aquello podría ser otra de esas extrañas bromas que se hacían en este país para impresionar a los recién llegados y a las chicas. Finalmente, se lo devolví y le pregunté:

—¿Por qué iba a construir alguien un helicóptero que se parece a eso?

Me señaló con entusiasmo las características de su aeronave:

—Este espacio de aquí abajo es para el cable que transporta la carga. De vez en cuando mira al cielo. Puede que veas uno llevando un tanque u otro helicóptero.

Mientras hablaba, su rostro adquirió una expresión de cariño casi paternal.

—Observarlo desde el suelo no es nada comparado con verlo con algo colgando de su panza.

—Me lo imagino —le dije con honestidad, porque estaba ya tan intrigada como me era posible estarlo por una pieza de maquinaria.

—Si vienes a la fiesta de la que hablaba Tony, tal vez podamos llevarte a dar una vuelta —dijo Jake.

—Me van a cambiar de sala —les dije con voz temblorosa al acordarme—. No sé cuál será mi horario.

—No pasa nada, cariño —dijo Jake y me acarició la mano. Él, obviamente, confundió el dejo de angustia en mi tono con decepción por no poder darle una fecha inmediata para familiarizarme con el desgarbado objeto que en ese momento era el amor de su vida—. Las grúas estarán ahí cuando puedas venir. Y habrá otras fiestas. No te preocupes…

La conversación giró de nuevo en torno a sus familias y entonces, de repente, Tommy Dean desapareció para ver si el sargento con quien habían venido había terminado la jarana en el club de suboficiales.

—¿Está bien? —le pregunté.

—Oh, por supuesto, cariño. Solo siente un poco de nostalgia. No creo que te des cuenta de lo mucho que significa para él, para los dos, que hayas venido a hablar con nosotros un rato. —Dejó de mirarme por primera vez esa noche y estudió sus uñas, el ventilador del techo y las idas y venidas de las camareras—. Ahora, no digo que si tuviéramos la oportunidad no haríamos nada, si sabes a lo que me refiero, pero la mayoría somos hombres felizmente casados. Echo muchísimo de menos a mi esposa. Es tan agradable poder hablar con una mujer sin, ya sabes, sin tener que hablar por señas todo el maldito tiempo.

Ahora era yo la que me estudiaba las uñas. No podía encontrar la expresión adecuada para hacerle saber lo agradable que era hablar con hombres que no me trataran como a una sirvienta (los médicos), una mujer policía (la mayoría de los soldados) o un trozo de carne.

—Si tenéis un todoterreno, ¿os importaría dejarme en la puerta del economato y desde allí ya hago autoestop al hospital? —le pregunté.

Ellos insistieron en llevarme todo el camino de vuelta a la 83, por supuesto, y me hicieron reír durante todo el trayecto. Tenía la esperanza de que uno u otro mencionara algo más sobre Tony, pero no lo hicieron, aunque Jake me recordó lo de la fiesta.

Me sentí muy bien hasta que el vehículo se fue alejando y desapareció; me di la vuelta y pasé por delante del letrero que decía «Bienvenidos al infierno en la tierra».

Más allá de la puerta, los focos de las torres de vigilancia iluminaban el recinto, los sacos de arena, la concertina de seguridad, los barracones de madera contrachapada y las casetas administrativas. Las jorobas blancas del hospital estaban iluminadas por dentro y los tres ventanales de la parte superior de cada sala brillaban con la tenue luz del puesto de enfermería. El edificio del hospital en realidad estaba compuesto por unos barracones semicirculares conectados por un pasillo largo y cerrado. Parecían ocho barriles de petróleo enormes que alguien había abierto y separado de tal modo que la mitad de cada tambor estaba justo enfrente de la otra. Cada barril era toda una sala, con espacio suficiente para tal vez otro barracón a cada lado de los ya existentes. Uno casi podía ver las volutas de humo de hierba encima de la tienda de los visitantes, que definía la atmósfera entre las salas cinco y seis.

Al olerlo me olvidé de Tony, de Jake y de Tommy Dean y pude ver el interior de la sala seis de nuevo con tanta claridad que parecía que nunca me había separado de la cabecera de la cama de Tran. La vergüenza y la pena, no solo por el daño que podía haberle causado a la niña, sino por la enfermera que no era y nunca sería, volvieron a mí como una masa húmeda. Cuanto más me acercaba al hospital, más grande se hacía esa masa, hasta que me llenó el pecho y la garganta y me subió el sabor a solomillo y a ácido gástrico a la boca. Tenía que ir a ver qué tal estaba Tran, para que todo el mundo supiera que ella sí me importaba. Pero ¿y si algo había ido mal? Cogí un atajo para atravesar el hospital; las pisadas de mis botas resonaban en el pasillo de hormigón. No había nadie más por allí, solo la mezcla de olores: antiséptico, hierba y Vietnam; el sonido de la profunda respiración colectiva, del sueño inquieto, de las pisadas; y el ruido esporádico de las bandejas de metal o de las cuñas. La luz brillaba suavemente sobre el mostrador de la sala seis. Ginger administraba los medicamentos. George leía su cómic. La cama de Tran seguía ocupada. Me acerqué un poco más, sigilosamente, porque no quería saludar a nadie. El cuerpo de la cama era el de la niña, y respiraba.

Atravesé el hospital, salí al entablado, subí por las escaleras hasta mi cuarto y con gratitud cerré la puerta detrás de mí. A mi lado del edificio no le había dado el sol durante varias horas, por lo que la temperatura de la diminuta habitación era más o menos soportable. Encendí el ventilador y dejé que me agitara el pelo, que evaporara hasta la última gota de humedad de mi piel mientras me quitaba el uniforme.

Tenía la ropa limpia y planchada en las estanterías… bueno, la mayoría era mi ropa. Parecía que mamasan me había dejado las bragas de encaje de otra persona almidonadas y planchadas.

Cogí un conjunto de ropa interior limpio, me puse una combinación y me fui a la ducha. El agua estaba fría, como siempre, y me quitó la arena y el hedor. Parecía que no había nadie en el barracón esa noche, pero la luz del club de oficiales de la 83 al otro lado de la carretera todavía centelleaba y Proud Mary se mezclaba con los sonidos de Aretha Franklin que venían del barracón que estaba detrás del nuestro.

Volví a mi camastro, me senté con la espalda contra la pared, coloqué mi caja de cartas sobre las rodillas e intenté escribirle una carta larga y filosófica a Duncan, que era… bueno, ahora me resulta difícil explicar lo de Duncan. Era… es un antiguo profesor mío, un gran contador de historias y, por aquel entonces y en mi fuero interno, mi verdadero amor. Solo que él no parecía saberlo o valorarlo y tendía a tratarme de la misma forma que si fuera su hermana pequeña. De todos los hombres que pude haber tenido, él era el que yo quería, aunque no era tan tonta como para que no me subiera el ánimo al tener cerca a hombres como Tony Devlin. Aun así, siempre era a Duncan, en vez de a mi madre, a quien escribía las cartas que en verdad explicaban, más o menos, lo que sentía en Vietnam. Había estado componiendo en mi cabeza, mientras dormía, entre fragmentos de conversación, lo que le diría de lo que ocurría con Tran, pero a mitad de la carta la rompí. Si se enteraba de lo gilipollas que yo era, nunca me querría. En vez de eso, le escribí una carta breve, divertida, sobre la playa y sobre Tommy Dean y Jake. Evitaría escribir sobre Tony hasta que tuviera algo sobre lo que hablar que hiciera que Duncan se diera cuenta de lo increíblemente deseada que yo era como mujer.

Metí la carta en un sobre y me tomé dos comprimidos de difenhidramina más. Pensé que finalmente podría dormir.