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Subí pesadamente los escalones de madera del barracón y recorrí el descansillo que daba a mi choza; estaba demasiado cansada como para dedicarle siquiera una mirada a Monkey Mountain o al mar de la China Meridional y no estaba segura de si quería golpearme el pecho, lamerme las heridas o regodearme. Lo que realmente quería hacer era dormir, pero en cuanto abrí la puerta supe que iba a ser difícil.

El sol brillaba deslumbrante en el tejado de cinc de la construcción y mi habitación parecía un horno. Había colgado una colcha vietnamita, un brocado de color verde hospital con un ave fénix, de tal forma que tapara la ventana para que no entrara el sol y tener así algo de intimidad. Por lo demás, la decoración de la choza era algo mejor que la de las cabañas de los mineros que los forajidos utilizan de escondite en las viejas películas del Oeste.

Me tumbé en mi camastro y me compadecí un rato. El camastro estaba cubierto con otra colcha vietnamita que normalmente estaba llena de arena, como todo lo demás en la unidad médica 83. En cuanto me tumbé, supe que iba a tener que incorporarme de nuevo para sacarme las botas. Tenía los calcetines chorreando y los pies hinchados y doloridos. Me giré en la cama, abrí la puerta y vacié de arena las botas. Las mías eran botas reglamentarias de cuero. Como tengo los pies grandes y anchos, el intendente no pudo encontrar borceguíes de mi talla, más ligeros y reforzados con lona y acero. El suelo de contrachapado de la habitación no me refrescaba las plantas de los pies, que tenía ardiendo, así que me tumbé en el camastro y dejé que la habitación me diera vueltas un rato.

La choza entera era del tamaño de mi armario en mi casa de Kansas City y no tenía ropero. Sí tenía, gracias a los paquetes que me había enviado mi madre, flores adhesivas pegadas en las paredes desnudas de contrachapado, un móvil de gatos de papel, flores de crepé metidas en una botella de refresco y también regalos de la familia. Un hornillo, comida variada, una nevera minúscula, un magnetófono y mi ropa doblada (incluso mis prendas íntimas, recién almidonadas y planchadas por la criada que se ocupaba de mi choza) ocupaban una maravillosa pared de estantes construida por el cirujano ortopédico con el que pronto estaría trabajando. A Joe Giangelo, un médico que se las había arreglado para no transformarse en dios cuando se convirtió en doctor en Medicina, las enfermeras lo llamaban Gepeto por la amabilidad con la que hacía uso de sus habilidades para la carpintería. Teniendo a Gepeto como arquitecto local y diseñador de interiores, las chozas de muchas de las enfermeras eran tan lujosas que no parecía que estuviéramos en Vietnam.

Corrijo. Todo esto era demasiado lujoso para Vietnam. Entonces, ¿qué demonios me pasaba? No me estaban pidiendo que construyera el puente sobre el río Kwai, solo que hiciera mi trabajo. Tenía un salario muy bueno y trabajaba en mejores circunstancias que la mayoría de la gente de este país. No estaba en ninguna trinchera, ni en peligro de que me dispararan, e incluso la concertina de seguridad y los búnkeres de sacos de arena eran más para tomarle el pelo a la gente de casa que para que nadie se lo tomara en serio, al menos yo. Por supuesto, las horas de trabajo aquí eran un poco más largas, el calor y los insectos eran atroces y no podía dormir suficientes horas por todo lo anterior, pero en comparación con lo que le pasaba al soldado medio, yo vivía en la ciudad dorada. Así que, ¿por qué fastidiaba tanto las cosas hasta el punto de poder haber matado a alguien?

Bueno, en realidad, no es que casi matara a alguien en general, sino a una niña vietnamita que tenía una lesión en la cabeza. Aquí existía un doble factor deshumanizador. Ella no era uno de los nuestros, por supuesto. No hablaba inglés. Automáticamente, era sospechosa de ser una terrorista juvenil lanzagranadas solo por tener la desfachatez de ser vietnamita y vivir en Vietnam. Y la lesión en la cabeza lo empeoraba, porque a pesar de saber en teoría que algunos de los pacientes de neurocirugía mejorarían, podía recordar solo algunos pacientes que estaban lo suficientemente despiertos como para mostrar totalmente su personalidad. Tenía muchas ganas de culpar a otro para no tener que admitir que me había vuelto no solo descuidada, sino cruel.

Si examino detenidamente por qué estaba tan enfadada con el médico, con la enfermera jefe y con los demás, que estaban alarmados con razón por lo que le había sucedido a Tran, creo que me ofendí porque sentía que en realidad no se preocupaban por ella tanto como yo. Simplemente me reprendían para fastidiarme. Ya que solo un par de meses antes, el hecho de dar de forma rutinaria a los pacientes vietnamitas asistencia médica que ponía en riesgo su vida había sido un procedimiento operativo estándar; por ejemplo, cuando les transfundíamos sangre de tipo 0 positivo.

Antes de llegar a Vietnam, había leído sobre las reacciones a las transfusiones solo en los libros de texto, porque el procedimiento rutinario de cualquier laboratorio (determinación del grupo sanguíneo y pruebas cruzadas del paciente para asegurar la compatibilidad con la sangre donada) descartaba esa posibilidad casi en su totalidad.

Empecé a darme cuenta de la diferencia entre el cuidado de los enfermos en tiempo de guerra y en periodo de paz la noche en la que uno de mis pacientes vietnamitas tuvo una reacción a una transfusión y solo yo me mostré disgustada por ello.

La paciente era una mujer de mediana edad que cuando estalló una bomba estaba demasiado cerca. Le hizo un agujero en el cráneo y le salpicó el cuerpo de heridas por la metralla, por culpa de las cuales perdió mucha sangre. La primera unidad de sangre ya estaba colgada cuando comencé mi turno. Mi tarea consistía en vigilar a la paciente para que no sufriera una reacción. Aunque estas reacciones son poco frecuentes en Estados Unidos, es algo rutinario controlar los signos vitales y el bienestar general del paciente más o menos durante la primera hora, únicamente para asegurarnos de que todo va bien. Solo que esta vez no fue así. La mujer empezó a tener una fiebre incluso más alta que la que ya tenía por deshidratación y al mismo tiempo tenía frío. Es inquietante ver cómo a alguien se le pone la piel de gallina cuando tiene cuarenta o cuarenta grados y medio de fiebre y la temperatura ambiente es igual o superior. Pasó tan rápido que ya estaba empezando a tener convulsiones cuando me di cuenta de lo que estaba sucediendo. En ese momento, tiré de la unidad de sangre, de los tubos y de todo y lo reemplacé por una botella de lactato de Ringer. Intenté llamar al médico, que creo que estaba en el centro de Da Nang esa noche (a pesar de que supuestamente era zona prohibida) y me puse en contacto con el laboratorio para pedir que repitieran la prueba cruzada.

—¿Por qué? —me preguntó el joven, que estaba fumado, al otro lado del teléfono.

—Porque la unidad que me trajisteis estaba equivocada, casi mata a mi paciente.

—Como cualquier otra cosa que le lleve. El 0 positivo es todo lo que tenemos para los amarillos, señora.

—¿Qué quieres decir con eso, soldado? —le pregunté con mi mejor gruñido a lo John Wayne—. La mujer casi se muere desangrada. No vamos a darle sangre mala para rematarla.

Quería ser sarcástica, pero debido al colocón el tipo era todo paciencia.

—La sangre no es mala, teniente. Es la sangre del donante universal norteamericano. Los amarillos tienen suerte de recibirla. Los donantes norteamericanos donan a los norteamericanos, ¿me entiende? Ardería Troya si supieran que su sangre la utilizamos para mantener a los amarillos con vida. Pero como somos el buen samaritano, tontos y de buen corazón, les dejamos un poco de este mejunje barato y abundante.

—Si 0 positivo es el donante universal, ¿por qué le está provocando una reacción?

—Bueno, no es tan universal. Muchas personas del tipo AB no responden muy bien y hmmm… el tipo AB es mucho más común entre los amarillos que entre nosotros. Uy, tengo una cita con una atractiva centrífuga. Que tenga una buena noche, teniente.

El médico fue incluso más brusco que el técnico de laboratorio, que en realidad repetía la política del hospital. Nadie dijo con tantas palabras que no le importaba si los pacientes vietnamitas vivían o morían. Pero los militares profesionales, los sargentos y los oficiales superiores eran aficionados a recordarles a los nuevos reclutas que todo aquel que había servido en el Pacífico en la segunda guerra mundial o en Corea podía decir que los amarillos no valoraban la vida humana de la misma forma que los estadounidenses y los europeos.

No se hizo nada al respecto hasta que el neurocirujano se marchó y nos reasignaron en servicio temporal a un suplente, un médico que había estado sirviendo en el campo de batalla. El doctor Riley era un hombre muy lógico. Determinó que si los amarillos sangraban, los amarillos podían donar sangre. Cogió un puñado de cintas, agujas y jeringas y él y la comandante Crawley, nuestra enfermera jefe en ese momento, asaltaron la tienda de los visitantes y se aprovecharon de su banco de sangre vietnamita andante. A la mayoría de los visitantes no les importó donar. A nadie antes se le había ocurrido pedírselo.

Había creído estar por encima de esta clase de intolerancia que deliberadamente pasaba por alto lo que era tan evidente para el doctor Riley: el cuerpo humano funciona más o menos de la misma forma sea cual sea el tipo de tapizado con el que lo cubramos. Tenía que preguntarme seriamente si había comenzado, por lo menos en mi fuero interno, a apoyar todas esas ideas contra los amarillos. ¿Le había hecho daño a Tran porque en el fondo no me importaba tanto ella como mi «imagen profesional»?

¿De verdad me preocupaban más las estúpidas apariencias que no hacer daño a alguien tan indefenso y que tanto dependía de mí?

Bueno, de acuerdo, la había fastidiado. Nadie me lo había puesto precisamente fácil. Que me trasladen a un puesto de menos responsabilidad. ¿Qué me importaba a mí? Salvo… salvo que todavía odiaba el hecho de que había fracasado, de que no había estado a la altura. Porque yo quería hacer más, no menos. Tenía muchas ganas de estar en un hospital de campaña, como enfermera de quirófano, realizando arduas tareas. Pero, por supuesto, después de una metedura de pata como esta, no había ya ninguna posibilidad. Así que iba a tener que aceptar lo que me habían dicho y ser cautelosa y asegurarme de que nunca, nunca…

Quería llorar, pero no podía. Ahora estaba furiosa conmigo misma, no solo con los demás, y era una especie de furia fría que hacía que me doliera el pecho como si tuviera pleuresía. Tenía la garganta igual de áspera y arenosa que la playa. Moví los dedos hasta que encontré la puerta de la nevera y la abrí el tiempo suficiente como para sacar lo que quedaba de una Coca-Cola sin gas. Engullí dos pastillas de difenhidramina y las hice pasar con la Coca-Cola.

Tenía un sabor metálico y había pequeñas partículas sólidas en el fondo, como gusanos. Probablemente por el tiempo empleado en su envío y almacenamiento. Pero circulaban todas esas historias sobre cómo el Vietcong abría las tapas de las botellas de refresco y ponían cristal molido en la Coca-Cola, para después volver a taparlas y sellarlas. No podía dejar de preguntarme si sus mentes malvadas habían llegado a idear una forma similar de entrar en las latas. Normalmente intentaba beber 7-Up o Shasta, pero uno tomaba lo que podía conseguir en el economato.

A pesar de la difenhidramina, no estaba cómoda. Tenía los codos y las rodillas en mala posición y la piel se me pegaba al camastro.

Alguien subió los escalones hasta el porche superior y caminó hacia mi habitación; las pisadas enviaban pequeñas vibraciones por el suelo y por las patas de la cama. Vi una cara y dos manos aplastadas contra la puerta mosquitera.

—¿Kitty? ¿Estás ahí?

Solté un gruñido. Carole Swenson abrió la puerta y se dejó caer en el borde de mi camastro. Su petate y otra de las colchas vietnamitas se deslizaron hasta el suelo junto a su bota.

—Hola. ¿Cómo fue la noche? —Me lo preguntó como si no estuviera ya todo el recinto al tanto de cómo había ido la noche.

—Bueno, ya sabes. Larga —le dije.

Carole puede que fuera mi mejor amiga en el hospital, pero no podía hablar con ella del tema. Esperó un momento a que continuara y después comenzó a hurgar en su petate, el saco de tela color caqui que todos utilizábamos de bolso. Triunfalmente, sacó un paquete de fichas.

—Me ha dado un ataque de locura. Mira.

—¿Para qué son? —le pregunté.

—Es mi horario. Me cansé de recitárselo a los chicos, que lo siguen olvidando y me llaman mientras estoy de servicio, así que decidí empezar a copiarlo en fichas. Me ahorrará tiempo.

—Hmmm —dije yo, y a pesar del agotamiento logré encontrarle la parte divertida. Carole solía llevar sus dotes para la organización un poco lejos a veces. Sin embargo, ese talento en parte era lo que la convertía en una buena enfermera. Llevaba la uci, que era una pesadilla, como si se tratara de un trabajo de sala rutinario y realizaba el triaje con la misma calma que si estuviera planeando la distribución de asientos en una fiesta. Las agujas de sus goteos siempre parecían coger las venas a la primera, siempre localizaba la vena óptima, siempre se las arreglaba para sujetar a alguien por donde no le dolía y parecía saber antes que los pacientes qué les haría sentirse más cómodos y algo mejor. Era la clase de enfermera que estaba ahí con un vaso de agua medio segundo antes de que el paciente se diera cuenta de que tenía sed.

—Si tienes tu horario, podrías hacer lo mismo… —me sugirió ella, lo cual se suponía que me daba una excusa para hablarle de mi traslado. El recinto del hospital era un lugar pequeño. Los rumores de cómo casi había matado a Tran y de lo que Blaylock había hecho al respecto se habrían extendido probablemente a lo largo y ancho del hospital. Cabía la posibilidad de que Carole, que nunca habría cometido el mismo error, ya se hubiera puesto mentalmente en mi lugar y estuviera intentando ayudarme.

Solté un gruñido evasivo, porque todavía no quería hablar, pero tampoco quería que se fuera enfadada. Necesitaba a todos mis amigos conmigo.

—Que así sea —dijo y metió las tarjetas de nuevo dentro de la bolsa y de repente cambió de tema—. El jefe de sala de Judy va a ir al economato y dijo que nos dejaba en la playa de camino. ¿Quieres venir?

Me estaba tendiendo una mano de nuevo. De repente, supe que tenía que alejarme del recinto y del hospital más que nunca. Asentí con la cabeza, cogí la bolsa de playa que estaba en una esquina y salí detrás de ella.

Carole Swenson, Judy Heifetz y yo nos subimos al todoterreno que conducía el sargento Slattery, el jefe de sala de Judy. Que te llevaran hasta la playa era algo que raras veces pasaba. Por lo general, teníamos que caminar hasta la verja y hacer autoestop hasta que pasara un camión militar o cualquier otro vehículo que estuviera dispuesto a llevarnos. A las mujeres no nos permitían llevar los vehículos fuera del puesto. Era demasiado peligroso.

El todoterreno cruzó la verja del recinto dando sacudidas y tomó el camino de tierra que atravesaba Dogpatch, el pueblo vietnamita que separaba la parte sur del recinto de la Carretera 1 construida por los norteamericanos. La carretera recorría la costa de Vietnam y pasaba por delante de Tien Sha, la base naval que estaba al norte de nuestro recinto, y de Freedom Hill y el centro de descanso de la playa de China, hacia el sur. En algún lugar del camino había una salida hacia el puente que cruzaba el río en dirección a Da Nang y otra carretera que conducía a la base de las Fuerzas Aéreas en Marble Mountain.

Unos niños vietnamitas se detuvieron y vieron cómo el todoterreno pasaba petardeando. Un niño pequeño, que tenía probablemente ocho años, pero parecía que tenía cinco, corrió a nuestro encuentro.

—Eh, soldado, ¿querer comprar chaca chaca?

—Piérdete —gritó Slattery.

—Eh, hombre, chaca chaca de primera, no ser coña.

El niño continuó con su venta agresiva. Después de todo, sin duda estaba en juego el orgullo de la familia, ya que era probable que estuviera haciendo de chulo para su madre o hermanas.

Nos reímos y Judy se asomó y le dijo adiós con la mano.

—Eh, hombre —dijo—. Somos mamasans. No necesitar chaca chaca.

El chico, impávido, trotaba al lado de nuestra nube de polvo, gritando:

—Eh, mamasans, ¿querer trabajo de primera?

Más tarde, en la carretera, Slattery tuvo que detener el todoterreno por un Honda que había volcado. Sus tres ocupantes estaban cargando de nuevo en el pequeño vehículo las dos cestas de pollos, la colada, dos cántaros de agua y un cerdo. Durante la parada, todos nos encorvamos para taparnos el reloj con la mano derecha mientras apoyábamos los codos en los bolsillos con fuerza y metíamos los petates debajo de las axilas. Los niños vietnamitas de la calle estaban pendientes de incidentes de este tipo para lanzarse y quitarles los objetos de valor a los pasajeros de los vehículos detenidos antes de que los incautos se dieran cuenta de lo que estaba pasando. Más de una vez me venía a la mente que, afortunadamente, los todoterrenos no tenían tapacubos.

Carole y Judy llevaban el traje de baño debajo del uniforme, pero yo tuve que parar en el aseo de mujeres del club de oficiales para ponerme el mío. Lo había hecho mi madre: un biquini de terciopelo dorado, copiado del catálogo de Sears, aunque modificado. Huelga decir que no era particularmente atrevido, pero habría dado lo mismo si hubiera sido como unos calzoncillos largos. Cuando salí del vestuario de chicas a la playa iluminada por un sol brillante, rodeada de unos trescientos hombres, recorrí con los ojos entrecerrados el largo tramo de playa que me separaba de las toallas que Carole y Judy habían extendido al borde del agua. Me sentí como si estuviera en una carrera de baquetas, como el tipo que salía en esa película clásica, Yuma, aunque el escenario era más como el de Annette Funicello en Beach Blanket Bingo. O tal vez era Sally Field en Gidget Goes to War.

La arena estaba caliente y me olía a la goma de la suela de mis chanclas, igual de quemadas que los neumáticos del coche de un adolescente. Menos mal que llevaba puestas mis nuevas gafas de aviador con montura de carey para ocultar los ojos mientras me seguía por la playa el coro habitual de silbidos y chiflas.

—Eh… eh, Joe —gritó alguien desde la parte de la playa en la que estaban los soldados rasos.

—¿Sí?

—Fíjate en la forma tan rara que tiene ese tipo del dos piezas.

Me di la vuelta y vi a dos especímenes de machos norteamericanos morenos hasta la cintura y con las piernas blancas, que me miraban con una mezcla de desconcierto y asombro. Uno de ellos parecía ligeramente avergonzado de que me hubiera girado. El otro me dedicó una sonrisa de gallito. Los saludé con la mano y seguí caminando.

Un mes atrás probablemente me habría hecho amiga de alguien y me habría ido a nadar o a jugar un rato a la pelota con esa persona. Sin embargo, en el último mes, nuestros compañeros habían decidido que no era seguro que las enfermeras tuvieran trato con todos esos soldados rasos cachondos; la mayoría de ellos eran marines que estaban de descanso en el país entre misión y misión de combate. Nuestros compañeros pensaban que era mucho más seguro para nosotras que confraternizáramos exclusivamente con oficiales cachondos. A Carole, a Judy y a mí, así como a muchas otras chicas, este tema nos cabreaba. Los chicos de la parte de la playa en la que estaban los soldados rasos eran los que más se arriesgaban. Eran los que necesitaban que los motivaran, algo que los oficiales que iban de ligue rápidamente nos recordaban a las mujeres de ojos redondos que era parte de nuestro deber patriótico. Era probable que algunos de esos tipos fueran peligrosos, quiero decir, tenían que ser peligrosos para el Vietcong y el NVA, ¿no? Sin embargo, la forma en la que me trataban no me asustaba. Aunque había habido algún que otro tímido flirteo, hecho con tanto respeto que resultaba casi cómico, la mayoría de los chicos parecían encantados solo con el hecho de que se les recordara que había otro tipo de personas además de los vietnamitas y de los hombres.

Cuando llegué, Carole estaba muy ocupada rellenando sus fichas, mientras Judy intentaba conciliar el sueño. Me metí en el mar. Estaba caliente como la orina y era casi igual de refrescante, pero me bañé de todos modos; después salí del agua para tumbarme bocabajo en la toalla y asarme de calor.

Cavé pequeños agujeros con los dedos de los pies e intenté acomodar mi cuerpo a la arena. Sentí un tirón en la piel de la espalda cuando me quedé inmóvil y los músculos empezaban a relajarse lentamente mientras se acostumbraban a la calidez del sol.

Un portaaviones cabalgaba las olas en el horizonte, la bestia guardiana de la playa. Sentí, además de escuchar, el lejano estruendo de la artillería y cómo la arena vibraba debajo de mis senos y de mi estómago.

El tibio mar gris verdoso lamía la playa con un ritmo tranquilizador. Me quedé tumbada sin moverme hasta que las gotas de agua se evaporaron de mi piel y fueron sustituidas por gotas de sudor. Entonces, me sentí como un delfín que necesita mantener la piel húmeda en todo momento y me metí de nuevo en el agua.

Antes de que pudiera acomodarme de nuevo en mi toalla, una sombra se interpuso entre el sol y mi cuerpo.

—Hola, jovencita. Me parece que no te vendría mal beber algo. ¿Qué va a ser?

Levanté la vista hacia este aspirante a barman. Tenía el pelo canoso y escaso, una expresión de entusiasmo y una línea blanca alrededor del dedo anular izquierdo donde no le había dado el sol.

—Nada, gracias —le dije—. Estoy intentando dormir un poco. Tomaré algo más tarde.

Se dejó caer a mi lado.

—No seas loca, cariño. Con este sol te vas a achicharrar. Mira, ya te están empezando a salir ampollas. Será mejor que dejes que te ponga un poco de bronceador.

—Se me irá con el agua otra vez —repuse yo, pero él ya estaba echando mi bronceador en sus grandes manos rosadas desprovistas de anillo. Pensé en echar a correr y pedirles a Carole o a Judy que hicieran los honores en su lugar, pero habían hecho nuevos amigos y se alejaban por la playa.

—Me llamo Mitch —dijo el hombre mientras me untaba la espalda con el mejunje—. ¿Y tú?

—Kitty —le respondí. Era una sensación agradable, pero me daba igual. Al nombre, rango y número de serie era a lo único que tenía derecho.

Él se rió entre dientes, como si ya hubiera hecho una broma de mal gusto con mi nombre. Lo fulminé con la mirada y se calló. Me sorprendió. Fue el único indicio de sensibilidad que vi en él. O tal vez simplemente se sentía vulnerable en traje de baño.

—¿A qué te dedicas, Kitty?

—Soy enfermera. Acabo de terminar mi turno de veinticuatro horas y estoy intentando dormir un poco —repetí con énfasis las últimas palabras. Un poco de refuerzo no está de más cuando tratamos con alguien que aprende despacio.

—¿Enfermera? ¿Del Ejército? —me preguntó y yo le asentí a la toalla—. Sabéis que os valoramos mucho, chicas. Yo estoy en el cuartel general del I Cuerpo.

Solté un gruñido. Si el bueno de Mitch venía del cuartel general del I Cuerpo y tenía tiempo para pasar el rato en la playa de los oficiales, tenía que ser uno de los jefazos, lo que explicaba su forma descarada de acercarse a mí. Tomó mi gruñido como una invitación en vez de lo que en realidad era: lo más que le podía decir y solo porque me habían criado para ser educada. Estaba tan cansada que me habría quedado dormida con él allí si me hubiera atrevido.

Se tumbó en la toalla a mi lado y empezó a actuar como si fuera mi amigo de toda la vida.

—Sí, abastecemos toda esta zona, ¿sabes? ¿Te gustan esos elegantes platos que salen en el catálogo de Pacex? Nos llegó un cargamento entero de ellos el otro día por error. Apuesto a que podría conseguírtelos muy baratos.

—Hmmm —murmuré yo.

—¿Qué? —me preguntó con un tono de voz un poco tenso por no ofrecerle de inmediato mi eterna gratitud. Por lo general, recibías ese tipo de expectativas poco realistas solo de tenientes coroneles y superiores.

—Decía que me lo hagas saber después de que la señora Mitch haya hecho su elección de modelo y entonces hablaré con mi prometido para ver lo que piensa.

Se incorporó y sacudió la arena en mi recién aceitada espalda.

—A mí sí que me está entrando sed, Kitty. ¿Seguro que no quieres beber nada? ¿No? Ha sido un placer hablar contigo.

Judy había regresado a su toalla sola y había estado escuchando.

—Eh, Kitty, ¿qué modelo te va a conseguir el bondadoso coronel Martin?

—¿Te lo preguntó a ti también?

—Creo que se lo ha preguntado a todas las enfermeras de Da Nang. Alguien debería decirle al pobre idiota que está realmente confundido acerca de cuál es nuestra especialidad ocupacional militar y que, aunque fuéramos lo que parece creer que somos, ¿alguien ha oído hablar de una prostituta que lo haga a cambio de porcelana china?

—Hanoi Hannah podría hacerlo. ¿Lo pillas?

—No cabe duda de que estás loca, McCulley. Duerme un poco, mujer.

Dormí y en mi sueño seguía comprobando los signos vitales y haciendo controles neurológicos; signos vitales y controles neurológicos. Tran me miraba con los ojos en blanco y sabía que me iba a quedar dormida en mi turno y que ella iba a morir porque yo no estaba despierta… Me desperté sobresaltada y vi la arena y olí el aceite. Sentí la espalda algo tirante, demasiado caliente.

Me mojé de nuevo y me di la vuelta para asarme de calor por el otro lado, pero incluso a través de mis gafas de sol, la luz me mantenía los párpados abiertos. Ahora sentía el estruendo de la artillería en mi espina dorsal. Por extraño que parezca, ese ruido ahogaba los demás sonidos, menos predecibles, y me volví a quedar dormida. No recuerdo haber soñando esa vez.

Debieron de haber pasado por lo menos dos horas cuando Carole me sacudió.

—Tenemos que volver ya y ducharnos para ir a trabajar. ¿Vienes?

—Creo que voy a quedarme a comer algo aquí. No es que tenga muchas ganas de volver.

Carole me dedicó una mirada severa de las de «si te caes del caballo, compañera, solo tienes que volver a montar», pero yo tenía mejores cosas por las que sentirme culpable que por quedarme todo el día en la playa.