Prólogo

Las pesadillas han perdido ya parte de su poder. Me puedo despertar casi a voluntad sabiendo que la sábana empapada de sudor que tengo debajo de mí no es el húmedo suelo de la selva, que la presión que siento en la espalda no es el cañón del rifle enemigo ni un vietnamita con terribles heridas, sino mi gato dormido. Si alguien con traje o uniforme me frunce el ceño, no siempre siento como si unos dientes puntiagudos me desgarraran la piel de la espalda. A veces simplemente me encojo de hombros y considero a la autoridad en cuestión un gilipollas neurótico que no tiene ningún poder legítimo sobre mí, nada de importancia; es decir, nada que suponga un riesgo para mi vida.

Aun así, la mayoría de las veces, sigo teniendo la sensación de que esas pesadillas son reales y de que mi vida aquí y ahora es un sueño, el mismo sueño que tenía en el hospital, en la selva, en los túneles del Vietcong. Siempre temo que algún día me saquen de este sueño y vuelva a Vietnam, a una guerra que sigue y que es la misma que se repite en mi memoria.

«Eso es lo que impide que ejerza su poder, Mao», me dice Nguyen Bhu. «El poder del amuleto no podrá fluir libremente si no tienes la mente despejada. Cuando rehúyes la mirada del miedo, ese miedo aumenta con el poder que le das. Si lo miras de frente, se convertirá en algo que formará parte de tu vida, de tus recuerdos, en algo que te pertenece en vez de algo que te controla».

Nguyen Bhu barre el suelo de la tienda de alimentación de su primo. Charlie dice que es un antiguo sacerdote caodaísta, un místico como el viejo Xe, y el hombre más sabio que haya escapado de Vietnam. Tiene sesenta años pero parece que tiene noventa, ha perdido tres dedos de la mano derecha y tiene más sentido común y cobra mucho menos que un psiquiatra cuya preocupación en la vida es evitar la obesidad, no el hambre.

Y lo que es más importante, Nguyen Bhu sabe lo que tengo que decir e insiste en que no es mucho pedirle a la gente que crea y que perdone. Charlie sabe parte de la historia, pero él también tiene sus propias pesadillas con las que lidiar. De las demás personas que también la saben sigo esperando que al menos una o dos sobrevivan y que algún día pueda verlas y reconocerlas entre los refugiados. Escribo esto con la esperanza de que lo lean o lo oigan y me busquen, y podamos así curarnos juntos.