El modo en que la filosofía del positivismo lógico describe el universo es defectuoso. Ella abarca solo lo que puede observarse mediante los métodos experimentales de las ciencias naturales. Ignora la mente humana así como la acción humana.
Es habitual justificar este proceso señalando que el hombre es solo una pequeña manchita en la infinita inmensidad del universo y que toda la historia de la humanidad no es sino un fugaz episodio en el flujo inacabable de la eternidad. Sin embargo la importancia y significación de un fenómeno desafía semejante valoración meramente cuantitativa. El lugar del hombre dentro de la parte del universo sobre la cual podemos conocer algo es ciertamente solo modesto. Pero desde nuestro punto de vista, el hecho fundamental acerca del universo es que está dividido en dos partes que —empleando los términos sugeridos por algunos filósofos, pero sin su connotación metafísica— podemos llamar res extensa, los hechos duros del mundo exterior, y res cogitans, la capacidad del hombre de pensar. No sabemos cómo las relaciones mutuas entre estos dos campos pueden ser vistas por una inteligencia sobrehumana. Para el hombre su distinción es perentoria.
Tal vez es solamente la incapacidad de nuestros poderes mentales lo que nos impide reconocer la sustancial Homogeneidad de lo que aparece frente a nosotros como mente y materia. Pero es seguro que ningún palabrerío acerca de la «ciencia unificada» puede convertir el carácter metafísico del monismo en un teorema inexpugnable de conocimiento experimental. La mente humana no puede evitar distinguir entre dos ramas de la realidad, su propio campo y aquel de los sucesos exteriores. Y no debe relegar las manifestaciones de la mente a un lugar inferior, ya que es solo la mente la que permite al hombre conocer y producir una representación mental de lo que existe.
La postura del positivismo distorsiona la experiencia fundamental de la humanidad, para la cual el poder de percibir, pensar y actuar es un dato último claramente distinguible de todo lo que sucede sin la intervención de la acción deliberada del hombre. Es en vano hablar acerca de la experiencia sin referirse al factor que permite el hombre tener experiencias.
Como lo ven todas las ramas del positivismo, el eminente rol que el hombre desarrolla en la tierra es consecuencia del progreso en la cognición de la interconexión de los fenómenos naturales —es decir, no precisamente mentales y volitivos— y su utilización para la conducta terapéutica y tecnológica. La civilización industrial moderna, la espectacular opulencia que ha generado, y el crecimiento sin precedentes en las cifras poblacionales que ha hecho posible son los frutos del progresivo avance de las ciencias naturales experimentales. El factor principal en el mejoramiento de la humanidad es la ciencia, es decir, las ciencias naturales en la terminología de los positivistas. En el marco de esta filosofía la sociedad aparece como una fábrica gigante y todos los problemas sociales son problemas tecnológicos que deben ser resueltos por la «ingeniería social». Lo que, por ejemplo, falta a los llamados países subdesarrollados es, a la luz de esta doctrina, el know how, la familiaridad suficiente con la tecnología científica.
Difícilmente sea posible malinterpretar la historia de la humanidad de una manera más profunda. El hecho fundamental que permitió al hombre elevar su especie sobre el nivel de las bestias y los horrores de la competencia biológica fue el descubrimiento del principio de la productividad superior de la cooperación bajo el sistema de la división del trabajo. Lo que mejoró y aún mejora la fecundidad de los esfuerzos humanos es la progresiva acumulación de bienes de capital sin los cuales ninguna innovación tecnológica podría ser prácticamente utilizada. Ninguna computación tecnológica ni cálculo sería posible en un ecosistema que no empleara un medio general de intercambio, el dinero. La industrialización moderna, el empleo práctico de los descubrimientos de las ciencias naturales, está condicionada intelectualmente por el funcionamiento de la economía de mercado en la cual los precios para los factores de producción se establecen en términos monetarios y de aquí que se dé la oportunidad para que el ingeniero contraste los costes y beneficios que deben esperarse de proyectos alternativos. La cuantificación de la física y la química sería inútil para la planificación tecnológica si no existiera el cálculo económico[86]. Lo que falta en las naciones subdesarrolladas no es conocimiento, sino capital[87].
La popularidad y el prestigio de los cuales gozan las ciencias naturales en nuestro tiempo y la dedicación de cuantiosos fondos para la conducción de investigaciones de laboratorio son fenómenos posibilitados por la progresiva acumulación de capital del capitalismo. Lo que transformó al mundo desde los carros tirados por caballos, los botes de vela y los molinos de viento paso a paso hasta los aviones y los electrónicos fueron los principios del laissez faire del manchesterismo. Gran cantidad de ahorro en la búsqueda continua de las inversiones más rentables brinda los recursos necesarios que permiten que los logros de los físicos y los químicos puedan ser utilizados en el mejoramiento de las actividades comerciales. Lo que llamamos progreso económico es el efecto conjunto de las actividades de tres grupos —o clases— progresistas, los ahorradores, los científicos-inventores y los emprendedores, operando en la economía de mercado en tanto y en cuanto no se vea saboteada por los intentos de la mayoría de conservadores no progresistas y de las políticas públicas que estos apoyan.
Lo que originó todos los logros tecnológicos y terapéuticos que caracterizan nuestra era no fue la ciencia sino el sistema político y social del capitalismo. Solo en un ambiente de acumulación masiva de capital puede el experimentalismo evolucionar desde el pasatiempo de los genios como Arquímedes o Leonardo da Vinci hasta la persecución sistemática y organizada del conocimiento. La tan criticada codicia de los promotores y especuladores se ha dedicado a implementar los logros de la investigación científica al mejoramiento del estándar de vida de las masas. En el ecosistema ideológico de nuestro tiempo, que guiado por un odio fanático hacia la «burguesía» está ansioso por sustituir el principio de «beneficio» por el principio de «servicio», la innovación tecnológica está cada vez más dirigida hacia la fabricación de instrumentos eficientes de guerra y destrucción.
Las actividades de investigación de las ciencias naturales experimentales son en sí mismas neutrales con respecto a cualquier tema filosófico o político. Pero pueden progresar y volverse beneficiosas para la humanidad solamente en donde prevalezca la filosofía social del individualismo y la libertad.
Al enfatizar el hecho de que las ciencias naturales deben todos sus logros a la experiencia, el positivismo meramente repitió una obviedad que desde el fin de la Natural philosophie nadie discutía. Al despreciar los métodos de las ciencias de la acción humana, pavimentó el camino para las fuerzas que están destruyendo las bases fundacionales de la civilización occidental.
El rasgo distintivo de la civilización occidental moderna no son sus hallazgos científicos ni el servicio que estos brindan al mejoramiento del estándar de vida de la gente y al alargamiento de la expectativa de vida. Estos son meras consecuencias del establecimiento de un orden social en que, mediante la instrumentación del sistema de ganancias y pérdidas, los miembros más eminentes de la sociedad están motivados a servir de la mejor manera posible el bienestar de las masas de personas menos favorecidas. Lo que paga dentro del sistema capitalista es satisfacer las necesidades del hombre común, del cliente. Cuantas más personas satisfagas, mejor será para ti[88].
Desde ahora puede decirse que este sistema no es ni ideal ni perfecto. No existe tal cosa como la perfección en los asuntos humanos. Pero la única alternativa a él es el sistema totalitario en el que en el nombre de una entidad ficticia, «la sociedad», un grupo de directores determina el destino de todos los hombres. Es, de hecho, paradójico que los planes para el establecimiento de un sistema que, mediante la regulación total de la conducta de todo ser humano, aniquilaría la libertad individual fueran proclamado como el culto a la ciencia. Saint-Simon usurpó el prestigio de las leyes de gravitación de Newton como cubierta para su totalitarismo fantástico, y su discípulo, Comte, pretendió actuar como vocero de la ciencia cuando descartó como vanos e inútiles ciertos estudios astronómicos que tan solo un breve período después produjeron algunos de los más importantes resultados científicos del siglo XIX. Marx y Engels se apropiaron de la etiqueta de lo «científico» para sus planes socialistas. Los prejuicios socialistas y comunistas y las actividades de los grandes campeones del positivismo lógico y de la ciencia unificada son bien conocidos.
La historia de la ciencia es el registro de los logros de los individuos que trabajaron aisladamente y, muy a menudo, se encontraron con la indiferencia e incluso la hostilidad de sus contemporáneos. No se puede escribir una historia de la ciencia «sin nombres». Lo que importa es el individuo, no el «trabajo en equipo». Uno no puede «organizar» o «institucionalizar» el surgimiento de nuevas ideas. Una idea nueva es precisamente una idea que no se le ha ocurrido a quienes diseñaron el marco organizacional, que desafía sus planes, y puede incluso frustrar sus intenciones. Planificar las acciones de los demás implica evitar que ellos planifiquen por sí mismos, implica privarlos de su capacidad esencialmente humana, significa esclavizarlos.
La gran crisis de nuestra civilización es el resultado de este entusiasmo por la planificación total. Siempre ha habido personas preparadas para restringir el derecho y poder de sus congéneres de elegir su propia conducta. El hombre común siempre ha mirado con recelo a todos aquellos que le eclipsaron en cualquier sentido, y abogó por la conformidad, por la Gleichschaltung. Lo que es nuevo y característico de nuestra época es que los abogados de la uniformidad y la conformidad están aumentando sus reclamos en nombre de la ciencia.
Cada paso adelante en el camino hacia la sustitución de los métodos de producción obsoletos de las eras precapitalistas por métodos más eficientes de producción se enfrenta con la hostilidad fanática de aquellos cuyos intereses personales se ven en el corto plazo afectados por cualquier innovación. Los intereses de los aristócratas no estaban menos ansiosos por preservar el ancien régime de lo que lo están los trabajadores amotinados que destruyen máquinas y fábricas. Pero la causa de la innovación fue apoyada por la ciencia de la economía política, mientras que la causa de los métodos obsoletos de producción carecía de una base ideológica sostenible.
Como todos los intentos de evitar la evolución del sistema fabril y sus logros tecnológicos fracasaron, la idea del sindicalismo comenzó a tomar forma. ¡Deshagámonos del emprendedor, ese vago e inútil parásito, y entreguemos todos los beneficios —el «producto total del trabajo»— a los hombres que los generan con su duro trabajo! Pero incluso el más intolerante enemigo de los nuevos métodos industriales no podría evitar darse cuenta de lo inapropiado de este esquema. El sindicalismo siguió siendo la filosofía de las masas iletradas y obtuvo la aprobación de los intelectuales solo mucho después a la guisa del socialismo de los gremios británico, el fascismo italiano del stato corporativo, y la «economía del trabajo» y la política de sindicatos de trabajadores en el siglo XX[89].
El gran bastión anticapitalista fue el socialismo, no el sindicalismo. Pero había algo que avergonzaba a los partidos socialistas desde los tempranos comienzos de su propaganda, su incapacidad para refutar las críticas que sus esquemas recibían de parte de los economistas. Totalmente al tanto de su impotencia en este aspecto, Karl Marx acudió a un subterfugio. Él y sus seguidores, llegando a aquellos que llamaban a sus doctrinas «sociología del conocimiento», intentaron desacreditar la economía con su espurio concepto de ideología. Como lo ven los marxistas, en una «sociedad de clases» los hombres son inherentemente incapaces de concebir teorías que sean una descripción sustancial de la realidad. Los pensamientos del hombre están necesariamente teñidos de «ideología». Una ideología, en el sentido marxista del término, es una doctrina falsa que, sin embargo, precisamente por su falsedad, sirve a los intereses de la clase de la que forma parte su autor. No hay necesidad de utilizar ninguna crítica contra los planes socialistas. Es suficiente desenmascarar el trasfondo no proletario del autor de dicha crítica[90].
Este polilogismo marxista es el imperante en la filosofía y la epistemología de nuestra era. Aspira a volver impenetrable la doctrina marxista, ya que implícitamente define a la verdad como el estar de acuerdo con el marxismo. El adversario del marxismo está, necesariamente, siempre equivocado debido al hecho mismo de que es un adversario. Si el que disiente es de origen proletario, es un traidor; si pertenece a otra «clase», es un enemigo de la «clase que tiene el futuro en sus manos»[91].
El hechizo de este truco erístico marxista fue y es tan enorme que ni siquiera los estudiantes de la historia de las ideas pudieron, por un largo tiempo, darse cuenta que el positivismo, siguiendo a Comte, ofrecía otra treta para desacreditar a la economía por completo sin entrar en un análisis crítico de sus argumentos. Para los positivistas, la economía no es una ciencia porque no emplea los métodos experimentales de las ciencias naturales. De aquí que Comte y aquellos seguidores suyos que bajo el epíteto de la sociología decían que podía considerarse a la economía como un sinsentido metafísico, se liberaban de la necesidad de refutar sus enseñanzas mediante razonamiento discursivo. Cuando el revisionismo de Bernstein debilitó temporalmente el prestigio popular de la ortodoxia marxista, algunos miembros jóvenes de los partidos marxistas comenzaron a buscar en los escritos de Avenarius y Mach una justificación filosófica para el credo socialista. Esta defección de la recta línea del materialismo dialéctico fue vista como un sacrilegio por los intransigentes guardianes de la impoluta doctrina. La más voluminosa contribución de Lenin a la literatura socialista es un ataque apasionado contra la «filosofía de clase media» del empiriocriticismo y sus adeptos en las filas de los partidos socialistas[92]. Dentro del gueto espiritual en el que Lenin se había confinado a sí mismo no pudo advertir el hecho de que la ideología-doctrina marxista había perdido su poder de persuasión en los círculos de científicos de las ciencias naturales y que el panfisicalismo del positivismo podría prestarle mejores servicios en su campaña para vilipendiar a la ciencia económica frente a los matemáticos, los físicos y los biólogos. Sin embargo, algunos años más tarde, Otto Neurath infiltró en el monismo metodológico de la «ciencia unificada» su distintiva nota anticapitalista y convirtió el neopositivismo en un elemento auxiliar del socialismo y el comunismo. Hoy en día, ambas doctrinas, el polilogismo marxista y el positivismo, compiten entre sí amistosamente prestándole apoyo teorético a la «izquierda». Para los filósofos, los matemáticos y los biólogos está la esotérica doctrina del positivismo y el empirismo lógico, mientras que las masas menos sofisticadas todavía pueden alimentarse de una confusa variedad de materialismo dialéctico.
Incluso si por el bien de la argumentación asumiéramos que el rechazo a la economía por parte de los panfisicalistas fue motivada por consideraciones lógicas y epistemológicas solamente y que ni las intenciones políticas ni la envidia hacia las personas con mayores salarios o mayor riqueza desempeñaron un rol en el asunto, no podemos permanecer en silencio frente al hecho de que los campeones del empirismo radical obstinadamente rehúsan a prestar atención a la enseñanzas de la experiencia diaria que contradicen las predilecciones socialistas. No solo ignoran el fracaso de todos los «experimentos» de países occidentales con actividades comerciales nacionalizadas. No se interesan ni siquiera por un segundo en el hecho indisputable de que el estándar de vida promedio en los países capitalistas es incomparablemente superior al de los países comunistas. Si se los presiona suficiente tratan de dejar a un lado esta «experiencia», interpretándola como una consecuencia de las supuestas maquinaciones anticomunistas de los capitalistas[93]. Más allá de lo que uno pueda pensar acerca de esta pobre excusa, no puede negarse que representa un repudio espectacular al mismísimo principio que considera que la experiencia es la única fuente de conocimiento. Porque a la luz de este principio, no está permitido dejar de lado un hecho de la experiencia para hacer referencia a alguna supuesta reflexión teórica.
Un hecho sorprendente respecto de la situación ideológica contemporánea es que las doctrinas políticas más populares se dirigen al totalitarismo, la rigurosa abolición de la libertad individual para elegir y actuar. No es menos destacable el hecho de que la mayoría de los intolerantes abogados de tal sistema se llamen a sí mismos científicos, lógicos y filósofos.
Por supuesto que este no es un hecho nuevo. Platón, quien aun incluso más que Aristóteles fue durante siglos el maestro di color che sanno, elaboró un plan totalitario cuyo radicalismo fue sobrepasado solamente por los esquemas de Comte y Marx en el siglo XIX. Es un hecho que muchos filósofos son absolutamente intolerantes con cualquier disenso y prefieren tener censurada por el gobierno cualquier crítica contra sus ideas.
Cuando el principio empirista del positivismo lógico se refiere a los métodos experimentales de las ciencias naturales, solamente afirma aquello que nadie cuestiona. Pero cuando rechaza los principios epistemológicos de las ciencias de la acción humana, no solo está equivocado por completo. También está a sabiendas y de manera intencional lesionando los fundamentos intelectuales de la civilización occidental.