La perspectiva humana del mundo es, como se ha explicado anteriormente, determinista. El hombre no puede concebir la idea de la nada absoluta o de algo originándose de la nada e invadiendo el universo desde fuera. La concepción humana del universo comprende todo lo que existe. La concepción humana del tiempo no conoce nada ni sobre el comienzo ni sobre el final en el flujo del tiempo. Todo lo que es y será estaba presente de manera potencial en algo que ya tenía existencia previa. Lo que sucedió tenía que pasar. La interpretación completa de todo evento nos lleva a un regressus in infinitum.
Este estricto determinismo, que es el punto de partida epistemológico de todo lo que las ciencias naturales hacen y enseñan, no se deriva de la experiencia; es a priori[82]. Los positivistas lógicos reconocen el carácter apriorístico del determinismo y, fieles a su dogmático empirismo, lo rechazan apasionadamente. Pero no reconocen el hecho de que no existe base lógica ni empírica para el dogma esencial de su creencia, su interpretación monista de todos los fenómenos. Lo que el empirismo de las ciencias naturales muestra es un dualismo en dos esferas sobre cuyas relaciones mutuas conocemos muy poco. Está, por un lado, la órbita de eventos externos sobre los cuales nuestros sentidos nos proveen de información y está, por el otro lado, la órbita de ideas y pensamientos invisibles e intangibles. Si asumimos no solo que la facultad de desarrollar lo que llamamos mente estaba potencialmente entretejida en la estructura original de las cosas que existieron desde la eternidad y que esta maduró por la sucesión de eventos que la naturaleza de las cosas necesariamente produjo, sino también asumimos que en este proceso no hubo nada que no pudiera reducirse a eventos químicos y físicos, estamos recurriendo a la deducción a partir de un teorema arbitrario. No hay experiencia que pueda respaldar ni refutar una doctrina tal.
Todo lo que las ciencias naturales experimentales nos han enseñado hasta el momento acerca del problema de la mente y el cuerpo es que prevalece alguna conexión entre la capacidad del hombre de pensar y actuar y las condiciones de su cuerpo. Sabemos que las lesiones del cerebro pueden dañar seriamente e incluso destruir por completo las habilidades mentales del hombre y que la muerte, la desintegración total de las funciones fisiológicas de los tejidos vivos, invariablemente elimina aquellas actividades mentales que pueden ser reconocidas por la mente de otras personas. Pero nada sabemos acerca del proceso que produce dentro del cuerpo de un humano vivo sus pensamientos y sus ideas. Eventos casi idénticos que afectan la mente humana dan como resultado en personas distintas, y en la misma persona en distintos momentos, ideas y pensamientos diferentes. La fisiología no tiene ningún método para lidiar de manera adecuada con el fenómeno de la reacción mental frente a estímulos. Las ciencias naturales no pueden utilizar sus métodos para analizar el significado que un hombre asigna a un evento del mundo exterior o al significado de otras personas. La filosofía materialista de La Mettrie y Feuerbach y el monismo de Haeckel no son ciencias naturales, son doctrinas metafísicas que buscan explicar algo que las ciencias naturales no pueden explorar. E iguales son las doctrinas monistas del positivismo y el neopositivismo.
Al establecer estos hechos uno no busca ridiculizar las doctrinas del materialismo monista y calificarlas de sinsentido. Solo los positivistas consideran sinsentido a toda especulación metafísica y rechazan todo tipo de apriorismo. Los filósofos y científicos sensatos han admitido sin ninguna reserva que las ciencias naturales no han aportado nada que pueda justificar los principios del positivismo y el materialismo, y que todo lo que estas escuelas están enseñando es metafísica, y una rama muy poco satisfactoria de la metafísica.
Las doctrinas que claman para sí el epíteto de empirismo puro o radical y estigmatizan cual sinsentido a todo lo que no sea ciencia natural experimental no pueden darse cuenta de que el núcleo de su filosofía, supuestamente empirista, está basado por completo en deducciones de una premisa que no tiene justificación alguna. Todo lo que las ciencias pueden hacer es encontrar el origen de todos los fenómenos que pueden ser —de manera directa o indirecta— percibidos por los sentidos humanos, en una selección de datos últimos. Uno podría oponerse a la interpretación dualista o pluralista de la experiencia y asumir que todos estos datos últimos podrían, en los futuros desarrollos del conocimiento científico, tener su origen en una fuente común. Pero tal supuesto no es ciencia natural experimental. Es una interpretación metafísica. Y también lo es la suposición adicional de que esta fuente también aparecerá como la raíz de la cual evolucionaron todos los fenómenos mentales.
Por el otro lado, todos los intentos de los filósofos por demostrar la existencia de un ser superior mediante métodos mundanos de razonamiento, ya sea por razonamiento apriorístico o mediante la inferencia a partir de determinadas características observables de fenómenos visibles y tangibles, están en un punto muerto. Pero debemos darnos cuenta de que no es menos imposible demostrar lógicamente mediante los mismos métodos filosóficos la inexistencia de Dios o rechazar la tesis de que Dios creó X de la cual se deriva todo aquello que las ciencias naturales estudian, o la tesis adicional de que los poderes inexplicables de la mente humana se originan y se originaron por reiteradas intervenciones divinas en los asuntos del universo. La doctrina cristiana, de acuerdo con la cual Dios crea el alma de todo individuo, no puede ser refutada mediante razonamiento discursivo, así como tampoco puede ser probada de esta forma. No existe ni en los brillantes logros de las ciencias naturales ni en el razonamiento apriorístico nada que pueda contradecir la Ignorabimus de Du Bois Reymond.
No puede haber tal cosa como una filosofía científica en el sentido que el positivismo lógico y el empirismo dan al adjetivo «científico». En la búsqueda del conocimiento, la mente humana recurre a la filosofía o a la teología precisamente porque está buscando una explicación para problemas que las ciencias naturales no pueden responder. La filosofía se ocupa de las cosas que se encuentran más allá de los límites que la estructura lógica de la mente humana permite al hombre inferir a partir de los hallazgos de las ciencias naturales.
Uno no caracteriza los problemas de la acción humana de manera acabada si dice que las ciencias naturales —hasta el momento, al menos— no han ayudado nada en su elucidación. Una descripción correcta de la situación debería enfatizar el hecho de que las ciencias naturales ni siquiera cuentan con las herramientas mentales para advertir la existencia de estos problemas. Las ideas y las causas finales son categorías para las que no hay lugar ni en el sistema ni en la estructura de las ciencias naturales. Su terminología carece de todos los conceptos y palabras que podrían proveer una orientación adecuada en el ámbito de la mente y de la acción. Y todos sus logros, no obstante lo maravillosos y beneficiosos que sean, no tocan ni siquiera de manera superficial los problemas esenciales de la filosofía con los que las doctrinas metafísicas y religiosas intentar lidiar.
El desarrollo de la opinión contraria aceptada de manera casi general puede ser explicado fácilmente. Todas las doctrinas metafísicas y religiosas contenían, además de sus enseñanzas teológicas y morales, insostenibles teoremas acerca de los eventos naturales que, con el progresivo desarrollo de las ciencias naturales, pudieron no solo ser refutados sino incluso ser frecuentemente ridiculizados. Los teólogos y metafísicos intentaron obstinadamente defender tesis solo conectadas superficialmente con el núcleo de su mensaje moral, que a la mente científicamente entrenada le sonaban como las más absurdas fábulas y mitos. El poder secular de las iglesias persiguió a los científicos que tenían el coraje de desviarse de tales enseñanzas. La historia de la ciencia en la órbita de la cristiandad occidental es una historia de conflictos en los que las doctrinas de la ciencia estaban siempre mejor fundadas que aquellas de la teología oficial. Humildemente, los teólogos tuvieron finalmente que admitir, en cada controversia, que sus adversarios tenían razón y que ellos estaban equivocados. La instancia más espectacular de tan vergonzosa derrota —tal vez no de la teología como tal, pero sí de los teólogos— fue el resultado de los debates relativos a la evolución.
De aquí que se originara la ilusión de que todos los asuntos que abordaba la teología pudieran algún día ser totalmente e irrefutablemente resueltos por las ciencias naturales. De la misma forma en que Copérnico y Galileo habían reemplazado las insostenibles doctrinas respaldadas por la iglesia por una mejor teoría del movimiento celestial, uno esperaba que los científicos del futuro pudieran reemplazar todas las demás doctrinas «supersticiosas» por la verdad «científica». Si se critica la epistemología y filosofía relativamente naif de Comte, Marx y Haeckel, uno no debe olvidar que su simplismo fue la reacción contra las todavía más simplistas enseñanzas de lo que hoy se denomina Fundamentalismo, un dogmatismo que ningún teólogo sensato se atrevería a adoptar.
La referencia a estos hechos no excusa en modo alguno, y mucho menos justifica, la vulgaridad del positivismo contemporáneo. Simplemente se busca una mejor comprensión del ambiente intelectual en el que el positivismo se desarrolló y se hizo popular. Desafortunadamente, la ordinariez de los fanáticos del positivismo está ahora a punto de provocar una reacción que podría obstruir seriamente el futuro intelectual de la humanidad. Nuevamente, como en el Imperio Romano tardío, diversas sectas de idolatría están surgiendo. Hay espiritualismo, vudú y doctrinas y prácticas similares, muchas de ellas inspiradas en los cultos de las tribus primitivas. Hay un resurgimiento de la astrología. Nuestra era no es solo la era de la ciencia. Es también la era en que las supersticiones más absurdas están encontrando crédulos seguidores.
A la vista de los desastrosos efectos de una incipiente reacción excesiva contra las excrecencias del positivismo, necesitamos repetir nuevamente que los métodos experimentales de las ciencias naturales son los únicos adecuados para el tratamiento de los problemas involucrados. Sin discutir otra vez los esfuerzos para desacreditar la categoría de la causalidad y el determinismo, tenemos que hacer hincapié en el hecho de que lo que es erróneo del positivismo no es lo que enseña acerca de los métodos de las ciencias naturales empíricas, sino lo que afirma sobre los asuntos acerca de los que —al menos hasta ahora— las ciencias naturales no han podido aportar información alguna. El principio positivista de la verificación como lo rectificara Popper[83] es incuestionable como principio epistemológico de las ciencias naturales. Pero no tiene sentido cuando es aplicado a cualquier cosa sobre la que las ciencias naturales no pueden proveer información.
No es la tarea de este ensayo lidiar con las aseveraciones de ninguna doctrina metafísica o con la metafísica como tal. Siendo como son la naturaleza y la estructura lógica de la mente humana, muchos hombres no están satisfechos con la ignorancia respecto de algún problema y no se conforman fácilmente con el agnosticismo en que resulta la más ferviente búsqueda del conocimiento. La metafísica y la teología no son, como pretenden los positivistas, productos de una actividad no digna del Homo sapiens, resabios de las eras primitivas de la humanidad que la gente civilizada debería descartar. Son la manifestación de la insaciable búsqueda del conocimiento por parte del hombre. Sin importar que esta búsqueda de la omnisciencia pueda o no ser completamente alcanzada, el hombre no cesará en su apasionada búsqueda[84]. Ni el positivismo ni ninguna otra doctrina deberían condenar un principio religioso o metafísico que no contradiga las confiables enseñanzas del a priori y de la experiencia.
Sin embargo, este ensayo no se ocupa de la teología o de la metafísica y el rechazo de sus doctrinas por parte del positivismo. Se ocupa de los ataques del positivismo a las ciencias de la acción humana.
La doctrina fundamental del positivismo es la tesis de que los procesos experimentales de las ciencias naturales son el único método que debe ser aplicado en la búsqueda del conocimiento. Como lo ven los positivistas, las ciencias naturales, absorbidas enteramente por la más urgente tarea de elucidar los problemas de la física y la química, se han olvidado en el pasado, y pueden hacerlo también en el futuro cercano, de prestar atención a los problemas de la acción humana. Pero, agregan, no puede haber duda alguna respecto de que una vez que los hombres imbuidos de la perspectiva científica y entrenados en los métodos precisos del trabajo de laboratorio tengan el tiempo necesario para dedicarle al estudio de asuntos tan «menores» como el comportamiento humano, introducirán el conocimiento auténtico de todos estos asuntos y reemplazarán con este la inútil palabrería que está ahora en boga. La «ciencia unificada» resolverá todos los problemas en cuestión e inaugurará una maravillosa era de «ingeniería social» en la que todos los asuntos humanos serán tratados del mismo modo satisfactorio en que la moderna tecnología moderna provee la corriente eléctrica.
Algunos pasos importantes en el camino a este resultado pretenden los defensores menos cautos de este credo, ya los ha dado el behaviorismo (o, como Neurath prefería llamarlo, la behaviorística). Ellos señalan el descubrimiento de tropismos y de reflejos condicionados. Si se progresa aún más con la ayuda de los métodos que originaron estos logros, la ciencia podrá un día realizar todas las promesas del positivismo. Es una vana arrogancia del hombre presumir que su conducta no se encuentra enteramente determinada por los mismos impulsos que determinan el comportamiento de las plantas y los perros.
En contra de todo este vehemente discurso debemos enfatizar el duro hecho de que las ciencias naturales no tienen ninguna herramienta intelectual para lidiar con las ideas y la finalidad.
Un positivista confiado puede esperar que algún día los fisiólogos tengan éxito en describir en términos físicos y químicos todos los eventos que resultaron en la producción de individuos determinados y en la modificación de su sustancia innata durante sus vidas. Podemos dejar de lado la pregunta de si un conocimiento tal sería suficiente para explicar de manera completa el comportamiento de los animales en cualquier situación que debieran enfrentar. Pero no debe dudarse de que no le permitiría al estudiante lidiar con el modo en que un hombre reacciona a los estímulos externos. Porque esta reacción humana está determinada por ideas, un fenómeno cuya descripción está más allá del alcance de la física, la química y la fisiología. No existe explicación en términos de las ciencias naturales referida a qué causa que un gran número de personas permanezca fiel al credo religioso en que fue educada, y otros decidan cambiar su fe, por qué las personas se unen o abandonan los partidos políticos, por qué hay diferentes escuelas filosóficas y diferentes opiniones relativas a una multiplicidad de problemas.
En su consistente búsqueda del mejoramiento de las condiciones bajo las cuales los hombres deben vivir, las naciones de Europa central y occidental y sus vástagos instalados en territorios de ultramar han triunfado en desarrollar lo que se conoce —y a veces se llama de manera peyorativa— civilización burguesa occidental. Su base fundamental es el sistema económico capitalista, cuyo corolario político es el gobierno representativo y la libertad de pensamiento y comunicación interpersonal. Si bien se encuentra continuamente saboteada por la malicia de las masas y los restos ideológicos del modo precapitalista de pensar y actuar, la libre empresa ha cambiado el destino del hombre de manera radical. Ha reducido la tasa de mortalidad y ha prolongado la duración promedio de la vida, multiplicando así las cifras de población. Ha elevado, en un modo sin precedentes, el estándar de vida del hombre promedio en aquellas naciones que no han impedido muy seriamente el espíritu codicioso de los individuos emprendedores. Todas las personas, más allá de lo fanáticas que puedan mostrarse en su afán por desacreditar y combatir al capitalismo, le rinden implícitamente tributo demandando apasionadamente los productos que este brinda.
La riqueza que el capitalismo le ha dado a la humanidad no es el resultado de una fuerza mítica llamada progreso. Tampoco es el logro de las ciencias naturales y la aplicación de sus enseñanzas para la perfección de la tecnología y la terapéutica. Ningún avance tecnológico o terapéutico podría ser utilizado de manera práctica si los medios materiales para su uso no hubieran sido facilitados por el ahorro y la acumulación de capital. La razón por la cual no todo acerca de la producción y su uso, sobre el cual la tecnología provee información, puede ponerse a disposición de todos es la insuficiencia en la oferta de capital acumulado. Lo que transformó las condiciones de estancamiento de los buenos viejos tiempos en el dinamismo del capitalismo no fueron los cambios en las ciencias naturales y la tecnología, sino la adopción del principio de libre empresa. El gran movimiento ideológico que comenzó con el Renacimiento, continuó con la Ilustración y en el siglo XIX culminó en el liberalismo[85] produjo tanto el capitalismo —la economía de libre mercado— como su corolario político —como los marxistas dirían, su «superestructura» política—, el gobierno representativo y los derechos individuales civiles: la libertad de conciencia, de pensamiento, de expresión, y de todos los demás métodos de comunicación. Fue en el clima creado por este sistema capitalista individualista donde todos los hallazgos intelectuales modernos prosperaron. Nunca antes había vivido la humanidad bajo condiciones como aquellas de la segunda parte del siglo XIX cuando, en los países civilizados, los problemas más candentes de la filosofía, la religión y la ciencia podían ser discutidos libremente sin miedo alguno a reprimendas de parte de los poderes existentes. Fue una época de productivo y saludable disenso.
Un movimiento contrario maduró, pero no a partir de la regeneración de las desacreditadas fuerzas siniestras que en el pasado habían resultado en la uniformidad. Emanó del complejo autoritario y dictatorial grabado a fuego en las almas de los muchos que se beneficiaban de los frutos de la libertad y el individualismo sin haber contribuido en absoluto a su crecimiento y evolución. Las masas no quieren al que les supera en algún aspecto. El hombre promedio envidia y odia a aquellos que son diferentes.
Lo que empuja a las masas hacia el campo socialista es, incluso más que la ilusión de que el socialismo les hará más prósperos, la expectativa de que frenará a todos aquellos que sean mejores que lo que ellos mismos son. La característica distintiva de todos los planes utópicos desde Platón hasta Marx es la rígida petrificación de todas las condiciones humanas. Una vez que el «perfecto» estado de asuntos sociales se alcanza, ningún cambio adicional debe tolerarse. No habrá más espacio para los innovadores y los reformistas.
En la esfera intelectual, la defensa de esta intolerante tiranía está representada por el positivismo. Su campeón, Auguste Comte, no contribuyó en nada al avance del conocimiento. Meramente bosquejó el esquema del orden social bajo el cual, en el nombre del progreso, la ciencia y la humanidad, cualquier desviación de sus propias ideas debía ser prohibida.
Los herederos intelectuales de Comte son los positivistas contemporáneos. Como Comte mismo, estos abogados de la «ciencia unificada» o el panfisicalismo, del positivismo «lógico» o «empírico», y de la filosofía «científica» no contribuyeron ellos mismos al avance de las ciencias naturales. Los futuros historiadores de la física, la química, la biología y la fisiología no tendrán que mencionar sus nombres en sus trabajos. Todo lo que la «ciencia unificada» ha hecho ha sido recomendar la proscripción de los métodos aplicados por las ciencias de la acción humana y su reemplazo por los métodos de las ciencias naturales experimentales. No es destacable por aquello en lo que ha contribuido, sino solo por lo que desea ver prohibido. Sus protagonistas son los campeones de la intolerancia y del dogmatismo de mentalidad cerrada.
Los historiadores deben entender las condiciones políticas, económicas e intelectuales que dieron origen al positivismo viejo y nuevo. Pero la comprensión histórica específica del medio a partir del cual se desarrollaron determinadas ideas no puede ni justificar ni rechazar las enseñanzas de ninguna escuela de pensamiento. Es tarea de la epistemología desenmascarar las falacias del positivismo y refutarlas.