El naturalismo propone tratar los problemas de la acción humana de la forma en que la zoología trata a todos los demás seres vivos. El behaviorismo quiere eliminar lo que distingue la acción humana de la conducta de los animales. En este contexto no hay espacio para la cualidad específicamente humana, el rasgo distintivo de los hombres, a saber, la persecución consciente de los fines elegidos. Ignoran la mente humana. El concepto de finalidad es extraño a ellos.
Visto zoológicamente, el hombre es un animal. Pero existe una diferencia fundamental entre las condiciones de todos los animales y aquellas propias del hombre. Cada ser vivo es naturalmente el enemigo implacable de todos los demás seres vivientes, especialmente de todos los demás miembros de su propia especie. Dado que los medios de subsistencia son escasos, no permiten a todos los especímenes sobrevivir y consumar su existencia hasta el punto en que su vitalidad innata sea consumida por completo. Este irreconciliable conflicto de intereses esenciales prevalece en primer lugar entre los miembros de la misma especie porque su supervivencia depende del mismo alimento. La naturaleza es literalmente «roja en dientes y garras»[75].
El hombre también es un animal. Pero difiere de todos los demás animales, ya que, a fuerza de su razón, ha descubierto la gran ley cósmica de la mayor productividad de la cooperación bajo el principio de la división del trabajo. El hombre es, como Aristóteles lo formulara, ζῷον πολιτχόν el animal social, pero es «social» no por su naturaleza animal, sino por su cualidad específicamente humana. Los especímenes de su propia especie zoológica no son, para el individuo humano, enemigos mortales contrarios a él en la despiadada competencia biológica, sino cooperadores o potenciales cooperadores en los esfuerzos conjuntos para mejorar las condiciones externas de su propio bienestar. Un golfo inabordable separa al hombre de todos aquellos seres que carecen de habilidad para comprender el sentido de la cooperación social.
Se acostumbra a hipostasiar la cooperación social al emplear el término «sociedad». Alguna misteriosa agencia sobrehumana, se dice, creó la sociedad y de manera perentoria exige al hombre sacrificar las preocupaciones de su pequeño egoísmo para beneficio de la sociedad.
El tratamiento científico de los problemas en cuestión comienza con el rechazo radical de este enfoque mitológico. Lo que el individuo deja ir al cooperar con otros individuos no son sus intereses personales opuestos a los de la sociedad fantasmal. Él sacrifica un bienestar inmediato en aras de cosechar, en una fecha posterior, un bienestar aún mayor. Su sacrificio es provisorio. Elige entre sus intereses en el corto plazo y sus intereses en el largo plazo, aquellos que los economistas clásicos solían llamar sus intereses «bien entendidos».
La filosofía utilitarista no considera que las reglas de la moralidad sean leyes arbitrarias impuestas sobre el hombre por una deidad tiránica a la que deba someterse sin cuestionamientos. Comportarse de acuerdo con las reglas requeridas para la preservación de la cooperación social es para el hombre el único medio de obtener de manera segura todos aquellos fines que desea obtener.
Los intentos de rechazar esta interpretación racionalista de la moralidad desde el punto de vista de las enseñanzas cristianas son inútiles. De acuerdo a la doctrina fundamental de la teología y filosofía cristiana, Dios creó la mente humana al dotar al hombre de su facultad para pensar. Como tanto la revelación cuanto la razón humana son manifestaciones de la voluntad del Señor no puede haber, en última instancia, ningún desacuerdo entre ellas. Dios no se contradice. Es el objeto de la filosofía y la teología demostrar el acuerdo entre la revelación y la razón. Ese fue el problema cuya solución trataron de proveer la filosofía patrística y escolástica[76]. La mayoría de estos pensadores dudaban si la mente humana, sin la ayuda de la revelación, habría tenido la capacidad de comprender lo que los dogmas, especialmente los de la Encarnación y la Trinidad, enseñaban. Pero no expresaron dudas respecto de la capacidad de la razón humana en ningún otro sentido.
Los ataques populares contra la filosofía social del iluminismo y la doctrina utilitarista como la enseñaron los economistas clásicos no se originaron en la teología cristiana, sino en el razonamiento teísta, ateísta y antiteísta. Ellos dan por sentado la existencia de algunos colectivos y no se preguntan cómo es que estos colectivos aparecen ni en qué sentido estos «existen». Le atribuyen al colectivo de su elección —la humanidad (humanité), la raza, la nación (en el sentido inglés y francés del término, que se corresponde con el germano Staat), la nacionalidad (todas las personas que hablan el mismo idioma), la clase social (en el sentido marxista) y algunos otros— atributos todos propios del individuo que actúa. Sostienen que la realidad de estos colectivos puede ser directamente percibida y que ellos existen aparte y por encima de las acciones de los individuos que a él pertenecen. Asumen que la ley moral obliga al individuo a subordinar sus «nimios» deseos personales e intereses a aquellos del colectivo al que pertenece «por derecho» y al que le debe lealtad incondicional. El individuo que persigue su interés personal o prefiere la lealtad a un colectivo «falso» en lugar del colectivo «verdadero» es simplemente un indócil.
La característica principal del colectivismo es que no tiene en cuenta la voluntad individual y la autodeterminación moral. A la luz de su filosofía el individuo nace en un colectivo y es «natural» y correcto que se comporte del modo que se espera que los miembros del colectivo se comporten. ¿Comportamiento esperado por quién? Por supuesto, por aquellos individuos a los que, por los misteriosos decretos de alguna misteriosa agencia, la tarea de determinar la voluntad colectiva y dirigir las acciones del colectivo les ha sido confiada.
En el ancien régime, el autoritarismo, se basaba en un tipo de doctrina teocrática. El designado rey regía por la gracia de Dios. Él era la personificación del reino. «Francia» era el nombre del rey y del país, los hijos del rey eran los enfants de France. Los sujetos que desafiaban las órdenes reales eran rebeldes.
La filosofía social del iluminismo rechazó esta presunción. Llamó a todos los franceses enfants de la patrie, hijos de la patria. Dejó de ser necesario el cumplimiento de la unanimidad obligatoria en todos los asuntos esenciales y políticos. Las instituciones del gobierno representativo —gobierno del pueblo— reconocen el hecho de que el pueblo pueda estar en desacuerdo respecto de los asuntos políticos y que aquellos que compartan las mismas opiniones se reúnan entre sí en partidos políticos. El partido en funciones gobierna hasta tanto esté apoyado por la mayoría.
El neoautoritarismo del colectivismo estigmatiza este «relativismo» como contrario a la naturaleza humana. El colectivo es visto como una entidad superior a las preocupaciones de los individuos. No es relevante si los individuos concuerdan de manera espontánea con las preocupaciones del todo. En cualquier caso, hacerlo es su deber. No hay partidos, solamente un colectivo[77]. Todas las personas están moralmente compelidas a acatar las órdenes colectivas. Si desobedecen, son forzados a ceder. Esto es lo que el mariscal ruso Gueorgui Zhúkov llamó «sistema idealista», en oposición al «sistema materialista» del individualismo occidental, que el comandante en jefe de las fuerzas norteamericanos encontró «un poco difícil» de defender[78].
Las «ciencias sociales» están comprometidas con la propagación de la doctrina colectivista. No invierten una sola palabra en la imposible tarea de negar la existencia de los individuos o probar su enemistad. Al describir que el objetivo de las ciencias sociales son «las actividades del individuo como miembro de un grupo»[79] e implicar que las ciencias sociales así definidas abarcan todo lo que no pertenece a las ciencias naturales, simplemente ignoran la existencia del individuo. Desde su perspectiva, la existencia de grupos o colectivos es el dato último. No intentan investigar los factores que hacen que los individuos cooperen entre sí y a partir de allí creen lo que llamamos grupos o colectivos. Para ellos el colectivo, como la vida o la mente, es un fenómeno primario cuyo origen la ciencia no puede encontrar en la operación de algún otro fenómeno. En consecuencia, las ciencias sociales fracasan en explicar cómo es posible que existan multitudes de colectivos y que los mismos individuos sean, al mismo tiempo, miembros de colectivos distintos.
La economía o cataláctica, la única rama de las ciencias teóricas de la acción humana que hasta el momento han sido desarrolladas, consideran los colectivos como la creación de la cooperación de los individuos. Guiados por la idea de que los fines deseados pueden alcanzarse mejor o solamente mediante la cooperación, los hombres se asocian unos con otros en cooperación y de aquí que originen lo que llamamos grupos o colectivos, o simplemente sociedad humana.
El parangón de la colectivización o la socialización es la economía de mercado, y el principio fundamental de la acción colectiva es el intercambio mutuo de servicios, el do ut des. El individuo da y sirve esperando ser recompensado por los regalos y servicios de sus congéneres. Se desprende de lo que valora menos de modo de recibir algo que al momento de la transacción él considere más deseable. Intercambia —compra o vende— porque cree que esto es lo más ventajoso que puede hacer en ese momento.
La comprensión intelectual de lo que los hombres hacen cuando intercambian productos y servicios se ha visto oscurecida por el modo en que las ciencias sociales distorsionaron el sentido de todos los términos empleados. En su jerga, la «sociedad» no es el resultado del reemplazo de los esfuerzos aislados de los individuos para mejorar sus condiciones por la cooperación mutua entre ellos; sino que quiere decir una entidad colectiva en cuyo nombre se espera que un grupo de gobernantes se haga cargo de todos sus semejantes. Y es en este sentido en el que emplean el adjetivo «social» y el sustantivo «socialización».
La cooperación social entre los individuos —la sociedad— puede basarse bien en la coordinación espontánea o bien en el comando y la subordinación; en la terminología de Henry Sumner Maine, en contratos o en estatus. A la estructura de la sociedad contractual el individuo se integra de manera espontánea; en la estructura de la sociedad estadual, su lugar y sus funciones —sus deberes— le son asignados por aquellos que están al mando del aparato social de compulsión y opresión. Mientras que en la sociedad contractual este aparato —el gobierno del estado— interviene solamente para disipar las violentas y fraudulentas maniobras para subvertir el sistema de intercambio mutuo de servicios, en la sociedad por estatus el aparato mantiene el sistema en funcionamiento mediante órdenes y prohibiciones.
La economía de mercado no fue prevista por una mente maestra; no fue planeada de antemano como un esquema utópico y luego puesta a funcionar. Las acciones espontáneas de los individuos, buscando nada más que mejorar su propio estado de satisfacción, socavaron el prestigio del estatus coercitivo paso a paso. Solo después, cuando la superior eficiencia de la libertad económica no pudo ser más cuestionada, la filosofía social entró en escena y demolió la ideología del sistema estadual. La supremacía política de los seguidores del orden precapitalista fue anulada por las guerras civiles. La economía de mercado en sí misma no fue producto de la acción violenta —o de las revoluciones—, sino de una serie de cambios pacíficos graduales. Las consecuencias del término «revolución industrial» son extremadamente engañosas.
En el ámbito político, el derrocamiento violento de los métodos de gobierno precapitalista dio como resultado el completo abandono de los conceptos feudales de ley pública y el desarrollo de una nueva doctrina constitucional con conceptos legales y términos desconocidos hasta el momento. (Solamente en Inglaterra, donde la transformación del sistema de supremacía real hacia el sistema, primero, de supremacía de una casta de privilegiados terratenientes y luego hacia un sistema de gobierno representativo con sufragio universal fue posible mediante la sucesión de pacíficos cambios[80], se preservó en su mayoría la terminología del antiguo régimen, mientras que su significado original mucho tiempo antes había quedado vacío de cualquier tipo de aplicación práctica). En el ámbito de las leyes civiles la transición desde condiciones precapitalistas hacia condiciones capitalistas se llevó a cabo con una extensa serie de pequeños cambios a través de las acciones de personas que carecían del poder para alterar de manera formal las instituciones y los conceptos legales tradicionales. Los nuevos métodos de hacer negocios generaron nuevas ramas de la ley que se desarrollaron a partir de costumbres y prácticas mercantiles anteriores. Pero más allá del cambio radical en la esencia y el significado de las instituciones legales tradicionales que estos nuevos métodos generaron, se asumió que aquellos términos y conceptos de la vieja legislación que seguían en uso seguirían haciendo referencia a las mismas condiciones sociales y económicas a las que habían hecho referencia en los siglos anteriores. La conservación de los términos tradicionales impide que los observadores superficiales aprecien el significado total de los fundamentales cambios realizados. El ejemplo sobresaliente lo brinda el uso del concepto de propiedad.
Allí donde prevalezca en gran medida la autosuficiencia económica de cada hogar, y donde consecuentemente para la mayoría de los productos no exista intercambio, el significado de propiedad de los bienes de producción no es distinto del de propiedad de bienes de consumo. En cada caso la propiedad sirve exclusivamente a su dueño. Poseer algo, sea un bien de producción o un bien de consumo, significa tenerlo para sí y utilizarlo para la propia satisfacción.
Pero en el marco de la economía de mercado esto es algo un tanto distinto. El dueño de un bien de producción está forzado a emplearlo de acuerdo con la mejor satisfacción posible de las necesidades de los consumidores. Él pierde su propiedad si otra persona lo eclipsa al servir mejor a los consumidores. En la economía de mercado la propiedad es adquirida y preservada al servir al público y se pierde cuando el público queda insatisfecho con el modo en que es servido. La propiedad privada de los factores de producción es, por así decirlo, un mandato público que se retira tan pronto los consumidores piensan que otras personas la emplearán de manera más eficiente. Mediante la instrumentalidad del sistema de ganancias y pérdidas, los dueños se ven obligados a encargarse de «su» propiedad como si fuera la propiedad de otros confiada a ellos bajo la obligación de utilizarla para la mejor satisfacción posible de los virtuales beneficiarios, los consumidores. Todos los factores de la producción, incluso el factor humano, a saber, el trabajo, sirven a la totalidad de los miembros de la economía de mercado. Tal es el verdadero sentido y carácter de la propiedad privada de los factores materiales de la producción bajo el capitalismo. Podría ser ignorado o malinterpretado solo porque la gente —los economistas y juristas así como el hombre de a pie— se ha visto desorientada por el hecho de que el concepto legal de propiedad como lo desarrollaron las prácticas jurídicas y las doctrinas de la era precapitalista se ha preservado intacto o bien ha sido solo modificado ligeramente después de que su sentido efectivo hubiera sido radicalmente alterado[81].
Es necesario abordar este asunto en el análisis de los problemas epistemológicos de las ciencias de la acción humana porque muestra cuán radicalmente difiere el enfoque de la moderna praxeología de aquel de las formas tradicionales de estudiar las condiciones sociales. Cegados por la aceptación acrítica de las doctrinas legalistas de la época precapitalista, generaciones de autores encontraron imposible apreciar los rasgos característicos de la economía de mercado y de la propiedad privada de los medios de producción dentro de la economía de mercado. En su perspectiva, los capitalistas y emprendedores son autócratas irresponsables que administran los asuntos económicos en su propio beneficio sin consideración alguna por las preocupaciones de las demás personas. Ellos describen la ganancia empresarial como un lucro injusto derivado de la «explotación» tanto de los empleados como de los consumidores. Su apasionada denuncia de los beneficios les impidió ver que es precisamente la necesidad de generar beneficios y evitar las pérdidas lo que fuerza a los «explotadores» a satisfacer a los consumidores de la mejor manera posible al proveerles de aquellos productos y servicios que más urgentemente están demandando. Los consumidores son soberanos porque son los que al final determinan qué es lo que debe producirse, en qué cantidades, y en qué calidad.
Una de las características de la economía de mercado es la forma específica en que aborda los problemas que presenta la desigualdad biológica, moral e intelectual de los hombres.
En la era precapitalista los superiores, es decir, los individuos más inteligentes y eficientes, sometían y cautivaban a las masas de semejantes menos eficientes. En la sociedad estadual existen castas; hay lores y hay siervos. Todos los asuntos se administran para el solo beneficio de los primeros, mientras que los últimos deben trabajar como esclavos para sus amos.
En la economía de mercado los mejores están forzados por la operatividad del sistema de ganancias y pérdidas a servir los intereses de todos, incluyendo la multitud de personas inferiores. En su marco la situación más deseable puede alcanzarse solamente mediante acciones que beneficien a todos. Las masas, en su calidad de consumidores, son las que en última instancia determinan las ganancias y las riquezas de todos. Confían el control de los bienes de capital a aquellos que saben cómo emplearlos para la mejor satisfacción de su propio interés, es decir, el de las masas.
Es obviamente verdadero que en una economía de mercado aquellos que, desde el punto de vista de un juicio iluminado, deben ser considerados los más eminentes individuos de la especie humana no son los que más éxito tienen. Las hordas ordinarias de hombres comunes no suelen reconocer debidamente los méritos de aquellos que eclipsan su propia desgracia. Ellos juzgan a todo el mundo desde el punto de vista de la satisfacción de sus deseos. De aquí que los campeones de boxeo y los autores de historias de detectives gocen de un prestigio superior y tengan mejores ingresos que los filósofos y los poetas. Aquellos que se lamentan por este hecho están en lo cierto. Pero no es posible pensar en un sistema social que recompense de manera justa las contribuciones del innovador cuyo genio guía a la humanidad a ideas desconocidas anteriormente y al principio rechazadas por todos aquellos que carecieron de la misma inspiración.
Lo que la llamada democracia del mercado brinda es un estado de cosas en que aquellos cuya conducta las masas aprueban mediante la compra de sus productos llevan a cabo las actividades de producción. Al hacer que sus empresas sean rentables, los consumidores les otorgan el control de los factores de producción a los empresarios que a ellos sirven mejor. Al hacer que las empresas de los empresarios incapaces no sean rentables, quitan el control a aquellos emprendedores con cuyos servicios no están de acuerdo. Resulta antisocial en el sentido estricto del término el que los gobiernos frustren estas decisiones populares mediante el gravamen de los beneficios. Desde un punto de vista genuinamente social, sería más «social» gravar las pérdidas que las ganancias.
La inferioridad de la multitud se pone de manifiesto de la manera más patente en el hecho de que esta odia el sistema capitalista y califica los beneficios que su propia conducta genera como injustos. El pedido de expropiar toda propiedad privada y redistribuirla de manera equitativa entre todos los miembros de la sociedad tenía sentido en una sociedad rigurosamente agrícola. Allí el hecho de que algunas personas fueran propietarias de grandes extensiones de tierra era el corolario de que otros no poseyeran nada, o no lo suficiente para mantenerse a ellos y a sus familias. Pero es distinto en una sociedad en la que el nivel de vida depende de la oferta de bienes de capital. El capital se acumula por la austeridad y el ahorro y se mantiene al evitar su despilfarro y su disipación. La riqueza de una sociedad industrial es tanto la causa como la consecuencia del bienestar de las masas. Incluso aquellos que no la poseen se enriquecen, no se empobrecen, por ella.
El espectáculo ofrecido por las políticas de los gobiernos contemporáneos es una verdadera paradoja. La tan calumniada codicia de los promotores y especuladores triunfa a diario en proveer a las masas con productos y servicios anteriormente desconocidos. El cuerno de la abundancia cae sobre la gente para la cual los métodos mediante los cuales todos estos maravillosos artefactos se producen son incomprensibles. Los torpes beneficiarios del sistema capitalista caen en el error de pensar que es el desempeño de sus rutinarios trabajos lo que crea estas maravillas. Otorgan su voto a los gobernantes comprometidos con una política de sabotaje y destrucción. Miran a los «grandes negocios», necesariamente comprometidos con la satisfacción del consumo de las masas, como miran al enemigo público más temible y aprueban toda medida que, según piensan, mejora su propia condición al «castigar» a aquellos a los que envidian.
Analizar estos problemas no es, desde luego, tarea de la epistemología.