Las ideas populares concernientes a los métodos que los economistas emplean o deberían emplear en sus estudios están caracterizadas por la creencia de que los métodos de las ciencias naturales también son adecuados para el estudio de la acción humana. Esta fábula es sostenida por la costumbre de confundir la historia económica con la economía. Un historiador, sea que estudie lo que se conoce como historia general o que estudie historia económica, debe estudiar y analizar los registros disponibles. Debe emprender una investigación. Aunque las acciones investigadoras de los historiadores sean epistemológicas y metodológicamente distintas de aquellas que realiza un físico o un biólogo, no hay inconvenientes en utilizar para todas el mismo término, a saber, investigación. La investigación no solo consume tiempo. También es más o menos cara.
Pero la economía no es la historia. La economía es una rama de la praxeología, la teoría apriorística de la acción humana. El economista no basa sus teorías en investigación histórica, sino en razonamiento teórico como el del lógico o el matemático. Si bien la historia está, como todas las demás ciencias, en el fondo de sus estudios, él no aprende directamente de la historia. Al contrario, es la historia económica la que debe ser interpretada con la ayuda de las teorías desarrolladas por la economía.
La razón es obvia y ha sido puntualizada con anterioridad. El historiador no puede jamás derivar teoremas de causa y efecto del análisis del material disponible. La experiencia histórica no es un experimento de laboratorio. Es la experiencia de fenómenos complejos, del resultado de la operación conjunta de diversas fuerzas.
Esto muestra por qué es incorrecto sostener que «es de la observación que incluso la economía deductiva obtiene sus premisas últimas»[57]. Lo que podemos «observar» siempre son fenómenos complejos solamente. Lo que la historia económica, la observación o la experiencia pueden decirnos son cosas como esta: por un determinado período de tiempo del pasado el minero John, en las minas de carbón de la compañía X en el pueblo Y, ganó p dólares por trabajar n horas al día. De ninguna manera la unión de esos datos con otros similares podría llevarnos a teoría alguna relativa a los factores que determinan el nivel de los salarios.
Existen montones de instituciones dedicadas a la supuesta investigación económica. Recolectan diverso material, comentan de una manera más o menos arbitraria los eventos a los que ese material se refiere y son lo suficientemente audaces como para hacer, sobre la base de este conocimiento acerca del pasado, pronósticos relativos al curso futuro de los asuntos comerciales. Considerando la predicción del futuro como objetivo primero, llaman «herramientas» a las series de datos obtenidas. Considerando la elaboración de planes para la acción gubernamental su meta más eminente, aspiran obtener el rol de «equipo económico general» asistiendo al supremo comandante del esfuerzo económico de la nación. Compitiendo con los institutos de investigación de las ciencias naturales por los subsidios de fundaciones y gobiernos, llaman a sus oficinas «laboratorios» y a sus métodos «experimentales». Su esfuerzo puede ser ampliamente apreciado desde algunos puntos de vista. Pero no es economía. Es historia económica del pasado reciente.
La opinión pública todavía insiste en el error de la economía clásica en la comprensión del problema del valor. Incapaces de resolver la aparente paradoja del valor, los economistas clásicos no podían rastrear el origen de las transacciones de mercado en el consumidor, sino que estaban forzados a comenzar su razonamiento desde las actividades de los empresarios, para quienes las valoraciones de los compradores son un hecho dado. La conducta del empresario en su capacidad como comerciante servidor del público se describe pertinentemente por la fórmula «compra en el mercado más barato y vende en el mercado más caro». La segunda parte de esta fórmula se refiere a la conducta de los compradores cuyas valuaciones determinan el nivel de precios que están dispuestos a pagar por la mercancía. Pero nada se dice sobre el proceso que prepara estas valoraciones. Se considera que eso es información dada. Si uno acepta esta fórmula tan simplificada, es muy posible distinguir entre la conducta empresarial (falsamente descrita como conducta racional o económica) y el comportamiento determinado por otras consideraciones distintas de las de los negocios (falsamente descrito como antieconómico o irracional). Pero este modo de clasificación no tiene sentido alguno si lo aplicamos a la conducta del consumidor.
El daño infligido por este y similares intentos de hacer distinciones fueron los que apartaron a la economía de la realidad. La tarea de los economistas, como muchos epígonos de la economía clásica la practicaron, no fue abordar los eventos tal como sucedieron, sino solo las fuerzas que contribuyeron de alguna manera poco clara al surgimiento de lo que realmente sucedió. La economía no aspiraba realmente a explicar la formación de precios de mercado, sino a la descripción de algo que en conjunto con otros factores tuvo un cierto rol no descrito claramente en el proceso. Prácticamente no trataba con seres vivos reales, sino con un fantasma, un «hombre económico», una criatura esencialmente distinta del hombre.
Lo absurdo de esta doctrina se pone de manifiesto tan rápido como aparece la pregunta de en qué difiere este hombre económico del hombre real. Es considerado un perfecto egoísta, omnisciente y exclusivamente dedicado a la acumulación de mayor y mayor riqueza. Pero no hay ninguna diferencia en la determinación del precio de mercado si un comprador «egoísta» compra porque quiere él mismo disfrutar de lo que compró o si un comprador «altruista» compra por alguna otra razón, por ejemplo, para hacer un regalo a una fundación caritativa. Tampoco hace diferencia alguna en el mercado si el consumidor al comprar está guiado por las opiniones que un espectador imparcial considera verdaderas o falsas. Compra porque cree que adquirir la mercancía en cuestión lo satisfará mejor que quedarse con el dinero o gastarlo en alguna otra cosa. Sea que aspire o no a la acumulación de riquezas, siempre aspira a emplear lo que le es propio a aquellos fines que, según cree, le satisfarán mejor.
Existe solo un motivo que determina todas las acciones de todos los hombres, a saber, remover, directa o indirectamente, tanto como sea posible toda sensación de malestar. Al perseguir este fin los hombres se ven afectados por todas las fragilidades y debilidades de la existencia humana. Lo que determina el curso real de los acontecimientos, la formación de los precios y todos los demás fenómenos comúnmente llamados económicos, así como el resto de los fenómenos de la historia humana, son las actitudes de estos hombres falibles y los efectos producidos por sus acciones pasibles de error. La eminencia del enfoque de la moderna economía de la utilidad marginal consiste en prestar total atención a esta situación. No estudia las acciones de un hombre ideal, esencialmente distinto del hombre real, sino las elecciones de todos los que participan en la cooperación social bajo la división de trabajo.
La economía, dicen muchos de sus críticos, asume que todo el mundo se comporta todo el tiempo de manera perfectamente «racional» y que aspira exclusivamente a conseguir la máxima ganancia posible tal como los especuladores comprando y vendiendo en la bolsa de valores. Pero el hombre real, afirman, es distinto. También aspira a conseguir otros fines además de las ventajas materiales que pueden expresarse en términos monetarios.
Hay un conjunto de errores y malinterpretaciones en este razonamiento popular. El hombre que opera en la bolsa de comercio está guiado en su actividad por una sola intención, incrementar su propia competencia. Pero la exacta misma intención anima la actividad adquisitiva de todas las demás personas. El granjero quiere vender su producción al precio más alto posible, y el asalariado está ansioso por vender su esfuerzo al precio más alto posible también. El hecho de que, al comparar la remuneración que le es ofrecida, el vendedor de materias primas o de servicios tome en cuenta no solo lo que se lleva en términos monetarios sino también todos los demás beneficios incluidos, es totalmente compatible con su comportamiento tal como se caracteriza en esta descripción.
Las metas específicas que las personas persiguen con su acción son muy distintas y cambian continuamente. Pero toda acción está invariablemente inducida por un motivo único, a saber, la sustitución de un estado que le siente mejor al actor por el que prevalecería en la ausencia de su acción.
Una popular opinión considera a la economía como la ciencia de las transacciones comerciales. Asume que la economía tiene la misma relación con las actividades de los empresarios que aquella que tiene la tecnología enseñada en los colegios y explicada en los libros con las actividades de los mecánicos, los ingenieros y los artesanos. El empresario es un hacedor de cosas sobre las cuales el economista meramente habla y escribe. De aquí que el empresario tenga, en su capacidad como hombre práctico, un conocimiento mejor fundado y más realista, desde dentro, sobre los problemas de la economía que el que tiene el teórico que observa los asuntos comerciales desde fuera. El mejor método que el teórico puede elegir para aprender algo acerca de las condiciones del mundo real es escuchar lo que los protagonistas tienen que decir.
Sin embargo, la economía no se trata específicamente de los negocios, aborda todos los fenómenos del mercado con todos sus aspectos, no solo las actividades de los hombres de negocios. La conducta del consumidor —es decir, de todos— no es un tema menos importante que el resto en los estudios económicos. El empresario no está, en su cualidad de hombre de negocios, más relacionado o envuelto en los procesos que producen fenómenos de mercado que los demás. La posición del economista en relación a su objeto de estudio no debe ser comparada con la del autor de libros de tecnología en relación con el ingeniero práctico y los trabajadores, sino con la del biólogo respecto de los seres vivos —incluyendo al hombre— cuyas funciones vitales trata de describir. Las personas con la mejor vista no son expertos en oftalmología, pero los oftalmólogos lo son incluso si son miopes.
Es un hecho histórico que algunos empresarios, con David Ricardo como el más eminente de ellos, han hecho óptimas contribuciones a la teoría económica. Pero hubo también otros economistas que fueron «meros» teóricos. El problema de la disciplina que hoy se enseña en la mayoría de las universidades bajo la engañosa etiqueta de economía no es que los profesores y los autores de los libros no sean empresarios o hayan fracasado en sus intentos empresariales. La falta está en su ignorancia de la economía y su incapacidad para pensar lógicamente.
El economista —como el biólogo y el psicólogo— abordan asuntos que están presentes y en funcionamiento en todo hombre. Esto distingue su trabajo del de un etnólogo que quiere registrar las costumbres y hábitos de una tribu primitiva. El economista no necesita desplazarse; él puede, a pesar de las burlas, como el lógico o el matemático, hacer su trabajo desde su sillón. Lo que lo distingue de los demás no es la oportunidad esotérica de lidiar con material especial no accesible por todos, sino el modo en que mira las cosas y descubre en ellas aspectos que los demás no pueden ver. Fue esto lo que Philip Wicksteed tenía en mente cuando eligió para su gran tratado el lema del Fausto de Goethe: La Vida Humana —todo el mundo la vive, pero solo algunos la conocen—.
El peor enemigo del pensamiento clarividente es la propensión a hipostasiar, es decir, adjudicar sustancia o existencia real a las construcciones y conceptos mentales.
En las ciencias de la acción humana la instancia más conspicua de esta falacia es el modo en que el término «sociedad» es empleado por las diversas escuelas de pseudociencia. No hay peligro en emplear el término para describir la cooperación de individuos unidos en esfuerzos para alcanzar determinados objetivos. Es un aspecto determinado de las acciones de diversos individuos lo que constituye lo que llamamos sociedad o «gran sociedad»: pero la sociedad en sí misma no es ni una sustancia, ni un poder, ni un actor. Solamente los individuos actúan. Algunas de las acciones individuales son dirigidas por la intención de cooperar con otros. La cooperación entre los individuos da origen a la situación que el concepto de sociedad describe. La sociedad no existe aparte de los pensamientos y las acciones de las personas. No tiene «intereses» y no desea alcanzar ningún objetivo. Lo mismo es válido para otros colectivos.
La hipóstasis no es solamente una falacia epistemológica y no solo desvía la búsqueda del conocimiento. A menudo, en las llamadas ciencias sociales sirve a aspiraciones políticas determinadas que consideran al colectivo como una dignidad superior al individuo o incluso adjudican existencia real solo al colectivo, denegándosela al individuo y llamándole mera abstracción.
Los colectivistas mismos no se ponen de acuerdo en la apreciación de los diversos constructos colectivistas. Asignan más realidad y dignidad moral a un colectivo en detrimento de otros o, de forma más radical, niegan incluso la existencia real y la dignidad de las construcciones colectivistas de otras personas. De aquí que los nacionalistas consideren la «nación» como el único colectivo real, a la que todos los individuos considerados connacionales deben rendir homenaje, y estigmaticen a todos los demás colectivos —por ejemplo, las comunidades religiosas— y las califiquen con rango menor. Sin embargo, la epistemología no debe lidiar con las controversias políticas implicadas.
Al negar la existencia per se, es decir, su propia existencia independiente, a los colectivos uno no niega en lo más mínimo la realidad de las consecuencias generadas por la cooperación de los individuos. Uno meramente establece el hecho de que los colectivos son posibles por las acciones y pensamientos de sus individuos y que desaparecen cuando estos individuos adoptan un modo distinto de pensar y actuar. Los pensamientos y acciones de un individuo determinado son instrumentales en el surgimiento, no solo de uno, sino de muchos colectivos. De aquí que, por ejemplo, las diferentes actitudes de un mismo individuo puedan servir para constituir los colectivos nación, comunidad religiosa, partido político, y así sucesivamente. Por el otro lado, un hombre puede, sin abandonar completamente su pertenencia a un colectivo determinado, ocasionalmente o incluso regularmente proceder con alguna de sus acciones en un modo que sea incompatible con la preservación de su membresía. De aquí que, por ejemplo, haya sucedido en la historia reciente de distintas naciones que católicos practicantes votaran a favor de candidatos que mostraban abiertamente su hostilidad respecto de las aspiraciones políticas de la iglesia y rechazaban sus dogmas tildándolos de fábulas. Al tratar con colectivos, el historiador debe prestar atención al grado en que las diversas ideas de cooperación determinan los pensamientos y las acciones de sus miembros. Así, cuando aborda la historia del Resurgimiento Italiano, debe investigar hasta qué punto y en qué modo la idea de un estado nacional italiano y hasta qué punto y en qué modo la idea de un estado papal secular influenciaron las actitudes de los diversos individuos y grupos cuya conducta es objeto de sus estudios.
Las condiciones políticas e ideológicas de la Alemania de sus días indujeron a Marx a emplear, al anunciar su programa de nacionalización de los medios de producción, el término «sociedad» en lugar del término «estado» (Staat), que es el equivalente alemán del término «nación». La propaganda socialista dotó al término «sociedad» y el adjetivo «social» con un aura de santidad manifiesta en la estima cuasi religiosa de la que goza hoy lo que se conoce como «trabajo social», es decir, la administración de la distribución de limosnas y actividades similares.
Ninguna proposición sensata respecto de la acción humana puede realizarse sin hacer referencia a lo que los individuos que actúan están buscando y a lo que ellos consideran éxito o fracaso, o ganancias o pérdidas. Si estudiamos las acciones de los individuos, aprendemos todo lo que puede saberse sobre la acción, ya que no hay, hasta donde podemos ver, en el universo otras entidades o seres que, insatisfechos con el estado de cosas que prevalecería en ausencia de su interferencia, intenten mejorar las condiciones mediante la acción. Al estudiar la acción, nos damos cuenta tanto de los poderes del hombre como de los límites de esos poderes. El hombre carece de omnipotencia y jamás puede alcanzar un estado de completa y duradera satisfacción. Todo lo que puede hacer es cambiar, recurriendo a los medios apropiados, un estado de mayor insatisfacción por uno de insatisfacción menor.
Al estudiar las acciones de los individuos también aprendemos todo acerca de los colectivos y la sociedad, ya que el colectivo no tiene existencia ni realidad sino en las acciones de los individuos. El colectivo nace por las ideas que impulsan a los individuos a comportarse como miembros de un grupo determinado y deja de existir cuando el persuasivo poder de estas ideas se desvanece. La única manera de conocer los colectivos es el análisis de la conducta de sus miembros.
No hay necesidad de agregar nada a lo que ya han dicho la praxeología y la economía para justificar el individualismo metodológico y rechazar la mitología del colectivismo metodológico[58]. Incluso los más fanáticos abogados del colectivismo abordan las acciones de los individuos cuando pretenden estar lidiando con las acciones de los colectivos. Las estadísticas no registran eventos que suceden en los colectivos. Registran lo que sucede con los individuos que forman determinados grupos. El criterio que determina la constitución de estos grupos son determinadas características de los individuos. Lo primero que debe establecerse al hablar de una entidad social es la definición clara de lo que justifica lógicamente el contar o no contar a determinado individuo como miembro del grupo.
Esto es válido también para aquellos grupos que están aparentemente constituidos por «hechos materiales y realidades» y no por «meros» factores ideológicos, por ejemplo, los grupos de personas descendientes de los mismos ancestros o aquellas personas que viven en la misma área geográfica. No es ni «natural» ni «necesario» que los miembros de la misma raza o los habitantes del mismo país cooperen entre sí más que con miembros de otras razas o habitantes de otros países. Las ideas de solidaridad, de raza y odio racial no son menos ideas que cualquier otra, y solo donde son aceptadas por los individuos resultan en las acciones correspondientes. De la misma forma, la primitiva tribu de salvajes se mantiene unida como una sociedad por el hecho de que sus miembros están imbuidos de la idea de que la lealtad al clan es la manera correcta e incluso la única abierta a ellos para su preservación. Es cierto que esta ideología primitiva no fue seriamente criticada durante miles de años. Pero que una ideología domine la mente de las personas por un largo período de tiempo no altera su carácter praxeológico. Otras ideologías también disfrutaron de longevidad, por ejemplo, el principio monárquico de gobierno.
El rechazo del individualismo metodológico implica suponer que la conducta de los hombres está dirigida por alguna fuerza misteriosa que desafía cualquier análisis y descripción. Pero si uno se da cuenta de que lo que pone en marcha la acción son las ideas, uno no puede evitar admitir que esas ideas se originan en la mente de algún individuo y que se transmiten a otros. Pero entonces uno ha aceptado la tesis fundamental del individualismo metodológico, a saber, que son las ideas de los individuos las que determinan su alineación como grupo y un colectivo no aparece ya como una entidad que actúe por sí misma a partir de su propia iniciativa.
Todas las relaciones interhumanas son la consecuencia de las ideas y las conductas individuales dirigidas por esas ideas. El déspota manda porque sus súbditos eligen obedecerle en lugar de resistir abiertamente su autoridad. El poseedor de esclavos puede tratar a sus esclavos como si fueran muebles porque estos están, quieran o no, listos para ceder frente a sus pretensiones. Es una transformación ideológica que en nuestra era debilita y amenaza con disolver por completo la autoridad de padres, maestros y el clero.
El sentido del individualismo filosófico fue lamentablemente malinterpretado por los heraldos del colectivismo. Desde su perspectiva, el dilema es si las preocupaciones —los intereses— de los individuos deben posicionarse antes que los de los —arbitrariamente elegidos— colectivos. Sin embargo, la controversia epistemológica entre el individualismo y el colectivismo no tiene relación directa con este asunto puramente político. El individualismo como principio del análisis filosófico, praxeológico e histórico de la acción humana significa el establecimiento del hecho de que todas las acciones tienen su origen en individuos y que ningún método científico puede tener éxito en determinar cómo determinados eventos externos, pasibles de descripción por los métodos de las ciencias naturales, producen en la mente humana ideas determinadas, juicios de valor y voluntades. En este sentido el individuo que no puede subdividirse en componentes es tanto el punto de partida como el dato último de todos los esfuerzos por abordar la acción humana.
El método colectivista es antropomórfico, ya que simplemente da por sentado que todos los conceptos de la acción de los individuos pueden ser aplicados a la acción colectiva. No ven que todos los colectivos son producto de una determinada manera de actuar de los individuos; son el producto de las ideas que determinan la conducta de los individuos.
Los autores que piensan que han reemplazado, en el análisis de la economía de mercado, lo que consideran una aproximación espuria e individualista por una aproximación holística o social o universalista o institucional o macroeconómica se engañan a sí mismos y a su público. Todo razonamiento relativo a la acción debe tratar las valoraciones y la búsqueda de objetivos determinados, ya que no existe la acción no orientada a causas finales. Es posible analizar las condiciones que imperarían en un sistema socialista en que solo el zar supremo determinara todas las actividades y todos los demás individuos borraran su propia personalidad y se convirtieran prácticamente en meras herramientas de las acciones del zar. Para la teoría del socialismo integral puede parecer suficiente considerar solamente las valoraciones y acciones del zar supremo. Pero si uno lidia con un sistema en el que la búsqueda de objetivos determinados de más de un hombre dirige o afecta las acciones, uno no puede evitar rastrear el origen de los efectos producidos por la acción en un punto más allá del cual no puede proceder ningún análisis de la acción, es decir, los juicios de valor de los individuos y los fines que persiguen.
El enfoque macroeconómico toma en consideración un segmento arbitrariamente seleccionado de la economía de mercado (como regla: una nación) como si fuera una unidad integrada. Todo lo que sucede en este segmento son acciones de individuos y grupos de individuos que actúan en conjunto. Pero la macroeconomía procede como si todas estas acciones individuales fueran de hecho el resultado de la operación mutua de una magnitud macroeconómica sobre otra.
La distinción entre macroeconomía y microeconomía está, en lo que a la terminología respecta, tomada prestada de la distinción de la física moderna entre la física microscópica, que estudia los sistemas en una escala atómica, y la física molar, que estudia los sistemas en una escala que los sentidos del hombre pueden percibir. Implica que idealmente las leyes microscópicas por sí solas son suficientes para cubrir todo el campo de la física, siendo las leyes molares una mera adaptación conveniente de aquellas a un problema particular pero frecuente. Las leyes molares aparecen como una versión condensada y expurgada de la ley microscópica[59]. De aquí que la evolución que llevó de la física macroscópica a la física microscópica sea vista como un progreso que va desde un método menos satisfactorio a uno más satisfactorio de abordar los fenómenos de la realidad.
Lo que los autores que introdujeron la distinción entre macroeconomía y microeconomía en la terminología referente a los problemas económicos tienen en mente es precisamente lo opuesto. Su doctrina implica que la microeconomía es una manera poco satisfactoria de estudiar los problemas en cuestión y que su sustitución por la macroeconomía implica el abandono de un método insatisfactorio por la adopción de uno que provea de satisfacción mayor.
El macroeconomista se engaña a sí mismo si en su razonamiento emplea los precios monetarios determinados en el mercado por los compradores y vendedores individuales. La aproximación de un macroeconomista consistente debería evitar cualquier referencia al dinero y a los precios. La economía de mercado es un sistema social en el que los individuos están actuando. Las valoraciones de los individuos manifestadas en los precios de mercado determinan el curso de todas las actividades productivas. Si uno quiere oponer a la realidad de la economía de mercado la imagen de un sistema holístico, uno debe abstenerse de cualquier uso de los precios.
Permítasenos ejemplificar un aspecto de las falacias del método macroeconómico con un análisis de uno de sus esquemas más populares, el llamado enfoque del ingreso nacional.
El ingreso es un concepto de los métodos contables de los negocios con fines de lucro. El empresario sirve a los consumidores para obtener ganancias. Recurre a la contabilidad para saber si esta meta se ha alcanzado. Él (y también los capitalistas, inversores, quienes no están directamente involucrados en la actividad del negocio y, por supuesto, también los granjeros y todos los propietarios de bienes raíces) compara el equivalente monetario de todos los bienes dedicados a la empresa en dos instantes distintos de tiempo y así aprecia cuál fue el resultado de sus transacciones en el período que media entre esos dos instantes. Si el dueño del esquema al que esta contabilidad hace referencia llama a la ganancia «ingreso», lo que quiere decir es: si lo consumo todo, no consumo el capital invertido en la empresa.
Las leyes modernas de impuestos llaman «ingresos» no solo a la ganancia de un determinada unidad de negocio considerada por un contable y lo que el dueño de esta unidad considera el ingreso derivado de las operaciones de esta unidad, sino también a los ingresos netos de los profesionales y los salarios pagados a los empleados. Sumando en conjunto para toda la nación lo que es ingreso en el sentido contable y lo que es ingreso en el mero sentido de las leyes de impuestos, se obtiene lo que se llama «ingreso nacional».
Lo ilusorio de este concepto de ingreso nacional no debe verse solamente en su dependencia de los cambios en el poder adquisitivo de la unidad monetaria. Cuanto mayor sea la inflación, mayor será el incremento del ingreso nacional. Dentro de un sistema económico en que no hay crecimiento de la oferta monetaria y de medios fiduciarios, la acumulación progresiva de capital y el mejoramiento de los métodos tecnológicos de producción que esta engendra resultarían en una caída progresiva de los precios o, lo que es lo mismo, un aumento en el poder adquisitivo de la unidad monetaria. La cantidad de bienes disponibles para consumo se incrementaría y el estándar promedio de vida mejoraría, pero estos cambios no se reflejarían en las cifras de las estadísticas del ingreso nacional.
El concepto de ingreso nacional elimina por completo las condiciones reales de producción dentro de una economía de mercado. Sugiere que no son las actividades de los individuos lo que trae aparejada la mejora (o la caída) en la cantidad de bienes disponibles, sino algo que está por encima y por fuera de estas actividades. Este algo misterioso produce una cantidad llamada «ingreso nacional» y luego un segundo proceso «distribuye» esta cantidad entre los diversos individuos. El significado político de este método es obvio. Uno critica la «desigualdad» imperante en la «distribución» del ingreso nacional. Uno evita la pregunta acerca de qué hace que el ingreso nacional suba o baje y da por sentado que no hay desigualdad en las contribuciones y logros de los individuos que están generando las cantidades totales de ingreso nacional.
Si uno hiciera la pregunta acerca de cuáles son los factores que hacen que el ingreso nacional aumente, uno tendría solo una respuesta: por un lado la mejora en el equipamiento, las herramientas y las máquinas empleadas en la producción, y por el otro la mejora en la utilización del equipamiento disponible para la mejor satisfacción posible de necesidades humanas. Lo primero es consecuencia del ahorro y la acumulación de capital, lo segundo, consecuencia de la habilidad tecnológica y las actividades empresariales. Si uno desea llamar a un incremento en el ingreso nacional (no producido por inflación) progreso económico, no puede evitar establecer el hecho de que el progreso económico es el fruto de los esfuerzos de los ahorradores, de los inventores y de los empresarios. Lo que un análisis no distorsionado del ingreso nacional debería mostrar es, antes que nada, la patente desigualdad en la contribución de los diversos individuos al surgimiento de la magnitud llamada ingreso nacional. Además, debería mostrar cómo el incremento de la cuota de capital por cabeza empleada y la perfección de las actividades tecnológicas y empresariales benefician —al aumentar la productividad marginal del trabajo y consecuentemente los salarios y al aumentar los precios pagados por la utilización de los recursos naturales— también a aquellos individuos que no contribuyeron ellos mismos al mejoramiento de las condiciones y al incremento en el «ingreso nacional».
El enfoque del «ingreso nacional» es un intento frustrado de justificar la idea marxista de que bajo el capitalismo los bienes son producidos «socialmente» (gesellschaftlich) y luego apropiados por los individuos. Pone las cosas patas arriba. En realidad, los procesos productivos son actividades de los individuos en cooperación con otros. Cada cooperador individual recibe lo que su prójimo —compitiendo con otros como compradores en el mercado— está dispuesto a pagar por su contribución. Uno podría admitir, solo como hipótesis, que sumando los precios pagados por cada contribución individual podríamos llamar al total resultante ingreso nacional. Pero es un callejón sin salida concluir que este total ha sido producido por la «nación» y lamentarse —ignorando la desigualdad de las diversas contribuciones individuales— de la desigualdad en la supuesta distribución.
No hay motivos no políticos para proceder a tal adición de todos los ingresos dentro de una «nación» y no dentro de un colectivo más o menos amplio. ¿Por qué el ingreso nacional de los Estados Unidos y no el «ingreso estatal» del Estado de Nueva York o el «ingreso del condado» del Condado de Westchester o el «ingreso municipal» de la municipalidad de White Plains? Todos los argumentos que puedan emplearse a favor de preferir el concepto de «ingreso nacional» de los Estados Unidos, en contra del ingreso de cualquiera de estas unidades territoriales más pequeñas, pueden emplearse también a favor de preferir el ingreso continental de todas las regiones del continente americano o incluso el «ingreso mundial» en contra del ingreso nacional de los Estados Unidos. Son meras tendencias políticas las que hacen plausible la elección de los Estados Unidos como unidad. Aquellos responsables por esta elección son críticos respecto de lo que consideran una desigualdad en los ingresos individuales de los Estados Unidos —o dentro del territorio de alguna otra región soberana— y aspiran a una mayor igualdad en los ingresos de los ciudadanos de su propia nación. No están a favor de una ecualización mundial de ingresos ni de una igualación dentro de los varios estados que forman los Estados Unidos o sus subdivisiones administrativas. Uno puede estar de acuerdo o no con sus aspiraciones políticas. Pero no puede negarse que el concepto macroeconómico de ingreso nacional es meramente un eslogan político vacío de cualquier valor cognoscitivo.
Las condiciones naturales de su existencia impusieron a los ancestros humanos la necesidad de luchar entre sí sin piedad hasta la muerte. Bordado en el carácter animal del ser humano está el impulso de agresión, la necesidad de aniquilar a todos aquellos que compiten con él en los esfuerzos por tomar una porción suficiente de los escasos medios de subsistencia que no son suficientes para la supervivencia de todos los que nacen. Solo para los más fuertes existía la posibilidad de mantenerse vivo.
Lo que distingue al hombre de las bestias es el reemplazo de la enemistad mortal por la cooperación social. El instinto innato de agresión se suprime para que no destruya el esfuerzo concertado de preservar la vida y hacerla más satisfactoria mediante el servicio de necesidades humanas específicas. Para calmar el reprimido pero no totalmente extinto instinto de acción violenta se recurría a juegos y danzas de guerra. Lo que antes era amargamente serio, ahora se repetía de manera deportiva como pasatiempo. El torneo parece una lucha, pero es solo un espectáculo. Todos los movimientos de los jugadores están estrictamente controlados por las reglas del juego. La victoria no consiste en la aniquilación del otro, sino en alcanzar aquella situación que las reglas definen como triunfo. Los juegos no son la realidad, son mera simulación. Son la válvula de escape del hombre civilizado para sus instintos de enemistad profundamente arraigados. Cuando el juego llega a su fin, ganadores y perdedores se saludan y regresan a la realidad de su vida social, que es la cooperación y no el enfrentamiento.
Difícilmente podría uno malinterpretar de manera más fundamental la esencia de la cooperación social y el esfuerzo económico de la civilizada humanidad que observándola como si fuera una lucha o su deportiva repetición, un juego. En la cooperación social, al servir sus propios intereses, todos sirven los intereses de los demás. Guiados por la urgencia de mejorar las condiciones propias, el hombre mejora las condiciones de otras personas. El panadero no lastima a aquellos para los que hornea el pan, les sirve. Todos se verían afectados si el panadero dejara de hornear y el médico no atendiera más al enfermo. El zapatero no recurre a una «estrategia» para vencer a sus clientes al proveerles de zapatos. La competencia en el mercado no debe ser confundida con la implacable competencia biológica que reina entre los animales y las plantas o con las guerras que aún existen entre las naciones —lamentablemente no del todo— civilizadas. La competencia cataláctica en el mercado aspira a asignar a cada individuo aquella función del sistema social en que pueda proveer a sus congéneres de los servicios más valiosos que pueda generar.
Siempre ha habido personas emocionalmente incapaces de concebir el principio fundamental de la cooperación bajo el sistema de la división de tareas. Podríamos tratar de comprender su fragilidad timológicamente. La compra de cualquier producto restringe el poder del comprador para adquirir algún otro producto que también desee obtener aunque, por supuesto, él considere su obtención como menos importante que la del bien que realmente compra. Desde este punto de vista él considera cualquier compra como un obstáculo que impide la satisfacción de otras necesidades. Si no hubiera comprado A o si tuviera que gastar menos en A, podría haber comprado B. No hay, para la gente de estrecha capacidad mental, sino un paso para inferir que es el vendedor de A el que lo fuerza a dejar de comprar B. Él no ve en el vendedor al hombre que hace posible que él satisfaga una de sus necesidades, sino al hombre que evita que satisfaga alguna otra. El clima frío lo induce a comprar combustible para su estufa y reduce los fondos que podría gastar en otras cosas. Pero no culpa ni al clima ni a su deseo de calor; le echa la culpa al distribuidor del carbón. Este hombre malo, piensa, se beneficia con sus problemas.
Tal era el razonamiento que llevó a la gente a concluir que la fuente de la cual los beneficios de los hombres de negocios emanaban era la necesidad y el sufrimiento de sus conciudadanos. De acuerdo con este razonamiento, el doctor vive a costa de la enfermedad de su paciente, no de su cura. Las panaderías progresan por el hambre, no porque provean los medios para sanarlo. Ningún hombre puede triunfar si no es a expensas de algún otro hombre, la ganancia de uno es necesariamente la pérdida de otro. En el acto de intercambio solo el vendedor gana, mientras que el comprador queda mal parado. El comercio beneficia a los vendedores en perjuicio de los compradores. Las ventajas del comercio internacional, dicen los mercantilistas de ayer y hoy, consisten en la exportación, no en las importaciones compradas con ella[60].
A la luz de esta falacia la preocupación de los empresarios es la de perjudicar al público. Su habilidad es estrategia, por así decirlo, el arte de infligir cuanta maldad sea posible al enemigo. Los adversarios para los cuales planea la ruina son tanto sus eventuales clientes como sus competidores, aquellos que, como él mismo, planean robos contra la gente. El método más apropiado para investigar científicamente la actividad comercial y el proceso de mercado es analizar el comportamiento y la estrategia de las personas involucradas en un juego[61].
En un juego hay un premio determinado que consigue el vencedor. Si el premio fue provisto por una tercera parte, la parte derrotada regresa con las manos vacías. Si el premio está formado por la contribución de los participantes, los derrotados entregan su aporte al beneficio de la parte vencedora. En un juego hay ganadores y perdedores. Pero un acuerdo comercial es siempre ventajoso para ambas partes. Si tanto el comprador como el vendedor no consideraran la transacción como la acción más ventajosa que podrían elegir bajo las condiciones imperantes, no entrarían en el acuerdo[62].
Es cierto que los negocios tanto como los juegos son conductas racionales. Pero también lo son otras acciones del hombre. El científico en sus investigaciones, el asesino en la planificación del crimen, el candidato a un cargo público al hacer campaña para conseguir votos, el juez en su búsqueda de una decisión justa, el misionero en sus intentos de convertir a un no creyente, el maestro enseñando a sus alumnos, todos proceden de manera racional.
Un juego es un pasatiempo, es un medio de emplear el tiempo de ocio y escapar del aburrimiento. Involucra costes y pertenece a la esfera del consumo. Pero el comercio es un medio —el único— para incrementar la cantidad de bienes disponibles para preservar la vida y volverla más agradable. Ningún juego puede, aparte del placer que brinda a los jugadores y a los espectadores, contribuir en nada al mejoramiento de la condición humana[63]. Es un error comparar los juegos con los logros de las actividades comerciales.
La búsqueda del hombre por mejorar las condiciones de su existencia lo mueve a la acción. La acción requiere un plan y una decisión respecto de cuál de los varios planes es el más ventajoso. Pero la característica distintiva del comercio no es que se impone a la toma de decisiones del hombre como tal, sino que aspira a mejorar las condiciones de vida. Los juegos son alegría, deporte y diversión; el comercio es vida y realidad.
Uno no explica una doctrina y las acciones engendradas por ella si declara que fue generada por el espíritu de la época o por el ambiente personal y geográfico de sus actores. Al recurrir a interpretaciones tales, uno simplemente enfatiza el hecho de que una idea determinada estaba en sintonía con otras ideas sostenidas en ese mismo tiempo y en ese mismo medio por otras personas. Lo que se llama espíritu de una época, de los miembros de un colectivo, o de un cierto medio son precisamente las doctrinas imperantes entre los individuos en cuestión.
Las ideas que cambian el clima intelectual de un cierto ecosistema son aquellas no escuchadas con anterioridad. Para estas nuevas ideas no hay otra explicación que la existencia de un hombre cuya mente las haya originado.
Una idea nueva es una respuesta provista por su autor a los desafíos de las condiciones naturales o de las ideas desarrolladas con anterioridad por otras personas. Mirando hacia atrás a la historia de las ideas —y a las acciones engendradas por ellas— el historiador puede descubrir una tendencia definida en su sucesión y puede decir que «lógicamente» la idea anterior dio luz a la idea posterior. Sin embargo, tal filosofía retrospectiva carece de toda justificación racional. Su tendencia a disminuir las contribuciones de los genios —el héroe de la historia intelectual— y adjudicar su trabajo a los hechos de la coyuntura solo tiene sentido en el marco de una filosofía de la historia que pretenda conocer los planes ocultos que Dios o un poder sobrehumano (como por ejemplo las fuerzas materiales de producción en el sistema de Marx) quiera cumplir al dirigir las acciones de todos los hombres. Desde el punto de vista de una filosofía tal, todos los hombres son títeres condenados a comportarse exactamente en la forma que el demiurgo les ha asignado.
Un rasgo característico de las ideas populares concernientes a la cooperación social es lo que Freud llamó la creencia en la omnipotencia del pensamiento humano (die Allmacht des Gedankens)[64]. Esta creencia, por supuesto (aparte de los psicóticos y neuróticos) no se sostiene en relación al ámbito investigado por las ciencias naturales. Pero en el campo de los eventos sociales está firmemente establecida. Se desarrolló a partir de la doctrina que adscribe infalibilidad a las mayorías.
El punto esencial de las doctrinas políticas del Iluminismo fue la sustitución del gobierno representativo por el despotismo real. Durante el conflicto constitucional español en que los campeones del gobierno parlamentario luchaban contra las aspiraciones absolutistas de Fernando VII, los seguidores del régimen constitucional eran llamados liberales y los seguidores del rey serviles. Rápidamente el término liberalismo comenzó a usarse en toda Europa.
El gobierno representativo o parlamentario (también llamado gobierno del pueblo o gobierno democrático) es el gobierno de los funcionarios designados por la mayoría de las personas. Los demagogos trataron de justificarlo con un clamoroso parloteo sobre la inspiración sobrenatural de las mayorías. Sin embargo, es un grave error asumir que los liberales del siglo XIX de Europa y América abogaban por él porque creían en la sabiduría infalible, la perfección moral, la justicia inherente y otras virtudes del hombre común y por tanto de las mayorías. Los liberales querían proteger la suave evolución de la prosperidad de todas las personas, así como el bienestar material y espiritual de todos los ciudadanos. Querían deshacerse de la pobreza y la indigencia. Como medio para alcanzar estos fines defendieron instituciones que propiciarían la cooperación pacífica de todos los ciudadanos dentro de las distintas naciones, así como la paz internacional. Veían las guerras, fueran civiles (revoluciones) o internacionales, como un desvío del sostenido progreso de las condiciones de la humanidad. Advirtieron muy bien que la economía de mercado, la base misma de la civilización moderna, implica cooperación pacífica y se destruye cuando las personas, en lugar de intercambiar bienes y servicios, se pelean entre sí.
Por el otro lado, los liberales comprendieron muy bien el hecho de que el poder de los mandatarios descansa en última instancia no en la fuerza material, sino en las ideas. Como David Hume señalara en su famoso ensayo On The First Principies of Government, los mandatarios siempre son una minoría. Su autoridad y poder para conseguir la obediencia de la inmensa mayoría sus súbditos se derivan de la opinión de estos últimos de que sirven mejor sus propios intereses siendo leales a sus jefes y acatando sus órdenes. Si esta opinión flaquea, tarde o temprano la mayoría se rebelará. La revolución —la guerra civil— removerá el sistema de gobierno y los gobernantes impopulares y los reemplazará por un sistema de funcionarios a los que la mayoría considere más favorable para la promoción de sus propias preocupaciones. Para evitar irrupciones tan violentas de la paz y sus perniciosas consecuencias, para salvaguardar la operación pacífica del sistema económico, los liberales defienden el gobierno de los representantes de las mayorías. Este esquema permite el cambio pacífico en el arreglo de los asuntos públicos. Hace que recurrir a las armas y derramar sangre se vuelva innecesario no solo en el nivel doméstico, sino también en las relaciones internacionales. Cuando cada territorio pueda por voto mayoritario determinar si debe formar un territorio independiente o formar parte de un estado mayor, no habrá más guerras de conquista[65].
Al abogar por el gobierno de la mayoría, los liberales decimonónicos no se hacían ninguna ilusión con respecto a la perfección moral e intelectual de los muchos, de las mayorías. Sabían que todos los hombres podían cometer errores y que podía suceder que la mayoría, guiada por doctrinas falsas propagadas por irresponsables demagogos, respaldara políticas que podrían resultar en el desastre, incluso en la completa destrucción de la civilización. Pero no estaban menos al tanto del hecho de que ningún método de gobierno imaginable podría prevenir una catástrofe tal. Si la pequeña minoría de ciudadanos iluminados que están en posición de concebir principios sanos de administración pública no triunfa en la tarea de reunir el apoyo de sus conciudadanos y convencerlos de que apoyen políticas que traigan y preserven la prosperidad, la causa de la humanidad y la civilización no tiene esperanzas. No hay otra manera de salvaguardar el desarrollo propicio de los asuntos humanos que hacer que las masas de personas inferiores adopten las ideas de la elite. Esto debe lograrse convenciéndolos. No puede ser logrado por un régimen despótico que en lugar de iluminar a las masas las fuerce a la sumisión. En el largo plazo, las ideas de la mayoría, por más perniciosas que sean, prevalecerán. El futuro de la humanidad depende de la habilidad de la elite para inclinar la opinión pública en la dirección correcta.
Estos liberales no creían en la infalibilidad de ningún ser humano ni en la infalibilidad de las mayorías. Su optimismo en relación con el futuro se basaba en la expectativa de que la elite intelectual persuadiría a la mayoría para que apruebe políticas beneficiosas.
La historia de los últimos cien años no ha cumplido esta expectativa. Tal vez la transición desde el despotismo de los reyes y la aristocracia fue muy apresurada. De cualquier forma, es un hecho que la doctrina que adjudica excelencia moral e intelectual al hombre común y consecuentemente infalibilidad a la mayoría se ha convertido en el dogma fundamental de la propaganda política «progresista». En su desarrollo lógico más profundo generó la creencia de que en el campo de la organización política y económica, cualquier esquema aprobado por la mayoría puede funcionar con éxito. La gente ya no se pregunta si el socialismo o el intervencionismo pueden generar los beneficios que sus defensores esperan de ellos. El mero hecho de que la mayoría de los votantes los soliciten se considera prueba irrefutable de que pueden funcionar e inevitablemente darán los resultados esperados. Ningún político se interesa más por la cuestión de si una medida es adecuada o no para producir los fines deseados. Lo único que cuenta para él es si la mayoría de los votantes la aprueba o la rechaza[66].
Solo unos pocos prestan atención a lo que la «mera teoría» dice acerca del socialismo y a la experiencia de los «experimentos» socialistas en Rusia y en otros países. Casi todos nuestros contemporáneos creen firmemente que el socialismo convertirá la tierra en un paraíso. Uno podría llamar a esto expresión de deseo o la creencia en la omnipotencia del pensamiento.
Sin embargo, el criterio de verdad es aquello que funciona aun cuando nadie estuviera preparado para reconocerlo.
El «ingeniero social» es el reformista que está listo para «liquidar» a todos aquellos que no se amolden a su plan para el arreglo de los asuntos humanos. Sin embargo, los historiadores e incluso a veces las mismas víctimas a las que sentencia a muerte no temen encontrar alguna extenuante circunstancia para sus masacres o masacres planificadas al señalar que estaba últimamente motivado por una ambición noble: quería establecer un estado perfecto para la humanidad. Le asignan a él un lugar en la larga línea de diseñadores de esquemas utópicos.
Ahora, es ciertamente disparatado excusar de esta forma los asesinatos en masa de gánsteres sádicos como Stalin y Hitler. Pero no hay duda que muchos de los más sangrientos «liquidadores» estaban guiados por las ideas que inspiraron desde tiempos inmemoriales los intentos de los filósofos de reflexionar sobre la constitución perfecta. Habiendo ya resuelto el diseño de un orden ideal semejante, el autor busca al hombre que pueda establecerlo mediante la supresión de la oposición de todo el que no esté de acuerdo. En este sentido, Platón estaba ansioso por encontrar al tirano que utilizara su poder para el establecimiento del estado ideal platónico. La pregunta acerca de si a las demás personas les gustaría o no lo que él mismo tenía para ellos nunca cruzó por la mente de Platón. Era para él algo sobreentendido que el rey que se volviera filósofo o el filósofo que se volviera rey ya se encontraba listo para actuar y que todas las demás personas, sin voluntad propia, se encontraban listas para obedecer a sus órdenes. Visto desde el punto de vista del filósofo firmemente convencido de su propia infalibilidad, todos los que piensan distinto son considerados meros rebeldes tozudos que resisten lo que a ellos beneficiará.
La experiencia provista por la historia, especialmente la de los últimos doscientos años, no ha sacudido esta creencia en la tiranía salvadora y la liquidación del disenso. Muchos de nuestros contemporáneos están firmemente convencidos de que lo que se necesita para brindar a los asuntos humanos satisfacción perfecta es la supresión brutal de todos los seres «malignos», es decir, aquellos con quienes no están de acuerdo. Sueñan con un sistema perfecto de gobierno que —según piensan— habría podido llevarse a cabo mucho tiempo antes de no ser por estos hombres «malignos» que guiados por la estupidez y el egoísmo no han permitido su establecimiento.
Una moderna, supuestamente científica, escuela de reformistas rechaza estas medidas violentas y acusa por todo lo que aún se encuentra sin satisfacerse en la condición humana al supuesto fallo de lo que se conoce como «ciencia política». Las ciencias naturales, dicen, ha avanzado de manera considerable en los últimos siglos y la tecnología nos provee casi mensualmente de nuevos instrumentos que hacen que nuestra vida sea más agradable. Pero el «progreso político ha sido nulo». La razón es que «la ciencia política se ha quedado quieta»[67]. La ciencia política debe adoptar los métodos de la ciencia natural, no debe perder más tiempo en meras especulaciones, sino que debe estudiar los «hechos». Porque, como en las ciencias naturales, los «hechos son necesarios antes que la teoría»[68].
Difícilmente pueda uno malentender de manera más lamentable cada aspecto de la condición humana. Restringiendo nuestra crítica a los problemas epistemológicos involucrados, debemos decir: lo que hoy se conoce como «ciencia política» es la rama de la historia que estudia la historia de las instituciones políticas y la historia del pensamiento político manifiesto en los escritos de autores que disertaban acerca de las instituciones políticas y diseñaban planes para su modificación. Es que la historia no puede como tal, como se ha señalado anteriormente, brindar nunca ningún «hecho» en el sentido en que este término se utiliza en las ciencias naturales experimentales. No hay necesidad de urgir al científico político a reunir todos los hechos del pasado remoto y de la historia reciente, falsamente llamada «experiencia presente»[69]. En realidad, hacen todo lo puede hacerse al respecto. Y no tiene sentido decirles que las conclusiones derivadas de este material deben ser «probadas con experimentos»[70]. Está de más repetir que las ciencias de la acción humana no pueden llevar a cabo ningún experimento.
Sería excesivo afirmar apodícticamente que la ciencia jamás tendrá éxito en desarrollar una doctrina praxeológica apriorística de organización política que ponga una ciencia teorética al lado de la disciplina puramente histórica de la ciencia política. Todo lo que podemos decir hoy es que ningún ser humano sabe cómo construir ciencia tal. Pero incluso si una rama semejante de la praxeología fuera a surgir algún día, no tendría utilidad alguna en el tratamiento del problema que los filósofos y hombres de estado están y estuvieron ansiosos de resolver.
Que toda acción humana debe juzgarse y se juzga de hecho por sus frutos o resultados es una vieja obviedad. Es un principio respecto del cual los evangelios concuerdan con las enseñanzas, a menudo malinterpretadas, de la filosofía utilitarista. Pero el quid de la cuestión es que las personas difieren sobremanera entre sí en su valoración de dichos resultados. Lo que algunos consideran bueno o mejor es a menudo apasionadamente rechazado por otros como totalmente malo. Los utópicos no se molestaron en decirnos qué arreglo de los asuntos estatales satisfaría mejor a sus conciudadanos. Meramente expresaron qué condiciones del resto de la humanidad serían las más satisfactorias para ellos mismos. Ni a ellos ni a los adeptos que intentaron llevar a cabo sus esquemas se les ocurrió que existe una diferencia fundamental entre estas dos cosas. Los dictadores soviéticos y su séquito piensan que todo está bien en Rusia siempre y cuando ellos estén satisfechos.
Pero aun cuando por el bien de la argumentación dejáramos de lado esta cuestión, tenemos que enfatizar que el concepto de sistema perfecto de gobierno es falaz y contradictorio.
Lo que eleva al hombre sobre el resto de los animales es la conciencia de que la cooperación pacífica bajo el sistema de la división del trabajo es un método mejor para preservar la vida y remover el malestar percibido que embarcarse en una despiadada competencia biológica por una porción de los escasos medios de subsistencia provistos por la naturaleza. Guiados por este enfoque, solo el hombre entre todos los seres vivientes avanza de manera deliberada hacia el establecimiento de la cooperación social y el reemplazo con esta de lo que los filósofos llamaron estado de naturaleza o bellum ominum contra omnes o la ley de la selva. Sin embargo, para preservar la paz es, como somos los seres humanos, indispensable repeler con violencia toda agresión, sea de parte de un gánster doméstico o de un agresor externo. De aquí que la cooperación humana pacífica, prerrequisito de la prosperidad y la civilización, no pueda existir sin un aparato social de coerción y compulsión, es decir, sin un gobierno. Los males de la violencia, el robo y el asesinato solo pueden ser prevenidos por una institución que en sí misma, cuando sea necesario, recurra a los mismos métodos en la protección de lo que está establecido. Aquí emerge una distinción entre el uso ilegal de la fuerza y el recurso legítimo a ella. En reconocimiento de este factor, algunos han llamado al gobierno un mal, aunque admiten que es un mal necesario. Sin embargo, lo que se necesita para alcanzar un fin deseado y considerado benéfico no es un mal en la connotación moral del término, sino un medio, el precio que pagar por él. Aun así todavía queda abierta la cuestión de que las acciones que son altamente objetables y criminales cuando son perpetradas por individuos «no autorizados» sean aprobadas cuando las cometen las «autoridades».
El gobierno como tal no solo no es un mal sino que es la institución más benéfica y necesaria, ya que sin ella ningún esquema duradero de cooperación social y ninguna civilización podrían desarrollarse y preservarse. Es un medio para lidiar con la inherente imperfección de muchas, quizá la mayoría de las personas. Si todos los hombres tuvieran la capacidad de ver que la alternativa a la cooperación social pacífica es la renuncia a todo lo que distingue al Homo sapiens de las bestias depredadoras, y si todos tuvieran la fortaleza moral de actuar siempre de acuerdo a ello, no habría necesidad de establecer un aparato de coerción y opresión. No es el gobierno un mal, sino las debilidades de la mente y el carácter humanos los que imperativamente requieren la operación de un poder de policía. El gobierno y el estado nunca pueden ser perfectos porque deben su raison d’etre a la imperfección del hombre y puede lograr su fin, la eliminación del innato impulso del hombre a la violencia, solo recurriendo a la violencia, la cosa misma que es llamada a prevenir.
Confiarle a un individuo o a un grupo de ellos la autoridad para recurrir a la violencia es un arma de doble filo. El incentivo implicado es demasiado tentador para un ser humano. Los hombres que deben proteger a la comunidad de la agresión violenta fácilmente se transforman en los más violentos agresores. Transgreden su mandato. Ellos utilizan su poder para oprimir a aquellos a quienes se suponía tenía que defender de la opresión. El problema político principal es cómo evitar que el poder policial derive en tiránico. Este es el sentido de todas las luchas por la libertad. La característica esencial de la civilización occidental que la distingue de las petrificadas civilizaciones del Este fue y es su preocupación por la libertad frente al estado. La historia de Occidente, desde Grecia πόλιϛ hasta la presente resistencia al socialismo, es esencialmente la historia de la lucha por la libertad contra los atropellos de los gobernantes.
Una escuela de filósofos sociales estrechos de mente, los anarquistas, eligen ignorar la cuestión proponiendo organizaciones humanas carentes de estado. Simplemente olvidaron el hecho de que los hombres no son ángeles. Fueron demasiado tontos como para darse cuenta de que en el corto plazo un individuo o un grupo de ellos puede imponer su propio interés a expensas de los intereses de largo plazo de todos los demás. Una sociedad que no está preparada para contrarrestar los ataques de estos agresores asociales e imprudentes está perdida y a merced de sus menos inteligentes y más brutales miembros. Mientras Platón fundó su utopía en que un pequeño grupo de filósofos perfectamente inteligentes y moralmente impecables estarían siempre disponibles para la conducción suprema de los asuntos, los anarquistas implican que todos los hombres sin excepción estarán dotados de inteligencia perfecta e impecabilidad moral.
La atávica propensión humana a someter a todos los demás se manifiesta de manera clara en la popularidad de la cual goza el sistema socialista. El socialismo es totalitario. El autócrata o la junta de autócratas es la única que puede actuar. Todos los demás hombres serán privados de toda discreción para elegir e intentar conseguir las metas elegidas; los opositores serán liquidados. Al aprobar este plan, cada socialista acepta tácitamente que los dictadores, aquellos encargados de la administración de la producción y todas las funciones de gobierno, coincidirán precisamente con sus propias ideas acerca de qué es deseable y qué es indeseable. Al deificar al estado —si se trata de un marxista ortodoxo lo llamará sociedad— y al asignarle poder ilimitado, se deifica a sí mismo y aspira a la supresión violenta de todos aquellos con quienes disiente. El socialista no ve ningún problema en la conducción de los asuntos públicos porque solo se preocupa de su propia satisfacción y no toma en consideración la posibilidad de que un gobierno socialista pueda proceder de una manera que a él no le guste.
Los «científicos políticos» están libres de las ilusiones que nublan el juicio de anarquistas y socialistas. Pero ocupados con el estudio del inmenso material histórico, se preocupan por el detalle, con las innumerables instancias de celosía, envidia, ambición personal y codicia desplegada por los actores de la escena política. Ellos achacan el fracaso de todo sistema político hasta el momento intentado a la debilidad moral e intelectual del hombre. Desde su perspectiva, estos sistemas fracasaron porque su satisfactorio funcionamiento habría requerido hombres de cualidades morales e intelectuales solo presentes de manera excepcional en la realidad. Partiendo de esta doctrina, intentaron planificar un orden político que pudiera funcionar, digamos, de manera automática y que no estuviera envuelto en la ineptitud y los vicios de los hombres. La constitución ideal debe salvaguardar la dirección inmaculada de los asuntos públicos a pesar de la corrupción e ineficiencia de los gobernantes y de las personas. Aquellos que buscaron este sistema legal no incurrieron en las ilusiones de los autores utópicos que asumieron que todos los hombres, o al menos una minoría de hombres superiores, son puros y eficientes. Se glorificaron en su aproximación realista al problema. Pero nunca se preguntaron cómo los hombres teñidos de todos los inconvenientes inherentes al carácter humano podrían ser inducidos a someterse voluntariamente a un orden que les impidiera dar rienda suelta a sus deseos y fantasías.
No obstante, la deficiencia principal de este enfoque supuestamente realista del problema no es solo este. El problema debe verse en la ilusión de que el gobierno, una institución cuya función esencial es el empleo de la violencia, pueda ser operado de acuerdo a los principios de la moralidad que condenan de manera perentoria su uso. El gobierno somete, encarcela y mata. La gente puede tender a olvidar esto porque los ciudadanos respetuosos de la ley acatan dócilmente las órdenes de las autoridades como manera de evitar el castigo. Pero los juristas son más realistas y a una ley para la cual no existe sanción la llaman ley imperfecta. La autoridad de la ley hecha por el hombre descansa enteramente en las armas de los policías que hacen cumplir efectivamente sus resoluciones. Nada de lo que debe decirse acerca de la necesidad de la acción gubernativa y los beneficios derivados de ella puede remover o mitigar el sufrimiento de aquellos que languidecen en prisión. Ninguna reforma puede volver perfectamente satisfactorio el funcionamiento de una institución cuya actividad esencial consiste en infligir dolor.
La responsabilidad por la incapacidad de descubrir un sistema perfecto de gobierno no se debe al supuesto atraso de lo que llamamos ciencia política. Si los hombres fuesen perfectos, no habría ninguna necesidad de gobierno. Con hombres imperfectos, ningún sistema de gobierno puede funcionar de manera satisfactoria.
La eminencia del hombre consiste en su poder para elegir fines y recurrir a los medios para la obtención de los fines elegidos; las actividades del gobierno están orientadas a la restricción de esta discreción de los individuos. Todo hombre busca evitar aquello que le causa dolor; la actividad del gobierno consiste en última instancia en la producción de dolor. Todos los grandes esfuerzos de la humanidad fueron producto del esfuerzo espontáneo de parte de los individuos; el gobierno reemplaza la acción voluntaria por la coerción. Es cierto, el gobierno es indispensable porque los hombres no están libres de falencias. Pero, diseñado para lidiar con ciertos aspectos de la imperfección humana, jamás puede ser perfecto.
Las autodenominadas ciencias del comportamiento quieren tratar científicamente la conducta humana[71]. Rechazan como «acientíficos» o «racionalistas» los métodos de la praxeología y la economía. Por otro lado, desdeñan a la historia por estar teñida de antigüedades y vacía de cualquier uso práctico para la mejora de las condiciones humanas. Su disciplina supuestamente nueva abordará, prometen, todos los aspectos del comportamiento humano y por lo tanto brindará un conocimiento que prestará servicios invaluables a la tarea de mejorar toda la humanidad.
Los representantes de estas nuevas ciencias no están listos para darse cuenta de que son historiadores y están recurriendo a los métodos de la investigación histórica[72]. Lo que a menudo —pero no siempre— los distingue de los historiadores comunes es que, como los sociólogos, eligen como materia de estudio para sus investigaciones condiciones del pasado reciente y aspectos de la conducta humana que la mayoría de los historiadores elige ignorar. Más remarcable aún puede ser el hecho de que sus tratados a menudo ofrecen una política determinada, supuestamente «enseñada» por la historia, una actitud que la mayoría de los historiadores serios ha abandonado hace tiempo. No es nuestra tarea criticar los métodos aplicados en estos libros y artículos ni cuestionar el ingenuo presupuesto político desplegado por sus autores. Lo que hace recomendable prestar atención a estos estudios del comportamiento es su ignorancia de uno de los principios epistemológicos más importantes, el principio de relevancia.
En la investigación experimental de las ciencias naturales todo lo que puede ser observado es suficientemente relevante para ser registrado. Como, de acuerdo a lo a priori que está en el comienzo de toda investigación en ciencias naturales, lo que sea que ocurra está destinado a ocurrir como efecto regular de lo que lo precedió, todo evento correctamente observado y descrito es un «hecho» que debe ser integrado al cuerpo teorético de la doctrina. Ningún registro de la experiencia está desprovisto de esa orientación hacia la totalidad del conocimiento. En consecuencia, cada proyecto de investigación, si se lleva a cabo de manera consciente y meticulosa, debe considerarse como una contribución al esfuerzo científico de la humanidad.
En las ciencias históricas es distinto. Se ocupan de las acciones humanas: los juicios de valor que las incitan, la utilidad de los medios que fueron elegidos para llevarlas a cabo, y los resultados por ellas brindados. Cada uno de estos factores desarrolla su propio papel en la sucesión de eventos. La tarea principal del historiador es asignar tan correctamente como sea posible a cada factor el rango de sus efectos. Esta cuasi cuantificación, esta determinación de la relevancia de cada factor, es una de las funciones que la comprensión específica de las ciencias históricas debe realizar[73].
En el campo de la historia (en el más amplio sentido del término) existen considerables diferencias entre los diversos tópicos que pueden ser objeto de actividades de investigación. Es insignificante y tiene poco sentido determinar, en términos generales, «el comportamiento del hombre» como el programa de actividades de una disciplina. El hombre aspira a un número infinito de diversos fines y recurre a un infinito número de medios distintos para su consecución. El historiador (o, en este caso, el científico del comportamiento) debe elegir un tema que tenga importancia para el destino de la humanidad y entonces también para el incremento de nuestro conocimiento. No debe perder el tiempo en nimiedades. Al elegir el tema de su libro se clasifica a sí mismo. Un hombre escribe la historia de la libertad, otro la historia de un juego de naipes. Un hombre escribe la biografía del Dante, otro la biografía de un coiffeur de un hotel de moda[74].
Como los grandes temas del pasado de la humanidad ya han sido tratados por las ciencias históricas tradicionales, lo que queda a las ciencias del comportamiento son estudios detallados sobre los placeres, los pesares y los crímenes del hombre común. Para recolectar material reciente acerca de estos y otros asuntos similares no se requiere conocimiento ni técnica especial. Cualquier estudiante de la universidad puede emprender un proyecto de este tipo. Existe un sinnúmero de temas para realizar disertaciones doctorales y tratados de mayor envergadura. Muchos de ellos lidian con asuntos un tanto triviales, sin valor alguno para el enriquecimiento de nuestro conocimiento.
Estas mal llamadas ciencias del comportamiento necesitan con urgencia una profunda reorientación desde el punto de vista del principio de relevancia. Es posible escribir voluminosos libros sobre cualquier asunto. Pero la cuestión es si tal libro trata algo que cuente como relevante desde el punto de vista de la teoría o de la práctica.