El hombre ocupa en la Tierra una posición peculiar que lo distingue y lo eleva por encima de todas las entidades que constituyen nuestro planeta. Mientras que todas las demás cosas, animadas o inanimadas, operan bajo patrones regulares, el hombre, por sí mismo, parece gozar —dentro de unos límites— de un atisbo de libertad. El hombre medita sobre sus propias condiciones y las de su entorno, concibe situaciones que, cree, le convendrán más que la situación existente, y persigue mediante una conducta intencionada la sustitución de un estado menos deseado, que prevaldría en ausencia de su intervención, por otro más deseado.
En la infinita extensión de lo que se ha llamado universo o naturaleza, existe un pequeño campo en el cual la conducta consciente del hombre puede influir en el curso de los acontecimientos.
Es este hecho el que induce al hombre a distinguir entre un mundo exterior sujeto a la inexorable e inextricable necesidad y sus facultades humanas de pensar, concebir y actuar. La mente o la razón contrastan con la materia, la voluntad con los impulsos, los instintos y los procesos fisiológicos. Plenamente consciente de que su propio cuerpo depende de las mismas fuerzas que determinan todas las demás cosas y seres, el hombre atribuye su capacidad de pensar, de querer y de actuar a un factor invisible e intangible al que denomina mente.
En el comienzo de la historia de la humanidad hubo intentos de atribuir la facultad de pensar y de perseguir los fines elegidos a muchas o incluso a todas las cosas no humanas. Más tarde, la gente descubrió que era vano juzgar las cosas no humanas como si estuvieran dotadas de algo análogo a la mente humana. Entonces se desarrolló la posición contraria. Se pretendió reducir los fenómenos de la mente a la actuación de factores no propiamente humanos. La expresión más contundente de esta doctrina subyace en la famosa proclama de John Locke según la cual la mente es una hoja de papel en blanco en la que el mundo exterior escribe su propia historia.
Una nueva epistemología racionalista trató de refutar este empirismo total. Leibniz contribuyó a la doctrina afirmando que no existe nada en el intelecto que no haya transitado previamente por los sentidos, con la excepción del propio intelecto. Kant, despertado del «sueño dogmático» por Hume, asentó la doctrina racionalista en unos nuevos cimientos. La experiencia, señaló, solamente provee la materia prima a partir de la cual la mente forma el llamado conocimiento. Todo conocimiento está condicionado por las categorías que preceden cualquier dato experimental desde el punto de vista temporal y lógico. Las categorías son a priori; son el equipamiento mental del individuo que le permiten pensar y —podemos añadir— actuar. Puesto que todo razonamiento presupone las categorías a priori, es vano embarcarse en su comprobación o refutación.
La reacción del empirismo contra el apriorismo se centra en una interpretación errónea de las geometrías no euclidianas, la contribución más importante a la matemática durante el siglo XIX. Tal interpretación insiste en el carácter arbitrario de los axiomas y de las premisas, así como en el carácter tautológico del razonamiento deductivo. Sostiene que la deducción es incapaz de añadir nada a nuestro conocimiento de la realidad. Solo hace explícito lo que ya estaba implícito en las premisas. Y como estas premisas son meros productos de la mente y no derivan de la experiencia, lo que se deduce de ellas no puede afirmar nada sobre el estado del universo. Aquello que la lógica, la matemática, y otras teorías apriorísticas y deductivas aportan es, en el mejor de los casos, un instrumento práctico o conveniente para las operaciones científicas. Forma parte de la tarea del científico elegir, entre la variedad de los sistemas existentes de la lógica, la geometría o el álgebra, el sistema más conveniente para su propósito específico[19]. Los axiomas de los que parte un sistema deductivo son escogidos arbitrariamente. No dicen nada sobre la realidad. No existe nada semejante a unos principios superiores a priori contenidos en la mente humana[20]. Tal es la doctrina del célebre «Círculo de Viena» y de otras escuelas contemporáneas del empirismo radical y del positivismo lógico.
Con el fin de analizar esta filosofía, antes debemos referirnos al conflicto entre la geometría euclidiana y la geometría no euclidiana que originó estas controversias. Es un hecho innegable que los diseños tecnológicos guiados por el sistema euclidiano resultan en efectos que se adecúan a lo esperado según las deducciones derivadas de tal sistema. Los edificios no se derrumban y las máquinas funcionan según lo previsto. El ingeniero realista no puede negar que esta geometría le ha ayudado en su empeño de desviar los acontecimientos del mundo exterior de su curso natural y de redirigirlos hacia los objetivos que se proponía alcanzar. Debe concluir que esta geometría, aunque basada en determinadas ideas a priori, revela algo sobre la realidad y la naturaleza. El hombre pragmático no puede menos que admitir que la geometría euclidiana funciona de la misma manera que lo hace el conocimiento a posteriori proporcionado por las ciencias naturales experimentales. Dejando a un lado el hecho de que en el diseño de los experimentos de laboratorio se presupone la validez del esquema euclidiano, no debemos olvidar que el hecho de que el puente George Washington sobre el río Hudson y otros miles de puentes presten los servicios proyectados por sus constructores, no solamente confirma la verdad práctica de las enseñanzas aplicadas de la física, la química y la metalurgia, sino también las de la geometría de Euclides. Esto significa que los axiomas de los cuales parte Euclides nos dicen algo sobre el mundo exterior que debe aparecer a nuestra mente como algo no menos «verdadero» que las enseñanzas de las ciencias naturales experimentales.
Los detractores del apriorismo hacen referencia al hecho de que para el tratamiento de ciertos problemas es más conveniente recurrir a una de las geometrías no euclidianas en vez de recurrir al sistema euclidiano. Los cuerpos sólidos y los rayos de luz de nuestro entorno, dice Reichenbach, se comportan según las leyes de Euclides. Pero esto, añade, es simplemente «un feliz hecho empírico». Más allá del espacio de nuestro entorno, el mundo físico se comporta según otras geometrías[21]. No hay necesidad de discutir este punto. Estas otras geometrías también parten de axiomas a priori, no de hechos experimentales. Lo que los panempiristas no pueden explicar es cómo una teoría deductiva, partiendo de postulados supuestamente arbitrarios, puede ser de valiosa e incluso de indispensable utilidad para describir correctamente las condiciones del mundo exterior y tratarlas satisfactoriamente.
El feliz hecho empírico al cual Reichenbach se refiere es el hecho de que la mente humana posee la habilidad de desarrollar teorías que, incluso a priori, desempeñan papel decisivo en el intento de construir cualquier sistema de conocimiento a posteriori. A pesar de que la lógica, la matemática y la praxeología no derivan de la experiencia, no son producto de la arbitrariedad, sino que se imponen sobre nosotros por el mundo en que vivimos y actuamos y que pretendemos estudiar[22]. No están vacías, no carecen de sentido ni son meramente verbales. Son —para el hombre— las leyes más generales del universo y sin ellas ningún conocimiento sería accesible al hombre.
Las categorías a priori son el atributo que permite al hombre realizar todo lo que es específicamente humano y le distingue del resto de los seres. Su análisis es el análisis de la condición humana, del papel que desempeña el hombre en el universo. Son la fuerza que permite al hombre crear y producir todo aquello que se denomina civilización humana.
Selección natural y evolución son conceptos que hacen posible desarrollar una hipótesis sobre el surgimiento de la estructura lógica de la mente humana y del a priori.
Los animales se mueven por impulsos e instintos. La selección natural eliminó los especímenes y especies cuyos instintos suponían un lastre en la lucha por la supervivencia. Solo aquellos dotados de instintos eficaces para su preservación sobrevivieron y pudieron propagarse.
Nada nos impide asumir que, en el largo transcurso que siguieron los ancestros no humanos del hombre hasta la aparición de la especie Homo sapiens, algunos grupos antropoides avanzados experimentaron, de alguna manera, con conceptos categóricos diferentes a los del Homo sapiens y trataron de utilizarlos en la orientación de su conducta. Pero como tales pseudocategorías no se ajustaban a las condiciones de la realidad, la conducta dirigida por un cuasi razonamiento basado en ellas estaba destinada a fracasar y a resultar desastrosa para quienes la adoptaran. Únicamente sobrevivieron aquellos grupos cuyos miembros actuaron de acuerdo con las categorías correctas, es decir, con aquellas conformes a la realidad y por tanto —empleando el término del pragmatismo— funcionaron[23].
Sin embargo, esta interpretación del origen de las categorías a priori no nos autoriza a tacharlas de precipitado de la experiencia, de una experiencia prehumana y prelógica, por así decirlo[24]. No debemos ignorar la diferencia fundamental entre finalidad y ausencia de finalidad.
La concepción darwiniana de selección natural trata de explicar el cambio filogenético como fenómeno natural sin recurrir a la finalidad. La selección natural opera no solo sin ninguna interferencia deliberada por parte de los elementos externos; opera también sin ningún comportamiento intencionado por parte de los especímenes correspondientes.
La experiencia es un acto mental por parte de hombres actuantes y pensantes. Resulta imposible concederle ningún papel en una cadena puramente natural de causalidad, cuya característica principal es la ausencia de comportamiento intencionado. Es lógicamente imposible encontrar un equilibrio entre el diseño y la ausencia de diseño. Aquellos primates que poseían las categorías ventajosas sobrevivieron no porque decidieran aferrarse a ellas al haber experimentado la utilidad de sus categorías. Sobrevivieron porque no recurrieron a otras categorías que hubiesen supuesto su propia extinción. De la misma forma en que el proceso evolutivo eliminó todos los grupos cuyos individuos, debido a las propiedades específicas de sus cuerpos, no fueron capaces de subsistir bajo las condiciones específicas de su entorno, también eliminó aquellos grupos cuyas mentes se desarrollaron de tal manera que hacían de su uso algo pernicioso para la orientación de la conducta.
Las categorías a priori no son ideas innatas. Lo que una criatura normal —sana— hereda de sus padres no son categorías, ideas o conceptos, sino una mente humana que tiene la capacidad de aprender y concebir ideas, la capacidad de hacer que su portador se comporte como un ser humano, esto es, de actuar.
Por más vueltas que le demos a esta cuestión, una cosa es siempre cierta. Puesto que las categorías a priori que emanan de la estructura lógica de la mente humana han permitido al hombre desarrollar teorías cuya aplicación práctica le han ayudado en su empeño de sostenerse en la lucha por la supervivencia y de alcanzar los distintos fines que se proponía, estas categorías proporcionan alguna información sobre la realidad del universo. No son simples asunciones arbitrarias carentes de valor informativo, ni meras convenciones reemplazables por otras convenciones. Son la herramienta mental necesaria para estructurar los datos sensoriales de forma sistemática, para transformarlos en hechos de la experiencia, luego estos hechos en ladrillos para construir teorías y, finalmente, las teorías en técnicas para alcanzar los fines propuestos.
También los animales están equipados con sentidos; algunos de ellos incluso son capaces de percibir estímulos que los sentidos humanos no pueden captar. Lo que les impide aprovechar de la misma manera que el hombre aquello que los sentidos les confieren no es la inferioridad de su equipo sensorial, sino el hecho de que carecen de una mente con estructura lógica, con categorías a priori.
La teoría, a diferencia de la historia, es la búsqueda de relaciones constantes entre entidades o, dicho de otra manera, de regularidad en la sucesión de los acontecimientos. Al establecer la epistemología como teoría del conocimiento, el filósofo asume o afirma implícitamente que en la actividad intelectual del hombre hay algo que permanece inalterado, esto es, la estructura lógica de la mente humana.
Si no hubiera nada permanente en las manifestaciones de la mente humana, no podría existir ninguna teoría del conocimiento, sino simplemente un recuento histórico de los varios intentos acometidos por el hombre para adquirir conocimiento. La condición de la epistemología se asemejaría a la de las distintas ramas de la historia, por ejemplo, la denominada ciencia política. De la misma manera en que la ciencia política simplemente registra lo que se ha hecho o se ha sugerido en su propio campo en el pasado, pero es incapaz de decir nada acerca de las relaciones invariables entre los elementos que maneja, la epistemología entonces tendría que restringir su labor al ensamblaje de datos históricos sobre las actividades mentales del pasado.
El hecho de resaltar que la estructura lógica de la mente humana es común a todos los especímenes de la especie Homo sapiens no implica que la mente humana, tal y como la conocemos, sea la única o la mejor herramienta posible que pueda concebirse, o bien que esté destinada a existir por siempre y para siempre. En la epistemología, como en todas las demás ciencias, no tratamos de la eternidad ni de las condiciones de partes del universo cuyas señales no alcanzan nuestra órbita ni de lo que pueda ocurrir en los siglos venideros. Quizás existan, en algún lugar del universo infinito, seres con mentes superiores a las nuestras en la misma medida en que nuestras mentes son superiores a las de los insectos. Quizás algún día vivan seres que nos observen con la misma condescendencia con la que nosotros observamos a una ameba. Pero el razonamiento científico no se puede permitir estas entelequias. Está obligado a ceñirse a lo que es accesible a la mente humana tal y como es.
No se anula el significado cognitivo del a priori por calificarlo de tautológico. Una tautología, ex definitione, debe ser la tautología —reafirmación— de algo dicho con anterioridad. Si calificamos la geometría euclidiana de sistema jerárquico de tautologías, podríamos decir: el teorema de Pitágoras es tautológico, puesto que solo expresa algo contenido en la definición de triángulo rectángulo.
Pero la pregunta es: ¿Cómo llegamos a la primera —la básica— proposición de la cual la segunda —la derivada— proposición es meramente una tautología? En el caso de la geometría, las respuestas dadas hoy en día son (a) por selección arbitraria o (b) por conveniencia o adecuación. Tal respuesta no es aceptable en relación con la categoría de la acción.
Tampoco podemos interpretar el concepto de acción como un precipitado de la experiencia. Tiene sentido hablar de experiencia en los casos en que algo diferente de lo experimentado in concreto pudiera esperarse antes de la experimentación. La experiencia nos dice algo que antes no sabíamos y que no hubiéramos podido aprender a no ser por haber tenido la experiencia. Pero el rasgo característico de un conocimiento a priori es que no podemos concebir la verdad de su negación ni algo que no esté en concordancia con él. Lo que el a priori expresa se halla necesariamente implícito en cada una de las proposiciones que conciernen al asunto en cuestión. Se halla implícito en todo nuestro pensamiento y nuestra actuación.
Si calificamos un concepto o proposición de apriorístico, queremos decir, en primer lugar, que su negación es impensable para la mente humana y aparece en ella como un sinsentido. En segundo lugar, que este concepto o proposición a priori se halla necesariamente implícito en nuestro enfoque mental hacia las cuestiones que tratar, es decir, en nuestro pensamiento y actuación con relación a estas cuestiones.
Las categorías a priori son el equipamiento mental gracias al cual el hombre es capaz de pensar y de experimentar y, por tanto, de adquirir conocimiento. Su verdad o validez no puede ser probada o refutada, a diferencia de lo que ocurre con las proposiciones a posteriori, ya que son precisamente el instrumento que nos permite distinguir lo que es verdadero o válido de lo que no lo es.
Todo lo que sabemos es aquello que la naturaleza o estructura de nuestros sentidos y de nuestra mente nos permite comprender. Vemos la realidad no como «es» y pudiera parecerle a un ser perfecto, sino solamente en la medida en que la calidad de nuestra mente y de nuestros sentidos nos permite verla. El empirismo y el positivismo radical se niegan a admitirlo. Según arguyen, la realidad escribe, en forma de experiencia, su propia historia sobre las hojas en blanco de la mente humana. Admiten que nuestros sentidos son imperfectos y que no reflejan completa y fielmente la realidad. Pero no examinan la capacidad de la mente de producir, a partir del material proporcionado por la percepción, una representación no distorsionada de la realidad. Al tratar del a priori estamos tratando de las herramientas mentales que nos permiten experimentar, aprender, conocer y actuar. Estamos tratando con el poder de la mente, lo que implica que estamos tratando con los límites de este poder.
No debemos olvidar nunca que nuestra representación de la realidad del universo está condicionada por la estructura de nuestra mente, así como por la de nuestros sentidos. No podemos descartar la hipótesis de que haya ámbitos de la realidad que permanezcan ocultos a nuestras facultades mentales pero que pudieran ser percibidos por seres equipados con una mente más eficiente o, desde luego, por un ser perfecto. Debemos intentar ser conscientes de los rasgos característicos y de las limitaciones de nuestra mente para no caer presas de la ilusión de la omnisciencia.
La arrogancia positivista de algunos de los pioneros del positivismo moderno se evidenció descaradamente en la sentencia «Dios es un matemático». ¿Cómo pueden los mortales, equipados con sentidos manifiestamente imperfectos, pretender para su mente la facultad de concebir el universo de la misma manera en que la absoluta perfección pudiera concebirlo? El hombre no puede analizar los rasgos características de la realidad sin la ayuda que prestan las herramientas de las matemáticas. Pero ¿las necesita el ser perfecto?
Después de todo, es superfluo perder el tiempo en las controversias acerca del a priori. Nadie niega o puede negar que el raciocinio humano y la búsqueda del conocimiento pueden prescindir de lo que estos conceptos, categorías y proposiciones a priori nos dicen. Ninguna objeción puede afectar en lo más mínimo al papel fundamental que desempeña la categoría de la acción en relación con las cuestiones de la ciencia del hombre, con la praxeología, con la economía y con la historia.
Ningún pensamiento o actuación serían posibles para el hombre si el universo se encontrara en el caos, esto es, si no hubiera ningún tipo de regularidad en la sucesión y concatenación de los acontecimientos. En un mundo así, de contingencia ilimitada, no podría percibirse más que un incesante cambio caleidoscópico. Sería imposible para el hombre anticipar nada. Toda experiencia sería meramente histórica, un registro de lo sucedido en el pasado. Ninguna inferencia sería posible desde los acontecimientos pasados a lo que pudiera suceder en el futuro. Luego el hombre no podría actuar. Como mucho podría ser un espectador pasivo sin capacidad de hacer planes para el futuro, ni siquiera para el futuro más inmediato. La primera y básica conquista del entendimiento es la consciencia de las relaciones constantes entre los fenómenos externos que afectan a nuestros sentidos. Un cúmulo de acontecimientos que se relacionan regularmente de forma concreta con otros acontecimientos se denomina como una cosa específica y como tal se distingue de otras cosas específicas. El punto de partida del conocimiento experimental es la cognición de que a un A le sigue uniformemente un B. El empleo de este conocimiento tanto para la obtención de B como para impedir la aparición de B se denomina acción. El objetivo principal de la acción es ocasionar B o bien evitar su acaecimiento.
Independientemente de lo que puedan decir los filósofos acerca de la causalidad, la realidad es que ninguna acción puede ser llevada a cabo por hombres no guiados por ella. Tampoco podemos imaginar una mente sin consciencia del nexo entre causa y efecto. En este sentido, podemos referirnos a la causalidad como una categoría o un a priori del pensamiento y la actuación.
Para el hombre preocupado por acabar intencionadamente con algún malestar, la cuestión es la siguiente: ¿dónde, cómo, y cuándo es preciso intervenir para obtener un determinado resultado? El conocimiento de la relación entre una causa y sus efectos es el primer paso hacia la orientación del hombre en el mundo y es la condición intelectual de cualquier actividad que aspire al éxito. Todo intento de encontrar un fundamento lógico, epistemológico o metafísico satisfactorio de la categoría de la causalidad está condenado al fracaso. Todo lo que podemos decir sobre la causalidad es que es a priori no solo en el pensamiento humano sino también en la acción humana.
Eminentes filósofos han tratado de elaborar una lista completa de las categorías a priori, las condiciones necesarias de la experiencia y el pensamiento. No se pueden subestimar estos intentos de análisis y sistematización si se es consciente de que cualquier solución propuesta implica un amplio margen de discrecionalidad por parte del pensador en cuestión. Únicamente existe un punto sobre el que no puede haber discusión: que todas ellas se pueden reducir a la idea a priori de regularidad en la sucesión de todos los fenómenos observables del mundo exterior. En un universo carente de regularidad no podría haber raciocinio y nada se podría experimentar, puesto que la experiencia es el discernimiento de la identidad o de la ausencia de identidad de lo que se percibe; es el primer paso para poder clasificar acontecimientos. El concepto de clases sería vacío e inútil si no hubiera regularidad.
Si no hubiera regularidad, sería imposible recurrir a la clasificación y construir un lenguaje. Todas las palabras expresan conjuntos de actos de percepción conectados regularmente o bien relaciones regulares entre estos conjuntos. Esto es cierto también para el lenguaje de la física, el cual los positivistas quieren elevar al rango de lenguaje universal de la ciencia. En un mundo sin regularidad no habría ninguna posibilidad de formular «enunciados protocolares»[25]. Aunque se pudiera, tal «lenguaje protocolar» no podría ser el punto de partida de una ciencia como la física. Simplemente reflejaría hechos históricos.
Si no hubiera regularidad, no se podría aprehender nada de la experiencia. Al proclamar que la experiencia es el principal instrumento de adquisición de conocimiento, el empirismo reconoce implícitamente los principios de regularidad y causalidad. Cuando el empirista se refiere a la experiencia, quiere decir que: puesto que A fue seguido por B en el pasado, y puesto que asumimos la existencia de regularidad en la concatenación y sucesión de los acontecimientos naturales, prevemos que A también será seguido por B en el futuro. Por tanto hay una diferencia fundamental entre el significado de la experiencia en el campo de los acontecimientos naturales y en el campo de la acción humana.
El razonamiento es necesariamente siempre deductivo. Esto se ha admitido implícitamente en todos los intentos de justificar la inducción ampliativa demostrando o probando su legitimidad lógica, es decir, presentando una interpretación deductiva de la inducción. El problema del empirismo consiste precisamente en su incapacidad de explicar satisfactoriamente cómo es posible inferir, a partir de hechos observados, algo sobre hechos aún no observados.
Todo conocimiento humano acerca del universo presupone y descansa sobre la cognición de la regularidad en la sucesión y concatenación de los fenómenos observables. Sería vano buscar reglas si no hubiera regularidad. La inferencia inductiva se basa en conclusiones de premisas que invariablemente incluyen la proposición fundamental de regularidad.
El problema práctico de la inducción ampliativa debe distinguirse claramente de su problema lógico. Quienes se adentran en la inferencia inductiva se encuentran con el problema del correcto muestreo. Entre las innumerables características del caso individual o de los casos observados, ¿escogimos los relevantes para la producción del efecto en cuestión? Muchos fallos en el propósito de aprehender algo sobre el estado de la realidad —bien sea en la búsqueda de la verdad en el día a día o bien en la investigación científica sistemática— se deben a errores en esta elección. Ningún científico pone en cuestión que lo observado correctamente en un caso debe observarse en todos los casos que se producen bajo las mismas condiciones. El objetivo de los experimentos de laboratorio es observar los efectos de la alteración de un solo factor al tiempo que los demás factores permanecen inalterados. El éxito o el fracaso de tales experimentos presuponen, naturalmente, el control de todas las condiciones que participan en el proceso. Las conclusiones derivadas de la experimentación no se basan en la repetición del mismo proceso, sino en la asunción de que lo sucedido en un caso debe suceder necesariamente en todos los demás casos del mismo tipo. Sería imposible inferir algo de un caso o de series innumerables de casos sin esta asunción, la cual presupone la categoría a priori de la regularidad. La experiencia siempre es la experiencia de acontecimientos pasados y esta no podría indicarnos nada sobre los acontecimientos futuros si la categoría de la regularidad fuese meramente una vana asunción.
La aproximación probabilística a la cuestión de la inducción por parte de los panfisicalistas es un intento frustrado de tratar de la inducción sin referirse a la categoría de la regularidad. Si no consideramos la regularidad, no existe ninguna razón por la cual podamos inferir a partir de lo sucedido en el pasado lo que sucederá en el futuro. Tan pronto como pretendemos prescindir de la categoría de la regularidad, todo conocimiento científico aparece inservible y la búsqueda del conocimiento sobre las popularmente denominadas leyes de la naturaleza resulta absurda y fútil. ¿De qué se ocupan las ciencias naturales sino de la regularidad en el curso de los acontecimientos?
Aun así, la categoría de la regularidad es rechazada por los defensores del positivismo lógico. Reivindican que la física moderna ha llevado a resultados incompatibles con la doctrina de una regularidad universalmente imperante y ha evidenciado que lo considerado por la «escuela filosófica» como la manifestación de una regularidad necesaria e inexorable es simplemente el producto de un gran número de acontecimientos atómicos. En la esfera de lo microscópico, dicen, no hay ningún tipo de regularidad. Lo que la física clásica solía considerar como el producto de la presencia de una estricta regularidad es simplemente el resultado de un gran número de procesos elementales puramente accidentales. Las leyes de la física clásica no son leyes estrictas, sino de hecho leyes estadísticas. Podría suceder que los acontecimientos en la esfera microscópica produjesen en la esfera macroscópica acontecimientos diferentes de los descritos por las leyes meramente estadísticas de la física clásica, aunque, admiten, la probabilidad de que esto sucediera sería muy pequeña. No obstante, sostienen que el conocimiento de esta posibilidad derriba la idea de que en el universo prevalece una estricta regularidad en la sucesión y concatenación de todos los acontecimientos. Las categorías de la regularidad y de la causalidad deben abandonarse y sustituirse por las leyes de la probabilidad[26].
Es cierto que los físicos de nuestro tiempo se enfrentan a comportamientos por parte de algunas entidades que ellos mismos son incapaces de describir como el resultado de una regularidad discernible. Sin embargo, no es esta la primera vez que la ciencia se enfrenta a este problema. La búsqueda humana del conocimiento siempre debe toparse con algo cuyo origen no puede determinar. En la ciencia siempre hay algún supuesto irreductible. Hoy en día, los físicos no saben cómo reducir ciertos procesos atómicos a sus causas. No pretendemos restar mérito a los maravillosos logros de la física por el hecho de establecer que esta situación es lo que se conoce comúnmente como ignorancia.
Lo que permite a la mente humana orientarse en la multiplicidad apabullante de estímulos externos, adquirir conocimiento y desarrollar las ciencias naturales es la cognición de una inevitable regularidad y uniformidad imperante en la sucesión y concatenación de los acontecimientos. El criterio que nos induce a distinguir distintas clases de cosas es el comportamiento de tales cosas. Si una cosa se comporta (reacciona a un determinado estímulo) de diferente manera en un solo aspecto en comparación con otras cosas iguales en todos los demás sentidos, hay que asignarla a una clase diferente.
Podemos considerar las moléculas y los átomos, cuyo comportamiento se encuentra en la base de las doctrinas probabilísticas, como elementos originales o bien como derivaciones de los elementos originales de la realidad. No importa cuál de estas alterativas escojamos, puesto que, en cualquier caso, su comportamiento es el resultado de su propia naturaleza. De forma más correcta: es su comportamiento el que constituye lo que denominados su naturaleza. Por lo visto, existen diferentes clases de estas moléculas y átomos. No son uniformes; lo que llamamos moléculas y átomos son grupos compuestos de varios subgrupos cuyos miembros difieren en algún aspecto en el comportamiento de los miembros de los otros subgrupos. Si el comportamiento de los miembros pertenecientes a los distintos subgrupos fuera diferente, el efecto conjunto producido por el comportamiento de todos los miembros de los grupos también sería distinto. Este efecto viene determinado por dos factores: el comportamiento específico de los miembros de cada subgrupo y la magnitud de miembros pertenecientes a los distintos subgrupos.
Si los partidarios de la doctrina probabilística de la inducción hubieran reconocido el hecho de que existen distintos subgrupos de entidades microscópicas, habrían comprendido que el efecto conjunto del funcionamiento de estas entidades conduce a lo que la doctrina macroscópica denomina ley que no admite excepción. Entonces deberían haber admitido que no se conoce en la actualidad por qué los subgrupos difieren entre ellos en algunos aspectos y cómo, entre la interacción de los miembros de los distintos subgrupos, el efecto conjunto concreto emerge en la esfera macroscópica. En su lugar, atribuyen arbitrariamente a las moléculas y átomos individuales la facultad de escoger entre distintas alternativas de comportamiento. Su doctrina no difiere esencialmente del animismo primitivo. De la misma manera en que los hombres prehistóricos atribuían al «alma» del río el poder de elegir entre fluir tranquilamente por su cauce habitual o inundar las tierras colindantes, creen que estas entidades microscópicas tienen libertad para determinar algunas características de su comportamiento, por ejemplo la velocidad y la trayectoria de sus movimientos. En su filosofía se halla implícito que estas entidades microscópicas son seres que actúan como lo hacen los hombres.
Pero incluso si aceptamos esta interpretación, no debemos olvidar que la acción humana está totalmente determinada por el equipamiento fisiológico de los individuos y por todas las ideas presentes en su mente. Puesto que no hay razón para suponer que estas entidades microscópicas están dotadas con una mente generadora de ideas, debemos suponer que sus elecciones necesariamente se derivan de su estructura física y química. Una molécula o átomo particular se comporta en un entorno concreto y bajo condiciones concretas en la medida en que precisamente su estructura se lo permite. La velocidad y la trayectoria de sus movimientos y su reacción frente a cualquier encuentro con factores externos a su propia naturaleza están estrictamente determinadas por esta naturaleza o estructura. Si uno no acepta esta interpretación, entonces cae en la absurda suposición metafísica de que estas moléculas y átomos están provistos de libre albedrío en el mismo sentido en que las doctrinas indeterministas más radicales e ingenuas se lo atribuían al hombre.
Bertrand Russell trata de ilustrar el problema comparando el planteamiento de la mecánica cuántica referente al comportamiento de los átomos con el comportamiento de los usuarios de un ferrocarril. El empleado encargado de la taquilla en la estación de Paddington puede hallar, si así se lo propone, qué proporción de pasajeros se dirige a Birmingham desde aquella estación, qué proporción va a Exeter y así sucesivamente, pero no sabe nada de las razones particulares que condujeron a una elección en un caso y a otra en otro. Sin embargo, Russell debe admitir que los casos no son «enteramente análogos», ya que el encargado de la taquilla, después de su jornada laboral, puede averiguar cosas sobre las personas que no mencionan cuando adquieren el pasaje, mientras que el físico no dispone de tal ventaja cuando observa los átomos[27].
Es característico del razonamiento de Russell el hecho de que ejemplifica su caso refiriéndose a un empleado subalterno a cuya mente solo se le permite la realización constante de un número limitado de operaciones simples. Lo que un hombre así (cuyo trabajo lo podría desempeñar una máquina expendedora) piensa sobre cosas que trascienden la pequeña esfera de sus obligaciones no tiene importancia. Para los emprendedores que tomaron la iniciativa de promover el ferrocarril, los capitalistas que invirtieron en la compañía y los directivos que administran sus operaciones, las cuestiones que se plantean son a todas luces diferentes. Construyeron y gestionan la vía del tren porque anticipan el hecho de que existen ciertas razones por la cuales un número de personas decide viajar desde un punto de la ruta hasta otro punto. Conocen las condiciones que determinan el comportamiento de estas personas, también saben que estas condiciones son cambiantes y están dispuestos a influir en la magnitud y en la dirección de estos cambios con el fin de preservar e incrementar su clientela y la marcha de la compañía. Su proceder en el negocio no tiene nada que ver con la existencia de una supuesta «ley estadística». Se guía por la idea de que hay una demanda latente de infraestructuras de transporte por parte de este número de personas que puede cubrirse con la puesta en funcionamiento de un ferrocarril. Son plenamente conscientes del hecho de que la cantidad de servicio que son capaces de vender un día podría reducirse drásticamente hasta el punto de llegar a cerrar el negocio.
Bertrand Russell y todos los demás positivistas, al referirse a lo que ellos denominan «leyes estadísticas», cometen un error garrafal en la interpretación de las estadísticas sociales, es decir, estadísticas que tratan sobre hechos de la acción humana, en contraposición con los hechos de la fisiología humana. No tienen en cuenta el hecho de que todos estos datos estadísticos están cambiando continuamente, algunas veces más rápido y otras veces menos. En las valoraciones humanas y, consecuentemente, en la acción humana, no se encuentra la regularidad que caracteriza a los campos investigados por las ciencias naturales. El comportamiento humano se guía por motivaciones, y tanto el historiador que analiza el pasado como el hombre de negocios que intenta anticipar el futuro deben tratar de «entender» este comportamiento[28].
Si los historiadores y los individuos actuantes no fueran capaces de asimilar este entendimiento específico del comportamiento del prójimo y si las ciencias naturales y los individuos actuantes no pudieran comprender la regularidad en la concatenación y sucesión de los acontecimientos naturales, el universo aparecería ante ellos como un caos ininteligible y no podrían emplear ningún medio para la consecución de ningún fin. No existiría ningún tipo de razonamiento, ningún conocimiento o ciencia, y no habría ninguna actuación deliberada por parte del hombre sobre las condiciones del entorno.
Las ciencias naturales solo son posibles porque hay regularidad en la sucesión de los acontecimientos externos. Por supuesto, existen límites sobre lo que el hombre puede aprender acerca de la estructura del universo. Hay sucesos inobservables y relaciones sobre las que la ciencia no ha proporcionado ninguna interpretación hasta la fecha. Pero ser conscientes de estos hechos no implica negar las categorías de la regularidad y la causalidad.
El empirismo proclama que la experiencia es la única fuente del conocimiento humano y rechaza como dogma metafísico la idea de que toda experiencia presupone categorías a priori. Sin embargo, partiendo de la perspectiva empirista postula la posibilidad de acontecimientos jamás experimentados por nadie. Así, se nos dice que la física no puede excluir la posibilidad de que «al introducir un cubito de hielo en un vaso de agua, el agua empiece a hervir y el cubito de hielo se enfríe como en el interior de un congelador»[29].
No obstante, este neoempirismo se encuentra lejos de resultar coherente en la aplicación de su doctrina. Si no hay regularidad en la naturaleza, no hay nada que justifique la distinción entre distintas clases de cosas y acontecimientos. Si se denomina oxígeno a algunas moléculas y nitrógeno a otras, cada miembro de estas clases se comporta de una manera concreta diferente al comportamiento de los miembros de otras clases. Si se asume que el comportamiento de una molécula individual puede apartarse de la manera en que otras moléculas se comportan, entonces se la debe asignar a una clase especial o bien se debe asumir que su desviación fue inducida por la intervención de algo a lo que no fueron expuestos los otros miembros de su clase. Si se dice que no se puede excluir la posibilidad de que «algún día las moléculas presentes en el aire de nuestra habitación, por pura casualidad, lleguen a un estado de ordenación tal que las moléculas de oxígeno se sitúen en un lado de la habitación y las de nitrógeno en el otro»[30], entonces no hay nada en la naturaleza del oxígeno y del nitrógeno o en el entorno en el que habitan que determine la manera en que se distribuyen en el aire. Se asume que el comportamiento de las moléculas individuales en todos los demás respectos está determinado por su constitución, pero que tienen la «libertad» de elegir el lugar donde habitar. Se asume de forma totalmente arbitraria que una de las características de las moléculas, por ejemplo su movimiento, no está determinado, mientras que todas las demás características sí están determinadas. Se presupone que hay algo en la naturaleza de las moléculas —uno se ve tentado a decir: en su «alma»— que les confiere la facultad de «elegir» la trayectoria de sus caminos. Uno no logra darse cuenta de que una descripción completa del comportamiento de las moléculas debería asimismo incluir los movimientos de esta. Debería examinar el proceso que permite a las moléculas de oxígeno y nitrógeno asociarse entre ellas como lo hacen en el aire.
Si Reichenbach hubiera sido coetáneo de magos y chamanes y hubiera convivido con ellos, habría observado que cierta gente está afectada por una enfermedad cuyos síntomas concretos revelan que acabará con su vida; otros permanecen vivos y sanos. Desconocemos cualquier otro factor cuya presencia pueda causar el sufrimiento a los afectados y cuya ausencia pueda conferir inmunidad a los otros. Parece obvio que estos fenómenos no pueden examinarse de forma científica si uno se aferra al concepto supersticioso de causalidad. Todo lo que podemos saber sobre ellos es la «ley estadística» de que un x% de la población está afectada y el resto no lo está.
El determinismo debe distinguirse claramente del materialismo. El materialismo declara que los únicos factores que producen cambios son los accesibles a la investigación mediante los métodos de las ciencias naturales. No niega necesariamente que las ideas humanas, juicios de valor y voliciones sean reales y puedan producir cambios concretos. Pero a pesar de que no niega este supuesto, afirma que estos factores «ideales» son el resultado inevitable de acontecimientos externos que necesariamente originan reacciones concretas en la estructura del cuerpo humano. Es solo una deficiencia del estado actual de las ciencias naturales lo que nos impide imputar todas las manifestaciones de la mente humana a los acontecimientos materiales —físicos, químicos, biológicos y psicológicos— que las han ocasionado. Un conocimiento más perfecto, dicen, mostrará cómo los factores materiales produjeron en el hombre Mohammed la religión musulmana, en el hombre Descartes la geometría de coordenadas y, en el hombre Racine, Phaedra.
Es inútil discutir con partidarios de una doctrina que solamente establece un programa sin indicar cómo ponerlo en práctica. Lo que se puede y debe hacer es revelar cómo sus heraldos se contradicen y qué efectos resultan de su aplicación consecuente.
Si el surgimiento de cualquier idea se trata de la misma manera que el surgimiento de todos los demás eventos naturales, entonces no es posible distinguir entre proposiciones verdaderas y falsas. Así, los teoremas de Descartes no son ni mejores ni peores que los gazapos de Pedro, un inepto aspirante a licenciado, en sus exámenes. Los factores materiales no pueden errar. Han producido en el hombre Descartes la geometría de coordenadas y en el hombre Pedro algo que su profesor, no ilustrado en el evangelio del materialismo, considera infumable. Pero ¿qué autoriza a este profesor a juzgar la naturaleza? ¿Quiénes son los filósofos materialistas para condenar aquello que los factores materiales han producido en los cuerpos de los filósofos «idealistas»?
Es inútil que los materialistas apunten a la distinción propia del pragmatismo entre lo que funciona y lo que no funciona, puesto que esta distinción introduce en la cadena argumental un factor ajeno a las ciencias naturales, a saber, la finalidad. Una doctrina o proposición funciona si la conducta dirigida por ella trae consigo el fin propuesto. Pero la elección del fin está determinada por las ideas, es en sí misma un acto mental. Y también lo es el juicio acerca de si ese fin ha sido alcanzado o no. El materialismo coherente es incapaz de distinguir entre la acción deliberada y el estado puramente vegetativo.
Los materialistas piensan que su doctrina solamente suprime la distinción entre lo que es moralmente correcto y moralmente incorrecto. No logran ver que también erradica cualquier diferencia entre lo que es verdadero y lo que es falso y, por tanto, priva de cualquier significado todo acto mental. Si entre las «cosas reales» del mundo exterior y los actos mentales no se encuentra nada que pueda ser considerado como esencialmente diferente de la actuación de las fuerzas descritas por las ciencias naturales tradicionales, entonces debemos aceptar estos actos mentales de la misma forma con la que reaccionamos a los acontecimientos naturales. A una doctrina que establece que el pensamiento tiene la misma relación con el cerebro que la bilis con el hígado[31] no le resulta posible distinguir entre ideas verdaderas y falsas ni entre bilis ciertas y bilis falsas.
Los obstáculos insalvables con los que tropieza cualquier interpretación materialista de la realidad pueden advertirse en el análisis de la filosofía materialista más popular, el materialismo dialéctico marxista.
De hecho, el llamado materialismo dialéctico no es una doctrina materialista genuina. En su contexto, el factor que produce todos los cambios en las condiciones ideológicas y sociales de la historia humana son las «fuerzas materiales de producción». Ni Marx ni ninguno de sus discípulos definieron este término. Pero entre todos los ejemplos que ofrecieron se debe deducir que aquello que tenían en mente eran las herramientas, máquinas y demás artefactos que el hombre emplea en sus actividades productivas. Pero estos instrumentos no son por sí mismos objetos materiales definitivos, sino el producto de un proceso mental intencionado[32]. Sin embargo, el marxismo es la única tentativa de desarrollar una doctrina materialista o cuasimaterialista más allá de la mera articulación de un principio metafísico y de deducir de ella todas las demás manifestaciones de la mente humana. Así pues, debemos referirnos a esta doctrina si queremos mostrar los errores fundamentales del materialismo.
Según Marx, las fuerzas materiales de producción crean —independientemente de la voluntad del hombre— las «relaciones productivas», esto es, el sistema social basado en las leyes de propiedad, y su «superestructura ideológica», es decir, las ideas jurídicas, políticas, religiosas, artísticas o filosóficas[33]. En el mismo esquema, la acción y la volición se atribuyen a las fuerzas materiales de producción, las cuales persiguen un fin concreto, o sea, liberarse de los grilletes que impiden su desarrollo. Los hombres se equivocan cuando creen que están pensando, recurriendo a juicios de valor y actuando. De hecho las relaciones productivas, el resultado necesario del estadio preexistente de las fuerzas materiales de producción, son las que determinan sus ideas, voliciones y acciones. Todos los cambios históricos son producidos en última instancia por cambios en las fuerzas materiales de producción, que —como implícitamente supone Marx— son insensibles a la influencia humana. Todas las ideas humanas son la superestructura adecuada de las fuerzas materiales de producción.
Estas fuerzas aspiran en última instancia al establecimiento del socialismo, una transformación destinada a llegar «con la inexorabilidad de una ley de la naturaleza».
Admitamos a efectos dialécticos que las fuerzas materiales de producción están constituidas de tal manera que continuamente intentan liberarse de los grilletes que frustran su desarrollo. Pero ¿por qué, entre estos intentos, debe surgir primero el capitalismo y, en una etapa posterior de su desarrollo, el socialismo? ¿Reflexionan estas fuerzas sobre sus propios problemas y finalmente llegan a la conclusión de que las relaciones de propiedad existentes, de haber sido formas de su propio desarrollo (o sea de las fuerzas), se han convertido ahora en grilletes[34] y que, por tanto, ya no se corresponden con la etapa presente de su desarrollo?[35] Y, en razón de esta idea, ¿proceden partiéndose en dos? ¿Determinan ellas qué nuevas relaciones productivas ocuparán su lugar?
La incongruencia de atribuir tal pensamiento y actuación a las fuerzas materiales de producción es tan flagrante que el mismo Marx no prestó demasiada atención a su doctrina cuando, más tarde, en su obra cumbre, El Capital, concretó su pronóstico acerca del advenimiento del socialismo. Aquí no solo se refiere a la acción de parte de las fuerzas materiales de producción. Habla sobre las masas proletarias, quienes, insatisfechas con el empobrecimiento progresivo que supuestamente les causa el capitalismo, aspiran al socialismo, obviamente porque lo consideran un sistema más satisfactorio[36].
Cualquier variedad de metafísica materialista o cuasimaterialista implica convertir un factor inanimado en un casi ser humano y atribuirle la capacidad de pensar, hacer juicios de valor, elegir fines y recurrir a medios para la consecución de los fines elegidos. Debe transferir la facultad específicamente humana de actuar a una entidad no humana que implícitamente está dotada de inteligencia humana y discernimiento. Es imposible eliminar del análisis del universo toda referencia a la mente. Quienes lo intentan simplemente sustituyen la realidad por una fantasía de su imaginación.
Desde el punto de vista de su declarado materialismo —y, de hecho, desde el punto de vista de cualquier doctrina materialista—, Marx no estaba en condiciones de refutar como falsa ninguna doctrina desarrollada por aquellos de quienes discrepaba. Su materialismo le hubiera impuesto una especie de consideración impasible sobre cualquier opinión y una disposición a conceder el mismo valor a toda opinión manifestada por cualquier ser humano. Con el fin de escapar a esta contraproducente conclusión, Marx recurrió a la estratagema de su filosofía de la historia. Pretendió, en virtud de un don especial negado al resto de los mortales, tener una revelación que le indicó el curso que la historia debía tomar necesaria e inevitablemente. La historia conduce al socialismo. El significado de la historia, el fin por el cual el hombre ha sido creado (no se dice por quién), es llevar a cabo el socialismo. No hace falta prestar atención a las ideas de personas que no hayan recibido este mensaje o que tozudamente se niegan a creer en él.
Lo que la epistemología tiene que aprender de este estado de cosas es esto: cualquier doctrina que predique que unas fuerzas «reales» o «externas» escriben su propia historia en la mente humana, tratando de reducirla a un aparato que transforma la «realidad» en ideas de la misma manera en que los órganos del aparato digestivo asimilan la comida, será incapaz de distinguir entre lo que es cierto y lo que no lo es. La única manera de no caer en un escepticismo radical sin medios para separar la verdad de la mentira en las ideas es con la distinción entre hombres «buenos», o sea, los que están equipados con la facultad de juzgar de conformidad con el misterioso poder sobrehumano que dirige todos los acontecimientos del universo, y hombres «malos», que carecen de esta facultad. Debe considerarse vano cualquier intento de modificar las opiniones de los hombres «malos» mediante razonamiento discursivo y persuasión. La única manera de terminar el conflicto con las ideas contrarias es exterminando los hombres «malos», es decir, los portadores de ideas que son diferentes a las de los hombres «buenos». De aquí que el materialismo engendre, en última instancia, los mismos métodos para lidiar con el disenso que los tiranos han utilizado en todo momento y en todo lugar.
Al establecer este hecho, la epistemología ofrece una clave para la interpretación de la historia de nuestro tiempo.