18 de marzo.
VOY, como todos los días, a la casa consignataria. Un viento desapacible levanta la tierra de las calles sin barrer. El sol se nubla a ratos…
Antes de llegar veo mucha gente a la puerta… Me acerco al mostrador.
—Sale barco hoy a las cuatro.
Un frío mortal me sube hasta la nuca.
—¿Adónde va?
—Ya lo verá cuando llegue. ¿Su nombre? Ah, sí… Éste es su pasaje. A las tres en punto en la Aduana del muelle. No puede sacar su máquina de escribir, ni aparato fotográfico, ni joyas, ni dinero…
—Pero ¿cómo voy a vivir cuando llegue al puerto?
—Eso es cuenta suya… A ver, otro… —grita al público que espera.
Me encuentro en la puerta con el pasaje en la mano que sólo tiene un número: 115. Un hombre se acerca a mí:
—¿Tiene visado el pasaporte?
—Sí, para el paso por Francia.
—Pero tiene que visarlo para una nación de América… Sólo visan para Nicaragua… Ahí, en una farmacia de la calle de las barcas… Y además se lo tiene que sellar la policía del puerto…
De una a otra y preguntando en todas partes consigo llegar a una calle estrecha, a un viejísimo edificio de piedra, donde me sellan el pasaporte… ¡Es la una!
En el Consulado de Nicaragua me visan el pasaporte y me advierten que es sólo un formulismo, pues Nicaragua no recibe refugiados españoles…
Me vuelvo a casa. Ya han comido y no queda nada…
—¿El capitán García?
—Ha vuelto esta mañana… Tal vez esté en su cuarto…
Le llamo por teléfono.
—Soy yo, Celia. Sale el barco hoy a las cuatro, pero tengo que estar en la Aduana del Grao a las tres…
—Bien… Siento de verdad no poder acompañarla, pero Paco la llevará en el coche… A las dos y media la esperará en la puerta… Salud, señorita… Póngame a los pies de su padre… Adiós.
Cuelgo el auricular. ¡Me había sentido amparada desde el día en que encontré a Juan…!, y ya…
Arreglo la maleta. En el maletín de mano pongo lo que pueda necesitar en los dos o tres días de barco… ¿Dónde voy yo y qué será de mí, perdida en el mundo?
No quiero pensar. Estoy en las manos de Dios… Salgo a despedirme de Rosita y de su marido.
Les encuentro en la mesa y el doctor me mira, asombrado.
—¿Cómo? ¿Qué sale el barco hoy?
—Sí… a las cuatro.
Vuelven a comer en silencio, y el doctor dice:
—¡Qué locura!
Me sirven una tacita de malte… Estoy tan nerviosa que la taza me tiembla en las manos.
Ellos hablan de cosas indiferentes. De la casita que han comprado, de los muebles que son de mármol en la casa…
—Siento que no la conozcas, Celia. Es un rincón precioso. La casita está en un alto… Figúrate, todo medio abandonado desde que empezó la revolución… pero ahora que ¡gracias a Dios!, llegamos al fin, vamos a poner aquello divino… ¿verdad, Rosita?
Yo oigo hablar de todo esto como los moribundos deben de oír hablar de la vida… Ya estoy al margen de todo… Ya no soy de este mundo… Dentro de unas horas navegaré hacia no sé dónde, sin un céntimo… sola…
De pronto dice Rosita:
—¿Llevas manta de viaje?
—No…
El doctor interviene, asombrado:
—¡Qué barbaridad! ¿No sabes que irás en la bodega almacenada entre cien pasajeros, sin otro lugar para sentarte que tu maleta, sin otra cama para dormir que el suelo del barco?
—No… no lo sé.
—Ahora ya lo sabes…
—Es igual… Son dos días o tres y luego…
—Luego… ¡Bueno, hija! —dice impaciente—. ¿Para qué discutir lo que ya tienes decidido…? Te voy a dar mi manta de soldado, con la que pensaba ir al frente… y un libro para que leas por el camino… Es decir, el libro no te lo doy yo sino Luis, que vendrá ahora…
—Pero tengo que irme ya…
—No tienes prisa aún… Quédate aquí tranquila…
En mi reloj son las dos. Ellos hablan de su amigo Luis, al que han avisado por teléfono, de doña Clara de Monteverde…
—También ella quiere decirte adiós, no te imaginas lo que habla de ti.
—¿De mí?
Pienso en Fifina. Ella no sabe aún que me voy… Y no puedo irme sin decírselo. ¡Tal vez no volveremos a vernos! La muchacha del doctor le lleva una tarjeta mía escrita a lápiz:
Me voy dentro de una hora. Despídeme de tus tías. Estoy en casa del Doctor Terrada. Ven.
Viene Luis con Marcela, que es el otro matrimonio que conocí en mi primer viaje a Valencia. Luis es bueno, cariñoso, amable. Él me trae el libro, encargándome que no intente despegar dos hojas que están pegadas…
Y luego todos hablan de la situación.
—La revolución comunista de Madrid ha fracasado… Ya es cosa de días… puede ser cosa de horas la entrada del ejército… Van a fusilar a medio mundo.
Parecen contentos. ¡Dios mío! ¡Y papá que decía…! ¡Y Jorge…! ¡Pobre Jorge…! Todo ha concluido… Sólo queda huir… Nosotros huimos… Otros están contentos. ¿Es que ellos no eran demócratas como papá? ¿Quién tenía razón? Papá; yo estoy segura de que papá y el abuelito son los únicos que tenían razón…
Hablan y hablan, pero ya no atiendo, no puedo atender… Esta noche dormiré en el mar viajando hacia un puerto que no conozco… pero que será un puerto francés…
Preguntaré por los españoles que huyeron de Barcelona y de uno en otro llegaré a papá… ¡Papá de mi alma!… y los dos encontraremos a Valeriana y a las niñas, y luego…
Llega doña Clara. Viene del brazo de sus dos hijas y me dice, mirándome severamente:
—He creído mi deber despedir a usted y desearle un buen viaje… Como cristiana y española perdono a mis enemigos… aunque no los disculpo…
Luis se ríe bondadosamente.
—Celia es una bonita enemiga.
—Bonita o no, hace bien en irse… Franco la mandaría fusilar… y con mucha razón.
Estoy estupefacta ante las palabras de la señora, pero trato de echarlas a broma.
—¡Doña Clara! Yo esperaba que usted me escondería en aquel precioso gabinete del callejón…
—¡Esperanza infundada, señorita! ¡Esperanza infundada! Por razones que no son del caso yo no la escondería… se lo juro que no… ¡Usted es una enemiga de nuestras santas instituciones y del orden social!
—¿Yo?
—Sí, usted, usted… He sufrido en mi propia carne las injurias de sus secuaces, y aún sangra mi corazón de heridas sin cerrar… Ahora veo que he hecho mal en venir… No se puede ver al enemigo de cerca sin odiarle… ¡Dios es testigo de que quiero perdonar! ¡Quiero perdonar! ¡Quiero perdonar!
Del brazo de sus hijas y repitiendo las mismas palabras se aleja por el pasillo hacia la puerta, seguida de todos los de la casa menos de Luis y Marcela…
Se ríen de mi estupor.
—¡Pero no hagas caso, muchacha, de esa vieja loca! ¡No hagas caso…! Claro que eres nuestra enemiga…
—¿Yo?
—Sí, tú, mosquita muerta, tú —dice Marcela, riendo—. ¿Es que no eres enemiga de Franco? Pues nosotros somos sus amigos… y mucho más desde que sabemos que va a venir…
Se ríen ante mi cara de asombro.
—Y Terrada lo es mucho más que nosotros, porque él lo fue siempre… ¡Es falangista!
—¡No!
—Sí, querida… pero eso no quita para que te queramos y te escondiéramos si hiciera falta… que no la hace…
—Pero papá… mi padre…
—Tu padre, querida, es un iluso…
Miro a la calle por la ancha ventana… El sol ilumina las aceras por donde pasa la gente, ¡estas aceras y esta gente que ya no veré más…! ¡Y me alegro! Ahora siento alegría de dejar esto… Era yo como un barquito que navegaba con todas las velas al aire… y una tras otra van cayendo. Todos dicen que me quieren, pero aseguran que soy su enemiga, y ellos lo son de mi padre… ¡Mentían antes! ¡Mentían por miedo! El pueblo les fusilaba porque sabía que mentían…
Me despido de todos en el momento en que llega Fifina.
—¿Te vas? ¿Te embarcas? —me dice.
—Sí… ahora mismo… Ya debe de estar el coche esperándome…
Salimos a la calle y digo:
—¡Son de derechas!
—¿Quiénes?
—Rosita y su marido… y hasta Luis y Marcela.
—¿Luis? No lo creo… Pero es lógico. La clase media es toda de derechas… y ahora los pocos que no lo fueron, se hacen… Los vencidos tienen pocas simpatías.
—Doña Clara ha venido y…
—No hagas caso, hija… Ellas se quedan aquí y tienen que vivir… Ya ves, las tías me han pedido por Dios y por todos los santos que no te acompañe… dicen que alguien puede contarlo después y… Te aseguro que si no te acompaño hasta el Grao no es por eso, es porque no quiero verte embarcar…
Pasamos por una plaza pequeña con bancos y árboles en torno de una estatua y me siento porque me tiemblan las piernas.
—¡Estoy cansada!
—Yo también —dice Fifina, y callamos sin mirarnos…
¡Son las tres menos veinte! Me levanto. Tengo que irme ya.
—Me quedo aquí —dice Fifina, y me besa. Veo sus ojos llenos de lágrimas.
—Hasta la vuelta —le digo.
—Hasta que Dios quiera…
Cruzo deprisa la plaza, y al llegar a la esquina de la calle me vuelvo. Fifina sigue sentada en el banco sin mirarme y se limpia los ojos…
—¡Adiós…! —digo bajito…
Al llegar al Hotel veo el coche en la puerta y a Paco que asoma la cabeza.
—¿Subo por el equipaje?
—Sí… vamos.
Ya he pedido la cuenta y he dado propinas largamente. ¡El dinero que me quede van a quitármelo en la Aduana!
El coche pasa por la plaza de Castelar y pronto están los arrabales de la población. Gentes a las puertas de las casuchas toman el sol en actitud expectante. ¡Esperan! Todos esperan lo que va a ocurrir… Para algunos nada cambiará, otros irán a la cárcel y muchos serán fusilados…
—No ha querido acompañarla nadie ¿eh? —es Paco, el asistente de Juan el que me habla.
—No…
—¡Claro! El que más y el que menos, no quiere comprometerse ya…
—Sí…, todo el mundo es de derechas…
—¡O se ha vuelto la chaqueta…! Mire usted, yo mismo no hubiera venido si deja pasar dos días… El capitán fue soldado con Franco y espero que se acuerde de eso…
Vamos por un larguísimo paseo de árboles. Todo me parece sucio y como cubierto de barro seco y gris…
Al barquito de mi alma se le ha caído la última vela… ¡Hasta Juan García se cambia la chaqueta, como dice Paco!
Al final del paseo, una raya azul. ¡El mar! ¡El mar! ¡El camino que me lleva hacia papá!
Se para el coche.
—La Aduana —dice Paco.
Saca mi maleta y yo le sigo con el bolso de mano hasta el portalón donde se amontonan equipajes. Un grupo de gentes mal vestidas, militares con el gabán de paisano sobre los hombros, paisanos con gorra militar, mujeres y niños, se apelotonan en la puerta.
—Yo me vuelvo a Valencia ahora mismo —me dice—. ¡Buen viaje!
Y, casi sin mirarme, sube al coche y maniobra para dar la vuelta.
Me quedo sola en la ancha acera bajo los árboles aún desnudos de hojas… ¡Sola…! Todos, uno tras otro, han ido dejándome sola antes de que me fuera…
—¡No, no estoy sola! —me repito para darme ánimos—. ¡Estoy en las manos de Dios!