12 de marzo.
Juan desapareció del hotel después de dejarme instalada y no ha vuelto. He preguntado al gerente.
—¿El señor capitán? Para poco aquí. Tiene su habitación alquilada hace más de seis meses, pero viaja constantemente… Es persona de confianza del Gobierno… si él quisiera, sería ya general, pero es hombre sin ambiciones.
Esta mañana, el ruido del teléfono que tengo a la cabecera de la cama me despierta.
—¿La señorita Celia? Soy yo, Juan García… Estoy aquí, sólo por unas horas. ¿Me haría usted el honor de almorzar hoy conmigo?
—Bueno… ¡encantada, Juan!
—Me dijo usted que tenía una amiga aquí… ¿quiere decirle que almuerce con nosotros?
—Sí… sí… ¿Dónde y a qué hora?
—A la una en el comedor del Hotel. Ya he hablado con el gerente y está todo arreglado. Nos reservan la mesa junto a la vidriera grande… Hasta luego, señorita. A sus órdenes.
Tengo que prepararme para esta comida. Mi traje sastre gris, bien cepillado… y una blusita blanca de batista… los zapatos negros…
Y luego a buscar a Fifina, que se ríe de la invitación y de mí.
—¡Puede ser que seas capaz de enamorarte de tu jardinero! Hablaremos de los distintos procedimientos de injertar los rosales… de los semilleros de alhelíes… No creas, puede ser más interesante la conversación de tu Juan que la de esos chicos cursis de la Universidad…
Sin embargo, la veo que se pinta y se empolva con todo cuidado…
Cuando llegamos al Hotel es ya la una. El mozo sale a nuestro encuentro al entrar al comedor.
—Por aquí, señoritas… En aquella mesa.
Todas las mesas están ocupadas, y todos nos miran al pasar. Posiblemente esta mesa junto a la vidriera del fondo, cubierta con mantel rosa y las servilletas en forma de mitra, traía intrigados a todos…
Antes de sentarnos aparece Juan. Su alta estatura, su gallardía y elegancia, su continente grave, atraen las miradas de todos, que cuchichean mirándonos.
Le presento a Fifina.
—El capitán Juan García… Mi amiga Fifina Estremeras.
Nos sentamos. En seguida aparece el chófer de Juan, que parece ser también su asistente, con una bandeja de fiambres.
—¡Pero esto es un banquete! —dice Fifina.
—No digno de ustedes, pero no he podido conseguir nada mejor —dice Juan gravemente.
Después de los fiambres, comemos arroz con mariscos y luego pollo en pepitoria, todo con vino blanco. La emoción no nos deja hablar a Fifina y a mí. Nuestro paladar había olvidado el sabor de estos manjares… Luego melocotón de lata, y café: ¡verdadero café con azúcar!
Cuando Fifina acaba de engullir (creo que hemos engullido las dos) suspira:
—¡Qué hallazgo el de este Hotel! ¿De dónde habrán sacado esto que hemos comido?
Juan ríe sin perder su austera gravedad.
—No, señorita Fifina… el Hotel no tiene parte en esto… Vea lo que comemos todos los días y lo que hoy mismo comen en otras mesas… Yo, y… sobre todo, Paco, mi asistente, hemos conseguido los pollos y… demás.
—¡Qué maravilla! —y Fifina, que es tragona, le mira llena de admiración—. ¿Y ustedes comen así todos los días?
Es Paco, el asistente, que retira los platos para limpiar la mesa antes de servir el café, quien contesta.
—No, señorita, no… Mi capitán y yo comemos arroz… el día que lo hay… que muchos los pasamos sin comer…
—Come ahora que puedes —le dice Juan— y no hables de más.
A Fifina se le ha soltado la lengua con el vino…
—¿Usted está en el frente… o en alguna oficina… o…?
—En todas partes —contesta evasivamente—. En todas partes hay mucho que hacer…
—Y ¿es verdad que en el frente los soldados reclaman libros? ¿Es verdad que leen?
—Sí, se lee mucho… se lee como no se ha leído nunca… Mucha gente había que en su vida cogió un libro en sus manos y ahora lee con una ansiedad… como para desquitarse del tiempo perdido…
—¿Leen a Galdós?
—Sí… y a Pereda, y a Valera, y a Gómez de la Serna, y a Pérez de Ayala, y a Azorín… Pío Baroja gusta mucho… Y también se leen muchos libros extranjeros traducidos… Todos los libros tienen público… Es posible que la guerra tenga un fin social que nadie hubiera sospechado porque…
De pronto se calla y se levanta.
—Siento mucho tener que dejar a ustedes pero salgo ahora mismo de Valencia… Creo que estaré de vuelta dentro de tres días. Encantado, y agradecido con su compañía…
Nos da la mano, saluda luego militarmente y se va.
Fifina le mira hasta que desaparece por la puerta del comedor.
—¡Chica, qué tipo! Pero ¿tú estás segura de que éste es tu jardinero?
—Claro… Juan García.
—Pues yo juraría que era un título de Castilla. El Duque de Alba no nos hubiera hecho los honores de la mesa con más elegancia. ¿Te has fijado cómo nos servía el vino? ¡Es magnífico…!, y luego, esta conversación literario-filosófica que había comenzado…
—Es un caso de adaptación al medio…
—¿Qué adaptación? ¡Superación…! Es un caso único…
Fifina se queda pensativa y luego me pregunta:
—¿Y este hombre no piensa escapar?
—Parece que no…
—Pues Franco lo fusila en cuanto entre…
—Creo que es lo mejor que puede pasarle… Imagínate, si no le fusilan, lo que sería de él… Desde luego, su título de capitán se queda reducido a nada… Él no ha estudiado ni tiene edad de hacerlo…
—¿Qué edad le supones?
—Treinta y cinco años… ¿no crees…? Este barniz de literato adquirido ahora no le sirve para ganarse la vida… Seguramente ni siquiera sabe ortografía… Tendría que volver a su oficio de jardinero… a sus tres cincuenta de jornal y a sus pantalones de pana…
—¡Qué pena!
—Sí… materialmente y espiritualmente es un gran señor, pero el ambiente social en que ha nacido no le ha proporcionado los medios de elevarse…
Fifina se indigna.
—¡Es horrible! ¡Te digo que es horrible que ocurran estas injusticias…!
—Y, ¿qué podemos hacer nosotras?
—¿Nosotras? Yo no sé tú, pero por mi parte, no pienso perder de vista a este hombre, auxiliarle en lo que pueda y darle los medios de ponerse en condiciones de ser un empleado, o un militar de carrera, o un médico…
—¡Fifina… tú te has enamorado de él…!