XXVII
Juan García

ALMUERZO todos los días con el abono que el vasco me entregó en la Avenida de Salmerón. Es una casa de pisos. En el tercero hay una puerta abierta. Allí es.

Toda la casa, desde el recibimiento y los pasillos hasta la cocina, está llena de mesitas. Dan un plato de arroz y un pedazo de carne, naranja, pan y vino. Casi un banquete para mí. Creo que estoy engordando. Los comensales me miran con extrañeza. Ellos parecen todos huertanos y chóferes de los que traen los abastecimientos desde el campo. Nadie me dice nada y yo no hablo con nadie, absorta siempre en esta situación mía que me aturde y me asusta.

Me levanto tarde. Espero a entrar en el baño a que doña Carmen y su hija Conchita se hayan bañado. Me visto despacio, y a las once y media voy hacia la casa consignataria. Acorto el paso a medida que me acerco… ¡Si fuera hoy! Y una vibración molesta me recorre el cuerpo produciéndome ansiedad en el estómago.

La puerta de la casa, con sus vidrios esmerilados, está abierta. Dentro hay mujeres y chicas. Me acerco a la mesa.

—¿Hay noticias de barco?

—Nada. Todavía nada. Tenga todo preparado.

Al salir me parece el sol más claro y la ciudad más alegre… Voy al Consulado de Francia que está en la calle de Colón. Es una casa de dos pisos. Desde el portal, donde hay hombres hablando en voz baja, me da la impresión de un duelo. La escalera está llena de gente hasta el piso primero, donde una muchedumbre se agolpa en el salón de entrada… Después de un rato logro entrar. Lo extraño es que habiendo tanta gente no se hable, no se oiga el menor murmullo. Me sigue pareciendo un duelo…

—¿Qué desea? —me pregunta un señor que con lápiz y cuaderno va acercándose a todos.

—Quiero que me visen el pasaporte.

—¿De paso?

—Sí, señor.

—¿Está usted segura de salir de Francia inmediatamente?

—Sí…

—¿Dónde va?

—A América.

—Bueno, pero… ¿a qué nación de América?

—No sé… mi padre está en Francia y él sabrá dónde vamos a ir.

El señor se lleva mi pasaporte… Mucha gente se ha ido y logro sentarme. ¡América! ¿Por qué nos vamos a América? ¿Qué vamos a hacer en América? Esa idea de América me ha llegado no sé por dónde, ni quién ha pronunciado la palabra América refiriéndola al final de nuestras desdichas… ¿Papá habló alguna vez de América? No sé. Yo no quisiera ir allá… no me gusta la idea de América. Los que han nacido allí, en esos países de historia moderna, pueden conformarse con eso… Yo, no… Yo, que vengo de la casona de mi abuelo a la sombra del Acueducto de Segovia… ¡No, no quiero…! Si es preciso salir de Europa, iremos a África, a Orán o a Argel… ¿Nos dejarán vivir en un país francés?

El señor que se llevó el pasaporte vuelve con el visado por veinticuatro horas de paso por Francia.

Voy a almorzar. Al salir, un altavoz en la esquina de la plaza ha congregado una enormidad de gente que escucha en silencio:

Españoles. Republicanos. Llegan las horas graves. Sepamos perder con dignidad. Afrontemos la muerte serenamente. Hace falta más valor para morir vencidos que para caer luchando. Españoles republicanos

Una mujer llora a mi lado. Cuando callan las palabras del altavoz y comienza el Himno, todo el mundo se aparta y sigue su camino en silencio. En la plaza de Castelar revolotean cientos de hojitas blancas de papel anunciando que Franco saluda a todos y les ofrece su amparo.

Alguien desde un terrado o desde un balcón… Pero ya nadie se preocupa de ello.

En la calle de Blasco Ibáñez hay escritos con carbón en grandes letras insultando a los ministros republicanos, tratándolos de traidores… Esto se derrumba por momentos.

—Como el barco tarde en salir dos días más —me dice el marido de Rosita—, no te irás…

En medio de esta población que bulle inquieta en la angustia de una dolorosa espera, vivo apacibles días. Duermo muchas horas, veo atardecer en el sol que baña la frente de la Purísima de Murillo, y oigo al despertar el bullir de los chicos que van a la escuela, indiferentes a todo lo que no sea su feliz ignorancia de niños.

Sólo turba mi paz una visita diaria a la casa consignataria. ¿Será hoy?… No, hoy no es tampoco.

—¡Señorita Celia! ¿No me conoce?

Es un oficial del ejército, que me saluda desde su coche… ¡No, no le conozco!

—Soy Juan… el jardinero de Chamartín. ¿No se acuerda?

¡Es verdad! Éste es aquel muchacho que venía a arreglar el jardín en los primeros días, el año 36, y que se fue a la sierra al estallar la revolución… Pero ¿cómo iba a conocerle? Parece más alto, más fuerte… Tiene un aire desenvuelto, elegante, con su uniforme de capitán… ¡Es un hombre distinguido!

Se baja del coche, saludándome militarmente.

—¿Qué hace por aquí?

Hablamos. Él, siempre respetuoso y afable, con digna superioridad; yo, un poco aturdida.

Si necesito algo, que recurra a él. ¿Dónde vivo? ¡Qué lejos! No, eso no puede ser. El para en el Hotel Victoria y allí debo ir yo. De este modo podré utilizar el coche suyo y él podrá ocuparse de mí. ¿He pensado en el problema que se me viene encima el día que salga el barco? El puerto del Grao está a quince kilómetros y no encontraré coche que me lleve hasta allí.

Él me lleva al hotel, donde me enseña una hermosa habitación con vistas a una callecita estrecha. Aquí mismo puedo comer, una vez al día… Todo queda arreglado en pocos minutos y voy con su coche por las maletas a la casa grande de ladrillo en medio de terrenos sin urbanizar donde he vivido hasta ahora.

Doña Carmen me despide con emoción. ¡Qué lleve buen viaje! ¡Qué encuentre a mi padre! ¡Qué seamos felices en esos países del otro lado del mar!

Fifina me mira con asombro cuando sabe mi mudanza.

—¿Crees que estarás mejor ahí?

—Por lo menos me evito ese largo viaje diario saltando por las rodadas de los carros… Además este hombre, que es fino y respetuoso, puede serme muy útil en los momentos del viaje.

—¡Tú sabrás lo que has hecho! —me contesta poco convencida—. ¡Es el jardinero de tu casa…!