Fifina, a quien despierto dando con los nudillos en la puerta, no da crédito a sus ojos.
—¡Querida! ¿Tú? Pero ¿cómo has venido? ¡Si ya no vienen coches, si están aislados, si…!
—Estoy aquí y no he venido volando —le digo.
—¡Dios mío, cómo estás de flaca! Eres tu sombra, hija… ¡Y qué arrugado el abrigo…!
—Como que he dormido en él.
Luego de abrazar a sus tías, más viejecitas, oscuras y malolientes que antes, tomamos un desayuno de malte con un dedo de leche y pan blanco y tierno, y salimos a la calle.
Fifina conoce a unas señoras al otro extremo de la población que tal vez puedan darme alojamiento por unos días.
Es uno de marzo y la primavera, que era en Madrid una promesa, es aquí una realidad perfumada.
—¡Chica, qué luz y qué perfume!
—Luego iremos al mercado de las flores… y ya verás.
Sin embargo, Valencia ha variado mucho desde hace un año. Es como si estuviera muy enferma, o muy vieja, o muy pobre y ya no le importara nada… como esas mujeres que ya no se peinan, ni se lavan, ni se cambian el vestido…
Mucha gente por la calle, mucho ir y venir. Las tiendas cerradas, o con los cierres de hierro a medio bajar, los cafés sucios, ahumados, llenos de gente, la casa de Correos en la Plaza de Castelar, como un hormiguero de gente que entra y sale… gentes mal vestidas, inquietas, preocupadas…, llenas de ansiedad temerosa.
La casa donde me lleva Fifina la vemos mucho antes de llegar. Es un inmenso edificio de ladrillos rojos, en medio de unos terrenos sin urbanizar, y apenas indicado con hileras de arbolitos raquíticos el lugar de las calles.
La tierra, endurecida con profundas rodadas, indica que la última vez que ha llovido era aquello un mar de fango.
Fifina, adivinando mi pensamiento, dice:
—¡Ah…! Ahora no va a llover… Puedes estar segura.
Me explica que en este enorme edificio todos son propietarios. Cada vecino ha comprado su piso y lo va pagando por mensualidades… En el centro hay un patio grande como una plaza, con tienda de comestibles, carnicería y escuela…
—Todo marchaba perfectamente antes de comenzar este infierno… y después todos han hecho esfuerzos por conservar lo que tenían… Sin embargo, tengo entendido que la organización se va desmoronando poco a poco.
La señora de uno de los apartamentos del piso segundo me recibe amable.
—Aquí estará como en su casa… hay baño… agua caliente no, porque no se puede encender la lumbre del fogón… ¿Tiene usted algún sitio donde comer?
Fifina contesta a todo. Ella me va a conseguir una tarjeta para ir a un restaurante próximo.
—Ahora sólo deseo dormir…
Me lleva a un dormitorio chiquito, pero confortable y alegre. Una camita blanca, un armario y una mesa.
En la pared del fondo una Purísima de Murillo pintada al óleo, de tamaño natural… Es la misma que estaba en mi colegio y yo miraba seis horas todos los días.
Fifina se va prometiéndome pasar por el portalón de los equipajes y mandármelos. Al salir la oigo decir:
—Sí, sí señora… Una taza de té le vendrá muy bien…
Me lavo en el baño, que está frío y ocupado por toallas, salidas de baño, barreños y cubos, y me acuesto.
Apenas lo he hecho cuando llaman a la puerta y entra la señora, que tiene el pelo blanco y el aspecto de abandono y tristeza de todo. Trae una taza de té que revuelve con una cucharilla.
—Le he puesto dos cucharaditas de miel —me dice—; eso la alimentará… ¡No puedo darle otra cosa!
Me duermo mirando el cuadro de Murillo… ¡Qué maravilla de ojos los de la Virgen María…!
Un bienestar delicioso me va envolviendo y me duermo… me duermo…
Cuando me despierto debe de ser media tarde… Lo primero que veo es la Virgen de Murillo… el sol le da en la cara y una aureola de rayos envuelve la divina cabeza.
—¡Madre mía, ayúdame, sálvame, guíame…!
Llaman a la puerta con los nudillos.
—¡Señorita Gálvez!… Señorita… Traen la maleta.
—Pase…
Entra la señora y, con ella, el vasco del ómnibus con la maleta. Me sobresalto al verle en mi cuarto, pero él parece encontrarlo muy natural.
—¿Está usted enferma, señorita Celia?
—No… cansada solamente.
—Yo venía… si usted quisiera…
La señora se ha ido dejando la puerta abierta y el vasco se sienta en una silla baja al lado de mi cama como la cosa más natural del mundo, y extiende hacia mí las palmas de sus manos.
—¿Cuál es? ¿La derecha o la izquierda?
—La izquierda —digo, por decir algo, y continúo rápidamente porque comprendo que si no lo hago así este hombre no se va de mi cuarto en toda la vida—. Va usted a hacer un largo viaje… Tal vez por mar.
—¡Ha acertado! ¡Justo! ¡Qué maravilla! Me voy a América… Yo ¿sabe?, soy vasco… porque… pues… los padres son vascos y eso es una cosa muy grande ¿sabe?… pero nacido, soy nacido en la Argentina… en una estancia que se llama «El Ceibo»… y monto a caballo como un gaucho… ahora no podría porque… pues el no comer lo que se tiene gana… pues.
Le interrumpo porque si no, no vamos a acabar.
—Va usted a tener un gran éxito… no… más bien dos…
—¡Eso es! —grita—. ¡Dos! ¿Cómo ha podido usted adivinarlo? Y decía que no iba a saber… Mire, señorita, usted es como un hada… pues yo se lo dije al compañero… «Aquélla de las trenzas me va a sacar mi destino»… ¡Si lo sabré yo!
—Bueno… dos éxitos… Los dos grandes deseos que va a realizar…
—¡Claro!, ¿ve usted? ¡Si es eso! Y… se lo voy a decir a usted… aunque esas cosas no se pueden decir a nadie, pero a usted sí… a usted sí… Yo, señorita, no soy un analfabeto, no señora, no lo soy… He hecho los seis grados en la escuela de la Argentina y aquí estuve en la Escuela Politécnica dos años… He estudiado Física y Química… Matemáticas… la teoría de pesos y volúmenes, la energía eléctrica… la…
Bueno, el muchacho me dice y me repite todo lo que ha estudiado, las notas que ha obtenido, lo que han dicho de él los profesores…
—Así que usted comprende que no está hablando a un analfabeto…
Yo, subiendo la colcha hasta la barbilla, le aseguro que no, que no lo he creído ni un momento y que estoy segura de que sabe más que Lepe.
El sol que envolvía a la Virgen en un nimbo se ha corrido hasta el marco dorado, dejando en sombra a la figura… Este tonto me ha quitado momentos de dulce paz que… ¡quién sabe si volveré a tener!
Luego se mete a explicarme una complicada teoría de fuerza muscular y desarrollo magnético de vibraciones humanas… A mí me confía, bajando la voz, que está en posesión de un secreto que revolucionará el mundo.
—¡El hombre puede volar! —dice gravemente.
—Ya vuela en aeroplano hace mucho tiempo…
Se irrita un poco aunque lo disimula.
—Señorita… todo lo que le he explicado es para venir a la conclusión de que el hombre puede volar sin aparatos… pues.
—¡Ah!
Él lo sabe, está seguro…
—¿Lo ha probado?
No, no lo ha probado porque le falta un pequeño detalle por resolver, pero en cuanto lo resuelva, se lanzará desde la azotea de su casa.
—¡Jesús!
Se ríe. ¿Es que imagino que se va a matar? ¡Quiá! Por eso no le habla a nadie de su proyecto, porque en seguida se aterran… ¡Él está tan seguro de lo que dice…! Únicamente con la fuerza muscular, ciertos imperceptibles movimientos alternados y bien estudiados de los músculos de los brazos y el cuello… y el magnetismo desarrollado en determinado sentido, basta para que el hombre vuele como los pájaros.
—¿No nada como los peces? ¡Pues igual puede volar…! Es cuestión de estudiarlo…
Tiene casi resuelto este asunto, a falta del pequeño detalle, pero como él quiere utilizarlo para la guerra… por eso va a ofrecerle su invento a la Argentina… Se lo hubiera ofrecido a España cuando España era republicana… Ahora, vencida la República, ya no se lo ofrece…
No quiere dinero. El no necesita dinero para nada… Sólo pedirá instruir él mismo a los soldados que hayan de volar…
—Figúrese usted… Si un hombre solo vuela, bien puede volar un ejército cogidos de las manos, formados, como una nube que se abate sobre una nación, o un pueblo…
Le miro. Está lívido, con los ojos abiertos desmesuradamente como si ya viera abatirse la nube de hombres voladores… ¡Pobre muchacho!
—Ya no veo más en su mano… Y tengo que levantarme para ir a cenar…
—¡Ah, sí, tiene razón! Estoy siendo indiscreto, señorita… Me voy. Mire, aquí le dejo esto. Es un abono para el comedor de abastecimiento. Avenida de Salmerón, 127, tercero… Se come bien. No deje de ir… Es todos los días a la una. No tiene que agradecerme nada… Yo a usted, sí.
Es de noche cuando se va. Me visto y salgo al comedor donde está la señora con una niña de diez o doce años.
—¿Ha dormido bien, señorita?
—Sí… pero ¿ha visto a ése de la maleta? No se ha ido hasta ahora. Yo creo que está loco.
—Casi todos los que vienen de Madrid están locos —dice la señora apaciblemente—. ¡Se pasa allí tanta hambre! Aquí no nos faltan ni el arroz ni las naranjas, ni el aceite… tomates y cebollas sólo en temporadas han faltado… Una prima mía ha llegado hace un mes y aún no se le ha quitado el tic nervioso… y usted ¡no se ofenda, señorita!, pero usted habla sola… Ya se lo hemos notado mi hija y yo… No vaya a ofenderse por lo que le digo, porque ya sabemos lo que es la debilidad.
—Es verdad… ¡estoy muy débil!
En cuanto lo digo, siento que se me doblan las piernas. ¡No, no saldré esta noche! ¡Estoy muy cansada! ¡Muy cansada!
Me acuesto y me llevan a la cama malte con miel. Duermo toda la noche profundamente.
Me despiertan gritos de niños en el patio. A través de los cristales veo muchos niños que parlotean junto a una puerta cerrada. Debe de ser la escuela.
Salgo de casa. La mañana es radiante de sol, templada, deliciosa. Paso por una calle donde hay una altísima palmera en medio de la calzada; luego por detrás de la Estación, y por un ancho paseo. En los últimos días que estuve en Valencia conocí a un matrimonio que vivía aquí… en esta casa de portal grande de mármol blanco. Pregunto y subo.
—¡Pero si es Celia! —dice la joven casada al encontrarme en el salón—. ¡Si es Celia! ¡Te quedas a almorzar con nosotros!
Con ella recorro algunas casas consignatarias. No salen barcos ni saben cuándo saldrán… Cerca de la Estación, en una de estas casas, me preguntan:
—¿De qué partido es usted?
Yo no sé qué decir y miro a Rosita, que me dice sonriendo:
—Di algo, mujer… Tú serás de Izquierda Republicana, ¿verdad?
—Sí… —digo sin convencimiento.
—Bueno… deje su nombre… En uno de estos días vendrán barcos ingleses… son barcos de carga pero llevan refugiados… le incluiré su nombre.
—¿Dónde van? —dice Rosita.
—¡Ah!, eso no sé… A Marsella o a Orán, o a… no sé… aquí no sabes. ¿Tiene pasaporte? Hágalo visar para su paso por Francia y para una nación de América… Cuba, tal vez… la República Dominicana… Méjico… Usted verá. Venga todos los días a las doce y venga preparada para marchar porque lo sabrá con tres horas de antelación únicamente.
En la mesa, el marido de Rosita me contempla con ojos espantados.
—Permíteme que te diga que haces una locura… Estos barcos son apenas unos lanchones grandes con una bodega para almacenar los frutos y el camarote del capitán… Además, ni siquiera te dirán dónde vas a desembarcar. Creo que les pagan los partidos políticos para sacar gente que peligra.
—Sin embargo, me voy… Papá me necesita…
—Y he de decirte algo más… Esos barcos, viejos, inútiles desde la guerra del catorce, se han carenado, se han pintado, se han asegurado (y esto es lo principal) para que sean bombardeados y hundidos. Si el capitán logra llegar con el barco a buen puerto, recibe una buena prima; si no llega, el armador recibe un seguro que es mucho mayor que el valor del cascajo hundido en el mar. ¡Y ahí es donde vas a meterte! El que sabe que cuando llegue Franco le van a fusilar, expone su pellejo y se embarca, ¡pero tú…!
—No tengo otro remedio…
Sin embargo, las palabras del doctor Terrada me inquietan y no puedo dormir… Doy vueltas en la cama… ¡Si esperara…! ¡Si esperara a que todo se acabe y luego…!
Amanece otro día. Ya son tres los que llevo en Valencia y aún no sé lo que voy a hacer.
Voy a la plaza de Castelar y hablo con María Luisa por teléfono…
—No sé qué hacer… Me dicen que se corre tanto peligro en estos barcos… Si esperara…
—Lo mejor es que te quedes del todo, hija. Ya lo ves. Tú has hecho todo lo posible para irte y las cosas no son tan fáciles como parecen… Vuélvete, si sale algún coche para Madrid…
—¿Tú crees que podré irme cuando las tropas de Franco hayan entrado?
—No, ¡qué disparate! ¿Cómo voy a creer eso? En muchos meses, tal vez en años, no dejan salir a nadie así como así…
—¡Ah! Entonces…
—Entonces ¿qué?
—Entonces me voy ahora. Es ahora cuando me va a necesitar papá…
—¡Piénsalo bien!
—No… ya está pensado… Adiós, María Luisa… Da las gracias a tus padres por su bondad para conmigo… Ve a ver a Guadalupe… Dile… y a los árboles, diles…
Lloramos las dos al despedirnos… Pienso que es la última vez que oigo su voz…
Y así es. Hoy ha estallado en Madrid la revolución comunista. Se han cortado las comunicaciones y no salen más coches…