XXV
¡Se ha perdido la guerra!

CORRE el mes de febrero y la primavera comienza a hacer brotar los espinos y los rosales.

Todas las mañanas voy a los centros oficiales donde pueden darme noticias de papá y de Jorge. En las oficinas de aviación me recibe un comandante:

—De su padre no hay noticias desde hace más de una semana. Las últimas fueron que estaba en una masía de Gerona con las oficinas… Pero ya esos lugares están ocupados… A estas horas debe de haber cruzado la frontera… Si usted está sola aquí, lo mejor que puede hacer es irse a Valencia. Allí no le será difícil embarcar en un mercante para Marsella…

De Jorge no hay manera de saber nada.

—¿Cómo qué no? —me dice María Luisa—. En las oficinas del Ministerio de la Guerra sabrán dónde está su brigada… y posiblemente sabrán dónde está él…

Subimos y bajamos escaleras preguntando a unos y a otros sin conseguir nada de provecho.

—¿Brigada treinta y dos? —dice un hombre—. ¡Ah! Pasen por aquí. Me parece que… ¿Tenía algún pariente en ella?

—No señor —contesta María Luisa—. Sólo un amigo, pero nos interesamos por él.

—Es de los del Ebro —dice el hombre— y la han destruido casi por completo… Mire aquí la lista de muertos y desaparecidos…

—¡Pero ahí no tenemos nada que mirar! —digo asombrada—. Yo lo que quiero saber es dónde está ahora Jorge.

María Luisa, sin hacerme caso, lee la lista con atención, y me dice, poniendo la punta del dedo en una línea:

—Mira… «Jorge Medina… muerto».

Lo leo pero no comprendo…

—No puede ser…

María Luisa me coge del brazo y me hace seguirla por los salones y la escalera de piedra.

—Muchas gracias, señor, muchas gracias.

Bajamos.

—¡No puede ser verdad! Es una equivocación… ¿Cómo van a saber aquí…?

Hace un sol radiante que calienta sin saber por qué… A mí me parece que todo está oscuro, como empañado y sucio…

—¡Es odiosa esta calle de Alcalá!

—Vamos. En Negresco hay caracoles —dice María Luisa—. Con tal de que no se los hayan comido todos…

¡Qué buena es María Luisa! No fija su atención en mí, como si hubiera olvidado lo que pasa… Esto me da libertad para conducirme como si estuviera sola… Además, ¿por qué voy a apurarme? ¡No es verdad eso que han dicho de Jorge! ¡No es verdad! Los que se van a morir están como predestinados a ello… tienen no sé qué… Así eran tía Julia y Gerardo… pero Jorge ¡no! Aquella noche que me acompañó en la oscuridad por las calles de Barcelona… ¡me besó una mano! ¡Era tan fuerte, tan alto, tan lleno de vida! ¿Era?, si no es verdad. ¿Cómo va a desaparecer así?

Estamos ya sentadas a una mesa en el salón grande y oscuro de Negresco y María Luisa habla a un mozo.

—La señorita toma igual que yo… ¡vino blanco! Sí, sí, traiga vino blanco para acompañar los caracoles.

De pronto parece que algo se me ha derretido en el pecho y me sube a la garganta… Es un río de pena y no son bastantes mis ojos y mi boca para dar salida a un dolor tan grande.

Sollozo perdidamente sobre el mármol de la mesa… Siento una mano sobre mis cabellos y lloro más. Lloro, lloro hasta que estoy vacía, aturdida, sin recuerdos en la cabeza… Levanto los ojos.

—Anda, come —dice María Luisa—. Eso te hará bien… Come. ¿Es que no tienes hambre?

—Sí…

Como ansiosamente, como una hambrienta… Bebo este vino horrible que parece vinagre… y luego me encuentro mejor… El salón está lleno, no hay una sola mesa vacía… Todo oscuro, con niebla de humo, de color gris como un sótano de borrachos…

—Yo he visto un cuadro así en alguna exposición —digo.

—O en una pesadilla —dice María Luisa.

* * *

20 de febrero.

Como en casa de Julianita, donde me miman y acarician como a una enferma, sin preguntarme qué me pasa. Tal vez lo saben.

La mamá me dice en la mesa:

—¿Qué piensas hacer, Celia?

—Irme a Francia.

Se me ha ocurrido de repente, como si la contestación estuviera preparada dentro de mi cabeza sin saberlo yo.

—¿A Francia?

—Con mi padre y mis hermanas.

—¡Francia es muy grande! ¿Cómo sabrás dónde están? Estándote quieta en tu casa llegará un día que recibas noticias de ellos, pero ¿dónde podrán dirigirse ellos si no saben dónde estás tú? Reflexiono un momento.

—Las cartas que vengan dirigidas a mí las abrirá María Luisa y me dirá lo que dicen… Yo escribiré en cuanto llegue y todos ustedes sabrán dónde estoy…

—Muy complicado es eso. Créeme, lo mejor es que no te vayas… Después de comer, hablo con el papá de Julianita en su despacho.

—¿Qué vas a hacer en Francia, hija mía?

—Aquí es donde no hago nada… ¿Podrá volver papá?

—¿Aquí? No… por lo menos en muchos años no podrá volver.

—Y si él no está ni mis hermanas, ¿por qué voy a quedarme yo?

—Tienes razón… Pero no sé si vas a poder salir siendo menor de edad… Eso no me preocupa. Papá me sacó una cédula en la que aparece que tengo veintidós años, pero nada digo a este señor tan bondadoso.

* * *

21 de febrero.

Me levanto muy temprano. Voy a Madrid. En la calle de Serrano están las oficinas donde dan los pasaportes. Varias veces he visto la gente arremolinada en la puerta. Es en el último piso. La escalera de mármol está sucia, y polvorientos los vidrios de colores. Baja y sube gente con ajetreo de oficina pública.

Me dicen que para solicitar el pasaporte necesito tener la cédula, certificado de buena conducta, certificado de vecindad, tarjeta de trabajo… Vuelvo a bajar… No me iré, estoy segura de que no me iré, pero he de prepararme como si me fuera a ir… porque mi deber es irme… es reunirme con papá y con mis hermanas… Yo pediré el pasaporte, y …

Ya estoy en la calle. Un sol pálido quiere iluminar la Castellana, pero la niebla gris y tenue como tela de araña se engancha en los árboles desnudos y helados…

¡Pobre Jorge! ¡Estoy sola! Horriblemente sola, más sola que nunca… Jorge no está ya en pie… Su alma… su alma buena estará…

Las lágrimas se quedan frías al brotar de mis ojos… Espero el tranvía llorando, pero nadie me mira. Mucha gente he visto llorando estos días sin que nadie se sorprendiera. Me seco los ojos y subo al tranvía… Todo el mundo está en silencio y en todos los rostros hay una expresión de estupor… ¿Hemos llegado al fin? ¿Así acaba la guerra…?

Esta tarde han tirado panecillos, cientos de panecillos, desde un aeroplano, metidos en bolsas de papel de seda con la antigua bandera. Nadie los ha comido. He visto a la mujer del guarda cómo se los daba a los perros…

Todas las mañanas me levanto temprano para ir a la Alcaldía de Chamartín, a la oficina de cédulas, que está en un palacio de la calle Lista, otra vez al Ayuntamiento…

Así he logrado reunir todos los documentos.

—Me voy, Guadalupe… me voy a Valencia y luego, embarcada, a Marsella, para reunirme con papá y mis hermanas… —digo sin convicción, con la conciencia de que no me iré.

—¿Y qué haré yo, señorita?

—Usted se quedará aquí cuidando la casa… La señorita María Luisa le dará lo necesario para vivir… y luego, más adelante, resolveremos… En Marsella encontraré a papá, que estará con otros grupos de españoles… La Cruz Roja nos amparará a todos, y…

—¿Se quedarán a vivir en Francia?

—No… papá piensa irse a América, a país de habla castellana, donde la vida es fácil para los españoles…

—Me quiero ir con ustedes…

—No, Guadalupe, ahora no puede ser, pero cuando estemos allí instalados la llamaremos…

Diciendo esto me he ido convenciendo a mí misma. ¡Sí! Me voy… ¿qué voy a hacer yo aquí sola?

Entro en el comedor inundado de sol, con las paredes cubiertas de tela malva, los muebles de raíz de roble, la gran lámpara de plata y cristales… el paisaje de uno de los estanques de La Granja… A través de los visillos de los ventanales se ve el jardín embellecido por la distancia… ¡Todo esto que arreglé para que papá lo viera!

A María Luisa le digo:

—Tengo ya el pasaporte.

—¿Cómo? ¿Cuándo lo has pedido?

—Hace sólo cuatro días… y ya lo tengo.

—No te podrás ir… Esto se derrumba por instantes y de un momento a otro los soldados de Franco entrarán en Madrid…

—Bueno… será lo que Dios quiera…

—No hay trenes, ni ómnibus, ni coches que salgan de Madrid… ¡Cómo no te vayas andando!

—Lo intentaré.

—¡No seas dramática, hija! Te quedas porque no tienes otro remedio y nada te va a pasar porque entre Franco.

—Eso no lo sé… Mataron a mi abuelo y lo mismo podrán matarme a mí.

—Seguramente. En cuanto lleguen lo primero que harán será preguntar: «¿Dónde está una tal Celia Gálvez que contaba cuentos de hadas a los niños? ¡Dónde está, que nos la comemos!».

Almuerzo en casa de Aguilar. Toda su casa es como un nido de pluma blanca y caliente para mí. La mujer, francesa y bella; su madre, una viejecita activa y resuelta; él, siempre sereno y comprensivo.

—¡No te vayas, criatura! Llega la primavera. ¿Hay ventura semejante a la primavera de Madrid?

—¿Cómo vas a encontrar a tu padre en Francia? Una aguja en un pajar… Vagarás perdida por las calles como una mendiga… Marsella es lugar de marineros, de borrachos, de gentes del puerto que van y vienen sin ley ni moral…

—No se vaya, hija, no se vaya —dice la madre—. Una mujer sólo está segura en su casa.

—¡Estoy sola! —digo casi llorando.

—Nos tiene a nosotros que la queremos de verdad. Tendrá trabajo en nuestra editorial.

—¿Mis hermanitas?

—Su padre le enviará a las niñas y seguirá siendo su madrecita. ¡No se vaya, no haga esa locura!

Las dudas de mi corazón se van disipando con sus palabras… Tiene razón, aquí mi vida está asegurada, económicamente viviré bien, tengo mi casa, antes de un mes las niñas estarán conmigo y formaremos esta familia que la ternura y devoción de Valeriana libra de toda preocupación… Pero papá no puede volver, papá se irá solo a América, solo para siempre, sin hijos, sin mujer, sin nadie que le pase la mano por la frente y le lleve el periódico a la cama. ¡Pobre papá! ¡No, no irá solo! Irá con sus hijas, con su hogar… ¡con lo que queda de su hogar!

Anochece. Voy con María Luisa por la calle de Fortuny y una congoja me hace vacilar… Me siento en el encintado de la acera y lloro, lloro a gritos… Lloro por Jorge, por mi abuelo, y tía Julia y Gerardo… y mis hermanitas, pobres como las ratas, y mi padre desterrado, y por mí… ya tan desdichada… ¡Lloro porque hemos perdido la guerra!

Ya es noche cerrada y sigo llorando. La calle se ilumina algo con los faros de un auto que pasa. Hace frío y todo es sucio, feo y sórdido…

—¡Vamos, hija, vamos! ¿Hasta cuándo vas a seguir llorando? —dice María Luisa.

—¡Es que es verdad! —digo entre sollozos—. ¡Es verdad todo! Yo no lo creía… no lo podía creer… Era demasiado horrible para creerlo. Me imaginaba que era un cuento que yo vivía y que lo iba inventando… No lo he creído hasta ahora… hasta que me lo han dicho en casa de Aguilar.

—Pero ¿qué te han dicho?

—Eso… que papá…

Es inútil que hable. Las palabras deshacen mi pensamiento, lo diluyen, le quitan fuerza y realidad…

Subimos a casa de Julianita.

—¿Estás decidida a irte? —me pregunta el padre.

—Sí señor. Ya tengo el pasaporte.

—Pues prepárate para el martes. Tengo un asiento para ti en el ómnibus de la casa vasca.

Revuelve entre los papeles de la cartera y me da una tarjeta.

—Sale a las seis de la mañana… Tendrás que dormir en Madrid y llevar algo para comer en el camino… De diez a once de la noche llegarás a Valencia y allí debes dirigirte a una casa consignataria y subir en el primer barco porque no hay tiempo que perder… ¡Que Dios te acompañe, hija!

Me da la mano conmovido y yo, que tengo ahora las lágrimas siempre al borde de los párpados, las dejo salir.

Luego me despido de todos.

—¡Piénsalo aún! —dice doña Rosarito, rubia, y dulce, y buena.

—¡Déjala! Lo peor de todo es la duda. Ella lo ha decidido… o lo ha decidido Dios… ¡Que siga su camino!

—¿Y si no encuentra amparo por esos mundos? ¡Ese pobre hombre con dos criaturas en los brazos y por toda ayuda una muchacha que ni siquiera ha terminado el bachillerato…!

—Ya te he dicho, Rosario, que no hay que pensar en el fin de las cosas… «La labor es nuestra, el fin es de Dios». Su deber es reunirse con su padre, y luchar con él… si son desgraciados, si no encuentran trabajo, si se ahogan en este amargo mar del destierro… eso no es cuenta suya, es asunto de Dios.

Las palabras me serenan. Ya estoy segura de mi deber… y voy a él…

* * *

27 de febrero.

Me voy. Abro los armarios para ver qué he de llevarme.

—Están bombardeando —me dice Guadalupe—. Han bombardeado toda la noche.

—¿Para qué? Hemos perdido la guerra ¿y aún quieren matarnos a los que quedamos?

Sólo puedo llevarme una maleta y en ella he de poner lo que más quiero… no lo que puede hacerme falta… El retrato de mamá… sus zapatillas… el rosario que me regaló tía Julia, la virgencita de Lourdes… el libro de Andersen «La princesa y el porquero», los ositos de madera, la cajita de laca para los alfileres…

No cabe todo… Hay que escoger… Las postales de Jorge… ¡Pobre Jorge!… Las cartas de papá… El libro de cocina que compré en Santander…

No, no cabe… El traje sastre, la chaqueta de piel… los zapatos… ¡Esta bata de mamá! ¡No cabe! Y, sin embargo, quería llevarla porque la recuerdo así cuando yo era chiquita…

Aquí guarda papá las partidas de bautismo de sus padres, de sus abuelos y de nosotros. ¿Las llevaré?

Pero ¿es que de veras me voy? Tengo la sensación de estar engañando a todos los que me rodean… ¡Sí me voy! Me voy mañana y esta noche dormiré en Madrid para levantarme al amanecer.

Cuando voy a cerrar la maleta, está tan llena que no puedo… Tengo que volver a escoger… Dejaré la bata de mamá y sus zapatillas… Estos libros tampoco caben…

—Señorita: baje a comer… Mire que hoy tiene comida rica… de despedida…

Guadalupe se ingenia para conseguir una comida presentable… y hace fantasías con mondas de patatas fritas, o tortillas de garbanzos despachurrados y aplastados con un poco de aceite en la sartén…

A las cinco he terminado de hacer mi equipaje. Cierro los armarios y le entrego las llaves a Guadalupe. Me subo al escritorio de papá y beso los brazos de la butaca donde él se sentaba… donde se sentaba mamá.

—Adiós, adiós… adiós… Puede ser que no os vuelva a ver nunca…

Adiós al Quijote con ilustraciones de Moreno Carbonero, y este otro que yo leía cuando chica… y que así, como sus dibujos, imaginaba siempre a Sancho y a Don Quijote… ¡Adiós plano de Madrid del siglo XVII que papá conservaba como un tesoro…! Adiós armarito donde yo guardaba mis juguetes cuando era niña… Adiós… Tal vez nunca más os vuelva a ver… Pero os llevo dentro de mi cabeza y podré veros como un libro de estampas… ¡Los cuadritos que pintó Cuchifritín con lápices de colores! Papá me dice en su última carta que mi hermano es feliz en su colegio de Londres y que me manda un abrazo… Hace mil años que no me escribe… ¡Me voy ahora! ¡Me voy no sé dónde!

Bajo acariciando el pasamanos de madera con las manos… ¡Adiós, adiós!

Guadalupe me espera junto a la puerta de la verja con la maleta… Aún voy a dar una vuelta a la casa para despedirme del jardín… ¡Adiós, álamos! ¡Adiós cipreses casi negros… rosales… pobre tierra seca y helada que comienza a esponjar la primavera! Papá decía que somos tierra del país donde nacemos. ¡Tierra mía de Madrid! De rodillas la beso…

Subimos Guadalupe y yo la calle en cuesta hasta la carretera… ¡Adiós, casita mía, adiós!

* * *

28 de febrero.

Me he dormido al amanecer.

—Celia, Celia… ya es hora. Son las cinco…

Es María Luisa que ha venido a despertarme:

—Son las cinco.

Toda la familia está levantada para despedirme y me mira con estupor.

—Ya no sé si debo decirte nada… —comienza a decir la madre—. Ya no sé si debo… ¡Pero aún es tiempo, hija, de que reflexiones! ¿Qué vas a hacer tú sola por esos mundos? No te dejarán sacar un céntimo y aunque te lo permitieran, yo no sé si sabes que el dinero de aquí no vale ahora nada en el extranjero… ¿Qué vas a hacer sola en un puerto francés, sin un céntimo…? Piensa en ello… reflexiona.

—Encontraré a papá.

—O no lo encontrarás. No sabes dónde está… no sabes siquiera si ha salido de Barcelona…

—En las oficinas de aviación me dijeron…

—Aunque te hayan dicho, puede no ser cierto, porque ahora las noticias llegan con dificultad…

Todos me miran…

Me estoy bebiendo una taza de malte con sacarina y siento que no puedo tragar el líquido… Una náusea horrible me cierra el estómago…

—¿Y esto más? ¿Cómo te vas a ir enferma? ¿Quieres que avisemos a la casa vasca para que dispongan de tu asiento en el coche?

Hago señas que sí con la cabeza… Verdaderamente, me siento muy mal y es imposible irme así… De pronto pienso en lo que me ha dicho don César, el padre de Julianita.

—No, no… no digan nada. Me voy, me voy. Debo irme… Es mi obligación.

Amanece cuando María Luisa y yo vamos por la Castellana llevando entre las dos la maleta.

En lo alto de la calle de Alcalá, la Puerta se siluetea sobre el cielo que los primeros rayos del sol enrojecen… y abajo, la Cibeles cubierta de ladrillos sobre los que crece la hierba… y el Palacio de Comunicaciones sin cristales, sucio, roto, harto de bombas.

Lloro, lloro sin poderme contener.

—Vamos, vamos —dice María Luisa—. No llores más… ¡Si has de volver!

—¡No, no volveré…! El corazón me dice que no volveré nunca… Lo sé… Papá no puede venir… ¡El hombre más honrado y más bueno del mundo!… y yo no me separaré de él.

Vamos hacia la Puerta del Sol… Anda muy poca gente por la calle pero según nos acercamos a la de Nicolás María Rivero, vamos encontrando personas con maletas y sacos que, como nosotros, parece que se dirigen al mismo lugar.

Ya está el ómnibus a la puerta de la casa y van subiendo. María Luisa sube conmigo, hasta dejarme acomodada junto a una ventanilla…

—No es muy buen sitio porque aquí al fondo se moverá mucho… pero ya ves que no hay nada mejor…

Tocan en el cristal. Es la pobre Guadalupe que viene desde Chamartín para traerme una de esas tortillas de garbanzos que son de su invención.

Tengo un peso en el corazón y en el estómago que no me deja atender a lo que pasa en derredor mío. Ya María Luisa se ha bajado luego de besarme… Creo que ella llora también… Guadalupe llora, llora, pero no como todo el mundo, sino en torrentes, vertiendo sus ojos por todos lados como un manantial y cayéndole las lágrimas por el vestido abajo.

—¡Adiós, adiós… adiós!

Rueda el ómnibus hacia la calle de Alcalá: por el cristal del fondo veo a las dos juntas en el centro de la calzada…

Miro un momento las calles y respiro este aire límpido de puro cristal…

¡Madrid de mi alma, adiós!