XXIV
Invierno. ¡Papa!

ESTA tarde iré pronto porque tengo que hablarte —me ha dicho por teléfono María Luisa—. Y no sólo viene sino que trae merienda. Doce pasas para cada una, un pedacito de pan y una botellita de colonia mediada de vino.

—Un vasito para cada una contando con Guadalupe… Subimos al escritorio, que es la habitación menos fría, aunque lo es mucho, y hablamos de arreglos de vestidos.

—He encontrado una modista refugiada en la casa de al lado de la mía.

Son diez familias en un piso. A esta infeliz, que vivía en Preciados, se le hundió la casa de tres pisos encima.

—¿Cómo salió?

—Eso me pregunto… Pero el caso es que salió, y hasta con un armario y la máquina de coser… Creo que es una buena modista y me va a arreglar el vestido azul, combinándolo con el de cuadritos azules… Creo que me va a quedar muy bien… Yo he pensado que podría arreglarte ese gris…

—¿Era eso lo que me ibas a contar con tanto misterio? ¿Has venido para decirme lo de la modista?

—No, mujer… es otra cosa.

—Pues dilo… —de pronto me asaltó un temor—. ¿Le pasa algo a papá?

—No… No, mujer… No le ocurre nada. Es que… ¿Tú oyes la radio por las noches?

—Sí, todas las noches.

—¿Oyes las noticias de la guerra?

—Claro, hija… Siempre son iguales… «Hemos tomado la cota 203, nuestras tropas se han retirado a los lugares previstos por el mando. Se están fortificando las bases».

—¿Y eso no te dice nada?

—¿Qué me va a decir? ¡Yo no entiendo nada de guerra!

—Yo tampoco… pero cuando se retiran es que corren porque el enemigo es más y mayor… y las cotas son pequeños lugares… Pero ¿a qué hace mucho tiempo que no toman ciudades? En cambio, los otros…

Me parece que tampoco tú entiendes nada…

—Es verdad… Bueno, mira, papá está preocupado por ti. Te ve alegre, ilusionada con la idea de tener tu casita preciosa para recibir a tu padre y a tus hermanas… y la guerra está va perdida… ¡ésa es la verdad! —¡No…!

—Sí, hija, sí. Eso lo sabe todo el mundo… menos tú, por lo visto. Poco a poco las tropas de Franco se van apoderando…

—Los que les ayudan, dirás…

—Sí, todos…

—Pero entonces ¡papá está perdido! ¡Lo fusilarán!

—Tu padre huirá…

—Pero papá en su última carta me dice…

Busco entre los papeles de la mesa. Aquí está la carta llena de ilusiones, de promesas:

Ya falta poco para que estemos juntos. Las nenas están bien y espero que para el año que viene las mandemos al colegio

—No olvides que estamos en enero.

—Papá se refiere al otoño, cuando se abren las clases…

María Luisa se calla, mirando al jardín… Yo también callo. No quiero decir lo que pienso. El padre de María Luisa se alegra de nuestra derrota. ¡Al fin, son los nuestros los que han fusilado a su hijo!… y ¡claro!, todos preferimos creer aquello que nos gusta… María Luisa parece adivinar mis pensamientos y dice:

—Papá no tiene ningún deseo de que te lleves un disgusto, pero él sabe que…

—¿Te imaginas que tu padre, que es un hombre civil, sabe mejor que el mío, que está en el ejército, lo que está pasando?

—Sí, lo creo… y tú también lo sabes… Me has contado que cuando estabas en Barcelona, con él y con Jorge, te asombrabas de su ignorancia en cosas de guerra.

Volvemos a callar. Luego bajamos al jardín. Hace sol, pero el aire es tan frío que hace saltar las lágrimas… por eso sin duda se escapan de mis ojos y ni las siento correr por mi cara.

Entramos en casa. El comedor está helado. Guadalupe nos trae dos botellas de agua caliente para que pongamos los pies en ellas y nos envolvemos en las mantas hasta el cuello.

—Se nos caerán las narices un día de éstos —dice María Luisa—. Las mías son un pedazo de hielo.

Reímos y no volvemos a hablar de la guerra. Ni tampoco me vuelve a decir nada en los días que siguen.

Va pasando este enero del año 1939, frío, azul, de claros días cristalinos, transparentes, helados… ¿Qué está pasando? María Luisa viene a diario, siempre trayendo algo de comer, aunque sea muy poco. La he sorprendido dos veces hablando por lo bajo con Guadalupe…

—No bombardean hace más de ocho días —le digo.

—No… ya… ¿para qué?

Todo el mundo parece esperar algo muy próximo. Miro a la gente sentada frente a mí en el tranvía y pienso que todos saben algo que yo no sé…

Nadie dice nada. Al desbordamiento gritón de los primeros días sucedió el silencio… luego una actividad rumorosa, como de colmena que trabaja alegre desafiando el peligro, y ahora vuelve el silencio, la tristeza, el miedo a algo que viene…

Una profesora que teníamos en el Instituto está en una escuela próxima al Hipódromo. Voy a verla una mañana.

En las dependencias de un hermoso palacio se ha instalado la escuela, que tiene aulas grandes y alegres, llenas de sol en esta mañana de invierno.

—Hemos trabajado con fe en el porvenir —me dice la señorita Amelia—. Mi esperanza de «Escuela Única» la he visto aquí realizada… Aquel chico que está allí sentado es el hijo del portero del diecinueve, el que está junto a él es una criatura criada en las chozas de Tetuán que casi no sabía hablar cuando llegó a la escuela, y ese otro que se sienta a su lado es el hijo de Elorrieta, el abogado y diputado conservador… Aquel rubio es hijo de un título de Castilla. Ahora vas a oír una pequeña conferencia que nos va a dar el de Tetuán sobre la vida de las abejas. Cada día, uno de los chicos habla durante cinco o diez minutos… Esto les habitúa al trabajo, les da confianza en sí mismos y desenvoltura…

Estoy un poco azarada porque la señorita Amelia me ha sentado cerca de ella y los chicos y chicas vuelven la cabeza a mirarnos.

Apenas oigo lo que dice. Él mismo ha hecho de cartones una colmena y explica cómo buscan el néctar las abejas…

Concluye y sale a jugar al patio. También la señorita Amelia y yo salimos.

—¿Has visto? —me dice—. ¡Es milagroso lo que hemos conseguido en unos meses…! ¡Lástima que todo esté próximo a terminar!

—¿Usted cree…?

—Sí… ¡todo está perdido! Creo que por culpa de unos y otros…

Suspira, y su tristeza se comunica a mi corazón.

—¿Cree usted? —vuelvo a decir.

—¡Sí! —y me mira con extrañeza—. Pero… tú te irás a Francia, ¿verdad?

—¿A Francia?