Hace frío. En el jardín desnudo y barrido, sobre la tierra helada, brotan las lechugas que sembré. Muy abrigadas, bajamos Guadalupe y yo a remover la tierra, a trasplantar las matitas chicas y a cavar surcos para que corra el agua… Una docena de estas lechugas tiene que ser nuestra comida.

Por la tarde va Guadalupe al correo y trae una carta. ¡Es de América! ¡La Argentina! Recuerdo a una señora, amiga de mamá, y que tenía una hija. Leo la carta asombrada. Saben nuestra situación, han averiguado nuestras señas y ya hace dos meses que viene hacia Madrid una caja de comestibles.

Llamo a Guadalupe y juntas leemos la lista de lo que manda:

—Azúcar… Cacao… Leche condensada… Café… Aceite… Bacalao… Sardinas… Frutos secos…

Lloramos las dos… Y eso que sólo hemos bebido agua…

—¿Cree usted que llegará?

—¡Claro!

—Es que dicen…

—No haga caso. Llegará…

Llamo a María Luisa para leerle la carta y oigo sus exclamaciones:

—¡Chica, qué suerte!… ¡Pero eso es una lotería!… ¡Hija, qué maravilla!

Pero pasan los días y las semanas, llega diciembre y no hay noticias del cajón…

Todos los días comemos lechugas del jardín. Ya hemos acabado con las uvas de la parra, y Fifina no manda nada:

«Me desatino buscando algo que mandarte y no encuentro», me escribe.

Un enorme desaliento se va apoderando de mí, que tirito de frío horas y horas en la biblioteca de papá. El termómetro marca tres grados… Envuelta en mantas oigo a Guadalupe trajinar en la cocina. ¿Qué hace, si no hay nada qué guisar?

—Estoy lavando —me dice.

—¿Y cómo? —desde hace mucho tiempo no hay jabón y es un problema el lavado de la ropa.

—Pues he cocido la ceniza, luego he colado el agua por un paño fino y en esa agua tengo la ropa en remojo… Me ha dado la receta esa señora que vive ahí detrás… en la calle de Padilla…

Y se vuelve a lavar…

Estoy triste… Creo que más que el hambre me entristece mirar en el espejo mi cabeza lisa, sin aquellas bonitas ondas que arrancaban reflejos de oro en mis cabellos… Al peluquero donde yo iba le quitaron sus aparatos… Luego trabajó en cooperativa… Luego se fue… Después me acostumbré a ir a una peluquería en la Gran Vía… pero creo que ha cerrado.

Llamo por teléfono.

—¿Quién? ¿Celia Gálvez? Sí, sí; la recuerdo, pero ahora… ¿Tiene algún comestible?

—¡Ay, no! Estamos pasándolo mal…

—Pero ¿no tiene jardín? Pues ¿cómo no ha sembrado algo?

—Sí… tengo lechugas…

—¡Ah, bien! Pues si trae unas cuantas le arreglaré el cabello… Por dinero no, ¿sabe?, no vale la pena.

No sólo me ondula el pelo, sino que me arregla las manos… Estoy orgullosa de verme tan bien… Me invita a comer el señor Aguilar. Vive en Recoletos, su casa está abrigada, confortable; su mujer y su madre me agasajan hasta hacerme soltar las lágrimas… ¡Es casi un banquete la comida…!

Y otra vez al hambre, al frío de mi casa aterida… la peluquera se conforma con ondularme el pelo a cambio de un pastel hecho de pan y del que me ha dado la receta la madre de María Luisa…

Se acerca la Navidad. Llueve. El cielo frío y bajo, las aceras relucientes de lluvia. Voy por la calle de Serrano, por la acera de la derecha en busca de una tienda donde vendan botones para sustituir los de mi abrigo, que estaban forrados de terciopelo y se han desgastado.

Por una tienda con los cierres de metal a medio bajar y las estanterías vacías se ven paseando, con las manos en los bolsillos, a los aburridos dueños.

Al pasar frente a una de las callecitas que bajan en rápida pendiente a la Castellana, un glorioso reflejo me detiene… ¡Naranjas! Un camión cargado de naranjas… Su color caliente, alegre, como el sol hecho fruta, ilumina la calle gris… Todos los que pasan se van parando como yo.

—¡Naranjas!

—¡Son naranjas!

—¿Las venden? —oigo preguntar.

El camión echa a andar y baja a la Castellana, vuelve la esquina y desaparece… Algunos corren detrás como hipnotizados.

Al volver a casa me llama María Luisa.

—¿Has estado aquí y no has venido a verme? ¡Pues yo tengo una buena noticia para ti…! Creo que han llegado a la estación del Mediodía varios cajones de comestibles… Tal vez haya llegado el tuyo…

—¡No me han avisado!

—¡Ay, hija! Ni lo esperes. Lo que debes hacer es bajar a preguntar en la estación. Trae tu cédula y la carta de América… y una cuerda fuerte.

Ha salido un sol débil de lluvia y el aire helado sabe a nieve de la sierra. Son las dos de la tarde cuando llego a la estación…

Un hombre se acerca a mí.

—¿Espera usted mercancías?

—Sí…

—Necesitará que se lo lleve a casa…

—Sí… vivo lejos.

—Yo se lo llevo… por la mitad de lo que le mandan.

—¿Cómo?

—Vamos… por la mitad de lo que contenga el bulto o cajón, u lo que sea…

—¡No! Yo le pagaré el dinero que me pida.

—¿Dinero? ¡Bah, el dinero no se come, compañera! Dinero no quiero…

De una oficina a otra, de uno a otro depósito, llego, al fin, donde está el maravilloso cajón que tiene mi nombre en la tapa y pesa quince kilos…

—Tiene usted suerte —me dice el empleado que me lo entrega—. Es el único que no han robado. Todos los demás cajones están rotos y abiertos…

Ya estoy en la cuesta de la estación con la caja… ¿Cómo llevarla a casa? Nadie me lo quiere llevar por dinero…

Felizmente he traído una cuerda. La engancho a un clavo y tiro del cajón… Tiro de él como tiran los niños de un carrito, sin perderle de vista, atenta a que no tropiece y se salga de la acera…

Nadie me mira… Casi tres años de revolución y guerra, de seres absurdos, de sangre y de destrozos, han gastado la curiosidad de todos.

Llego a la gran plaza de Atocha y espero un tranvía…

—¿Qué lleva ahí? —dice el conductor.

—Libros viejos.

—¿De risa?

—Sí… alguno hay de risa…

—¡En mi casa no comemos, pero nos reímos más!

—¡Ayuda a la chica! —dice el cobrador—. ¡Ayúdala y déjate de historias!

Entre los dos ponemos el cajón en la plataforma… Yo quisiera quedarme junto a él, pero me tengo que sentar.

—Adentro, que aquí hace frío… Vaya, va bien el cajón… Descuida que no se cae…

Ya anochece (ahora anochece a las cinco) cuando voy arrastrando el cajón por la carretera. A veces se me atasca con una piedra y tengo que empujarle con las manos hasta dejarle en sitio llano… El viento fino y helado me refresca la cara que me arde… ¡Si supiera Guadalupe lo que traigo!… Si lo supiera, me estaría esperando en la carretera para ayudarme. Pero no lo sabe. Yo no le he dado ninguna esperanza para que no se hiciera ilusiones…

Bajo la calle de hotelitos y jardines con tal estrépito que un pobre perro escuálido, con el armazón de costillas al descubierto, y que es el único perro ya de estos lugares, sale a ladrarme… De pronto endereza las orejas, huele el cajón y me sigue moviendo desatinadamente el rabo…

Ninguna ventana se abre. A nadie le importa el ruido. Por estas callecitas de colonia suburbana han pasado cañones ruidosos, tanques, soldados, gentes silenciosas con sólo el ruido de sus pasos y que caminaban hasta hallar una tapia donde poner a un hombre, gentes gritonas, mujeres y chicos corriendo desatinados hacia la carnicería donde despachaban carne de burro o de caballo… Por eso la curiosidad se ha gastado. ¡A nadie le importa ya nada! Por muchos ruidos que haya, por mucha gente que cruce las calles, todo seguirá igual…

—¡Guadalupe! ¡Guadalupe!

—Señorita… —abre la puerta con ruido de cerrojos y cruza presurosa el jardín.

—¡El cajón! —le digo—. ¡El cajón de América!

Se pone tan pálida y tiembla de tal manera que no acierta a descorrer el cerrojo de la verja.

—¡Qué grande! —dice.

Entre las dos lo metemos en casa, y cerramos la puerta. ¡Estamos rodeadas de hambrientos!

Con el martillo y las tenazas logramos quitar una tabla… Caen al suelo nueces y avellanas.

—¡Señorita…! ¡Mire, señorita…!

Un bote de cristal lleno de algo maravilloso ha quedado al descubierto, y un paquete que huele a chocolate, y una cajita blanca con letras doradas. Sacamos papeles picados como en los cajones adornados de Navidad.

De pronto, Guadalupe me toca en el hombro:

—¡Escuche, señorita!

Levanto la cabeza… Un ruido acompasado y algo así como la respiración fatigosa de un hombre se oye al otro lado de la puerta.

—¡Quieren abrir! —me dice—. Tal vez habrán visto lo que traía…

Las dos nos acercamos a la puerta y yo asomo los ojos por la mirilla…

A la última luz de la tarde veo un bulto pegado al escalón de la puerta, que se mueve y respira fuerte…

—¡Si es el perro…! Ese pobre perro en esqueleto…

Abro la puerta y entra temeroso, casi arrastrándose, decidido a soportar los golpes si le dan un hueso…