XXIII
En mi casa no comemos, pero…

HA pasado el verano y entramos en un otoño desapacible que arrastra las hojas de los árboles y oscurece el cielo. Y no hay que dejarle llevarse las hojas amarillas, que suenan como papel de seda y están corruscantes como patatas fritas, y que pueden ser buen combustible para el invierno. En espuertas las vamos trasladando al garaje Guadalupe y yo. ¡Cuántas hojas! Primero es en montones, luego aumentan y aumentan hasta llegar al techo… Las apretamos con las manos, que se ponen ásperas y doloridas… Este trabajo diario nos cansa mucho, y como nos alimentamos poco…

—¿Qué has hecho de aquellas hermosas alpargatas que te dieron en el racionamiento? —me pregunta María Luisa.

En la calle de Alcalá, después de Torrijos, se hacen cambios en la acera de la izquierda. Ese trozo de calle es llamado «Bolsa de contratación»… María Luisa tiene un tesoro que cambiar: ¡una cajetilla de cigarrillos rubios! Y yo llevo las hermosas alpargatas de tamaño desmesurado.

—¿Ves? Es allí —me dice María Luisa señalando a un grupo vociferante.

Nos acercamos y llegan a nuestros oídos las ofertas:

—¡Dos pitillos por medio kilo de azúcar!

—¡Un ovillo de lana por seis huevos!

—¡Por un kilo de sal doy una camiseta!

—¿Quién me da dos kilos de patatas por una chaqueta de abrigo? ¡Compañeros, que llega el invierno!

María Luisa me aconseja que pida dos latas de leche condensada por las alpargatas.

—Pero grita fuerte para que te oigan… Yo pienso sacar un kilo de azúcar y una docena de huevos por la cajetilla.

Grito con bastante energía:

—¡Por dos botes de leche, unas alpargatas! —y las levanto sobre mi cabeza.

Al principio no me hacen caso, pero al fin un hombre me dice:

—A ver, compañera… Deja que me las pruebe…

—¡Sólo una! —me apunta María Luisa.

Nos apartamos del maremágnum y el hombre se prueba una alpargata sentado en el umbral de una casa.

El pie, cubierto con un calcetín que fue blanco y está sucio y roto, se mete en la alpargata cómodamente… Con seguridad que no le aprieta.

—Me está como una lancha del Retiro.

—Mejor —le dice otro que le acompaña—. Mucho mejor… Rellena la punta de trapos…

—A ver la otra…

María Luisa tercia, desconfiada:

—¿Y las dos latas de leche? ¿Las lleva ahí…?

No, no las tiene. Irá a casa a buscarlas…

—Entonces, compañero, cuando las traiga le daremos las alpargatas… y si no viene pronto, se expone a que se las vendamos a otro…

Al fin todo se arregla. El acompañante se ofrece a ir a buscarlas y pronto las tengo en mi poder, y María Luisa los huevos, y las patatas, y hasta el azúcar…

—Ahora a casa deprisita… Porque como alguien sospeche lo que llevamos…

Corriendo por la calle de Hermosilla abajo, vemos dos chiquitos que saltan por el balcón de un piso bajo.

—Éstos se escapan —pensamos.

Los pequeños, riendo y gorjeando, van delante de nosotros, felices de su libertad.

Al pasar por la puerta de un garaje donde hay un cartel que dice: «Se desean noticias de la Brigada 34», grita uno de los chicos, deteniéndose:

—¡Compañero! ¿Qué se sabe de la Brigada 34?

Inmediatamente aparece un hombre.

—Nada… nosotros no sabemos…

—Ni nosotros tampoco —gritan, y corren, riéndose, los chicos…

—¡Qué chicos!

Dejamos nuestra carga en casa de María Luisa y vamos al café de Roma, en la esquina de Serrano, a tomar un vaso de vermouth.

—Creo que es delicioso… mitad aguarrás, mitad bencina y el resto, alcohol de quemar.

—¡Qué atrocidad! ¡Yo no lo quiero! —digo.

Pero María Luisa se ríe y me empuja dentro. El ambiente está denso, caliente y ruidoso. Nos instalamos en una mesita detrás de una columna y nos sirven dos vasos llenos de un líquido dorado…

—¡No lo huelas! —dice María Luisa—. Meter la nariz en un vaso es una porquería… ¿Nunca te lo dijeron en el colegio?

Reímos, y pruebo el líquido sospechoso. Efectivamente recuerda el sabor de la bencina, pero es dulzón y acaba por gustarme…

—Está rico ¿eh?

Verdaderamente la guerra nos ha descubierto nuevos elementos. ¿Quién hubiera sospechado antes de ahora que el sabor de la bencina no era desagradable, y que la piel de las patatas era exquisita friéndola con cebolla, y que las hojas de las violetas constituían una exquisita verdura?

El vermouth en ayunas y con debilidad nos causa desenfrenada alegría. María Luisa, encarnada y risueña, me da palmaditas en la cara, y yo le aseguro que soy la chica más feliz de Madrid…

—¡Ya lo puedes ser! ¡Eres más conocida que el Gallo!

—¡Imagínate! En cuanto salgo de casa la gente me señala con el dedo: «¡Ésa es Celia! ¡Ésa es Celia! ¡Es la gran escritora!».

Mientras digo esto sé que estoy mintiendo, pero un impulso irrefrenable me obliga a decirlo.

—¡Te levantarán una estatua!

—¡Ya lo sé! Pero yo no quiero que me pongan desnuda como a la Maja de Goya, sino cubierta con túnica romana, con manto y un libro en la mano…

—¡Podrían ponerme a tu lado, porque yo soy tu mejor amiga!

—Eso sí… pero no querrán… a no ser que…

—¿O es que tú prefieres a Fifina?

—No… aunque ella ha sido muy buena, y…

—Pero tu mejor amiga…

—¡Mi mejor amiga! ¡Qué tontería! ¡Todas son mejores!

Me irrita que insista tanto y me parece que quiere insultar a Fifina, y… a eso no hay derecho. ¡No señor! Fifina es una chica encantadora e inteligentísima: ¡La más inteligente del Instituto de San Isidro!

—¡Más que yo!

—Más que tú y más que nadie.

—Entonces más que tú también.

Eso no lo puedo admitir, porque si a mí me van a levantar una estatua, por algo será, y protesto:

—¡Eres insoportable!

Me levanto y siento que todo el café da vueltas… Y si da vueltas será imposible que yo encuentre la puerta… porque la veo pasar siempre rápidamente ante mí…

Me dejo caer en la silla y veo que María Luisa está llorando hilo a hilo. Las lágrimas corren desde sus mejillas al mármol, sin descanso. Pero no le digo nada. Estoy preocupadísima con este modo de dar vueltas todo, y además me encuentro enferma…

—Creo que me voy a morir —digo muy bajo, pero María Luisa me oye y llora desconsolada…

—María Luisa…

No me contesta, pero insisto:

—María Luisa… ¿me perdonas? ¡No he querido ofenderte!… Te lo juro…

No puedo seguir porque las lágrimas me ahogan, y lloro con la cara oculta en el pañuelo.

De pronto siento una mano pesada en mi hombro, y una voz de hombre dice enérgicamente:

—¡Al diablo las chicas! ¡Conque estabais aquí!

Es el padre de María Luisa que nos contempla asombrado, encharcadas en lágrimas…

—¡Caramba! ¿Qué os pasa?

María Luisa intenta explicarse, yo quiero ayudarla, pero una nueva congoja se apodera de nosotras al recuerdo de las ofensas recibidas y sollozamos fuertemente…

—¡Qué caramba! ¡Me parece que estáis borrachas! ¿Qué habéis tomado?… ¡Mozo! A ver… ¿qué se le debe? ¿Qué han tomado aquí?

Salimos a la calle apoyadas en su brazo y bajamos la calle de Ayala hacia la Castellana… El aire frío de otoño, con olor de hojas secas, me despabila. En el portal intento volverme a mi casa sin subir. María Luisa no me mira a la cara. Las dos estamos avergonzadas…

Durante algunos días me quedo en mi casa de Chamartín sin ir a Madrid. Y eso que no tenemos casi qué comer. Hemos terminado ayer el último kilo de garbanzos. Eran garbanzos de guerra, de esa especie milagrosa que no existe en tiempos de paz. Guadalupe los contemplaba con grave atención y me decía:

—Esto no es lo que dicen. Yo no creo que sean garbanzos…

A veces, cuando teníamos lentejas y las buscábamos por la noche para echarlas a remojo, no las distinguíamos de ellos… ¡tan chiquitos son! Pero ya ni eso tenemos.