—¿Y Kinoto?

—Por ahí anda maullando…

—Súbale para darle un poco de pan.

Reparto mi pan con el gato, pero los dos nos quedamos con hambre. Kinoto me huele detenidamente los brazos desnudos y me los tapo… ¡Quién sabe las ideas que mi carne le dará!

Dos días después me llama María Luisa.

—Ven en seguida… antes de comer.

Resulta que alguien le ha dicho que en una taberna de la calle de Belén venden cazuelitas de carne y patatas…

Y es verdad. Entramos por el portal y en un pasillo oscuro, nos sirven las cazuelitas sobre un mantel sucio con grandes manchas de vino.

Tienen dos o tres pedacitos de carne sospechosa, en una salsa más sospechosa todavía, con trozos de nabos.

—¡No son patatas! —digo desilusionada.

—No… y la carne debe ser de algún perro que se les ha muerto…

—¡Está buena!

—Eso sí… ¡qué más da!

María Luisa quiere llevar a sus padres una cazuelita y yo pienso también en Guadalupe.

Un hombre que lee un periódico en un rincón y que nos parece el dueño, o encargado, de la taberna, nos quita las ilusiones.

—¡No hay más, compañeras! Ni un cacho de carne más, ni una miaja de nabos… ¡Qué más quisiera yo que hubiera! Ya no quedaba más que eso y se os ha dado porque creía que erais las dos enfermeras de aquí al lado… y se lo había prometido. ¡Menudo compromiso cuando vengan!

Al salir nos miramos…

—¡Figúrate que era Juliana la que me lo había dicho!

—¿Quién es Juliana?

—Aquella chica que estudiaba con nosotras… Juliana Ocampo, la gordita… Pues ahora es enfermera en la Cruz Roja…

—¿Y le hemos comido su ración?

—Chica… ¿Qué le vamos a hacer ahora?

A este día siguen muchos con la ración de lentejas que no siempre dan…

Guadalupe y yo decidimos comer sólo tres veces por semana, porque de este modo el platito de lentejas es más grande, pero Kinoto no está conforme con el arreglo y maúlla sin cesar. Está tan débil que lleva las patas de atrás arrastrando… No quiero mirarle porque me duele el corazón.

—¿Y Blas? —me pregunta María Luisa—. ¿Cuándo te lo comes?

—¡Si vieras!… Me conoce ya y cuando me ve llegar me espera de pie con las orejas tiesas…

—¡Vamos! Quiere decirse que es ya de la familia…

—¡Eso!

También Guadalupe me insinúa algunas veces la misma idea.

—¿Sería usted capaz de matarle?

—No señorita… Yo no. Pero llamaría al chico del albañil que vive…

—Bueno… pues no hablemos de eso. Blas esperará con nosotras a que se acabe la guerra… y luego papá dirá…

A papá, que me escribe cartas larguísimas de letra menuda y apretada convenciéndome de que la guerra se está acabando y de que la Sociedad de Naciones va a intervenir para que se haga la paz, no le cuento el hambre que pasamos.

Fifina me ha mandado judías y garbanzos varias veces… Pero ¿qué pueden resolver dos kilos en un mes?

María Luisa me llama al teléfono:

—¿Tenéis hoy algo que comer?

—Hoy no… un poco de pan…

—En casa tampoco hay nada, pero me dicen que en el Mercado de Torrijos venden hierbas…

—¿Hierbas? ¿Qué hierbas?

—¡Ay, hija, no sé! Hierbas de cuneta de carretera… de las que riegan los milicianos.

—¿Las riegan?

—¡Celia inocente! Serás toda la vida una ingenua…

Comprendo lo que ha querido decir con el riego y me río.

—¡Eres una cochina…!

—Bueno ¿quieres que te compre hierbas? Dicen que parecen espinacas. No sé si serán venenosas y reventaremos todos…

—No, no quiero. Hierbas hay aquí y con salir al campo traeremos… Yo sé de algo que tal vez te convenga… Por mi parte no me decido. Se venden ratas, muy grandes y muy gordas, en el barrio de Argüelles…

—Se lo diré a mamá.

Por la tarde María Luisa y yo visitamos el barrio de Argüelles. No había vuelto desde el día que fui a buscar a Fifina, cuando las balas barrían las calles…

En esta tarde calurosa de verano, bajo este sol abrasador, las ruinas brillan con el fulgor de los vidrios rotos como si estuvieran cubiertas de diamantes.

Al entrar por el paseo nos detienen dos guardias.

—¿Dónde van? No se puede pasar porque hay derrumbamientos…

Pero como María Luisa va decidida a comprar ratas y por allí no se ve ningún chico que las venda, me sujeta del brazo y bajamos por la calle de San Bernardo hasta la de los Reyes.

Luego nos internamos entre los escombros sin que nadie nos detenga. Vemos gentes que revuelven los cascotes con palos buscando algo que no encuentran.

—Imagínate que dos años revolviendo en ellos ya se habrán llevado todo…

Una mujer de luto con una niña de la mano pregunta por una calle.

—Yo vivía allí, ¿saben ustedes?, y ahora no la puedo encontrar…

Nos señala un montón de escombros que han borrado completamente las aceras y la calzada.

—Aquella puerta que está en el suelo me parece a mí que era la del portal de enfrente… Pero no… no puede ser… Mi calle empezaba en…

María Luisa le dice que ya no tiene objeto buscar su casa porque los escombros revueltos y vueltos a revolver por todos los miserables de la ciudad ya no esconden nada…

—Como no sean ratas, ya no hay otra cosa —dice con su idea fija…

—¡Ratas! —grita la mujer—. ¡No, ratas no!… Ahí debajo se quedó una criatura mía… de tres meses… ¡Ratas no!

Tiro de la manga a María Luisa y me la llevo por una callecita que el bombardeo ha respetado relativamente. Sólo un balcón de una casa está desprendido y próximo a caer.

—¡Corramos! —le digo al darme cuenta.

—Sí… y salgamos por San Bernardo —dice María Luisa—. Ya no quiero ratas… Claro, están tan gordas… Se habrán comido a todos los que han quedado debajo…

Subimos por un montón de escombros, sobre los que ya ha crecido la hierba, y volvemos a bajar… Entonces vienen unos chicos hacia nosotras.

—Les vendo un conejito casero por cien pesetas…

Nos lo enseña. Está desollado y limpio, sin cabeza.

—¡Es un gato! —digo—. Un gatito chico…

—No es un gatito… es una rata.

A pesar de lo que dijo María Luisa, la compramos. Y la envolvemos en el papel ensangrentado donde la traen los chicos. Luego la guardamos en la bolsa de hule que he traído doblada.

—¿Sabes? A lo mejor no es una rata, o si lo es no ha comido carne humana… o si la ha comido… en casa no lo saben… Tú no contarás nada, ¿verdad?

Dos días después nos invita Juliana la enfermera a comer a su casa…

—¿A mí? —pregunto asombrada a María Luisa que me lo dice.

—Sí, a ti… No ves que siempre le estoy hablando de ti… Les han regalado cinco kilos de carne de burro, y con este calor, si no lo comen en seguida se les echa a perder.

Como en casa de Juliana, en la calle de Fortuny. Son seis hermanos, y el padre y la madre… ¡Gente encantadora y bondadosa! La madre se llama Rosario, es rubia, tiene los ojos azules y su ternura me conmueve.

—Come, querida —me dice—. Come para los días de hambre…

Y al saber que estoy sola en Madrid me da un poco de miel en un tarrito…

El padre es un señor alto y que debió ser muy gordo porque la chaqueta le cae en godets como una hopalanda… Bondadoso, enérgico, viril e ingenuo como un niño o como un gigante. Un libro entero tendría que escribir para relatar todas sus bondades.

Desde ese día tengo un hogar más, y cuando me falta qué comer es porque tampoco lo hay en casa de María Luisa y en casa de Julianita, lo que ocurre con frecuencia.

Entonces dejamos de vernos. Me recluyo en mi casita, ¡tan bonita, tan primorosamente arreglada!, y leo… ¡leo libros de cocina! Nunca deseé tanto como ahora saber guisar… Cuando se acabe la guerra voy a sorprender a papá con platos exquisitos… ¡No aquellos económicos que hacía en Santander!

En uno de estos días en que quedamos reducidas a la miserable ración de pan, Guadalupe me dice:

—Esta mañana ha amanecido muerta esa señora viejecita que vivía en el hotel de la esquina… Hacía tres días que no comía…

Me entero de que vivía con una hija y los nietos… Los chicos tenían tanta hambre que se lo comían todo…

Poco a poco van muriendo todos los ancianos. Tal vez es porque tienen menos resistencia que los jóvenes, y porque se hartan de estar en este mundo, pero también puede ser porque su racionamiento se lo comen los nietos… Todo es posible.

Hasta la gente generosa y altruista se torna ahora en tacaña y miserable. María Luisa me dice que ha muerto un señor anciano amigo de su padre.

—Figúrate el problema que se nos ha entrado por la puerta… No hay madera para hacer la caja y la familia ha dado un armario, pero no llega para hacer la tapa… Irá sin tapa como van ahora todos…

—¿Sin tapa?

—¡Claro, hija! ¿No te has enterado aún? Pues los pobres muertos van mirando al cielo y con la barriga en punta fuera de los bordes de la caja…

—¡Calla! ¡Qué atrocidad!

Como yo vivo en las afueras y he estado varios meses fuera de Madrid no he advertido el proceso que ha seguido la forma de enterrar a la gente. Al principio se acabaron las telas negras para forrar las cajas hechas con tablas de cajones sin cepillar, y se cubrían con telas azules, o encarnadas, y hasta floreadas. Pero hasta las telas se terminan, o alcanzan tales precios que sólo se utilizan para otros usos más necesarios que para forrar las cajas de muertos, y éstas quedan en su desnudez de madera de pino llena de nudos… Pero también se ha concluido la madera de cajones, y ahora las familias tienen que proporcionar al carpintero un armario o una cómoda, que casi nunca da bastante madera para la tapa.

—Es que el carpintero se queda con la madera para hacerse la comida… y lo peor no es esto, sino que los enterradores se niegan a enterrar por dinero.

—¿Y qué vais a hacer?

—No sé… mamá ha ofrecido medio kilo de garbanzos, y un sobrino del muerto lleva una cajetilla de cigarrillos. Con todo esto puede que se animen a coger la pala… y si no, tendrán que enterrarlo papá y la familia…

Desde que he sabido esto no puedo evitar la curiosidad cuando veo un entierro… y es verdad lo que dice María Luisa: por encima del borde de la caja se ve asomar la nariz, y el vientre, y hasta las manos cruzadas del fallecido, que debe ir disgustadísimo de esta exhibición.

—¡Un espectáculo originalísimo! —dice María Luisa—. Mi sobrinita Remedios, que vive en la calle de Alcalá, se pasa la vida asomada al balcón y gritando: «Mami, asómate, que es un señor muy gordo. ¡Mira, mami, qué barriga tiene…!». A falta de otros espectáculos, podemos disfrutar de éste, ¡tan instructivo y educador del espíritu!

La preocupación de la comida me vacía el pensamiento, y hoy salgo a buscar hierba para el pobre Blas, que ya es grande como un cordero y hay que darle de comer todo el día…

Me asomo a las verjas de los jardines buscando algo verde, pero están secos y pelados. En algunos han conservado una cabra para tener leche y éstas han acabado con todos los brotes; en otros, ocupados por refugiados de los pueblos, que se han traído los bueyes del carro, ovejas y conejos, se han comido hasta los árboles… Claro que ya los bueyes, las ovejas y los conejos no existen, pero los jardines destrozados son ahora corrales de inmundicia donde se revuelcan los chicos, y los peinan las madres pasándoles la lendrera y mirándola luego con sospechosa atención…

Al pasar por uno de estos jardines oigo rebuznos arriba como si vinieran del cielo… Un burro se asoma por la ventana de una torrecilla que tiene la casa, mostrando su bocaza abierta y sus enormes dientes en un clamor patético.

—¿Cómo ha podido subir ese burro allí arriba?

Un hombre toma el sol fumando un horrible tagarnina, y vuelve la cara al mirarme:

—Lo he subió yo…

Mi asombro le hace contarme las fatigas que ha pasado para hacer subir al animal por la escalerilla estrecha de la torre.

Entre tanto, el burro sigue asomado a la ventana lanzando desgarradores lamentos, poniendo al cielo por testigo de su desgracia…

En ese hotel viven dos familias que han reñido. La familia del piso bajo ha prohibido a la otra que encierre el burro en el garaje, y no teniendo otro lugar para él, se han visto obligados a subir el animal a la torre…

—Lo pior será para bajarle… ¡Mu fácil que se rompa las patas, porque es mu torpe…!

Pronto nos lo comeremos. Ya nos hemos comido todos los burros de estos contornos, y cada vez que en la carnicería cuelgan el cartel «Mañana a las diez carne de burro con libreta de racionamiento», Guadalupe sube a decirme transfigurada:

—Señorita… ¡mañana haremos un buen guiso! Lástima no tener aceite…

Suele estar muy dura la carne a pesar de cocer toda la noche en el hornillo eléctrico, con lo que se extiende por la casa una fragancia a cuadra de pueblo… El caldo es repugnante.

Otras veces dejamos la carne al sereno porque nos han dicho que de este modo se ablanda, pero el olor de la carne parece exasperar a Kinoto hasta el delirio… Maúlla con acentos desgarradores y no me deja dormir… Una noche que dormía a los pies de mi cama ha subido hasta mis brazos y he visto en sus ojos una chispa de locura como si fuera a acometerme…

—¡Fuera, fuera… Kinoto! ¡Este animal va a enloquecer!