HA llegado el verano. Brotan las habas que sembró Guadalupe en brotes tiernos y jugosos, y nos las comemos sin esperar a que den habas. Es una verdura agradable que nos alimenta varios días.
En cambio a las zanahorias, con sus yerbajos verdes, las dejamos hacerse debajo de la tierra, visitándolas docenas de veces al día, regándolas, limpiándolas de hierbas…
—Están muy juntas —ha dicho María Luisa—. Tenéis que sacrificar las plantitas más débiles para que las otras se hagan grandes…
Los tomates salen chiquitos y retorcidos; sólo dos o tres días comemos de ellos…
Lo malo es que no hay aceite, ni sebo, ni nada que se asemeje a grasa. Guadalupe me dice un secreto:
—Me venden una docena de huevos por ciento ochenta pesetas…
—¡Cómprelos! Cómprelos en seguida…
—Y un gazapito recién nacido para criarle, por cincuenta pesetas…
Lo compramos también y le acomodo en la casita del perro, haciéndole una especie de corralito de tela metálica. Se llama Blas.
Kinoto se va a verle, olisqueando cuidadosamente los alambres de la jaula.
Una tarde que paseo por la calle de Serrano con María Luisa vemos agolpada la gente en el portal de una casa. Es un hombre con dos sacos de enormes zanahorias de las que antes se daban a los cerdos.
—¿A cómo las vende?
—A diez pesetas el kilo.
Nos quitamos los pañuelos, y María Luisa habla de quitarse la combinación en un rincón del portal para envolver las zanahorias… Volvemos cargadas a casa. La madre de María Luisa, muy pálida y enflaquecida, me explica, sentada en su butaca junto a la cama, la manera de guisar las zanahorias:
—Las partes a cuadraditos y al mismo tiempo partes una cebolla en pedazos y lo pones a la lumbre en un puchero bien tapado, con aceite y una hoja de laurel. Luego…
—¡No tenemos aceite, ni cebolla, ni…!
María Luisa me da un frasquito, que fue de colonia, mediado de aceite, una cebolla, laurel…
Cuando Guadalupe me ve entrar con tamaña riqueza, da gritos de alegría.
—¡Pero señorita…! ¡Pero señorita…! ¡Si tenemos para comer una semana…!
El combustible se nos ha terminado, y ponemos el puchero en un hornillo eléctrico que calienta poquísimo. Se hace necesario poner el puchero a hervir por la noche al acostarnos, con la esperanza de que por la mañana esté hecho el guiso…
No puedo dormir pensando que el agua se consumirá y estamos expuestos a que se quemen las zanahorias… Además, toda la casa huele al condimento…
—¡Guadalupe! ¡Guadalupe!
Son las dos en mi reloj. Guadalupe duerme y no la despertaría ni un cañonazo en nuestra puerta. Bajo descalza a la cocina.
No, el guiso continúa hirviendo despacio y aún tiene líquido… pero muy poco. Sin embargo, la madre de María Luisa me ha advertido que hay que hacerlo hervir en su jugo, si no se transforma en algo insípido… ¿Qué hacer?
Decido subir el hornillo y el puchero al baño. De este modo podré cuidarlo toda la noche con sólo pasar desde mi cuarto… ¡Nochecita toledana!
Por la mañana aún están duras las zanahorias y hay que dejarlas hervir todo el día… La casa entera huele a guiso sustancioso y rico, y la boca se nos hace agua…
Tenemos para tres días, efectivamente, y Guadalupe y yo nos miramos con ojos brillantes:
—¡Qué banquete nos estamos dando!
Pero se acaban las zanahorias, y María Luisa y yo nos pasamos todos los días por el portal donde las compramos con la esperanza de que vuelva el hombre que las vendió… No vuelve más.
—¡Ya deben estar las de tu casa!
No hace falta más que esta insinuación para que las arranquemos todas. Son chiquitas y tiernas. Pero ¡qué delicia sacarlas de la tierra esponjosa y negra! Guadalupe las va colocando en un cesto en silencio. De pronto, dice:
—¡Qué milagro es éste, no es verdad, señorita! Mientras nosotros andamos de acá para allá, y nos afanamos en unas cosas y en otras haciendo tanto ruido, la tierra, calladita, ha ido condimentando y preparando nuestra comida… Mire qué tiernas… qué rosadas y qué perfumadas son…
También estas zanahorias, que repartimos con la familia de María Luisa, se acaban, y otra vez quedamos reducidas a los cuarenta gramos de lentejas que nos dan cada tercer día.
Una mañana, Guadalupe me despierta con una terrible noticia:
—No hay sal… He ido a la tienda y dicen que hace mucho tiempo que no tienen… Esta mujer medio gitana que vive en el hotel de enfrente tampoco ha querido darme… ni el jardinero que venía antes… ni…
—Bueno… comeremos las lentejas sin sal… ¡Qué vamos a hacer! Ya no tenemos aceite para guisarlas…
La falta de grasa me hace adelgazar horriblemente en unos días… Los párpados se me resecan y la piel de la cara me tira.
Papá nos mandó dos paquetes de comida en el mes de abril, pero los soldados de Franco han cortado las carreteras de comunicación y ya hasta las cartas tardan diez o doce días en llegar.
María Luisa me llama:
—Dice mamá que vengas a comer hoy. Ha conseguido una lengua de caballo que le llegaba al animal desde la boca al rabo…
—¿Qué dices? —digo asombrada.
—Ya lo verás… Luego de la lengua sigue el gorguero, y carne y más carne… Porquerías y piltrafas, hija, que en otro tiempo nos hubieran dado asco, pero que ahora nos vamos a relamer… ¡Ya me estoy relamiendo!
Por la noche le traigo a Guadalupe una cacerolita de carne en salsa… ¡Es un verdadero regalo!
Pero luego llegan otra vez días y más días en que no tenemos qué comer.
—No se levante hoy de la cama, señorita —me dice Guadalupe—. Le voy a traer una botella de agua caliente para los pies… que de comer no tenemos…
—Pero ¿no era hoy día de racionamiento?
—Sí… pero, mire lo que me han dado.
Y me muestra un par de alpargatas enormes.
—Dicen que no han llegado comestibles de ninguna clase… y como algo nos tenían que dar… me han dado esto.
Paso el día en la cama. A mediodía como un poco de pan: para dividir los cincuenta gramos en dos veces.
—¿Y Blas? —pregunto.
—Tan guapo, señorita. Le gustan mucho las hojas de rosal, pero las de geranio no las quiere… y el caso es que ya están pelados todos los rosales…