XXI
Primavera en Madrid

¡POBRE Kinotín! ¡Ven! ¡Mis, mis, mis! ¡Michito! ¡Es horrible cómo está de flaco!

—Yo le doy lo que puedo —dice Guadalupe—. Pero ¿qué quiere? No hay carne y a él no le gusta otra cosa…

Kinotín me sigue como un perrito. El jardín reverdece en el suelo, que está duro y helado, menos en un trozo con terrones revueltos y negros, donde Guadalupe ha sembrado habas.

—Aún me duelen los brazos de cavar…

Es una primavera áspera, dura, sin la alegría de otras primaveras. El aire fino, sutil, de meseta, claro, transparente y frío como agua de manantial, me envuelve, refresca mis mejillas y corre entre mis dedos.

¡Primavera!… Primavera en Madrid, que es la más fría y clara de las primaveras…, no lo sé por mí, pero papá me lo ha asegurado. Y el aire fino de agua serrana saca las lágrimas a mis ojos.

—Suba al teléfono, señorita… Es la señorita María Luisa…

Subo en dos saltos.

—¿Eres tú, María Luisa? ¿Cómo has sabido?

—¡Yo misma, ingrata! Llamo todas las mañanas a tu casa para dar ánimo a Guadalupe y saber de ti…, y hoy…

—¡Qué buena eres! ¿Cómo estáis todos? ¡Cuéntame!

No es muy expansiva, como si quisiera no hablar de los suyos. Quedamos en encontrarnos a la tarde:

—Prontito, ¿eh? A las tres o tres y media…

Guadalupe viene a decirme apenada que hoy no corresponde racionamiento y que sólo le quedan unos garbanzos, y duros, que están hirviendo en la lumbre.

—¿Tenemos carbón?

—No, señorita. Yo hago bolas de papel mojado y las seco al sol… Luego arden bien. Lo malo es que hacen mucho humo y se ensucian tanto los tubos de la cocina que no tienen tiro… Ayer vino el jardinero, que ya no trabaja, y entre los dos sacamos el hollín.

Como aún me quedan las vituallas que me dieron ayer en el coche los de Estado Mayor, comemos bien. A las dos y media ya estoy esperando el tranvía en la carretera de Chamartín para ir a Madrid. Hoy es primero de abril. Pasan aeroplanos.

—Son rusos —oigo decir a unas mujeres que están esperando el tranvía—. Vienen a defendernos.

¡A defendernos! ¡Bah! El tranvía. Campos de tierra que verdean aquí y allí, con esa yerba ruin de Castilla, más perfumada que ninguna otra… y aire sutil y transparente como si estuviéramos sumergidos en un lago de cristal, frío, límpido, impalpable… Otra vez se me llenan los ojos de lágrimas… ¡Me he convertido en una llorona…!

Bajo del tranvía en el Hipódromo. Hay mucha gente esperando el tranvía de la Puerta del Sol y yo también espero… ¡Cómo ha cambiado Madrid! El paseo de la Castellana, amplio y soleado, con enormes árboles aún desnudos, está casi solitario… Ni coches, ni tranvías. Los jardines del Museo de Historia Natural han sido mutilados aquí y allí… Yo conocía una a una todas sus plantas… El estanque de rocas está seco… Sin embargo, veo a un hombre que barre los paseos y otro que rastrilla la pradera… No está abandonado como yo creía.

Pero ¿no viene ese tranvía? La gente protesta… Veo a un tranviario y le pregunto:

—No sé —me dice—. Hace un rato se oyeron obuses y habrá caído alguno en la vía… Lo componen pronto.

—¿Obuses?

—Sí, de la Ciudad Universitaria… Ayer les dio por esto… Mire cómo han dejado el buzón de Correos…

Veo el poste rojo caído en el suelo, junto a un hoyo bastante profundo… Así que ¿también aquí?… ¡Y papá que decía…!

Son ya las tres y decido hacer el camino andando. Otros se van también y el grupo que esperaba da un momento de animación a la acera solitaria.

Camino despacio para alejarme de todos y pronto me quedo sola. ¡Qué aspecto de pueblo grande tiene Madrid! La Castellana, según me voy acercando a las calles del centro, se asemeja a una carretera de las afueras… De árbol a árbol han atado cuerdas donde se seca la ropa de unas pobres mujerucas que cosen al sol, sentadas en sillas bajas, al cuidado de sus ropas… Los palacios están abiertos… En el jardín de uno de ellos una silla de manos preciosa, una joya de museo, ha debido de soportar las lluvias y las heladas del invierno…, unos chiquillos desharrapados entran y salen de ella jugando al escondite…

Sin embargo, el ambiente es de paz…, no de paz y trabajo (salvo las mujerucas que cosen al sol), sino de paz de domingo… Junto a los grandes edificios y la verja de los jardines toman el sol los hombres, viejos y jóvenes, quietos y silenciosos, fumando colillas, como antes lo hacían en la calle de Segovia y en la Ribera de Curtidores… Son las gentes que vivían en la vega del Manzanares, y en las covachas de Tetuán… Aquí todo es extraño, desagradable y ajeno a su vida, menos el sol, el dulce sol que visita las covachas y los palacios con la misma alegre ternura…

Un hombre y una mujer pasan llevando una cabra sujeta con una correa al cuello… Todos les miran.

Una de las mujeres que cosen dice en alta voz:

—¡Entoavía hay quién le da a una en la cara con lo que tiene! ¡Me se hacía que ya éramos toos iguales…!

El matrimonio de la cabra se vuelve como si les hubiera picado una avispa…

—¡Ha de saber usté que criamos una criatura!, y que…

No oigo más, porque la mujer se ha levantado y chillan a un tiempo… El asunto es divertido y pienso contárselo a María Luisa.

Desde la estatua de Castelar se anima más el paseo, siempre con el ambiente de pueblo en domingo. Pasean las gentes al sol, sin prisa, tranquilas, hablando apaciblemente. Todo el mundo va mal vestido. Sin embargo, en los rostros, en el gesto, y en algo inconfundible, veo muchos señores…

Avala. Casi en la esquina, la casa de María Luisa. Me reconoce el portero.

—Y eso que está usted muy delgada…

No me atrevo a decirle que él es un esqueleto.

—Ya no hay ascensor hace mucho tiempo… Ahora que está uno más débil con la falta de alimentos, hay que subir… ¡Ya ve usted! En este momento todo es al revés…, siempre lo he dicho…

Llego casi ahogada al séptimo piso y María Luisa abre la puerta.

—Chica, ¡cómo estás!

—¡Cómo estamos!

Porque también ella está delgadísima. Su madre, enferma hace mucho tiempo, y María Luisa me señala una puerta cerrada… Su hermano, en el frente, haciendo sacrificios para que olviden al que fusilaron… El padre…

—Mira, chica…, lo mejor es no hablar de la familia, ¿quieres? ¿Y tu Jorge?

—¡No es «mi» Jorge! ¡Qué cosas tienes!

—Pues hija, cualquiera diría que sí, que es «tu» Jorge… por lo colorada que te pones y por lo que me decías en todas tus cartas…, que si era tan bueno…, que si tan distinguido, que si…

—¡Porque todo eso es verdad…!, y tú lo dirás lo mismo cuando le conozcas… Ahora está en el frente de Aragón… Pero te aseguro que no hay nada, ¡nada!… Me ha dado a entender, ¡eso sí!, que cuando acabe la guerra… ¡No te imaginas cómo es de delicado, de fino, de bueno…!

—Nada, ¡qué estás coladita!

—¡Qué cosas dices!

Por cambiar de conversación le hablo de Barcelona, de Valencia, de Fifina…, de Barcelona otra vez, de los bombardeos…

—Pero ¿había qué comer?

—Eso sí… No muy abundante ni muy bueno, pero había.

—Aquí, al principio, nos comíamos las vacas de leche y los bueyes de carreta que traían los refugiados de Talavera… Luego la emprendimos con las mulas y los caballos cansinos… Ya hemos acabado con los perros y los gatos y ahora nos estamos comiendo los burros… Esos van a durar hasta el fin de la guerra, porque ya sabes que son los que más abundan…

Se ríe y me río.

—¡Chitss…! Calla —me dice de pronto, poniéndose seria—. Hace años que no se oye reír en esta casa…

Luego me cuenta que en el piso de al lado vive una familia de pordioseros llenos de piojos.

—¡Buenos estarán poniendo los muebles!

—¡Quiá! Una de esas cuadrillas de incautadores se llevó hasta los clavos. Así que en la casa hay sólo una sartén y unos sacos de arpillera con paja donde duerme esa pobre gente… Mamá los socorre todo lo que puede… Pero ¡figúrate!, no tenemos nada nosotros… En toda la casa hay sólo dos pisos con los vecinos de antes… Todos los demás son nidos de familias con montones de niños gritones… ¡Te digo!

—¡Pobres!

—Sí, eso digo yo. ¡Pobres! Y ¡pobres de nosotros también!

Salimos a pasear por Serrano. Las tiendas están abiertas, pero se ven las estanterías vacías y sólo dos o tres piezas de tela sobre el mostrador. Hablo de comprarme una tela cualquiera para hacerme un vestido.

—Yo misma… ¡Tengo tantas horas libres!

Entramos y pregunto:

—¿Tienen…?

—No señorita —contesta ásperamente.

Me quedo asombrada.

—Pero si aún no le he dicho lo que quiero.

—Es que no hay… no hay nada…

Salimos y me río. ¡Es gracioso! Por lo visto no quieren vender.

—No, no quieren —me dice María Luisa—. Están seguros de que pierden la guerra las izquierdas y que el dinero de ahora no servirá para nada luego… Por eso prefieren conservar sus mercancías, que siempre tienen valor…

—Entonces ¿por qué abren la tienda?

—Porque les obligan… ¿No ves las tiendas de comestibles abiertas también? Y, sin embargo, no hay a la venta más que cominos, pimienta y en algunas pimentón y hasta manzanilla. Por las mañanas reparten el racionamiento de los vecinos que corresponden a cada tienda y luego se dedican a barrer y a leer el periódico.

—¡Pero antes…!

María Luisa, con su gracejo madrileño, que no ha perdido a pesar de las amarguras de su casa, me cuenta cómo se llenaban las tiendas de comestibles de espárragos en los primeros días de la revolución. Yo me acuerdo también.

—¿De dónde sacarían tantos espárragos?

—Del sótano, hija. ¿De dónde los iban a sacar…? Cuando nos comimos los espárragos, sacaban el té… Té chino, té de Ceilán, té Lipton, té… Mamá, que jamás ha consentido en tomar el té más que cuando está enferma, dice que se ha curado de dolores de barriga para siempre… Luego vinieron las habas con bichos… Figúrate: había quien las tenía desde la boda de San Isidro… Aún quedan algunas. ¡Ya verás qué ricas! Ahora, cuando vayamos a casa, te voy a regalar un puñado para que comas mañana, que es domingo…

Yo protesto, riendo. Pero ella lo dice en serio y me las envuelve en un papel con mil recomendaciones.

—Y no esperes que se haga de noche para volver a tu casa… Hace más de un año que no se encienden las luces de la Villa y Corte… Dijeron que se apagasen las luces por miedo a los bombardeos y nuestro buen pueblo, que es obediente, ha tenido tanto cuidado que 110 las ha encendido más… Las noches nubladas estás expuesta a romperte la cabeza contra una pared… Anda, anda… vete ahora mismo.

Guadalupe se pone muy contenta al ver las habas y las echa en agua, diciendo que al otro día les sacaremos los bichos…

Me acuesto en seguida. La luz eléctrica alumbra mucho menos que una vela y no se puede leer ni coser con ella… Además, me entristece, me aplana, como si las tinieblas pesaran y cayeran sobre mí…

Kinotín se acuesta a mis pies.

—¿Qué ha comido?

—Nada. No tenía nada que darle… Ya comió garbanzos a mediodía…

—¡Es poco!

Guadalupe se encoge de hombros y se va. Luego vuelve con la lata de las sardinas que comimos a mediodía y donde queda el aceite.

—Lo guardaba para guisar, porque no tenemos otra grasa… pero que se lo tome el gato…

Kinotín se da un banquete de aceite y vuelve relamiéndose y ronroneando a subirse a mi cama.

—¿No me mancharás la colcha, di, Kinotín?

—Quiá… ¡Pobrecito! Se va a relamer toda la noche, porque un banquete como éste no se lo daba hace mucho tiempo…

Como Guadalupe no se decide a irse, imagino que quiere decirme algo:

—¿Qué ocurre? Diga…

—Digo, señorita, que si quisiera usted, desde mañana podríamos cavar todo el jardín entre las dos y sembrar tomates y lechugas… y hasta patatas… Mire que el invierno que viene va a ser muy malo… ¡Chits!… Escuche. ¿Oye?

Presto atención, pero no oigo nada.

—Sí —continúa Guadalupe—. Están cayendo obuses en Madrid.

—¿Aquí no caen?

—No, aquí no, señorita. Si hubiera qué comer estaríamos en la gloria en Chamartín. Aquí no pasa nada. Ya hace mucho que no vienen a bombardear los aeroplanos… Sólo obuses sobre Madrid…

Suena el teléfono y acude Guadalupe. Pero yo me tiro de la cama y voy detrás de ella atándome el cordón de la bata.

Es María Luisa.

—Me avisan de la buhardilla donde tienes los muebles que ha caído un obús y como ha roto las cañerías del agua es muy posible que esté todo inundado…

—¡Vaya por Dios!

—Te lo digo para que vengas temprano… Creo que lo mejor sería que volvieras a llevar los muebles a tu casa. ¿No te parece?

—Sí, sí… Gracias, María Luisa.

—Nosotros conocemos a un carretero que los llevaría por algo de comer. Dinero no quiere.

—Pero…

—No te preocupes… Nosotros te proporcionaremos algo…

—Gracias, María Luisa.

Ella ha sido siempre mi salvación…

Por eso he traído otra vez los muebles a casa. Felizmente, el agua que inundó la buhardilla no los ha estropeado mucho.

Y soy feliz colocando los cuadros en su sitio, extendiendo las alfombras, limpiando una por una las copas de cristal de Bohemia y los platos de porcelana fina, transparentes como cáscaras de huevo… ¡Tantas veces he visto a mamá hacer otro tanto!

Entre Guadalupe y yo planchamos los visillos, sacudimos las colgaduras de terciopelo y las ponemos en sus barras subidas en la escalera…

Son unos días de trajín en los que no tengo tiempo de salir de casa. María Luisa viene a ayudarnos y suele quedarse a comer. Esto es un regalo, porque nuestra comida se mejora con un trozo de carne, o una patata frita, y a veces hasta con un huevo que, después de cocido, dividimos en tres pedazos…

Ella me ha traído simiente de lechuga y de tomate, de zanahoria y de remolacha, y juntas sembramos el jardín llenas de escrúpulos. ¿Habremos removido bastante la tierra…?

Yo no puedo remediar el deseo de entrar en casa a cada momento para ver el vestíbulo, con la alfombra grande, espesa y roja, los enormes sillones de tapicería, las librerías de roble y aquella fragata «Santa María» que compraron mis padres cuando yo era chica… y el comedor con el retrato de mamá pintado al óleo, en el marco ovalado; la lámpara de plata y cristal; los muebles de raíz de roble…