XX
La vuelta

POR la ventanilla del ómnibus veo el mar azul iluminado por el sol radiante… ¡No puede haber hoy guerra con este día! Los campos están florecidos con grandes manchas amarillas y blancas… El aire trae perfumes de marzo. Las casitas de la carretera están casi todas hundidas y, sin embargo, en algunas hay mujeres que cosen a la puerta tomando el sol de esta dulce mañana de primavera.

De vez en cuando encontramos camiones repletos de soldados que van hacia Barcelona y que al vernos gritan:

—¡Salud! ¡Salud, compañeros! —con aire de amistosa camaradería, como entre gentes que viven y sufren por una misma causa.

—¡Nada une a las gentes como el odio! —me ha dicho papá.

A mediodía llegamos a un pueblo frondoso, aunque fangoso por las últimas lluvias. El ómnibus se refugia bajo la sombra de un cobertizo, porque el sol quema como en verano.

Algunos se apean preguntando:

—¿Hay algo que comer?

—Allí abajo dan patatas y cebollas asadas.

—¿Asadas?

—No hay aceite…

Prefiero no bajarme. Una señora gorda a la que vengo encomendada por papá me repite muchas veces que no me mueva del asiento, que ella va a buscar agua con un termo para las dos.

Como unas pastillas de chocolate que me ha proporcionado papá, y dulce de membrillo de su racionamiento militar. Ahora ese racionamiento lo aprovechan doña Paulina y sus hijas, y papá me promete enviarme a Madrid una buena parte.

Al atardecer entramos por las calles de Valencia, claras, iluminadas por esa luz lechosa del Mediterráneo y perfumadas de sus jardines siempre florecidos.

Ya me espera Fifina, a quien he avisado de que venía.

—Te he buscado un hotel. ¡Fíjate! En la plaza de Castelar… Un hotel estupendo, con pensión y todo.

—¿Pero hay hoteles aquí?

—Claro… y siempre los ha habido, pero cuando vosotros, las gentes del Gobierno estabais aquí, lo llenabais todo…

Me río pensando en lo «gente del Gobierno» que soy yo… Pero estoy contenta. ¡Voy a estar en un hotel sola, como si fuera una actriz!

—¡Poco pisto que te vas a dar!

—Será por poco tiempo, porque mañana mismo me voy a Madrid…

—¿Mañana? Ilusiones, hija. Hay quien lleva un mes esperando asiento en el coche sin conseguirlo. Aquí te quedas para seis meses…

Me asusto, y antes de ir al hotel vamos a un edificio donde están las oficinas que organizan las salidas de los coches.

—Y usted, ¿a qué va a Madrid? —me pregunta el empleado.

Yo me sofoco y le contesto a tropezones:

—Es mi padre que me manda por asuntos de…

—¿Qué es su padre?

—Militar. Jefe de la aviación de…

—¡Ah! Bueno, bueno… Asuntos oficiales, ¿no? Saldrá usted pasado mañana en el coche del Estado Mayor.

Me entrega un billete con el número del asiento, y me anota la hora.

—¡Chica, qué suerte has tenido! —me dice Fifina al salir—. ¡Eres fantástica! ¿Pero qué dijiste de asuntos oficiales?

—Yo no dije nada, fue él quien lo dijo todo… Yo iba a decir asuntos de nuestra casa de Madrid, cuando él…

El hotel está frío y desmantelado. Sin embargo, yo estoy orgullosísima de esta libertad y este atrevimiento de vivir sola en un hotel, dándome aires de independencia… Duermo profundamente y al amanecer me despierto helada. Tengo que echar sobre la cama mis vestidos y mi gabán…

En la puerta hay un papel pegado que dice: «Con motivo de las dificultades actuales no se sirven desayunos».

Me asomo al balcón y el aire dulce y cálido me envuelve… La gente anda a sus quehaceres y la ciudad tiene un aspecto normal. ¡Tantas veces he pensado en un hormiguero viendo esta vida nuestra en la guerra! Igual que las hormigas, se dispersa la gente en el peligro, huye, se esconde, corre enloquecida, y lo mismo que las hormigas, vuelve en seguida a sus quehaceres como si no hubiera pasado nada…

Con Fifina recorro el mercado de las flores y no puedo resistir la tentación de comprar una docena de maravillosos capullos.

En el hotel me dan arroz con tomate, pero el arroz está duro como pequeñas piedrecitas.

—No puedo comerlo —digo al mozo que me sirve.

—Haga lo que quiera —me contesta, áspero—. El cocinero ha dicho que si lo quieren, lo comen, y si no, lo dejan…

Tengo mucho apetito, pero me es imposible tragar una cucharada. Veo que los de otras mesas se levantan llevando en la mano el pan y la naranja, que es lo único comestible… Hago igual y lo como en mi cuarto.

De pronto, ¡las sirenas! El terror me pone los pelos de punta y bajo enloquecida los seis pisos hasta encontrarme en el comedor otra vez.

—¡No es nada! —dice un hombre.

—Van a Sagunto, como siempre…

—Sin embargo, el otro día…

Me entero de que han destrozado la acera del hotel Inglés, junto al palacio de Dos Aguas, que estaban comiendo y murieron algunos. Sin embargo, esta vez se aleja el ruido de los motores. Me siento en una silla porque me tiemblan las piernas.

—¿Tanto se asusta usted? —me pregunta el mozo.

—Vengo de Barcelona, y allí…

—Allí es otra cosa. Aquí, desde que se fue el Gobierno, vienen poco…

Por la tarde paseo con Fifina por la calle de Colón. ¡Qué alegre ciudad! Por mi gusto viviría siempre en Valencia…

Fifina, que la conoce ya mejor que yo, me lleva a la calle del Obispo… ¡Lástima que esté hundida en parte! Pasamos por la Lonja, y vamos a ver a una amiga suya que vive en un viejísimo palacio. Entramos a él por una bóveda baja de piedra oscura. ¿Dónde he visto yo una cosa así?

—Lo habrás soñado, o te lo habrás imaginado —dice Fifina—. ¡Cómo eres tan imaginativa!

¡Y tiene razón! Leí una vez un cuento que se llamaba «La cruz de Fruela»… No tenía ilustraciones, pero yo imaginaba así el palacio del rey godo.

—¡No te dije!

Pero Fifina sólo quiere que le hable de Jorge. Está segura de que somos novios.

—¡Te digo que no! Si fuera verdad, te lo diría. ¿Por qué iba a negártelo?

—Eso digo yo.

La amiga de Fifina que vamos a ver tiene dieciséis años y se ha casado hace dos meses.

—Ahora es la cosa más sencilla del mundo eso de casarse… Te presentas en el Juzgado y listo…, o si no, al coronel del regimiento, o a…

Luego de cruzar dos patios, subimos una escalera descubierta de piedra oscura y llamamos a una puerta de clavos gordos.

—¡Chica, este palacio debe de ser de tiempos del Cid!

Abre una muchacha que viene secándose las manos en el delantal y pasamos a una sala enorme con sillas de paja. Allí está Amparito, cosiendo en el hueco de una ventana, grande y profundo como otra habitación.

Amparito es bonita y risueña como un capullo de rosa. Cuando le pregunta Fifina por su marido, se pone encarnada hasta la raíz del pelo. Luego habla de los peligros en que se ha visto. Su marido es médico… En los primeros días de la revolución quisieron fusilarle porque su padre es el administrador de los duques dueños de este palacio.

—Y los administradores…, ¡ya se sabe! Ellos son los que han de tratar con los colonos, subir la renta, pedir los desahucios…

Al marido de Amparo, que entonces era sólo novio, se lo llevaron una noche al Saler. Fueron en coche hasta cerca de la playa y allí le hicieron bajar y dos milicianos que había por allí se acercaron a los que le conducían.

—¿Quién es éste?

Ellos sólo sabían que era el hijo del administrador…

—El padre es un asqueroso lacayo…, una sanguijuela de los que se beben la sangre del pobre…

De pronto uno dijo, poniéndole la mano en el hombro:

—¿No eres tú, Martínez, el médico de niños?

—Sí, yo soy…

—Entonces no le matáis —dijo—. Éste salvó a mi pequeño el invierno pasado…, cuando la difteria…

No querían. Ya que habían perdido media noche, no querían que fuera en balde, pero el otro insistió tanto que se conformaron, y todos juntos volvieron en el coche a Valencia.

—En este salón estuvieron bebiendo vino de las bodegas del duque y comiendo pestiños de los que hace mi suegra… Ahora todos vienen por aquí y Antonio es el médico de todos, y hasta dice que son buenas gentes. Yo prefiero no verlos… hasta que se me olvide lo de aquella noche.

Amparito acaba por hacerse amiga mía.

—¿Por qué no te casas? No seas tonta. ¡Teniendo novio! Ahora es tan fácil… Y cuando se acabe la guerra volverá a ser como antes: que si el equipo, que si la casa, que si las invitaciones…, que si los padres dicen que no tienen dinero…

Salimos de su casa casi de noche. Mañana me voy y hay que madrugar. Ya me despido de Fifina, a la que no veré, y de sus tías, más viejecitas y más acabadas cada día.

—¡No sabes lo que es mi vida en esta casa, dónde no podemos movernos por temor de molestar! —me dice Fifina, llorosa.

El ómnibus sale de una callecita de la plaza. Veo que soy yo la única mujer que viaja y ante las miradas asombradas de un jefe de Estado Mayor, dice el chófer, que lleva la lista de pasajeros:

—Misión oficial.

Y ya nadie se ocupa de mí más que para proporcionarme el mejor asiento y preguntarme si llevo provisiones.

—No, señor.

—¡Caramba! En el camino ya no se encuentra de nada.

En seguida me traen de todos los asientos algo que comer y reúno en la falda una lata de sardinas, otra de carne, un trozo de salchichón y hasta un poco de torta entre dos trozos de pan…

He comprado para el viaje un libro de Myriam Harry, y me hundo en su lectura tan profundamente que es ya mediodía cuando me entero de dónde estoy…

Se ha parado el coche a la entrada de un pueblo pardo, de adobe, con alguna casa blanca aquí y allí, de balcones en el piso alto.

—¿Quieres bajar? —me pregunta el jefe de Estado Mayor—. Si quieres, vienes a tomar café ahí en la plaza… No es café, sino malte… pero calienta el cuerpo.

Bajo con él. Hablo de papá y resulta que le conoce de nombre.

—¿Y tú eres su hija? ¡Cómo dijeron «Misión oficial»!

Le cuento lo que me ocurrió y se ríe. Pasamos por calles estrechas con las piedras de punta y aceras tan angostas que sólo cabe una persona. En la plaza ni siquiera hay aceras. Únicamente en uno de sus lados, en lo que debe de ser el Ayuntamiento, hay hasta soportales. Y justamente allí debajo está el café a donde vamos…

Pero apenas hemos sorbido la tacita de agua negra sin azúcar, el mayor saca el reloj y dice que faltan tres minutos para salir el ómnibus… Casi corriendo llegamos a él, subimos y nos vamos…

Otra vez Myriam Harry. De cuando en cuando levanto los ojos del libro y veo la llanura reverdecida…, donde revolotean los pájaros bajando a mojarse las alas en los charcos… Comienza a anochecer y en el horizonte se ven fogonazos, pero ningún ruido llega a nosotros.

—Hay un combate por allí —oigo decir—. Debe de ser la Brigada Treinta y cuatro…

Se enciende la luz del ómnibus, y ya voy reconociendo los pueblos próximos a Madrid… Luego Vicálvaro, Pueblo Nuevo… y la carretera de Alcalá… y la calle de Alcalá al fin…

Noche cerrada. Alguna luz aquí y allá me permite ver la gente que anda por la calle… Se para el ómnibus. Un muchachito viene hacia mí.

—¿Quieres llevarme la maleta?

—Sí, señorita.

¡Qué raro! Ha cambiado Madrid en estos meses y vuelven a darme el tratamiento de señorita sustituido por el de compañera desde hace casi dos años.

El chico, la maleta y yo subimos en el tranvía de la Ciudad Lineal, que después de cerca de una hora nos deja en Chamartín. Cruzamos la vía y la carretera y veo con emoción luz en mi casita…

—¡Guadalupe! ¡Guadalupe!

Se abre la ventana y se asoma Guadalupe, que grita al verme:

—¡Señorita! ¡Si es la señorita!

La casa sin muebles está helada y fea… pero aún queda el retrato de mamá en el comedor, y en mi cuarto del piso primero las camitas de mis hermanas y el armario de palo santo que siempre estuvo en mi casa.

—Vengo a quedarme aquí hasta que acabe la guerra… Y luego vendrán papá y las nenas… ¡Qué bonita tiene que poner la casa para recibirles!

Guadalupe quiere darme de cenar unas pobres lentejas sin aceite… Pero soy yo la que trae carne, y sardinas, y salchichón… Al ver tan exquisitos y casi olvidados manjares, Guadalupe enmudece…

—Sólo quiero dormir en mi cama, acostarme bajo mis mantas…, en las sábanas que bordó mamá… ¡No me cierre la ventana, Guadalupe! Quiero ver, cada vez que me despierte, el cielo de Madrid, tan hondo, tan aterciopelado… y con tantas estrellas… ¡Huele a Madrid en el aire…!