¡QUÉ flaca me estoy quedando! Miro mis brazos descarnados y mis manos que se transparentan al sol…
—Pero chica, ¡qué miedosa te has vuelto! —me dice Lydia, riendo—. ¿Tanto miedo tienes a la muerte?
—No, a la muerte, no, ¿sabes? Es a quedarme sin brazos o sin piernas…, o a perder los ojos, o a un boquete en la cara, o…
—¡Calla, calla! En esas cosas no se piensa…, si no, yo no podríamos vivir.
Papá quiere que vaya a un cine todas las tardes. Cerca de casa hay uno en el subsuelo… ¡Pero qué manía con aparecer aeroplanos en la pantalla!… Yo grito sin poderlo remediar…
Y de pronto, la imagen comienza a palidecer y se hace oscuro… Sólo quedan aquí y allí las lamparillas de aceite que dejan encendidas en previsión.
—¡Ya están ahí!
No hemos oído las sirenas, no oímos los motores, pero sabemos que están ahí, volando sobre nuestras cabezas, arrojando bombas que hunden las casas… ¿Nos quedaremos aquí enterradas?
—¡Vámonos fuera!
—¡No! ¿Estás loca? —protesta Lydia.
Mis dientes comienzan a chocar con fuerza, y no puedo contener el temblor de la mandíbula, aunque la sujeto con las manos… En el cuero cabelludo siento un frío raro, como si cada pelo se erizase.
—¡Mujer! ¡No te pongas así! Pues ¿qué harías si te hubiera pasado lo que nos ocurrió a nosotros?
—¡Calla…! Es aquello que vi… El hule aquel con pedazos de carne… ¡Dios mío!
Cuando todo ha pasado, me río yo de mi miedo. ¡Qué tonta soy! ¡Yo, que antes daba ánimo a los demás!
Una tarde que estábamos en el cine se interrumpe de pronto la película, pero la pantalla sigue estando iluminada y una muchacha irrumpe en el escenario:
—Compañeras —grita—. Compañeros. El Gobierno habla de paz… ¡No queremos paz! ¡Queremos guerra hasta vencer! Todos los que estáis en la sala salid y protestad de la cobardía.
Muchos abandonan las butacas, pero Lydia y yo nos quedamos. Nadie puede obligarnos a salir. Pero la muchacha que estaba en el escenario está a mi lado de pie.
—¿No eres tú Celia? ¡Pues vamos! No podéis quedaros de brazos cruzados ante la cobardía de un gobierno burgués…
Salimos a la calle. Es de noche ya y la luz opaca y azulada de las farolas hace aún más negra la oscuridad. Nos vemos mezcladas con una muchedumbre que sube por el paseo de Gracia. Yo no me suelto de la mano de Lydia. Ella me dice al oído:
—Vamos a tu casa…, nadie nos ve.
Huimos por la primera calle. Lydia se ríe al subir la escalera.
—¡Mira que hablarte a ti de cobardes! ¡Y de que se acabe la guerra…!
No sólo yo tengo miedo. He salido un día después de un bombardeo y he visto desencajados los rostros de los que andaban por la calle, y he visto a una mujer trémula, con los ojos aterrados y apretándose la mandíbula con la mano como hago yo…
En el Teatro Principal han anunciado temporada de Ópera y dicen que han llegado cantantes franceses.
—Lo han anunciado mucho —dice papá.
Al mediodía viene Jorge…
—¡Jorge!… ¿Cómo me has encontrado?
—Te encuentro muy mal… —dice, y se ríe.
—Si no digo eso… Digo que cómo has averiguado que vivía aquí.
—Eso es fácil… Pero ¡has adelgazado espantosamente! ¿Qué dice tu padre?
—Él también ha adelgazado… Y tú también…
—Pero no como tú…
—Es que tengo miedo… He perdido el valor y…
—Eso hay que arreglarlo… Esta noche te vienes conmigo al Principal… Tengo dos butacas… Las he comprado al pasar ahora…
Viene papá, que se alegra de verle, y comemos juntos en el restaurante de cerca del Tibidabo.
—No sabe cuánto le agradezco lo que ha hecho por Celia… Ella me ha contado…
Jorge dice que eso no tiene importancia y cambia de conversación. Ahora habla de la guerra. No sé por qué me parece que los que vienen del frente no saben nada. Ellos, en cuanto avanzan unos kilómetros y toman dos pueblos, ya se creen que la guerra está ganada…
Papá está también como si estuviera en el frente. Todo el día en su cuartel o en su escuela de sargentos, está convencido de que todo va bien. Yo les digo de pronto y sin poderlo remediar:
—No os hagáis ilusiones… Tardará esto más o menos…, pero está perdido…
Papá se indigna.
—No le hagas caso, muchacho… Es una miedosa… ¿Pero tú qué sabes, criatura?
—Sí sé… Los que nos bombardean son italianos y alemanes… ¿Cómo vais a luchar con dos naciones?
—¡Bah! —dice Jorge—. ¡Lo que han corrido los italianos en Guadalajara! Ya deben de haber llegado a Roma…
—Además —dice papá—, si estuviéramos solos tendrías razón, hija. Pero la Sociedad de Naciones…
—¡Papá! Muchas veces me has dicho que estábamos venciendo, que la solución de todo era cuestión de días, y otras tantas me has confesado que ya se habían disuelto las reuniones sin resolver nada, y que dentro de tres meses, o de seis, volverían a reunirse…
¡He perdido la fe en papá y ahora en Jorge! No saben nada… Yo tampoco, pero oigo hablar a unos y a otros…, y siento que esto no tiene remedio. ¿Qué va a ser de nosotros? ¿Qué va a pasar aquí?
Papá y Jorge hablan de política, del ministro de Estado, de lo que ha dicho Azaña, y Negrín, y Álvarez del Vayo…
Jorge se interrumpe para decir:
—Digo… que si me puedo llevar esta noche a Celia al Principal… Se inaugura la temporada de ópera y…
Papá mueve la cabeza negando:
—No estaría yo tranquilo… Esta noche vuelve el bombardeo y se va a oír en la frontera. ¡Ya lo verás! Se ha anunciado mucho esa temporada para dar impresión de tranquilidad y demostrar al enemigo que nosotros vivimos debajo de las bombas como si no ocurriera nada…, cosa que está muy bien, pero que nos va a costar caro… ¡Ya verás, ya, lo que va a ocurrir esta noche!
Jorge se queda serio. Me parece que estaba ilusionado con la idea de que fuéramos juntos… ¡y yo también lo estaba!… Ahora me doy cuenta por la tristeza y el desgarro que me ha entrado…
Tomamos el té juntos en el Astoria, en uno de los rincones sólo iluminados por la lamparita rosa de la mesa, como yo he visto a muchas parejas… Me he puesto el vestido gris con uno de los cuellos planchados que me compré y el abrigo nuevo…
¡Qué tarde deliciosa! Jorge habla de la guerra, de los compañeros, del valor de todos, de la bondad del pueblo…
—Creo que la guerra es necesaria para que salgan a la superficie virtudes ignoradas… ¡Chica, nos liemos puesto demasiado serios!… Y mañana me vuelvo al frente.
—¡No!
—Sí, sí; sólo me han dado cuarenta y ocho horas y se me gastan veinticuatro en el viaje… Cuando nos volvamos a ver ya se habrá acabado la guerra, y entonces tengo que decirte muchas cosas, Celia…
Me aturdo y me azaro. Bajo los ojos sin poder sostener su mirada y siento que la sangre me invade las mejillas y hasta los ojos…
Me aprieta la mano encima de la mesa, y su presión me conmueve más… Callamos un rato que me parece un siglo… Al fin mira su reloj y dice:
—Las siete. Es hora de volver…
Me parece que he venido a casa volando por encima de las nubes, porque no recuerdo las calles por donde hemos pasado, ni si había escaparates abiertos, ni si estaba oscuro o no… Sólo sé que al despedirnos en la puerta, Jorge me ha apretado mucho la mano, luego la ha puesto a la altura de la boca… ¡y la ha besado!… He creído ver lágrimas en sus ojos, pero de pronto ha dado media vuelta y se ha ido sin decir adiós…
Yo también voy llorando al subir la escalera… ¡Qué emoción!… Casi no puedo hablar y me alegro de que papá no haya llegado aún… ¡Jorge me quiere!… ¡Y yo le quiero más que a mi vida…!
Por la noche no puedo dormir. Ahora habrá empezado la función del Principal…, ya estarán en el primer acto… Cierro los ojos y me parece sentir la orquesta. De pronto, ¡las sirenas!…
Cesan los ruidos de la calle y la débil luz que entraba por el balcón se oscurece absolutamente… Ya se oye en el silencio el ruido lejano de los motores que se acercan. La voz de papá llega hasta mí:
—Celia, ¿oyes? ¿No te decía yo…?
—Sí, papá.
—Bueno…, duérmete… El bombardeo va a ser por la Rambla de las Flores, que es donde está el Principal…
¡Dios mío! ¡Jorge está allí!
Caen las bombas con ruido aterrador y los cañones antiaéreos disparan espantosamente sobre nuestras cabezas… Caen bombas cerca, tal vez en esta calle… De pronto, silencio…, se van…, sí, se van… ¡No! ¡Vuelven otra vez…! ¡Ay!
El cristal del balcón trepida como si fuera a caerse y de pronto se abren las puertas como si las empujaran desde la calle…
—¡No te asustes, hija! —la voz de papá—. ¡No te asustes!
El terror me quita el habla. Estoy helada, temblando…, pero siento la piel húmeda, como si sudara…
Se van, al fin, pero vuelven dos veces más en esta noche. Los periódicos de la mañana no hablan de desgracias, sino del efecto del teatro, sólo iluminado por dos velas en el escenario y el público de pie cantando el himno de Riego… ¿Qué habrá sido de Jorge?
Desde la noche de la inauguración del teatro, los bombardeos son constantes de noche y de día. La temporada de ópera se acabó porque los artistas se han ido a Francia, de donde habían venido.
Lydia se ha ido a vivir lejos y los tranvías son raros y tardan…, tardan porque el conductor va observando cuidadosamente el suelo y así como ve una colilla en la acera, para el tranvía y salta a recogerla… Todos los hombres recogen las colillas de los pocos afortunados que fuman. Un compañero de papá, que viene a buscarle, dice de pronto:
—¡Soy feliz! Llevo aquí un tesoro.
—¿Cómo?
—Mira.
Y le muestra una cajita de pastillas de clorato donde guarda tres colillas…
Todo esto viene por decir que a Lydia no la veo todos los días, que estoy casi siempre sola, y el terror se ha apoderado ya de mí en absoluto… Busco la compañía de las señoras de la casa, pero ellas están aterradas como yo y preparan el viaje a un pueblo de Gerona… Se van y yo me paso el día sola en la casa… Cuando bombardean salgo a la escalera en busca de un ser humano… que a veces no encuentro porque me da vergüenza llamar a otros pisos.
¡Esto no es vivir! En Barcelona no hay refugios. El Metro está muy poco profundo…, los bombardeos hay que soportarlos sin amparo ninguno… y ya son continuos… Cuento las veces que han venido aviones en el día y son dieciocho… Dicen que en la Diagonal hay un tronco de mujer colgando de un árbol… Yo he visto un pegote de masa encefálica en la pared de una casa… Ayer corría un hombre llevando en la mano agarrada la otra mano separada del brazo… ¡Se oyen horrores!…
Hay luna estas noches y la ciudad, indefensa y blanca, se ofrece a la muerte en silencio… ¡Qué horror, Dios mío!… A veces me escurro entre los dos colchones de la cama, pero ¿qué adelantaré con ello si se hunde la casa sobre mí? Es éste el tercer piso y hay dos encima…
Amanece, después de una horrible noche en que no he pegado los ojos, y oigo sonar el timbre de la puerta. ¿Quién puede ser a estas horas?
Me cubro el camisón con una bata y miro por el ventanillo.
—¿Quién es? ¿Qué desean?
—¿Viven aquí el señor Gálvez y su hija?
—Sí, señora…
—Dígales que es la madre de Jorge y su hermana…
—¡Oh, no las conocía!
Pero ¡cómo venían! Sucias, con la ropa desgarrada y las caras desencajadas.
—¿Cómo hemos de estar, hija? Venimos casi andando, todo perdido desde Tarragona…
¡No las hubiera conocido nunca! Adela es mucho más alta que yo, Pilaruca es gordita y rubia. ¿No era antes morena? Doña Paulina, de la que tan desagradables recuerdos tengo, ha comenzado a hablar, así que abrí la puerta y aún no lo ha dejado:
—¡Hija, qué desastre de guerra! ¡Esto es el acabose! Te digo que el acabose… En mala hora dejamos Santander, porque Jorge se empeñó… Allí se nos quedó la casa con todo lo que teníamos, y luego en Valencia… y después a Cartagena… y más tarde nos vinimos cerca de Tarragona porque Jorge aseguraba… ¡Esa cabeza de hijo…!
—¡Mamá! —dice de vez en cuando Adela.
—Y es lo que yo digo, ¿qué se adelanta con las guerras? Al final cada uno se vuelve a su casa, los muertos se quedan bajo tierra… y a volver a empezar… ¡Jesús! ¡Nuestra Señora Aparecida nos valga! ¡Ya están bombardeando otra vez! ¿Y dónde os refugiáis aquí?
Cuando se entera de que en Barcelona no hay refugios, pone el grito en el cielo.
—¡A buen lugar hemos venido! ¡Aquí morimos todos! ¡Estos hijos, estos hijos me llevan a mal traer!
Nos refugiamos en el cuarto de baño, que es medianero, y cuando suenan las sirenas anunciando el cese del bombardeo doña Paulina se empeña en contarme todo el viaje que ha traído desde Tarragona:
—Aquello era el infierno… y peor… Con las bombas tan apretadas como granizo y la gente corriendo por la carretera… y otros corriendo también por los sembrados arreando algún burro o una cabra… Porque ya han invadido muchos pueblos ¡no te vayas a creer todo lo bueno que te contarán por aquí…!
Pilaruca entra y sale por las habitaciones llena de curiosidad y Adela me pregunta, sin que su madre, que habla y habla sin descanso, se entere.
—¿Estáis solos en esta casa?
—Sí, los dueños se han ido a un pueblo de Gerona… Podéis quedaros aquí si no tenéis otro sitio… Comemos en un restaurante próximo… y una muchacha de otro piso viene a limpiar todas las mañanas…
—¿Qué dices, Celia? —pregunta doña Paulina mirándome asombrada, y sin esperar la contestación continúa: —Pues como te iba diciendo, hemos viajado tres días por esas carreteras de Dios… En un auto, luego en un camión de bombas…, después andando y tirándonos por los surcos cuando venían los aeroplanos… Porque te digo que esos diablos del infierno la persiguen a una por todas partes…, y que ¡figúrate si llega a caer una bomba en el camión de bombas!… Pues hija, nosotros correr y venga a correr… y tiradas aquí y allá…, y claro, el carro no nos esperó, y se fue, y allí nos quedamos perdidas en el campo a miles de kilómetros de todo el mundo…
—¡Mamá!
—Y luego pasaba un auto, y otro y otro y otro, y no querían pararse…, hasta que yo me puse en medio de la carretera y dije que o me mataba o…
—Pero ¿han comido ustedes en esos tres días?
—Y se paró uno y nos dijo que nos podía llevar sólo hasta un pueblo que no sé cómo se llama… ¡Ah!, ¿me preguntas que si hemos comido? Pues no, hija…, podemos recibir el Santo Sacramento, porque no hemos probado bocado en tres días… y por mí no lo siento, sino por Pilaruca… Luego en aquel pueblo nos dejó y seguimos otra vez andando y ya era de noche…, ¡qué era ya la segunda noche que andábamos!…, porque no te he dicho que la primera la pasamos en una casilla de la carretera, que hacía un frío de muerte y allí no había nadie, porque había caído una bomba y estaba el tejado casi sin tejas… Que te digan éstas el miedo… ¡Corrían las ratas por allí…!
—Tengo algo de pan y unas almendras… Voy a buscarlas a mi cuarto…
Doña Paulina se levanta y me sigue, sin dejar de contar cómo se reunió con gentes que venían por la carretera y un camión los recogió a todos y fueron amontonados «como Dios y la Virgen quisieron», y después de otras veinticuatro horas habían llegado a Barcelona a la madrugada.
—¿A la madrugada?
—Sí, hija… Serían las dos o las tres cuando vimos la ciudad. ¡Y con el bombardeo! ¡Claro, había una luna como un plato…! El chófer dijo que él no entraba así a Barcelona y nos hizo bajar a todos… ¡Pero qué hermosa es esta casa! Y tu padre, ¿dónde duerme? Aquí al lado… ¡Ah! Yo no sabía. Con seguridad que le he despertado…
—¡Mamá! ¡No hables tan fuerte!
—Es la costumbre…, yo siempre he sido muy gritona… —y bajando la voz—: ¡Estáis aquí muy bien! ¿Es una pensión?
Le explico que tenemos alquiladas dos habitaciones, pero que ahora los dueños se han ido y ellas pueden quedarse aquí.
—¡Qué suerte haber venido! Yo se lo dije a las chicas. Aquí en Barcelona no conocemos a nadie, pero están los de Gálvez, que son muy buena gente, y como Jorge nos habla de vosotros en todas las cartas y nos dejó las señas por lo que pudiera suceder… ¡Mira qué bien nos ha venido!… Lo malo es lo que bombardean… Hemos pasado la noche sentadas en el umbral de una puerta… ¡Heladitas de frío! El bruto del chófer nos dijo que nos metiéramos en el Metro hasta que amaneciera…, pero ¿qué sabíamos nosotras dónde estaba el Metro?… En la vida había yo venido a Barcelona, hija…, ¡y ojalá no hubiera salido de mi casa…!
Pilaruca se come el pan y las almendras en un santiamén y antes de que se acabe el susto de un bombardeo.
—¿Pero aquí están así siempre? —dice doña Paulina, espantada—. ¡Hemos venido a morir…, a dejar el pellejo en estas tierras…! ¡Válgame Dios!
Las acomodo en las habitaciones que dan sobre el jardín y papá se levanta para saludarlas…
—¡Las sirenas! ¡Dios mío, otra vez!
—¡Esto es no vivir! —dice doña Paulina.
—Llevamos dieciocho bombardeos en las últimas veinticuatro horas —dice papá—. Tienen en las Baleares el campo de aterrizaje y todo es ir y venir en minutos…
Papá está contento pensando en que no me deja sola cuando se va al cuartel, pero yo casi no puedo pensar en otra cosa que no sea este continuo bombardeo, este constante retumbar de los motores y estallar de las bombas…
Pasamos la mañana aterradas, refugiándonos contra la medianería de la casa… Pilaruca tiene más hambre y yo no he tenido nada más que darle. Adela está tan pálida que temo un desmayo… ¡Pobre! Hace tres días que no come. Doña Paulina se ha acostado con Pilaruca y las dos se han dormido. A las doce y media las despierto para ir a almorzar al restaurante.
—¿Querrán darnos algo? ¿Admiten al que llega? ¿Y qué dan? ¿Es caro?
Todas estas preguntas y muchas más nos hace doña Paulina en cuanto se despierta y, sin esperar contestación, sigue hablando, mientras se lava y se peina.
Por la calle quiere saber si está lejos, si corremos peligro, si nos dejarán entrar en un portal en caso de que lleguen los aviones, si estará papá esperándonos…
Papá nos espera en el vestíbulo del piso tercero, donde está el restaurante, y nos dice que ya tenemos mesa, pero que hay que esperar a que acaben de comer unos señores…
—¡Qué olor tan rico! —dice Pilaruca—. Huele a fritos, a comida…
El vestíbulo, con sillones de rejilla y almohadones de damasco, está impregnado de olores de la cocina… Entra y sale gente al comedor y a la escalera, dejando a veces la puerta abierta, y el aire frío de marzo se cuela, moviendo las colgaduras del mismo color que los sillones.
Entramos al fin. Adela, Pilaruca y la madre sonríen, con sonrisa beata, como si fueran a ver a Dios… Las pobres ¡van a comer!
Nos sirven un guiso de patatas y dos huevos con tomate a cada uno… Yo doy uno de mi plato a Adela y papá otro a Pilaruca, del que se come la mitad doña Paulina.
—¡Hija, estáis aquí en la gloria! —dice, mirándome luego de un rato de silencio—. ¿Y así les dan de comer todos los días?
Papá le explica que otras veces nos dan carne, asada o frita, y guiso de judías, o lentejas…
De pronto, un espantoso estallido abre los balcones y tira alguna mesa. Todos huimos hacia el vestíbulo y se produce un barullo terrible de gritos y golpes.
—¡Yo no he oído las sirenas!
—Ni yo.
—A mí me parecía que sonaban, pero con las conversaciones…
—¡Es un bombardeo espantoso!
—De esta hecha no quedamos uno…
Todo el mundo habla a un tiempo. Doña Paulina dice:
—¡Me he dejado la naranja en la mesa! ¡Y usted también!
Papá dice que es mejor esperar. Un mozo se asoma al comedor y dice que se han desprendido los balcones.
—¡Ya no se sirven más comidas! —grita una voz.
Papá va a pagar. Doña Paulina insiste en que se han quedado las naranjas en la mesa:
—Y no es justo que las paguemos sin comerlas…, que las pida tu padre…, que diga que no habíamos comido naranjas…
Papá va y viene sin enterarse de las protestas de doña Paulina hasta que yo se lo digo.
—¿Cómo? ¿Qué dices? ¿Sabes que hay un bombardeo terrible? Déjate de naranjas… En cuanto acabe nos vamos a casa.
Al salir a la calle vemos que las aceras han desaparecido bajo una espesa capa de escombros y cristales… Casi no hay nadie por la calle. Está nublado y la luz lechosa y triste hace más trágica la ciudad atormentada.
Dicen que han destruido toda una manzana de la calle Cortes…, que en la plaza de Cataluña hay varias casas hundidas y también en la Rambla…, ahí abajo… Desde aquí se ve…
Ante los escombros que se amontonan hasta el centro de la calle, donde han desaparecido los árboles, el terror vuelve a apoderarse de mí.
—¡Papá! Papá, qué horror… Mira… ¿No ves?
—Sí, hija, sí… He pensado que te vuelvas a Madrid… Aquí no haces nada. Allí, con Guadalupe, vivirás tranquila en nuestra casa de Chamartín… Aquello ha perdido interés sin el polvorín y no lo bombardearán… Yo procuraré mandarte alimentos desde aquí.