XVIII
La guerra totalitaria

ME gusta Barcelona. Es amplia, clara, señorial. Me gusta hasta lo que a papá no le agrada. Esas casas absurdas del Paseo de Gracia, que imitan rocas y peñascos, o esas otras con estatuas en los balcones que sostienen una concha enorme para poner flores… Pero ¿y en cambio esas fuentecitas de bronce con deliciosas figuras de niños que adornan los jardines?

Y estoy hasta contenta. He recibido carta de Jorge agradeciendo los guantes y la bufanda. Me dice que está bien y que vendrá pronto. De las nenas han llegado dos tarjetas. Además hace ocho días que no bombardean.

Por las tardes voy al cine con Lydia. Hay cines en el subsuelo, donde no se oyen las sirenas… pero se sabe que llegan los aviones porque se apaga la luz.

A veces en la pantalla aparece un avión… suena el motor, y no puedo soportarlo. ¡No, eso no! En la pantalla, no. ¿Para qué recordar ese horror?

Nieva. La Plaza de Cataluña bajo la nieve es una plaza nueva, desconocida… Algunas palomas se mueren heladas. Estiran un ala y se echan de lado sobre la nieve, con los dedos de las patas muy separados… Tienen hambre y no pueden soportar el frío…

He encontrado un perrito tiritando, contra una pared. Flaco, que se le cuentan las costillas… Se ve que no tiene amo.

Lydia le acaricia y le mira a los ojos húmedos.

—¿Cómo vamos a dejarlo así? Yo no me lo puedo llevar porque me reñirían…

Me lo llevo yo. Le pongo bajo mi abrigo y él se deja querer sin protestar pero sin alegría. En casa le doy pan y hasta le hago una sopa caliente, que se come en un momento…

Pero ¿cómo suenan sus patas sobre los ladrillos? ¡Ah! Es que tiene unas uñas enormes, que ya se curvan, y golpea el suelo. Es un pobrecito perro abandonado desde hace mucho tiempo.

—¿No tienes amo? ¿Qué ha sido de tus amos? ¿Los mataron? ¿Huyeron?

Al oír mi voz levanta la cabeza, pero no me mira… mira a la calle a través de los vidrios del balcón…

Unos golpecitos en mi puerta y el perro mira asustado. Es la dueña de la casa.

—Me han dicho que ha traído usted un perro.

—Sí… le encontré tiritando y…

—Pero ¿no pensará tenerlo aquí?

Y como no contesto dice:

—Porque eso no. En esta casa perros o gatos no consentimos… Dan mucho que hacer, ensucian todo, todo lo rompen… Usted comprende, ¿no es así?

—Sí.

Se va. Está nublado, hace frío… El pobre perrito ha salido de debajo de la cama y mira a la calle… A mí no me ha mirado ni una sola vez; parece ignorarme.

Yo no sé qué hacer con este animal. Si viene papá se opondrá a que se vaya el perro y habrá discusiones… tendremos que buscar otra casa…

Un lejano lamento del perro y su actitud mirando a la puerta me hacen pensar en que piensa irse. Salgo con él. En cuanto salimos a la escalera baja rápidamente y cuando llego a la puerta de la calle ha desaparecido. Bueno. Ya ha comido y puede que encuentre un rinconcito donde dormir…

Después han vuelto los días de sol, las apacibles mañanas del Paseo de Gracia, las tardes del Astoria sólo interrumpidas de cuando en cuando por los bombardeos…

En el Salón Rosa tiene Lydia unas amigas. Hablan siempre de la guerra, de los albergues de los niños.

—Hay que crear en ellos el odio al hijo del burgués, el desprecio al niño rico, el…

—¡No, no! —protesto—. Yo no quiero que mis nenas odien a nadie. Los niños son todos iguales…

Se arma una discusión terrible. Yo no sé discutir. Yo no sé nada de política, ni de sociología… Me gritan cosas que no entiendo, y no puedo contestar. Todas van contra mí…

Cuando me levanto de la mesa oigo decir:

—¡Esa chica es fascista!

—Lo dicen por ti —me dice Lydia.

—¿Y qué es ser fascista? Yo sé lo que es ser comunista porque lo aprendí en Valencia, y no me gusta, pero ser fascista no sé…

Lydia me dice que no debemos volver por el Salón Rosa. Esa acusación de mí en alta voz puede costarme cara. Me río, ¿qué me van a hacer?

—Parece mentira que hayas vivido en Madrid en la época de los «paseos» y no lo sepas…

—¡Ah, piensas que me van a fusilar! ¡Bah, qué tonta! Eso no puede ser… Papá me ha explicado que eso no puede ocurrimos ni a él ni a mí…

Pero no vuelvo por el Salón Rosa, y ese incidente que aún no puedo explicarme es un recuerdo amargo.

Vienen días de sol. El aire es ya templado y en los árboles del Paseo de Gracia y de las Ramblas hay ya brotes. ¡Va a llegar la primavera! A veces me sorprendo tarareando una canción.

—¿Estás contenta, hija? —me pregunta papá, extrañado.

—Sí… ya sé que no debería estarlo, ¿verdad?

—¿Cómo qué no? Sí, hija, sí. Estás alegre y es natural que lo estés.

—Pero… no creas que no me acuerdo del abuelo, de aquella noche que… y de tía Julia y Gerardo, y de cuando… y ahora doña Conce y de…

—Sí, hija, sí, pero prefiero que dejes a un lado todos esos recuerdos. En este espanto que estamos viviendo, hay que volver rápidamente la espalda al pasado… Los que se han quedado en el camino ya no sufren más. Ése es el gran consuelo de los que vivimos aún… Comienza la primavera, todo se renueva… y cantan las alondras todas las mañanas. ¿Las oyes tú? En mi balcón hay una asamblea de pájaros al amanecer… Además, hija, aunque te empeñes en estar triste no podrás. ¡Tienes diecisiete años!

¡Es verdad! No puedo estar triste mucho rato… y menos en esta mañana de sol, en que Lydia y yo hacemos compras. ¡Qué preciosos cuellos almidonados hay en Royalty!

—No sé qué hacer… ¿No crees que renovaría completamente mi vestido negro ese cuello violeta y blanco?

—Sí… debe de ser caro.

—¿Preguntamos?

Sí, es caro, pero ¡tan bonito! Me decido y lo compro… y otro blanco del todo. Lydia se compra uno escocés para su vestido azul. Luego vemos un pañuelo con dibujos persas, precioso.

—Para usarlo como bufanda con el abrigo… Es un detalle precioso, ¿no te parece?

—Sí, pero ¡cien pesetas!

—En cuanto se las pidas a tu padre te las da…

—¡Estoy de luto!

—¡Ay, hija, qué historia de luto! ¡Si ya nadie está de luto! Si todos a los que se les ha muerto alguien se pusieran de luto, parecerían las calles un funeral. ¡No! ¡Déjate de lutos! Tú ponte lo que quieras y…

¡Cuántos libros! Nos pasamos media hora en el escaparate.

—¿Tú has leído algo de Valle-Inclán? Yo, no.

Compramos dos libros, y pedimos un catálogo para comprar más.

—Tengo que consultar a papá. Él quiere leer «La Montaña Mágica» y se la voy a regalar por su santo.

En el Metro ya no queda nadie de toda aquella gente que lo llenó en enero. Lydia me dice que les han alojado en un antiguo edificio que fue cuartel… Al pasar por la calle de Ausías March oímos cantar en un colegio.

—Ya todo ha entrado en orden —digo.

—Sí, hija… Todo vuelve a su lugar por mucho que se revuelva… Mira, cuando llegamos aquí con dos carros de muebles que traíamos de Madrid, nos los dejaron poner por la escalera y los pasillos… ni mamá ni los tíos tenían fuerzas para moverlos, y yo… menos aún. Nadie los ha movido… al menos, que yo lo haya visto. ¿Creerías que ya no hay ninguno ni en la escalera ni en el pasillo? Todos se han ido arrimando a las paredes por propio impulso… o los hemos ido empujando con los pies al pasar… Pero yo tengo un armario en mi cuarto, y una cama… y en el comedor están la mesa, y las sillas… Pues todo es igual… ¿No ves? Se revolucionan los soldados, los presos se echan a la calle, se cierran las escuelas, fusilan a la gente, no hay nada que comer… Bueno, pues al año y medio los niños van a los colegios, se come a la una, se compran guantes y cuellos planchados…

Me río, pero Lydia sigue con su teoría:

—En la puerta de casa había un hormiguero y tía Dolores le echó un cubo de agua… Allá se fueron las pobres hormigas nadando en el agua, y aquello debió de ser una catástrofe. Imagínate cómo correría el agua por dentro del hormiguero, por los dormitorios, y los salones, y las cocheras, y el salón de toilette, etc… Bueno, pues al otro día por la mañana, el hormiguero estaba como si nada hubiera pasado… Las hormigas salían de compras, sacaban a sus niños en los cochecitos, se contaban los chismes de la vecindad, y se daban recaditos al oído… en fin, como si no hubiera pasado nada… con decirte que tía Dolores, que es testaruda hasta no poder más, les volvió a echar agua tres veces, y al fin hasta las regó con Flit. Las infelices desaparecieron de aquel lugar que olía tan mal, y tía Dolores decía triunfante: «He acabado con ellas». Sí, sí, ¡qué se creía ella eso! Al verano siguiente, allí estaban las empedernidas hormigas, con los niños que cantaban en los colegios, y comprándose cuellecitos almidonados… ¡lo mismo que nosotras! ¡Es inútil!

No se puede acabar con las gentes organizadas a hora fija… A las ocho, a levantarse, a las nueve al colegio, a las doce a casa, a la una a comer…, a las dos al colegio, a las cinco a casa, a las seis a merendar, a las…

—¡Ay, hija, qué atrocidad!

Reímos, divertidas… Ya salen los niños del colegio… Nos despedimos a la puerta de la casa donde vivo y Lydia corre a la suya de la calle de Aragón.

Antes de que llegue papá tendré tiempo de escribir a María Luisa. Subo de dos en dos los escalones.

Hoy está el día tan templado que abro el balcón de mi cuarto para que entre el sol y el aire. Me miro al espejo. ¡Me está bien este abrigo gris! La tela es mala, pero el corte es elegante. Parezco mayor de lo que soy. Cuando tenga conmigo a las nenas creerán que son mis hijas. ¡Qué rica, Teresina! Dice que soy su madre…

¡Adiós, las sirenas! ¡Qué desagradable en este glorioso día! Estaba yo a mil leguas de la guerra en este momento…

—Celia —golpean en mi puerta—. Venga con nosotros. Vienen lo menos diez aparatos de bombardeo… ¡No vamos a quedar uno!

¡Jesús! Salgo al pasillo y me voy con la señora de la casa, que es alta y fina, y con su criada, a un cuarto oscuro donde dicen que hay más seguridad. Las sirenas siguen sonando y se mezclan sus alaridos con los estallidos de las bombas… Se van acercando…

—Ésa ha sido en el muelle… Ésa es ya en la plaza… ¡Dios omnipotente! ¡Jesús!

Y da un grito tapándose los oídos porque ésta ha caído muy cerca… Los aeroplanos pasan por encima del tejado con ruido pesado y espantoso.

—¡Ay! —ahora soy yo la que grito.

¡Ha caído aquí al lado! ¡Tal vez en la misma casa…! Se alejan los aparatos… se van…

—¡No! Viene otro… o vuelven… ¡Ya se acercan otra vez…! Y bien cargados que vienen…

En la oscuridad del cuarto siento una mano que busca la mía. Es la criada, ¡la pobre!, que nada dice y está aterrada.

—No se asuste, María… Nada nos va a pasar. La bomba que oímos ya no puede hacernos daño… y la que nos mate no la oiremos…

—¡Santa Madre de Covadonga! —la oigo sollozar, sin soltarme la mano de la suya deformada y áspera.

¡Otra vez la bomba aquí cerca! ¡Y otra, y otra! ¡Es como si cayeran varias al mismo tiempo! Y no se van. Tal vez trazan círculos sobre la ciudad como las águilas de la sierra sobre los rebaños.

¡Se van! ¡Se alejan!

—¡Alabado sea Dios y bendito sea! —dice la señora.

Las sirenas suenan tres veces y salimos a la galería que da sobre un verde jardín de palmeras… Pero ¿qué es eso? Otra vez, y sin acabar los tres toques, la sirena suena con el lamento fúnebre del aviso…

—¡Vuelven! ¡Vuelven otra vez! —dice la señorita Subiría—. ¡Vamos al cuarto, que vuelven!…

Otra vez se repite el bombardeo feroz, cruel, sin compasión… se acercan, se alejan, vuelven a acercarse… Las bombas caen con regularidad, acercándose: más, más cerca, ¡parece que ésta tiene que caer sobre nosotros! Pero no, cae un poco más allá. Tal vez en la casa de al lado.

—¡Son italianos! —dice la señorita Subiría—. ¡Son italianos! Han tenido que buscar extranjeros para que nos maten… ellos no se hubieran atrevido… son italianos y alemanes… ¡Dios nos ampare!… Mi cuñada va a tener un niño y le están dando ataques… ahora todos los niños nacen con ataques de nervios… ¡Jesús!

Se acaba al fin. Oímos las sirenas y en seguida los coches de la Cruz Roja, que corren sonando sus bocinas.

Junto a nuestra casa está el Hospital de la Cruz Roja y en la calle se oye un gran barullo. Están llegando heridos. La señorita Subiría y su criada se asoman al balcón de mi cuarto, pero yo preferiría no verlo.

El murmullo en la calle es cada vez mayor. Llegan los coches y aumenta el ruido de la muchedumbre.

—Venga, Celia, venga a ver… Mire, ahí sacan dos niños… y una chica joven… ¡Debe de haber fuego cerca, porque van los bomberos!… ¿No oye?

—Pero Celia, venga…, venga, venga a ver esto…

Tanto insiste, que me decido a ir al balcón… Entre la muchedumbre que llena la calle están sacando los heridos de una ambulancia… Vienen vestidos, llenos de sangre, con las caras tan pálidas que parecen muertos…