HE recibido un telegrama de papá: «Llego esta noche a las ocho». Y los dueños de la casa le han preparado una hermosa habitación próxima a la mía. Estoy haciendo la cama y:
—Celia… su papá, está ahí…
—¡Papaíto! ¡Huy, qué moreno estás! ¡Y más delgado! Ven a ver… Verás qué bonito cuarto tienes… ¿Te acostarás en seguida? Dime… cuenta… Papá está triste, pensativo.
—Sí, hija, sí… Te traigo algunas cosas para comer… Dicen que aquí no se carece de nada, pero…
—¡Ay, no creas…! En las tiendas de comestibles sólo venden té o tila o cominos. Pero se come en los restaurantes…
Hablamos de las nenas. Papá ha recibido varias postales de la Cruz Roja, sin fecha ni lugar, pero con sello de Francia y escritas por Valeriana: «Estamos bien. Las niñas muy gordas y contentas. Seguimos bien. Contentas y deseando ver a ustedes».
—Desde luego están en Francia y me figuro que en el Sur de Francia. Si tuviera noticias concretas te mandaría con ellas… pero así no. Ya han sido bastante experiencia estos viajes tuyos… Sola desde hace seis meses. ¡Pobre hija mía!
Luego me habla de la tía Julia.
—Ya no me cabe duda de que la han fusilado… Ha sido una salvajada, pero no tiene la culpa este pobre pueblo, sino los que han pactado en el extranjero su perdición… ¡Qué horror, hija, qué espanto!
—Pero, papá, dime… ¿Es que se pierde la guerra?
—Si tienen la fuerza que dicen, sí… La Sociedad de Naciones está reunida…
—Será como otras veces… Luego se van cada uno por su lado y no resuelven nada. ¿No crees?
—No… Esta vez tengo esperanza. No pueden las naciones poderosas consentir honradamente lo que está pasando. Que el ejército se haya unido a otras naciones para imponer al pueblo su gobierno o acabar con él… No, hija, no. Ya ves… creo que muy pronto se va a resolver todo y volveremos a nuestra casa de Chamartín.
Papá viene destinado a organizar aquí una escuela de motoristas de aviación. Casi no le veo. Se va por la mañana muy temprano… ¡El caso es que no tengo nada que darle como desayuno! Hace mucho tiempo que no hay leche ni café. Compro por treinta pesetas un kilo de un polvo oscuro que dicen «cacao» pero que parece serrín de madera con gusto a barniz. Papá se lo toma por complacerme.
—No está mal, hija, no está mal… calienta el estómago… Espero que no nos haga daño…
Me dicen que en una lechería de la misma calle venden cuajada de leche, pero hay que ir antes de amanecer a buscarla… Sólo me dan un tarrito y papá renuncia a ella para que la tome yo.
Aún de noche bajo la escalera a oscuras, abro la puerta de la calle y espero pegada a la puerta de la lechería. A las siete levantan el cierre de hierro y entro. Llevo un poquito de azúcar envuelto en un papel para hacer más gustosa la cuajada. Es una verdadera golosina. Sentada a una mesa de mármol, saboreo despacito la cuajada, que espolvoreo de azúcar… Frente a mí toma su cuajada una muchacha mayor que yo, con las manos llenas de sabañones y de grietas hondas y sucias. No habla nada. En el rincón de la lechería hay una gran pajarera con cinco periquitos de Australia. Están quietos, con las plumas ahuecadas como si tuvieran mucho frío.
—Sí… tienen mucho frío —me dice la que despacha la cuajada—. Otros años teníamos estufa, pero éste… Eran veinte y sólo quedan ésos…
Al otro día veo un periquito en el fondo de la jaula con las patitas tiesas y las garras abiertas como si se quisiera agarrar a algo. ¡Pobre!
A mediodía voy con papá a comer a un restaurante del centro. Nos dan un platito chico de potaje y dos pedazos casi transparentes de carne, una naranja y un pan mucho más pequeño que la naranja. Algunos días sólo nos dan medio panecillo.
Por la noche hago en el hornillo una sopa maggi. Generalmente no tenemos otra cosa, pero a veces papá trae del cuartel un bote de carne, o de leche condensada, o de miel… Hay que hacerlo durar mucho, porque esto es una excepción que no se repetirá…
Un día a la hora del almuerzo oímos las sirenas y comienza un bombardeo rabioso… La gente sigue comiendo y sólo se levanta cuando de pronto se caen todos los cristales con un estrépito horrible… Desde ese día ya no comemos en la Plaza de Cataluña. Hemos encontrado una pensión en el Paseo de Gracia, donde dan de comer a cientos de personas.
Algunos días, después de comer, vamos a un café de la calle de Cortes donde dan tazas de malte y copitas de alcohol. Es un café lujoso. Antes de la guerra debía de ser muy bonito. Ahora hay en él miles de personas que hablan armando un ruido espantoso; hay abrigos, capotes, pellizas y sombreros por todas partes y el humo del tabaco y el vaho de las telas mojadas forma una atmósfera que lo oscurece y ensucia. Hay quien llega temprano por encontrar lugar.
Me gusta estar allí porque hace calorcito. Llueve en la calle, húmeda y escurridiza. La habitación de la casa donde vivimos está fría casi siempre, desapacible, inhospitalaria, y por la noche, triste con la mala iluminación eléctrica que apenas permite leer…
Ahora bombardean casi todas las noches de luna… ¡Dios mío, que llueva esta noche! Pero ocurre lo contrario. Llueve por el día y al anochecer el aire arrastra las nubes y despeja el cielo… Las calles, sólo iluminadas por la luna, se quedan desnudas… En camisón blanco, sin resguardo y sin amparo, enteramente a merced de las bombas que seguramente caen…
Suena la sirena, un largo lamento de angustia, y el ruido de los tranvías se para, la luz eléctrica disminuye hasta que en la oscuridad de mi cuarto sólo percibo los hilos incandescentes que se apagan también: y el ruido de los motores que van muy bajos… y se los siente muy cargados… De súbito el silbido escalofriante y el estallido horrible… ¡Dios mío! ¡Dios mío! Ya se acerca…
—¡Celia! —es la voz de papá—. Celia, hija, ¿tienes miedo?… Ven aquí…
—No, no, no tengo miedo…
Otro estallido que hace temblar la casa desde sus cimientos… y un silencio de muerte después… Parece como si todo el mundo callase, como si por instinto quisiera no dar señales de vida…
¡Ya se alejan! Ya se van… Suenan las sirenas. Un largo alarido que ahora suena alegre…
Algunas noches vienen dos o tres veces. Me han dicho que es bueno meterse entre los colchones. En los escombros de alguna casa se han encontrado vivas a las personas que habían tomado esa precaución.
El día vuelve a vestir de sol a la ciudad y no tengo miedo. Me he comprado un abrigo gris con cuello de terciopelo. ¡Me está bien! Papá me lleva a tomar el té al Astoria.
Es un saloncito de té que está encima del cine. Tiene cortinas de nansú, mesitas con manteles rosa y una lamparita eléctrica sobre cada mesa. Hay calefacción. Dan té con limón y cuatro pastitas.
He vuelto a ver a una amiga del Instituto de San Isidro.
—Esto es lo más «chic» de Barcelona —me dice—. Es un verdadero rincón parisién.
Va gente rara. Muchachas con el cabello teñido de azul, de verde y hasta cubierto de polvo de oro; muchachos con cara de mujer y mujeres con aire de chicos…
—¡Son artistas! —me digo, y les miro con envidia.
A veces, Lydia y yo hablamos de esa vida. De los estudios de los pintores, de esas gentes extrañas que viven entre perfumes, entre flores… como si no fueran seres humanos y la fealdad no les llegase.
—¡Son ricos! —digo—. Jamás tendrán que pensar en ganarse la vida, ¿verdad?
—No sé… pero ¡míralos! Seguramente no tendrán que pensar nunca en nada prosaico.
—¡Nunca! —de pronto me acuerdo—. ¿Y la guerra?
—¿La guerra?
—Sí, la guerra. La guerra es para todos… unos van al frente a pasar hambre y llenarse de piojos… otros pasan hambre en su casa, a otros los han fusilado…
—Pero éstos están al margen —dice Lydia—. Son como de otro mundo… Fíjate en aquella chica rubia del traje sastre con la corbata y los guantes escoceses… ¡Es divina! Mira qué manos tiene. ¡Son de marfil…! ¿Tú crees que esas manos han hecho otra cosa que no sea poner flores en un jarrón de cristal?
Me río.
—¡Mujer! Hay jarrones de porcelana y de barro…
Cuando salimos a la calle blanca de luna, un escalofrío me corre por la espalda. Las horas pasadas en el saloncito del Astoria son como una borrachera…
—¿Verdad, Lydia?
—Sí —dice riendo—. Algo de opio debe diluirse en el aire porque nos volvemos tontas en cuanto entramos en él… y luego viene la realidad, que son bombas y hambre.
Contra esto me rebelo.
—Pero ¿de veras crees que esto es la realidad? ¡No! Esto es una horrible pesadilla… Realidad, a veces triste, insípida y vulgar, era mi vida de antes de la guerra, con papá y mis hermanas, con trabajo, con enfermedades, con apuros económicos… pero esto de ahora no es realidad… yo creo que vamos a despertar de esto cualquier día…
Y, sin embargo, cuando no vienen los aviones, la vida adquiere normalidad, apacibilidad, y hasta dulzura en estos días soleados del invierno catalán.
Por la mañana coso y leo en mi habitación burguesa y tranquila. A veces, después de comer visito a unos amigos que trabajan en una revista, o voy al Salón Rosa, un salón de té del Paseo de Gracia donde me reúno con doña Conce y su hija Amelita, recién casada con un miliciano, que ya tiene una nena.
En este Salón Rosa, de luces discretas y suaves, suele haber sorpresas. El camarero se acerca y dice al oído:
—Si espera hasta las siete van a traer bollitos… tres por persona.
Y con el té, o la tila, o el malte, se pueden comer unos bollitos desagradables pero que parecen hechos con harina.
Además aquí viene Güeña, un compañero de Jorge, que me ha traído una carta… Es amigo del marido de Amelita y esto nos ha unido en una mesa…
—Lo de Teruel es horrible —me dice—, los soldados están calzados de alpargatas y andan sobre la nieve… Se les hielan los pies y hay que cortárselos…
Una mañana, al bajar al Metro, percibo un aire nauseabundo, como de rebaño sucio… Los andenes están abarrotados de gente, de colchones, de alforjas, de cestos… Son los fugitivos de Aragón. Todas las estaciones del Metro están lo mismo… Son pobres gentes que han huido de sus casas llevándose lo que han podido cargar sobre los hombros…
He escrito a Jorge y le he dado la carta a Güeña.
—No te prometo nada —me dice—. No sé si estará ya donde le dejé…
—¿Es tu novio? —me pregunta doña Conce.
Y me pongo tan colorada que casi no puedo contestar.
—¡No señora! Es un amigo… casi un hermano. ¡Ha sido tan bueno para mí! Nunca podré pagarle…