NADA me ha parecido más desolado que esta tarde nublada y fría en que bajo del tren en la estación de Barcelona. Un solo coche espera a los viajeros y tengo que sentarme hasta que vuelva de llevar a otros para que me lleve a mí. ¡Dios mío, qué poco dinero me queda! Si papá no me manda pronto voy a pasarlo mal… pienso mientras voy en el coche.
La calle es estrecha, el portal negro, la escalera mugrienta. Una viejecita greñuda abre la puerta y cuando le digo quien soy grita:
—¡Herminia, Herminia! Ven… aquí está la chicuca que esperábamos… —y luego, dirigiéndose a mí—. No querrá estar muchos días, ¿no es verdad? Porque esa habitación la tenemos alquilada a un viajante…
Entro con ella en una habitación grande con el balcón cerrado, porque ya es de noche. Hay una cama sin hacer.
—Mire, mire el colchón… todo nuevu, todo limpiu… Aquí somos pobres, pero limpios…
Hay un armario de espejo que me enseña a abrir.
—Mucho tiento porque se viene abaju a pocu que tire… El viajante… ¡los hombres tienen mucha fuerza!, sacó el clavo… Pero mire… si usted aprieta aquí al mismo tiempo… pues ni se mueve…
Dos sillas de tapicería con flecos, sobre las que pongo la maleta y el abrigo, son también de mucho cuidado.
—No, no ponga nada ahí… se ensucia… —dice mientras pone la maleta en el suelo y cuelga el abrigo en una percha—. Son muy buenas… las compramos en una almoneda y costaron muchas pesetas… Y si no se cuidan las cosas, no se tienen… ¿No es verdad, señorita?
—Sí, es verdad, es verdad…
Estoy cansada, tengo sueño… pero pasa mucho tiempo hasta que puedo acostarme. Hacen la cama delante de mí, poniendo primero una tela fuerte entre el colchón y la sábana. Las dos viejecitas estiran las sábanas, alisan la colcha y me hacen mil preguntas: que si no tengo madre, que dónde está papá, que cómo ando sola…
—¡Tan joven y en tantos peligros!
Ya cerca de las diez se van, luego de traerme un vaso de agua y de recomendarme que apague la luz pronto.
No he comido nada en todo el día y tengo hambre. Busco más chocolate en la maleta y no lo encuentro. Acabo por resignarme y dormir.
Cuando abro el balcón por la mañana, recibo una gran alegría. ¡Da a un jardín! Hace un sol débil y un pajarito canta en un árbol dos o tres notas siempre iguales…
Encuentro el chocolate y la hornilla eléctrica para hervir agua. ¡Soy casi feliz!… Pero es preciso que estas señoras no se enteren de que gasto electricidad…
Me lavo en una palangana del tamaño de un tazón grande. Ordeno mi ropa en el armario… Este armario tan difícil de tratar… y que está unido a la pared por una red de telarañas espesas y repugnantes… Igual les ocurre a las dos sillas de tapicería que tal vez en años no han separado de la pared… ¡En este cuarto debe de haber arañas…!
Salgo a la calle. He contado el dinero que me queda. ¡No llega a cincuenta pesetas!
Paso por un edificio grande. Es el Correo. Una calle ancha iluminada por un sol pálido: luego una plaza y una estatua de Colón. Tomo un tranvía que me lleva a la Plaza de Cataluña. El sol va calentando en esta plaza grande, verde, cubierta de palomas… Estatuas, surtidores… Algunos viejos toman el sol en los bares, algunas madres con sus niños cosen o leen… Amable sensación de paz… ¡Sólo tengo cuarenta y ocho pesetas! ¿Sabrá papá que me queda tan poco dinero? ¿Tendré que pagar adelantado en la casa en que vivo?
Almuerzo en un restaurante que me parece modesto, sopa y dos rebanadas finitas de carne y me cuesta ocho pesetas… Escribo a papá, y luego de echar la carta vuelvo a la plaza… Me mira la gente. Ya me conocen de verme todo el día. Una señora se sienta a mi lado y me habla con fuerte acento catalán. Ella no sabe dónde están las Colonias de niños, pero ha oído que cerca del Tibidabo hay un edificio que fue el palacio de un Ministro de la monarquía y ahora lo ocupan niños… Si quiero, ella me acompañará mañana a visitarlo. No, no es molestia, al contrario. Encantada está de prestarme ese servicio. ¡Mañana a las diez!
Hace fresco y voy a comprar algo para comer. Unas lonchas de jamón y pan. Es más económico comprarme la comida que comer en el restaurante… ¡Dios mío, si papá no me manda dinero!
Vuelvo a la casa donde vivo, que a la tenue luz de las bombillas empañadas y sucias, parece más mugrienta y sórdida que por la mañana.
—¿Cómo ha pasado el día, hijina? —me dice una de las señoras—. No se asuste al pasar a su cuarto porque hemos alquilado la habitación de paso a un miliciano…
Efectivamente veo un hombre acostado en el cuartucho por donde se entra a mi habitación… Entro y me encierro. ¡Qué idea! ¡Tener ahí a ese hombre!
Enciendo el hornillo para calentar agua y hacer leche. Tengo una lata aún de las que Jorge me proporcionó…
Preparo la cama para acostarme… ¡Tengo mucho frío! Me acuerdo de las arañas y siento más frío aún. Remeteré las sábanas entre el colchón para que no pueda entrar ninguna… De pronto ¡chis!, un ruido y me quedo a oscuras… ¡El calentador! Seguramente el calentador ha hecho saltar los plomos…
Oigo voces que se acercan y golpes en la puerta con los nudillos.
—Señorita Celia… Señorita… Desenchufe ese infernillo del diañu que tiene… Mire lo que ha hechu… Lo ve… Por ser buenas nusotras nus pasa esto…
Se aleja, siempre gruñendo. Desenchufo y me acuesto a oscuras, tiritando de frío… Me tapo hasta la cabeza… Empiezo a dormirme cuando se enciende la lámpara que cuelga del techo… Me siento en la cama a comer…
Esta mujer ha debido de abrir el armario donde dejo escondido el hornillo llevándome la llave… Ahora no me va a dejar encenderlo más. ¡Con el frío que hace!
Pero ¿qué es esto? La luz palidece y lentamente se apaga… ¡Van a volver a decir que he encendido el hornillo…! Un estallido espantoso… ¡Jesús! ¿Qué pasa? ¡Ah!, es que están bombardeando los aeroplanos… Me tranquilizo. Prefiero esto a los gritos de estas mujeres… Cuento las bombas. Dos… tres… cinco… siete… dos juntas… Se van… se van… Ya no se oye el motor… Me duermo.
Otra vez la luz del techo me despierta, me levanto a apagar y me duermo otra vez… No sé qué hora será cuando vuelven a despertarme las bombas… ¡Es muy cerca! Me tapo la cabeza para no oír…
Por la mañana entra una luz gris por el balcón, que dejé sin cerrar las maderas anoche… Se oye rumor de lluvia en el jardín… ¡Llueve! El cielo está cargado, bajo y plomizo.
A las diez tengo que estar en la Plaza de Cataluña. ¿Enciendo el hornillo para hacerme el desayuno? Sí… tal vez ahora no ocurra nada. Caliento agua para lavarme… Preparo una taza de leche que me conforta… y cuando voy a sacar el enchufe ¡chis!, otra vez.
Me bebo la leche temblorosa de miedo. Miedo ¿por qué? Tengo que ser valiente… Ahora no hay nadie que me defienda… Salgo de mi habitación. Las dos señoras hablan a un tiempo al verme:
—¡Ya ha vuelto a encender eso!
—Usted sabe que…
—Nosotras no podemos consentir…
Espero que acaben… Dios mío, qué nerviosa estoy.
—Señoras… yo pagaré lo que cueste el arreglo y lo que paguen de electricidad… Pero ¡compréndanlo! No puedo pasarme sin calentar agua… Hace mucho frío… también tomo leche caliente por la mañana, si…
—¡Ah!, buenu, buenu… Hablando se entiende la gente… Si la señorita paga lo que dice, pues que encienda esu.
La hermana más joven se conforma con más dificultad.
—¡Pero todas las noches nos quedaremos a oscuras…!
—No —digo yo— porque ustedes encargan al electricista que arregle bien esos tapones…
El arreglo me cuesta quince pesetas… En el tranvía, cuando voy a reunirme con la señora catalana en la Plaza de Cataluña, miro con temor el dinero que me queda en la cartera…
Ya está esperando de pie en la plaza. Ahora no llueve, pero sigue el cielo plomizo, y una luz triste y desabrida lo envuelve todo.
Esta señora se llama Concepción Barahona, pero todo el mundo la llama Conce. Hablamos del bombardeo de la noche.
—Pero ¿vive en el barrio del Puerto? ¡Es un peligro! Todas las noches lo bombardean sistemáticamente… hay calles enteras destruidas…
Me aconseja que me vaya al centro, pero no puede ser. Le explico que papá me ha mandado que esté ahí y que a esas señas ha de escribirme y mandarme dinero…
Llegamos al pie del Tibidabo. No, no hay que tomar el tren de cremallera. Es aquí, en uno de estos enormes paseos que bordean jardines y palacios…
—Aquí…
¡Estarán ahí dentro mis hermanas! El corazón se me vuelve medio loco… ¡Ay, Dios mío, que sí van a estar! Allí veo, en aquella ventana está doña María, la del Albergue.
—¡Doña María! ¡Doña María!
No me oye. Entramos. Es un edificio inmenso, rodeado de jardines abandonados.
Una galería de cristales, un salón por donde se va a otra inmensa galería que domina la ciudad y el mar… ¡El mar que no he visto desde que llegué a Barcelona! Se oyen voces de niños… ¡Me parece conocer la de Teresina!
Sale una señora con delantal blanco.
—Quería saber si están aquí mis hermanas… Salieron de Madrid en el mes de octubre.
—No tenemos colonia de Madrid. Son de Bilbao y Asturias… No hay ni un solo niño madrileño… Sin embargo, puede ver las listas de nombres…
—Mis hermanas están con una criada antigua de casa, que se llama Valeriana…
La señora mueve la cabeza.
—Puedo asegurarle que no están aquí.
—Sin embargo, señora, acabo de ver asomada a una ventana a doña María, una de las personas del Albergue de Madrid…
Llaman a doña María, que se alegra al verme y me besa en los dos carrillos.
—¡Querida! ¿Creías que tus hermanas…? No, hija, no. Están en Francia, puedo asegurártelo… y menos mal que no las llevaron a Rusia… La semana pasada se han ido… Hemos estado en una granja cerca de Valencia, en el camino de Segelvo…
—¡Y yo que he estado tres meses en Valencia sin saberlo…!
Doña María me cuenta y no acaba de la gracia de Teresina, de su bondad.
—No he visto criatura más bondadosa. ¡Te digo que no he visto otra! Tenías que estar al cuidado para que no les diera su pan y su naranja a las que se lo pedían… ¡Y cómo te quiere! Un día me dijo que tenía dos mamás, una en el cielo y otra que es «madrecita Celia». ¡Te digo que me emocionó! La otra es un sol. Tan rubia, tan blanca… con unos ojos azules que son dos soles… Valeriana es la fidelidad, la devoción, la bondad misma…
La encargada se ha ido. Doña Conce mira al jardín a través de la galería, y Doña María y yo, sentadas en un banco, hablamos y hablamos…
Salimos a mediodía. Llueve.
—Podríamos almorzar por aquí —me dice doña Conce.
—Yo no sé si habrá restaurantes baratos…
Doña Conce me mira sorprendida. Tal vez me cree rica. No quiero que sepa mi situación verdadera…
—Si usted no dispone otra cosa, yo prefiero ir a comer a mi casa, donde me esperan.
—¡Ah! Usted come en la pensión. ¡Qué suerte! En estos tiempos ya no hay pensiones donde den otra cosa que el dormitorio…
Nos despedimos. En una calle de la Plaza compro pescado frito y un pedacito de pan negro. Allí mismo me lo como y, como llueve, me resguardo en un portal… ¡Si hubiera carta de papá en casa!
A las cuatro ya estoy en mi habitación… ¡Y no hay carta! Y así han pasado dos semanas.
Doña Conce, a la que ya visito en su casa en la calle del Ángel, me ha proporcionado una habitación en una casa de la calle Lauria, a dos pasos de la Rambla de Cataluña.
Voy con ella a verla. Es una habitación grande con balcón a la calle, un armario monumental, de hermosas lunas biseladas, cama de madera y mesa para escribir. El tapiz que tapa una puerta, los grabados que adornan las paredes y la solidez de los muebles, le dan aire de hogar apacible, de vida amplia, digna y cómoda… Además no me cobran más que en la mugrienta habitación de ahora. ¡Pero no puedo mudarme! Ya sólo me quedan unas monedas en el bolsillo y pronto no tendré ni para el tranvía.
—No, hasta que papá no lo sepa y me lo permita, no dejaré esta casa…
—¡Mira, hija! ¡Te digo que eres una niña modelo para estos tiempos!
Mañana es Navidad y hoy ya no he salido a comer. Me acuesto por la tarde y trato de dormir, pero el frío me hace tiritar. Llaman a la puerta con los nudillos. Es doña Herminia…
—¿Estaba usted acostada sobre la cama? Mire… esu no me gusta. La colcha se arruga y se ensucia… ¿No tendrá los pies encima?
—No señora. Los tenía envueltos en una toquilla.
—¡Ah, del mal el menus! Nusotras preferimus siempre tener las habitaciones alquiladas a hombres porque todo el día están en la calle… ¿No le parece?
—Sí… claro…
—Pues yo venía a traerle estu que ha llegado para usted. Una carta y este papelín.
¡Carta de papá! Doña Herminia sigue delante de mí contándome no sé qué, pero yo no la oigo.
Hija mía: pronto estaré contigo, pero como ya debes necesitar dinero, te mando mil pesetas por correo postal, para que puedas darte algún gusto en estas Navidades. Supongo que ya estarás con las nenas y que tendrás que buscar otro alojamiento para ellas y para ti. Trata de encontrar por el centro, y manda las señas en seguida…
El otro «papelín» es un aviso para que me presente a cobrar en la ventanilla de giros.
Ya se ha ido doña Herminia sin que yo me haya enterado. Salgo al correo. Hace frío. Las calles, mojadas de la lluvia de estos días, están sucias y tristes…
Subo las escaleras del Correo… ¿Cuál es la ventanilla de giros? Es aquélla, la de la esquina, pero está cerrada. Las horas de pago son de nueve a dos… ¡Qué se va a hacer! Volveré mañana.
—¿Mañana? Mañana es fiesta y no se abre en todo el día… Venga el lunes…
Tomo el tranvía hasta la Plaza de Cataluña. Hoy casi no hay nadie. Todo está frío y sucio, color de tristeza… me siento en un banco y una bandada de palomas desciende rodeándome… ¡También ellas tienen hambre! Les muestro mis manos abiertas.
—¡Nada! ¡No tengo nada, hermanas! Pasado mañana os traeré miguitas…
Un viento fuerte se levanta ahora que anochece. Sacude los árboles que dejan caer gruesas gotas de agua sobre mí, y arrastra a las nubes… Sopla del norte, trayendo sabor de nieve, de invierno cruel… ¡qué frío!
Me vuelvo a casa. Sólo me quedan treinta céntimos…
Las dos señoras, en la oscuridad del mugriento comedor, me saludan al paso.