—¡No…!
Pienso en Jorge, en José María…
—¡No, no conozco a nadie!
Un hombre viejo que está dentro de la taquilla me llama con la mano.
—Mire… señorita… Por ser usted se lo digo. Si tiene usted posibles… ahí en Salmerón está la oficina de los coches camas. Tome una cama y sería lo mejor. Son coches que pertenecen a una compañía francesa y viajan bajo su bandera. Nadie se atreve a asaltar esos coches. En cambio los otros se toman por asalto y el que tiene más fuerza puede abrirse camino a puñetazos. Todos los días hay heridos. Están rotos todos los cristales… y ya son frías las noches…
—Muchas gracias… —le digo.
Y voy a la dirección que me ha dicho, y gasto doce duros más, y consigo una cama para el jueves…
Fifina está desolada. Doña Ramona, enferma, no se levanta de la cama, pero en cuanto suenan las sirenas tienen que bajarla en una silla al refugio porque empieza a gritar.
—¡Figúrate qué plan todas las noches!
Dedico estos días a arreglarme la ropa, a coser medias, a ordenar todo en la maleta. Estoy mejor del estómago. Ahora como siempre en casa y casi todos los días consigo, luego de una hora o dos en la cola, un bollito, o algo parecido a un pastel. Llevo también a Fifina y, reuniendo los víveres que guardo, hago un paquete y se lo mando a Guadalupe, que sigue pasando hambre en Madrid.
Quisiera despedirme de José María, pero no sé dónde encontrarle. Pregunto a un miliciano de su brigada.
—¡El compañero Estrada! Perdió a sus padres en un bombardeo hoy hace ocho días y se fue al frente de Teruel… Estaba medio loco… ¡Cómo hizo venir a los padres de Madrid…!
Ya me voy mañana… Esta noche es la última que duermo en esta cama ancha y cómoda… Me despido de la callecita silenciosa, de la salita recoleta de otros tiempos, del paje… ¿Dónde está el caracol? ¡No está! Le he olvidado estos días y se ha ido…
Es hoy. Hoy a las siete estaré en la estación…
—Adiós, doña Clara, adiós… Mil gracias por sus bondades… Siempre recordaré con agrado estos tres meses que he pasado con ustedes… Adiós, Isabel, que sigas tan rubia, y tan alegre, y tan activa… Adiós, María, bondadosa María, ¡tan trabajadora!… y tú, Inés, que nunca me has dicho nada, pero que tienes esos ojos divinos y misteriosos. ¡Adiós todos…!
En la estación ya me espera Fifina.
—¡No te vayas!
—¡Cómo! ¿Qué dices? Papá me lo ha ordenado. Mis hermanas no están aquí y yo no tengo nada que hacer en Valencia.
En el andén hablo con el guarda de los coches-camas.
—¿A qué hora llegaremos?
—Señorita… El tren que salió anoche lo han bombardeado con bombas incendiarias y ha ardido completamente… Sin embargo, ya está despejada la vía…
—¿Has oído? —le pregunto a Fifina, asustada.
—Sí… lo sabía… por eso te digo que no te vayas…
—¡Bah, hija! Todas las noches bombardean Valencia.
El del tren, que no se ha alejado y nos mira hablar, dice:
—Conviene que se suba a su departamento porque voy a cerrar los coches antes que lleguen los viajeros… Y no se asome. Voy a cerrar las ventanillas también.
—Adiós, Fifina querida. Te escribiré… Si ves a Jorge dile que me he tenido que ir… Adiós…
La alfombra mullida del coche, su confort y el leve perfume a esencias caras, me envuelven al entrar en una atmósfera de lujo que ya había olvidado… ¡Es bueno ser rico, es bueno sobre todo luego de haber vivido entre tanta miseria…! Pero papá dice que hay que ser sobrio y austero…
A través de las ventanas cerradas oigo el barullo de los viajeros, gritos… y luego un escándalo con golpes… Se pegan.
Voy sola en el departamento de dos. No hay comedor ahora, aunque sean trenes de lujo… Me como dos pastillas de chocolate y me acuesto.
Al despertar es medianoche. Corremos por el campo iluminado por la luna… Miro el mar a través de los vidrios de la ventana… luego el mar desaparece detrás de árboles y casas… Lejos se ven llamas… Nos acercamos… Son unas tablas ardiendo… a su luz veo el esqueleto de un tren entero tirado a un lado de la vía y del que sólo quedan los hierros…
Estoy mucho tiempo despierta… Al fin me duermo.