Cuando vuelve Fifina seguimos en pleno relato de espantos. El sobrino ¡el pobre!, estaba en su casa tan tranquilo, cuando vinieron a decirle que huyera, que iban a destruir toda la ciudad… y bien en contra suya, salió de su casa con su hijo…

—… en la misma puerta los alcanzó una bomba… Se habían tirado al suelo y se tapaban la cabeza con las manos. ¡Y allí se quedaron!

Fifina continúa:

—¡No quiero decirte lo que ha sido esto al otro día!… Asaltan la cárcel, sacan a los fascistas… los fusilan, los maltratan… ¡Han fusilado sin piedad!

—¡Muy mal hecho! —protesta la tía… que no se remediaba ya nada con eso. Y ahora los otros lo sabrían, y vendrían otra noche y…—. ¡Válgame Dios, qué vida ésta! ¡Yo no duermo una noche tranquila!

Nos desayunamos. Tienen leche condensada, y hasta cacao, que han conseguido de milagro.

—Cascarilla, hija, que me han vendido a precio de oro, y que es un regalo en estos tiempos…

Ahora me toca a mí contar… ¡Ni siquiera me han preguntado aún por qué estoy aquí!

—Hija, en estos tiempos no se asombra una de nada… Cualquier cosa es posible… Figúrate, antes de esto que está pasando, cómo nos habría dejado verte aparecer sola… pues ahora ni te preguntamos…

Les cuento mi salida de Madrid en un camión de transporte de tropas… con tablas que se caen y acabamos todos sentados en el suelo… los chiquillos que consiguen levantar la lona y uno casi se tira… y la mujer que chillaba:

—¡Chico, que te vas a caer y aluego nos van a detener una hora lo menos hasta que levanten el cadáver… como pasó en el otro viaje…!

Mi llegada a Valencia, la casona de la calle del Gobernador, mi encuentro con Jorge.

—No te vayas a encalabrinar con ese miliciano, que será un golfo como todos —dice doña Ramona.

Hablo de cuando le conocí en Santander, de lo bueno que ha sido buscando a mis hermanas, de cómo tomé el tren por él…

—Bueno, bueno… lo mejor será que no le veas más… Cualquier día te lleva delante de su capitán y te casa… porque hasta la mujer de Mangada está casando gente… y mira hija, el matrimonio que no pasa por la Iglesia es una porquería… ¡Y mira que te lo digo yo, que sé mucho de esas cosas!

Fifina y yo nos reíamos… Luego Fifina me dice:

—¿De veras es tan interesante ese chico?

—Sí, hija, pero ¡no vayas a creer! Ni siquiera se nos ha pasado por el pensamiento, ni a mí ni a él, nada semejante… ¡Te lo aseguro! Pero imagínate lo que es encontrarme en Valencia sin saber qué hacer, y hallar semejante ayuda…

Aquí no saben nada de Colonias de niños. Unas estuvieron hace ya tiempo, pero se las llevaron a Alicante. Sin embargo, para asegurarnos mejor, visitamos a unas cuantas personas de la ciudad y todos me dicen que aquí no están mis hermanas…

—Pues de Valencia se han llevado las Colonias…

Unos me dicen que a Barcelona, otros que las han repartido en fincas en el campo, donde hay seguridad de que no habrá bombardeos…

Paso dos días en Albacete. Fifina no quiere dejarme marchar a Valencia en el tren.

—Ya has visto lo que es eso. Es un espanto y cada vez peor… Encontraremos un auto que te lleve. Ya verás…

Estos días de otoño son gloriosos en La Mancha. Paseamos por el jardín público, al paso de las viejecitas que expanden al sol sus huesos entumecidos. Por las noches oímos la radio y las pobres viejas rezan el rosario. Al fin doña María, la más viejecita, que es la que dice los Misterios, enjareta una ingenua oración:

—Señor, que no se mate a nadie más, que se estropeen todos los aviones y no puedan volar, y se moje la pólvora, y tengan todos juicio y no sean brutos. Amén.

Al tercer día vienen a avisar del Hospital: a las doce va a salir un auto para Valencia. Me despido de las dos buenas señoras que han compartido conmigo su pan, tan escaso, y me voy con Fifina.

En el Hospital ella habla con el médico. Se llevan un herido en la ambulancia y los padres van en un coche detrás. Yo puedo ir con ellos.

Veo sacar la camilla y colocarla en un coche de la Cruz Roja. La madre, una señora de gesto resignado con el pelo casi blanco, se queda al pie de la ambulancia, hablando con el herido. El padre, un señor silencioso que me saluda sin hablar, toma asiento junto al conductor. Al fin, luego de llamar repetidas veces a su mujer, ella viene a sentarse a mi lado.

—Buenos días, señorita…

—Mil gracias, señora, por admitirme en su compañía…

Con un gesto de la mano parece indicar que nada tengo que agradecerle. La ambulancia parte, y nosotros detrás…

—Adiós, Fifina… Adiós… Salud…

Durante un rato continuamos en silencio. Un sol radiante dora los rastrojos y arranca todos los perfumes de esta tierra seca, quemada, ardiente como un incensario… Creo que debo decir algo a esta pobre madre.

—¿Está grave el herido?

—Muy grave… Una bala le ha herido en la médula… le llevan a morir en nuestra casa…

—¡Chits! —hace el padre, que ha oído.

Seguimos en silencio. Tal vez ha pasado una hora cuando nuestro coche se para y la ambulancia también. Los padres descienden y corren hacia la ambulancia.

—Son unos condes —me dice el chauffeur—. Buena gente, a pesar de todo… Nadie ha sido capaz de meterse con ellos…

Se detienen mucho tiempo junto a la ambulancia. Parece que discuten con el de la Cruz Roja… Al fin la ambulancia continúa y la condesa sube a mi lado. Su cara está atrozmente descompuesta.

—Vamos —me dice—. Mi esposo continúa el viaje en la ambulancia…

No habla más. Luego se tapa la cara con las manos y solloza con sollozos que deben destrozarla…

¡El hijo ha muerto en el camino!