XIII
Albacete

CON las señas de Fifina en la carta, y preguntando a todo el que encuentro, paso por calles estrechas, como de pueblo, por calles anchas, arboladas, con kioscos de periódicos y aspecto de gran ciudad…

Hace un hermoso día de sol… y huele fuertemente a tomillo… Todo el sentido de tragedia en la madrugada del tren, frente al místico miliciano, se ha trocado en paz, en dulce paz campesina… ¡Cómo huele a tomillo!… Parece que llega hasta el corazón y éste se ensancha y se conmueve alegremente…

—Es allí… en aquellas casitas nuevas… Sólo tiene dos pisos, y un portal de mosaico y paredes pintadas de verde.

Llamo… vuelvo a llamar… Salgo a la calle para llamar a los balcones, que son bajos y no tienen ni un solo cristal.

Fifina abre las maderas:

—¡Eres tú, Celia!

Es una bonita casa acogedora y que está impregnada, como todo, de olor a tomillo…

—Es que aquí se enciende la lumbre con tomillo… pronto vas a ver los burros con el serón lleno de tomillo para vender.

Las tías de Fifina, más viejas que antes, aunque parece imposible, aparecen en seguida… Me cuentan y no acaban.

—Pero ¿no sabes nada de los bombardeos que hemos padecido? Que te cuente Fifina, que te diga ella…

Fifina tiene que ir a la cola de los comestibles, y son ellas las que me cuentan, llorando y moquiteando y quitándose la palabra de la boca, lo que ocurrió aquella horrible noche en que perdieron a su sobrino…

—¡El hombre más honrado del mundo! El más bueno… el más sabio… Veinte años de abogado en esta ciudad… ¡Querido por todos, respetado por todos, y acabar así…!

Ellas y Fifina estaban en su casa. Eran ya cosa de las diez y oían por radio las noticias de la guerra, cuando de pronto, un ruido espantoso… algo como si el cielo se cayera… y los balcones se abrieron solos, los cristales se vinieron abajo y toda la casa se tambaleó como si fuera a caerse…

—Nos echamos a la calle… y corríamos, corríamos… encontrando cuerpos en el suelo, gentes muertas o heridos que gritaban… Entre ellos estaba mi sobrino, que vivía aquí a la vuelta, y su hijo… pero nosotras… ¡qué sabíamos, hija, qué sabíamos…! Fifina tiraba de nosotras y corríamos… ¡qué no sé cómo Dios nos daba fuerzas para correr! Y el bombardeo seguía espantoso, y los aviones sonaban tan bajo que nos parecía que se caían sobre nuestras cabezas… Nos metimos en un campo, que no era campo, sino un corral sin salida… y salimos otra vez por donde habíamos entrado, y a correr otra vez al campo… y siempre oyendo los estampidos de las bombas… ¡que aquello era el fin del mundo! Hasta que en la oscuridad, tropezando y cayendo, llegamos a unas tierras labradas y allí nos tiramos sobre los surcos… ¿Y qué dirás que hicieron los bribones? Pues iluminarnos con sus reflectores y, cuando nos veían, bajar, poner de costado el avión y ametrallarnos con las ametralladoras… ¡Canallas!… Yo les insultaba… ¿Y sois vosotros los cristianos? ¿Y eso lo manda Dios?