—Estás muy seria ya… así que tus dieciséis años los convertiremos en veintidós, y te hago mayor de edad. De este modo no surgirán inconvenientes para que saques del Albergue a tus hermanas y para que te hagas cargo de ellas…
Se decide el viaje para el viernes… Aún faltan ocho días… y me alegro porque ¡he de hacer tantas cosas!…
—Papá, ¿sabes que tienes pocos calcetines? Pero ¿dónde comprarlos?
Recorro varias tiendas y no encuentro… ni tampoco guantes, ni pijamas… Es preciso coser, remendarlo todo, que tire aún un poco más de tiempo. Las tiendas de telas, abiertas porque está prohibido cerrarlas, tienen las estanterías casi vacías, y dos o tres viejos parecen aburridos tras los mostradores.
Ya sólo faltan tres días… Papá, ya de uniforme —¡qué guapo está!— baja conmigo al jardín en este dulce anochecer de septiembre.
—Cuando volvamos a reunimos aquí, habremos ganado la guerra —dice, paseando con las manos a la espalda—. Las nenas serán aquí tan felices… y tú, tú también, ¿no es verdad?
—Sí, papá.
—Para entonces, mi hermana habrá aparecido… ¡capaz es de estar por ahí sin decir una palabra con tal de hacerme rabiar! He preguntado a mucha gente, y me dicen que debieron llevársela en las primeras expediciones de Alicante y Valencia… A lo mejor te la encuentras por allí… Bueno, hija, no me tengas sin noticias… Que escribas a las señas que te he dado. Yo, al Albergue hasta que te instales con tus hermanas. En Valencia estaréis bien… Allí no pueden faltar frutas y verduras. En seguida te presentas a la Junta de Evacuación para que os den cartilla de racionamiento… Ya verás, hija… Hay un jardín cerca del lecho del río… porque hay puentes, pero no río. ¡Qué clima maravilloso…! Yo estaré tranquilo sabiendo que estarás bien.
—Pero ¿y tú, papá? ¿Y tú?
—¿Yo? Si yo estoy ya bueno y sano… y ya era hora. Un año de pleuresía…
—Sí, pero ¿y la guerra?
—Pues la guerra la ganaremos porque es justo, ¡es justo, Señor! ¡No hay castigo bastante para el que desata las revoluciones! Quitarle a un Gobierno sus medios de defensa y volverlos contra él y el pueblo, es la más espantosa de las traiciones…
¡Ya es mañana! El camión sale al amanecer y he de dormir en Madrid, en casa de María Luisa, que me lo ofrece. Papá me acompaña llevando la maleta.
¡Adiós, casita bonita! ¡Adiós, Chamartín! Adiós… Me voy a Valencia…
Los árboles de la Castellana, que este año no se han regado, están amarillos, y las aceras, llenas de hojas secas… Está nublado, y corre un airecito frío, cortante, de otoño…
Papá prefiere no subir a casa de María Luisa y nos despedimos en el portal:
—Adiós, hija… Hasta pronto…
Está sereno, y hasta me parece alegre.
—Adiós, papaíto mío. ¡Qué no te pase nada…!
Se va… Le veo marchar inclinado… Ahora que cree que ya no le veo, anda despacio como si llevara un saco de pena sobre la espalda…