EN los árboles frondosos del Prado han aparecido unos carteles: «Los revolucionarios no se detienen, se encauzan». Ya vienen pocos aviones. La Puerta del Sol tiene destruida una parte, pero todas las noches seguimos oyendo por radio las campanadas del reloj de la Gobernación, y eso tranquiliza.
Papá dice que mientras ese reloj suene, Madrid sigue en pie. Sin embargo, una noche no lo oímos y papá se asustó: —¡No ha sonado el reloj!
—Yo no lo he oído…
Y estoy segura que mi padre no duerme esta noche…
Sin embargo, por la mañana se volvió a oír y a papá se le iluminaron los ojos:
—¡El reloj! ¿Has oído?
—Sí, papá…
Creo que una bomba lo tiró al suelo, pero a las pocas horas fue compuesto y colocado en su sitio…
—Un reloj como ése… es como el corazón de una ciudad… Disparar contra él es una maldad espantosa…
Desde que Fifina se fue con sus tías a Albacete… (Fifina, silenciosa, discreta y diligente como un hada…) y el fraile y su hermana se marcharon a Barcelona, Guadalupe y yo estamos solas para atender a papá en esta casa vacía, y pasamos horas y horas en las colas en espera de comestibles.
Casi no ha amanecido y ya estoy en la cola de la leche. Es una calle embarrada en Chamartín por donde pasa el tranvía. La puerta de la lechería, estrecha y de vidrios empañados, permanece cerrada hasta las cinco. Son las tres y media cuando llego a ella y me pongo la última de la fila de bultos arrimados a la pared.
Hace fresco y me subo la bufanda hasta taparme la barbilla y las orejas.
—Buenos días —dice otro bulto que llega.
Unos contestan y otros no. Una voz de mujer dice:
—No se dice «Buenos días», compañero. Se dice «Salud».
—Bueno, pues salud… es lo mismo.
—No es lo mismo.
Y se empeñan en una discusión por si es lo mismo o no es lo mismo decir uno u otro.
—Es como decir «Adiós» —dice una voz de hombre—. Yo al primero que me diga «Adiós» le doy una guantá…
—Eso es porque a Dios le hemos evacuao —dice una mujer que está delante de mí…
Todos se ríen.
—Esta Caramba tié la sal por arrobas…
Detrás de mí ha llegado una mujer envuelta en un mantón. Mis ojos, hechos ya a la oscuridad de la noche, perciben hasta los rotos del mantón, y la enorme lechera de aluminio que tiene la mujer en la mano.
—¡Ay! —suspira, deseando hablar—. Es muy temprano, ¿verdad?
—Muy temprano… y ya ve cuánta gente hay ya… Algunos deben de pasar aquí la noche…
—Claro… y así están seguros de que les toque algo… tan y mientras que a nosotras ¡a saber!… Y es que too se hace mal ahora… Ni sabe una cuándo ponerse a lavar, ni cuándo encender la lumbre… ni cuándo ir a la cola de la carne… (en la carretera hay carne de caballo a las once) ni ná de ná… Vive una sin simetría.
Comienza a amanecer. Un hombre vestido de harapos está en la cola seis o siete puestos después que yo. Una mujer le dice:
—¡Compañero! Eh, compañero… Es a usté, el del saco… Digo que porqué no se va por ahí, por el pinar, que siempre hay algún fiambre… y le quita los calzones y el gabán… que ésos los tienen buenos, y se los pone en lugar de esos pingos mugrientos que lleva…
—Me da… un aquél… desnudar a un muerto manque sea fascista… —contesta el hombre con dificultad, como si tuviera trabada la lengua.
Pasa un coche con milicianos, y una señora vieja que saca la mano y dice adiós:
—Adiós, adiós, hija… adiós, hija…
Todos miran al coche hasta que desaparece en la plaza.
—¿A quién ha dicho adiós? —pregunta la Caramba, que está delante de mí. Nadie contesta.
—Pues ella le ha dicho adiós a alguien, y se me hace que es doña Mariana, la cambista… ¡Menuda sanguijuela, la tal vieja! Y luego mucho ir a misa… —de pronto se da un golpe en la boca—. Anda, si está ahí la hija… en la cola… Es esa medio cegata que ni se ha enterao de ná… Pues me paece a mí que a la madre la iban a dar el paseo…
El corazón se me aprieta, y me duele, y me tiemblan las manos…
¡La madre decía adiós porque la iban a fusilar y la hija está ahí sin saberlo! ¡Dios mío!
—Señora… compañera… ¿Está segura de que era la madre de esa… joven? ¿Y usted cree que…?
Se oye una descarga.
—¡Ya la han dao! ¿No ha oído? Si en cuanto he visto a los que iban con la vieja me he imaginao lo que pasaba… La han afusilao ahí mismo… junto a la tapia de los frailes…
Ya no habla conmigo sino con un grupo de la cola que se ha enroscado en torno de ella… La pobre hija, que es la tercera de la cola, habrá pasado aquí la noche para llevar leche a su madre, y cuando vuelva… ¡qué horror! Me parece ver siempre la mano: «Adiós, hija… adiós; adiós, hija…».
Han abierto la lechería y la cola se ordena rigurosamente por orden de llegada.
—Porque si ahora no se cumple la ley, no sé cuándo se va a cumplir —dice la pobre mujer que está detrás de mí, y que no ha hecho ningún comentario a lo del coche.
Van entrando uno a uno, y salen deprisa, triunfantes…
—Salud… salud… —se despiden.
También sale la joven, y todos la miran… No dice nada ni se despide de nadie.
—Ésa ya está aviada… —dice la Caramba—. Siempre dije que no había Dios y que aquí se paga too el mal que se hace. Aquí está el infierno y el purgatorio y toos los cuentos que dicen los curas…
La mujer que me sigue en la fila dice bajito a mi oído:
—Pues mal lo va a pasar ella…
Me vuelvo a mirarla y mis ojos parecen inspirarle confianza porque dice:
—Ahí donde la ve usted, compañera, más de una vez y más de dos han comido ella y sus hijos porque se lo ha dado doña Mariana la cambista… que todo hay que decirlo… y la señora de don José el del Pino, que la llevaba a comulgar con ella los domingos… y es ella la que la ha denunciao… y a todos les han dado el paseo en casa… que no sé si queda el gato… porque la perra se está muriendo ahí a la vuelta…
Han ido entrando en la lechería y ahora es la Caramba la que está dentro… Cuando yo voy a entrar, sale la lechera y dice:
—Se ha terminado la leche…
—¿Cómo? ¿No hay nada?
—Nada… y ya mañana no hay venta de leche porque se la llevan toda para los hospitales.
La gente se va sin protestar. La que está detrás de mí suspira:
—No sé qué le voy a dar hoy a mi hija, que está enferma del estómago y no puede tomar otra cosa…
—Yo también tengo enfermo a mi padre…
Seguimos juntas hasta la esquina. La pobre mujer suspira y se envuelve en su mantón raído…
—¿Vive muy lejos?
—No… allí… en la Colonia de la Carreta.
—Yo estoy ahí refugiada… Vivía cerca de la Ciudad Universitaria, pero aquello es un infierno y nos vinimos acá… Mire usted ahí… Ve, la perra de don José…
Miro; en una vuelta de la fachada veo una hermosa perra loba, tirada en el suelo, en un abandono tan atroz como si estuviera muerta. Junto a ella hay en un papel restos de arroz cocido.
—Se lo traje yo ayer —me sigue diciendo—, pero no lo quiere… Se ve que lo que quiere es morirse… Acompañó a su amo cuando le dieron el paseo allá arriba… y a los hijos del amo… a todos… luego vino a aullar a la puerta, y como vio todo cerrado, se tiró ahí a morirse…
La historia de este animal me conmueve más que todo lo que he oído hasta ahora, y me despido de la mujer…
Papá me espera en la ventana, muy asustado porque ha oído caer cerca un obús.
—¡Ni siquiera he oído nada! —le digo—. ¡En cambio he visto y he sabido tantos horrores…!
—No me cuentes —dice papá—. No me cuentes nada, hija… ni la compasión te haga cambiar tus ideales…
Yo no sé a qué llama papá mis ideales, pero él continúa:
—Ten en cuenta que el Gobierno no tiene un ejército disciplinado, no tiene una policía interna, no tiene nada que le defienda y haga cumplir sus órdenes, más que este pueblo inculto, indisciplinado y desatinado… este pobre pueblo en cuyas manos estamos tú y yo, y no le tememos ¿verdad, hija mía, que no le tememos? Tú has cruzado durante meses todo Madrid dos veces al día por irme a cuidar al Hospital de Carabanchel, y yo nunca he temido por ti… y ahora te oigo salir de casa de noche para ir a las colas y no temo que te pase nada… y aquí estoy solo, y he estado enfermo y solo, con las puertas abiertas en medio del campo, y nunca he temido nada… No, no tememos a este pueblo porque le queremos, y él lo sabe; la inteligencia puede equivocarse, la intuición no se equivoca nunca…
—Sin embargo, papá… yo no quiero hacerte sufrir… pero conozco a una mujer que ha hecho fusilar a toda una familia, y esa familia le daba limosna a ella y a sus hijos…
¡Limosna, limosna! —papá habla a gritos, como siempre que se exalta—. ¡Pero el pueblo no quiere limosna!… y lógicamente, odia al que le humilla dándosela… Así los reyes lavaban los pies a los mendigos, pero sin dejar de ser reyes ellos y parias los otros… No, no es eso, hija mía, no. El pueblo tiene derecho a trabajar, porque todo el mundo tiene capacidad para ocupar sus manos, o su inteligencia, en algo útil… quiere vivir en casas que le ofrezcan un poco de bienestar, quiere vestirse con decencia, quiere escuelas para sus hijos… No míseras escuelas, sino la escuela única, la escuela que ya existe en América, donde el hijo del obrero se sienta en el mismo banco que el hijo del propietario, sin más diferencia que las limitaciones impuestas por la misma naturaleza… Eso queremos, eso, tú y yo para el pueblo, y eso le hubiera dado la República… y esa esperanza viene a quitársela esta revolución de aristócratas y de lacayos…
¡Qué bueno es papá! Sigue y sigue, explicándome cosas y sistemas, pero yo pienso que grita y grita y ya no tiene fatiga…
—¡Papá, ya estás bueno!
—Sí, estoy bueno… y ya llega la hora de que nos separemos. Voy a pedir que me den de alta…
Ya está decidido… Papá se ha presentado no sé dónde y dentro de unos días él se irá, y yo también… Yo, antes, tal vez. Me iré a Valencia con las niñas y Valeriana. Hay que evacuar Madrid, donde ya no va habiendo qué comer…
Y miro este jardín verde y fresco que regamos Guadalupe y yo, el estanque de aguas azules, la pérgola donde cuelgan los racimos de uvas, todavía agraces… ¡qué tristeza dejar esta casita!