HE bajado al jardín en esta plomiza mañana. Un viejo jardinero cava lo que hasta ahora fue pradera verde para sembrar habas. Sentada al borde del estanque me dejo calentar por este dulce sol de invierno y aspiro la frescura de la tierra removida.
El constante tiroteo del frente y el bombardeo de la ciudad se han hecho tan habituales que apenas se les da importancia. Sólo la llegada de los aeroplanos inquieta aún.
—¡Hermoso día, señorita!
Me asusto al oírme llamar así. Desde que empezó la revolución siempre me han dicho «compañera».
—Hermoso, es verdad.
—Ya se huele la primavera… ¡Si no tuviera uno tantas desgracias encima…!
Pregunto por Juan, el jardinero que venía en los primeros tiempos.
—Lo movilizaron… y me creo que lo han hecho sargento… ¡Era un chico muy majo…! Ojalá tenga suerte…
El viejo suspira y vuelve a cavar.
¡Qué perfume a paz sale de la tierra…! Guadalupe viene a advertirme que se va a la tienda, porque es día de racionamiento. Lleva la cartilla y la bolsa de hule con botellas… no sea que den aceite, o vino, o vinagre. El otro día, por no llevar botellas nos quedamos sin los cien gramos de aceito que nos correspondían.
Observo al viejo y le veo limpiarse los ojos con el revés de la mano… Está llorando. Por decirle algo:
—Yo creía que Juan era hijo suyo.
El pobre hombre estalla en sollozos que no puede reprimir y se limpia con un gran pañuelo que saca de entre la faja.
—No…, no, señorita… Cuatro hijos tenía, como cuatro pinos, y ya no sé si me queda alguno… ¡Maldita revolución!
Con largos intervalos de silencios, de limpieza con el pañuelo y de golpes de azada, voy sabiendo que el infeliz ha perdido sus tres hijos mayores en la toma de Tala vera… Del pequeño no sabe nada.
—Era una criatura, señorita… Entoavía pegao a la madre, que aunque tenía dieciséis años, no representaba catorce… ¡Un corderillo mamón…! Pero venía la noche del siete de noviembre y se le llevan al frente… Dende entonces no hemos vuelto a saber de él…
Me dice que su mujer está ya muy vieja, que se está quedando ciega de llorar, y que la está engañando diciéndole que ha sabido del pequeño…
—¡Ya es lo único que le queda, señorita!
Vuelve Guadalupe toda desconsolada. Antes de entrar me muestra por la reja una escoba y estropajos.
—Hoy no tenían más que esto para darme…
—Pero ¿cómo? ¿No le han dado arroz o lentejas?
No, no le han dado más que esto. Ya tenemos cinco escobas nuevas… Pero ¿qué vamos a comer? Aún conseguimos algo de leche y un poco de pan…
El jardinero me dice que él sabe dónde me venderán algarrobas. Tal vez una fanega. Tienen gorgojos, pero escogiéndolas con cuidado antes de ponerlas en la olla y cambiándolas dos veces el agua al hervirlas… Guadalupe se va en seguida con un saco al lugar señalado por el jardinero.
Papá, sentado al sol en el balcón de su cuarto, me habla:
—Qué dices, ¿eh? Hoy se olvida uno de todo…
El jardinero mira hacia arriba poniéndose la mano de pantalla.
—Ha estado muy malito su papá, ¿verdad, señorita? Lo he oído decir en la colonia…
—Sí…, muy mal. Pero en cuanto esté bien del todo, tendrá que volver al frente…
—¡Válgate Dios, qué miseria de vida…!
Vuelve a cavar. Se oye lejano el tiroteo del frente, y algunas abejas se atreven a volar sobre las maravillas en flor. El cielo es azul claro y el campo aterido de la noche se deja esponjar por el suave calorcito del sol…
—¡Ni casi paece que pasara ná! —dice el jardinero—. ¡Y mire usté si pasa…! ¡Y cualquiera sabe quién tié la razón…! Los de las derechas y los de las izquierdas empeñaos en que tién la receta pa hacernos felices, pero en el entretanto a machacarnos los liendres a los que no sabemos ná de ná… Yo discutía de esto con mis pobres hijos… y ellos me decían que no luchaban por ellos, que esta generación se tenía que sacrificar… ¡Cosas que habían oído en los mítines y en los discursos del centro…! Que luchaban por los que venían detrás de ellos… ¡Mire usté qué necesidá tenían de ocuparse ellos de los que no han nació aún…! ¡Ya ni siquiá nietos voy a tener…!
Calla y vuelve la cabeza. Se limpia después en el revés de la mano…, otra vez llora.
Fifina vuelve de la cola de la leche.
—Hoy sólo me han querido dar un litro y más de la mitad es agua… Mira…
—Deja la leche en la cocina y ven a sentarte aquí… ¡Mira qué mañana divina!
De pronto, un largo alarido pasa sobre nuestras cabezas y estalla con ruido espantoso muy cerca.
—¡Una bomba!
—¡Una bomba, hija! —dice papá—. Sube.
El jardinero continúa cavando:
—¡Miá si Dios quisiera…!
Apenas un minuto y otro alarido y otro estallido tan cerca que los cristales tiemblan fuertemente. En seguida otro, y otro… Se oyen gritos a lo lejos y vemos correr gente por el campo. Fifina, papá y yo miramos por el balcón… La voz del jardinero en la puerta de la casa:
—¡Qué me voy! ¿Han oído? ¡Qué la mujer debe de estar asustada…! Salud. ¡A la tarde volveré…!
Cierra la puerta con estrépito.
Papá opina que debe de haber cerca un objetivo militar y que están afinando la puntería hasta dar con él… Deberíamos bajar… Estaremos más seguros.
En las butacas del hall esperamos oyendo de cuando en cuando el agudo silbido que pasa sobre el tejado… Poco a poco se va espaciando y al fin cesa.
Papá dice:
—Creo que sería conveniente trasladar todos los muebles a Madrid… Si este barrio comienza a tener importancia militar, no está seguro… El mejor día se meten por Tetuán y se corren hacia aquí… Háblale a María Luisa… Tal vez tenga una buhardilla donde se pueda trasladar todo…
En dos carritos se van llevando poco a poco todos los muebles de la casa, los paquetes de libros, los cuadros, las alfombras… Sólo nos han quedado las cosas justas…
María Luisa no se ha limitado únicamente a recibir nuestros muebles, sino que me habla de una institución donde dan alimentos a los enfermos. ¡Y es una verdadera riqueza lo que me entrega! Latitas de cacao, azúcar, sustancia de carne, arroz y hasta una lata de aceite… ¡Ahora sí que se va a reponer papá!
Una vecina me promete un huevo diario… Casi volvemos a la abundancia. Todos mis tesoros los guardo en el armario, en la alcoba de papá. Él nunca se mueve de allí, y es donde están más seguros…
Papá se resiste a comer él solo de aquellas riquezas, y es preciso hacer por la mañana cacao para todos. Ángela, que es la hermana del fraile, lo hace y lo sirve. ¡Tocamos a muy poco para hacerlo durar más! El cacao disuelto en más agua que leche y con poquísimo azúcar nos sabe a una golosina exquisita. Papá me dice:
—Todas las mañanas, cuando bajas al jardín, entra aquí Ángela y abre el armario… Hoy la he visto guardarse algo en el bolsillo…
Abro el armario y me quedo aterrada. ¡Todo ha disminuido notablemente! De aquellos paquetitos de cacao que hoy por la mañana quedaban tres, sólo queda uno… Mi indignación hace reír amargamente a papá:
—Hija, nos hacemos malos, miserables… La miseria nos va invadiendo el alma. No le digas nada a esa pobre mujer, pero cierra el armario con llave.
Sin embargo, por la noche no puedo dormir. Le cuento a Fifina mis temores, y a media noche nos levantamos. Hay luz en la cocina y un olor agradable invade la casa. Bajamos descalzas.
—¡Está friendo en la sartén! ¿Qué fríe?
Por el ojo de la llave vemos a Ángela y a su hermano. ¡Están friendo huevos! En la chocolatera hace cacao…
—Estoy furiosa. ¡Mientras estos dos se dan la buena vida, el pobre papá come arroz con sebo…!
Quiero entrar y Fifina me tira del brazo:
No, no…, ¡déjales! Esta noche decidiremos…
Por la mañana bajo a la cocina. Ya están Guadalupe y Ángela encendiendo la lumbre y removiendo cacerolas…
—Hoy no tengo que darle a usted cacao, Ángela… Puede hacerlo con el que sacó ayer del armario de papá…
—Bueno…
¡Y lo hace y lo sirve tranquilamente!
Cuento a papá lo que ocurre, y hablando los dos acabamos de comprender que aquel huevo diario que me prometió la vecina se lo come el fraile… ¡Habrá frescos!… Y el aceite, ¿de dónde lo sacan?