Éste es el número. Apenas he pisado el portal, un espantoso choque conmueve toda la casa… Salgo a la calle… Aquí no debe de vivir nadie… De pronto se abre la puerta de la portería y sale un hombre, tarareando algo, como si no ocurriese nada.

—Compañero, me hace el favor de decirme si viven aquí unos señores que…

Sí, viven aquí, pero anoche el bombardeo fue tan intenso que se han trasladado a casa de unos amigos que viven cerca de Princesa…

—Creo que la chica está arriba ahora —me dice—. Es piso cuarto… El ascensor no anda. Izquierda —me grita cuando subo.

Todos los pisos están abiertos de par en par. En algunos se ven personas que andan de un lado a otro.

Un espantoso estallido estremece la escalera… No sé qué hacer… Ya estoy en el tercero… ¡Ha debido caer una bomba aquí mismo!

La puerta de Fifina está abierta, como todas. Entro. Un saloncito con sillones volcados… Un enorme agujero en la pared y las puertas del balcón caídas… El pasillo… Piso escombros, y yeso que se aplasta bajo mis pies… En el dormitorio está Fifina, envolviendo en una colcha, sobre la cama, un paquete de ropa…

—¡Fifina!

Otro choque espantoso en la casa…

—Pero ¿cómo estás aquí? Esta casa se va a hundir de un momento a otro…

—Ya sé —me dice sonriendo—. Ya sé… Me he escapado sin que me vean las tías…, pero no puedo dejarme lo necesario… Anoche salimos con lo puesto… Y en estas horas que faltamos lo han robado todo… Se han llevado los cubiertos de plata, las alhajas y todas las sábanas…

—Claro…, dejasteis la puerta abierta.

—No, es que no se puede cerrar; con el bombardeo se ha desnivelado todo.

Mientras habla, va atando las cuatro puntas y metiendo en el bulto la polvera, el frasco de la colonia, el San Antonio de la hornacina, el retrato de su padre…

—Ha sido providencial que vengas, porque yo sola no hubiera podido con esto…

Otra vez la casa se estremece con un espantoso estallido y oímos caer escombros y cristales… Luego, gritos.

—Vamos —dice tranquilamente Fifina—. Vamos.

—¿Qué habrá pasado? —digo temblando.

—Nada… Hace ocho días que vivimos así… Anda, ayúdame… Sostén por esa punta…

Salimos a la escalera y bajamos casi arrastrando el enorme bulto, cuando otro estallido nos hace rodar… Fifina no suelta su colcha y veo que ha descendido un tramo rodando…

—¡Jesús! —digo—. ¡Nos van a matar!

La escalera está llena de sangre. Tengo miedo…, no sé si es miedo o frío, pero los dientes me castañetean…

Fifina sigue tranquila arrastrando su paquete, como un escarabajo dorado, ¡porque Fifina es rubia!

Ya en el portal encontramos al portero.

—¿Se va del todo? Yo voy a ver si puedo cerrar la puerta de la calle —dice.

—¿No queda ningún vecino? —pregunto—. Se han oído gritos…

—Sí, ha sido la del segundo… Se ha quedado sin mano… Era un pingajo cuando se la han llevao. Me paece a mí que no salva la mano, y del mal el menos. Echaba sangre como un marrano… Hasta otro día. Salud.

Salimos, y al cruzar el dintel un estallido espantoso me hace gritar…, y junto a nosotras pasan pedazos de hierro. Algo me ha dado en un hombro… rompiendo el vestido.

El portero está caído de bruces y no se mueve.

—Anda…, vámonos —dice Fifina—. No nos podemos detener.

—¿Ese hombre?

—Deja…, vámonos…

Corremos, tirando del paquete cada una de un lado…, pero ahora tenemos que subir por una de esas calles perpendiculares que barren los tiros de fusil. El enorme paquete nos impide ir deprisa, y avanzamos a envites, como podemos…, las balas silban en nuestro oído. No hay nadie en toda la calle. El cielo, gris y bajo; el aire frío de otoño… ¡Tiemblo!

—Vamos, vamos —dice Fifina—. Sigue tirando del paquete…

¡Ya hemos llegado al portal! Allí encontramos dos señoras ancianas que, al vernos, se persignan.

—¡Dios sea bendito! ¡Ya estás aquí! Pero ¿por qué has hecho eso…? Y usted, señorita…

—Es Celia…, del Albergue.

Entramos en una habitación interior: está la luz encendida a esta hora de la mañana. Hay un hacinamiento de gentes aquí dentro… Un señor, otra anciana, una niña preciosa, una jovencita que me mira sonriendo, sin hablar…

—Es sorda —me dice Fifina.

Dos muchachos… Por el suelo, baúles abiertos, maletas, cuadros atados juntos. Sigue aquí también el fragor del bombardeo, aunque atenuado. Me dicen que los pisos altos están destrozados, pero como la casa tiene siete pisos…

—Me manda María Luisa a buscarte, a ti y a tus tías…

Hasta ahora no había podido decirlo.

Las dos señoras protestan. Ellas no se van de aquí por nada en el mundo. El bombardeo cesará y podrán volver a su casa.

—¡No os hagáis ilusiones! —dice Fifina.

Bueno, pues si no pueden volver, en escapaditas como la de ahora, se irán trayendo la ropa, los cubiertos de plata, el cristo de marfil…

Fifina me mira… ¡Todo eso se lo han robado…!

—Y tú, Fifina, ¿no te vendrás conmigo?

—Sí, sí, ella que se vaya… —dicen las tías—, que se vaya… Así estaremos más tranquilas.

Pero Fifina se resiste a marchar. ¿Dónde iría? En el Albergue ya no queda nadie y no tiene más familia que sus tías.

—Te vienes a mi casa. En Chamartín está más tranquilo… La casa es grande, y como ya se han ido mis hermanitas…

No quiere, sin embargo. Es tarde ya, tal vez mediodía, y papá estará intranquilo. Nos asomamos a la puerta del portal… Las balas siguen barriendo la calle solitaria, y el estruendo de los cañonazos se oye a intervalos casi regulares… Todo está gris, envuelto en una tristeza trágica… Saldré a la calle inmediatamente después de un cañonazo y antes de que suene el otro tendré tiempo de llegar a la calle de la Princesa.

—Pero ¿y las balas? ¿No las oyes?

No tengo más remedio, sin embargo, que aventurarme por la calle arriba…

—¡Te acompaño! —me dice Fifina, heroica…

Corremos por la acera, pegadas a las casas. Silban las balas y dan en los tejados y en las piedras de las calles con un ruido seco.

Corremos, corremos…, cruzamos una calle y nos detenemos un poco junto a las casas que por estar paralelas al frente nos defienden de las balas…

—¿Seguimos?

—Vamos…

Y otra vez a correr desatinadas… Cruzamos otra calle, y otra… ¡Ya estamos en la Princesa! Apretándome el pecho para contener los latidos del corazón descanso apoyada en la pared. ¡Gracias a Dios que hemos llegado!

—Aún te falta mucho para llegar a San Bernardo —me dice Fifina—. Yo me vuelvo.

—¿Pero no te venías?

—No…, era por acompañarte… ¡Algo había de hacer por ti, que te has expuesto a todo por venir a buscarnos! Adiós, Celia.

Y desaparece detrás de la esquina, corriendo sola por la calle barrida por las balas. Sólo ahora me doy cuenta del valor de esta criatura. ¡Extraordinaria Fifina!

Frente a mí veo cargar una carreta… Más allá hay otra, y otra… Los vecinos se llevan lo que pueden…, lo más valioso o lo más querido…

El carretero que sale de la casa cargado con una maleta y un estuche grande va renegando:

—¡Si me matan la mula, me la tendrán que pagar ustedes! ¡Maldita sea…! ¡Si yo no debía haber venío, que lo primero es mirar por el pellejo de uno…! ¿Nos vamos o no? Yo ya no cargo más. ¡Arriá!

Se va.

Yo, siempre pegada a las casas que me defienden, voy hasta la primera esquina. ¿Habrá más balas? No hay más remedio que cruzarla. Casi de tres saltos me encuentro al otro lado… Y así de calle en calle y de susto en susto, llego al boulevard. Ahora no hay más remedio que seguir por esta calle que acaba en Rosales…, a unos metros del frente. Hay otras personas que, como yo, están paradas en la esquina sin decidirse a exponer el cuerpo a la ancha calzada abierta a las balas y a los obuses que levantan trozos de calle. ¡No hay más remedio!

Como en una pesadilla corro, corro desatinada, palpitándome el corazón tan fuerte que casi me ahoga… Hay un carro tumbado con la mula herida…

¡San Bernardo, al fin! Aquí llegan todos los carritos que descargan en los tranvías… y viajo entre una máquina de coser y un enorme paquete de colchones…

En el Albergue aún está María Luisa discutiendo con un miliciano…

—No me dejan sacar los colchones —dice, llorosa—. Van a habilitar esto para un cuartel y dicen que lo necesitan todo… ¡Qué va a ser de nuestros niños esta noche sin tener dónde acostarse en Valencia!

Hablo con papá por teléfono, aunque sin contarle este problema de las camas. Él ha almorzado ya. Guadalupe le ha cuidado muy bien, pero estaba intranquilo por mí…

Paso la tarde en casa de María Luisa. Hay una inmensa tristeza en esta casa por el hijo preso. Sin embargo, a ellos no les falta nada. Carne (que en mi casa no hay), mantequilla, postre de dulce… La madre me dice en un aparte:

—Están ya a las puertas de Madrid… Anoche, en el piso principal han recibido una carta del marido, que es capitán, y estaba de guarnición en Burgos… La han encontrado debajo de la puerta. Les dice que está ahí, a unos pasos…

—¿Y quién ha traído la carta?

—No se sabe… Pero quiere decirse que alguien del otro frente se pasa a Madrid… Con todo este fusilar a montones todas las noches estos condenados… Han abierto las puertas de las cárceles… Vivimos entre criminales…

Anochece cuando vuelvo a casa en el tranvía… Al bajarme en la carretera de Chamartín para tomar la de Ciudad Lineal, voy detrás de un grupo de hombres silenciosos… El que va entre otros dos me parece que lleva atadas las manos…

Se paran y colocan a este hombre junto a la tapia de un jardín… ¡Comprendo…!

—¡No, no, por Dios!… no lo fusilen…

No me habían visto, tal vez. Se vuelve uno hacia mí y me dice:

—Sigue tu camino, compañera, y no te metas donde no te importa ¡Estas mujeres!

Apresuro el paso, enloquecida. Me tapo los oídos… Corro… ¡Y oigo el estampido de los fusiles!

Bajo por la calle de hotelitos donde está mi casa, siempre corriendo, huyendo no sé de qué… En la puerta del jardín hay alguien… y maletas. ¡Es Fifina!

—He preferido venir… —me dice—. Sólo así las tías se decidirán a dejar aquel infierno…

Duerme en la habitación inmediata a la mía, en la camita de Teresina. ¡Teresina mía! ¿Tendrás camita esta noche?

Aún no ha amanecido cuando oigo golpes en la puerta… Guadalupe y yo salimos a abrir descalzas y a medio vestir… ¡Hay más de quince personas en la puerta del jardín! Son las tías de Fifina y toda la gente que vivía en aquella casa. Les han obligado a evacuar todas las casas del barrio de Argüelles… Y aquí están, con sacos y maletas… Un poco avergonzados y tiritando de frío en esta noche lluviosa de otoño…

—Pasen, pasen… Ya nos arreglaremos todos…