—¡Es como volver a vivir! —dice papá, pero tiene lágrimas en los ojos.
¡Cómo no pensar en tía Julia!
¡Dios mío, qué casa…! ¡Pero este retrato es de mamá!
—Sí, hija… tu madre, cuando nos casamos…
El comedor, con las paredes tapizadas de tela aterciopelada, los muebles de roble, y el retrato de mamá pintado al óleo en un marco ovalado…
—¡Si está aquí la «Santa María»!
En el hall, que es grande y tiene grandes sillones, está aquel barco que mis padres encargaron cuando yo era chiquita…
Arriba, los dormitorios… mi cunita de niña, los cuadritos que yo pinté calcándolos con papel de seda de las ilustraciones de un libro… ¡El armario de caoba de mamá! Papá, sentado en un butacón, me mira:
—Todo esto se lo debemos a la pobre Julia, que lo ha conservado como reliquias… ¡Con qué ilusión amuebló la infeliz esta casa…!
Pero papá reacciona ahí en seguida:
—Bueno… lo único irremediable es lo de Gerardo… a tu tía la veremos aparecer en cualquier momento. Afortunadamente, a las mujeres no las fusilan…
Yo no me atrevo a decirle que está equivocado. Los días siguientes soy tan feliz que casi olvido los horrores que nos rodean.
Papá continúa en la cama porque la fiebre no desaparece. Valeriana trabaja de la mañana a la noche, limpiando y fregando. Las nenas y yo pasamos las horas en el jardín…
Todos los días descubrimos algo. Ellas están como en una casa encantada… En aquel rincón, tapada entre los jazmines, hay una conejera… El estanque tiene un sumidero en el lado de la pérgola… la puertecilla chica de la escalera da a una buhardilla enorme… la parra del rincón tiene uvas.
—¡Pero están verdes, Teresina! ¡No se pueden comer!
¡Y hay un sapo entre la hiedra de la pared del fondo!
—¡Cuándo podré bajar al jardín! —dice papá.
Las nenas le ponen sobre la cama hojas de violetas, ramitos de ruda, puñados de hierbabuena…
Valeriana sube una tarde al cuarto de papá, donde estamos los dos.
—Ahí está una joven que quiere hablar contigo. Dice que es de las que han llegado de Talavera hoy…
—¡De Talavera! —dice papá—. Allí se está librando batalla ahora…
La muchacha es alta y fuerte. Me cuenta que ha llegado esta mañana con otros cientos de personas… los fascistas han tomado Talavera…
—¡Horrible ha sido, señorita! Ardía toda la ciudad ayer tarde, como un brasero. Por la noche se veía el cielo rojo de las llamas… yo he salido con lo puesto, como todos… Aquí nos han recogido en ese convento de la carretera, pero ya no se cabe dentro. Un miliciano me dijo que viniera a hablar con ustedes… No he servido nunca. Era modista. Pero si ustedes están conformes, puedo quedarme por la comida…
Consulto a papá, y como le parece bien, la muchacha, que se llama Guadalupe, se queda para ayudar a Valeriana. Muy pronto las nenas la rodean agarrándose a sus faldas y exigiéndole un cuento.
Vuelvo a mis guardias en el Albergue. Dos veces por semana paso allí el día, y otras dos la noche. Fifina ya no está, ni tampoco Carmela, que es ahora enfermera de la Cruz Roja; en cambio está Laurita de los Ríos, la hija del Ministro, y una chica andaluza, hermana de García Lorca el poeta. Laurita tiene una paciencia milagrosa para cuidar de los niños.
Mi guardia de día comienza muy temprano para relevar a las que han pasado la noche en vela. Salgo de casa a las seis y voy andando hasta la carretera de Chamartín por donde pasa el tranvía. No miro a los lados… tengo miedo de ver…
Sin embargo, hay unos pies juntos, inmóviles, con los talones apoyados en el suelo, y me sobresaltan. ¡Pies de muerto! Y allí está, en el borde de la cuneta, de cara al cielo, los brazos abiertos y ¡tiene los ojos vidriosos ya! Corro hacia el tranvía…
Algunas veces veo mujeres que van apresuradas por el camino. El conductor del tranvía las increpa, asomando medio cuerpo fuera.
—¡Corred, corred, que hay carne fresca junto al canalillo! ¡Curiosas! Más os valía estar lavándoos los zancos… ¡Marranas!
En el tranvía algunos se ríen, pero la mayor parte no abandona ese aire de seria dignidad que tiene ahora el pueblo.
Por el camino la gente se levanta varias veces señalando…
—Allí hay uno junto a la tapia…
—En los desmontes… Allá, justo al final…
—¡Hay una mujer!… No, dos mujeres…
¡Dios mío! ¡Pobre tía Julia! ¡Y papá que decía…!
Algunas noches estoy de guardia con Laurita…
—Tienes noche Myrurgia —me decía, con la palangana y la esponja en la mano—. Prepárate, Celia…
A las nueve ya están todos los niños dormidos, y ella y yo andamos por los dormitorios de puntillas.
—Lo mejor —me dice— es cerrar las ventanas… y en la madrugada abriremos… cuando la hora de los paseos termine… Anteanoche un pobre hombre pedía socorro cuando le iban a fusilar… ¡Es horrible! Se despertó un niño aterrado… No todos tienen el valor de morir en silencio…
Hablamos. Tiene una espantosa preocupación. Cree que han matado al hermano de Isabel García Lorca… que le han fusilado los fascistas, allí en Andalucía… Pero ¿cómo decírselo a su hermana?
—¡Ahora todo se soporta! —digo, y le cuento lo ocurrido en casa de tía Julia—. Papá, recién operado, ahogándose aún, ha tenido que saber…
Luego hablamos de María Luisa. Está enferma. Al fin no se llevaron a su padre, pero sí a su hermano, que está preso en el convento de San Antón… Allí está Maeztu, el escritor Muñoz Seca, algunos coroneles del ejército… Tal vez no les maten. El otro día salió un camión de presos para un castillo de la Mancha… y no llegó… En el camino los fusilaron…
—¡Yo creo que voy a enloquecer! —digo en un momento de desesperación.
Laurita me aprieta la mano y después de un silencio dice:
—Vamos a ver si se ha despertado algún niño… Eso es lo nuestro… no podemos hacer otra cosa…
Algunos días no salgo de casa. Las mañanas en el jardín bajo los árboles, en el cenador del rincón, o en la pérgola, son paréntesis en el párrafo de horrores… De pronto suena el motor de un aeroplano… y lejos las sirenas con el desgarrador lamento…
—¡Nenas, aquí… venid aquí…!
Las tomo de las manos y nos tiramos al suelo… ellas se ríen, divertidas…
Pasa bajo… muy cargado… ¡Bummmm! ¡Bum! ¡Bum! Caen las bombas cada vez más cerca… ¡Papá, solo, arriba en su cuarto, pensando en nosotras!
Aún oigo tres estallidos más y al fin los aeroplanos se alejan…
Subo a tranquilizar a papá. Teresina sube también, contentísima.
—… y nos tirábamos al suelo… Y hacía el «aroplano» ¡bum!, como si fuera un lobo… y luego ¡pum, pum, pum! Y luego se fue. ¿Vendrá otro, papá? Di, ¿vendrá otro?
—Me temo que sí, que vendrán muchos, hija…
—¡Qué gusto!
—Más vale que lo tome así —dice papá—. Imagínate lo que sería si viéramos a estas criaturas aterradas… La noche del bombardeo, cuando aún estaba yo en el Hospital, oí gritar a unos niños asustados, y fue para mí peor eso que la amenaza de lo que podría ocurrirme.
Guadalupe va y viene al convento donde están refugiadas las gentes de Talavera. Una mañana voy con ella.
El convento es un inmenso edificio de ladrillo, construido detrás de otros edificios en la carretera de Chamartín…
Cruzamos el jardín ahora abandonado. En el enorme vestíbulo barre una mujer que saluda a Guadalupe y le da cuenta de la salud de los niños…
Subimos dos tramos de escalera y nos encontramos en una larga galería con puertecitas estrechas en uno de los lados. Se oye una voz de mujer cantando:
La novia de Reverte
tiene un pañuelo,
tiene un pañuelo…
Seguimos el corredor hasta el final, y pasamos a otro, y luego a otro. Es un laberinto de pasillos, todos iluminados por el sol, que entra a raudales. Guadalupe me advierte que detrás de cada puerta vive una familia entera en una sola habitación…
Y así puedo verlo al pasar por algunas puertas abiertas. En revuelto montón de trapos, sacos y canastos, veo niños y corros de hombres que tendidos en el suelo sobre un jergón se asoman a mirarme, y mujeres que corren o que bregan con el desorden para organizar la vida de toda una familia.
Las paredes blancas, rebozadas de cal, conventuales… ¿Dónde están las monjas que habitaban estas celdas? Guadalupe no sabe. Cuando ellos llegaron, el edificio estaba deshabitado… En algunas celdas quedaban los banquillos y el jergón de paja que componían el lecho… La capilla estaba, y está, convertida en garaje.
Ya hemos llegado. En el fondo de una galería cosen tres mujeres frente a la ventana abierta y algunos chiquillos juegan con un aro de hierro que atruena el pasillo al caer…
La mujer más alta es la prima de Guadalupe y viene hacia nosotros.
—Ésta es la señorita…
—Mujer… no la llames señorita… eso es de burgueses, ¿verdá usted? Si es de izquierdas preferirá que la digas compañera…
Yo me río. ¡Bah! «En siendo de Zaragoza que me llamen como quieran».
En seguida estoy al tanto de sus desgracias. Tiene siete hijos «que todos caben debajo de un cesto». Su marido era el mejor relojero de Talavera de la Reina. Cuatro oficiales tenía trabajando… que Guadalupe puede decirlo… En su casa sobraba de todo…
—¡Y ya ve usted a dónde hemos venido a parar!
Unas horas antes de la huida ni siquiera podía imaginárselo… Ya hacía varios días que se oían los cañones cerca, pero todos los que llegaban del campo decían que los republicanos resistían bien… Aquella mañana ella vistió a sus niños como todos los días, les dio el desayuno, y ayudó a las criadas a sacar la ropa de la lejía…
—¡Porque ya sabe usted que en una casa hay que estar en todo!
De pronto se comenzó a oír el ruido de tantos aeroplanos que aturdía… Era como si el cielo descendiera hecho motor… y súbitamente, el bombardeo…
La gente corría enloquecida por las calles… se venían abajo las casas, y los trozos de cristales y madera se clavaban en las paredes o penetraban por las ventanas… Ella, con sus niños y su marido apretados contra la pared medianera, que es la más resistente…
Cuando aquellos salvajes acabaron los bombardeos, se fueron por donde habían venido…
—¡Qué cuadro, compañera!
Salieron a la calle y no se podía andar de escombros… de todas partes salía humo… ardían las casas, y los montones de yeso y ladrillos sufrían conmociones…
—¡Porque había mucha gente viva debajo!
Se organizó el salvamento. No se daba abasto a retirar heridos y a llevarse a los muertos. Todo el mundo fue ocupado en ello. Su marido, los oficiales de la relojería, hasta los criados llevaban agua… cuando aún no había pasado una hora, y otra vez el ruido de los motores…
—¡Bien cargados venían ahora y por eso volaban bajo!
Mucha gente huyó al campo, a tirarse entre los surcos, pero no dio tiempo a nada… Otra vez cayeron las bombas con un ruido espantoso, volaron astillas y tejas, y durante unos segundos aquello fue el infierno…
—¡Qué horror, compañera! ¡Qué horror!
Se fueron y la gente que había quedado viva no se atrevía a moverse… Más de una hora pasó hasta que los gritos que daban los heridos decidieron a unos cuantos a salir… Y vino la Cruz Roja, y los médicos…
De pronto comenzaron a decir que en la carretera había camiones… que había orden de evacuar la ciudad en tres horas… que había que irse…
—¡Figúrese usted, con mis siete hijos, sin equipaje, a la ventura!
Ella se resistía a salir, lloraba, se desesperaba… los chicos al verla lloraban también…
—Pero mi marido es muy hombre, ¿sabe usted?, y cuando llega el momento, se impone a todos: «¡Aquí hay que irse ahora mismo porque lo mando yo!».
Las calles eran ríos de gente que iba hacia la carretera… No se lloraba, no. Las mujeres, con sus chicos en brazos, y los hombres, bien serios… bien responsables en aquella hora tremenda.
Los camiones, conducidos por milicianos, se llenaban hasta no poder más y se iban… y más camiones, y más, y más… Nadie sabía adonde iban, ni siquiera se les ocurría preguntarlo.
—Y ya ve usted, yo que tenía siete hijos, ahora tengo ocho, porque se me unió otra criatura… No saben dónde está la madre…
Unos camiones dejaban a la gente en San Martín de Valdeiglesias, otros venían hacia Madrid… ¡Quién sabe dónde está esa pobre mujer que ha perdido a su hijo! Además, cuando ya el camión estaba a mucha velocidad, los aeroplanos lo bombardeaban.
—Y también podían dejarnos al ver que huíamos, y que llevábamos criaturas… Pues nos bombardeaban. Un camión voló entero con todos los que llevaba dentro.
Ella, con sus hijos y su marido, saltó a la carretera y huyó por el campo, a rastras por el suelo buscando la sombra de las matas…
—¡Qué miedo, compañera! Yo sentía que los pelos se me ponían derechos en la cabeza…
Las otras dos mujeres que cosen bajo la ventana han venido a preguntarme:
—¿Cree usted que estaremos aquí mucho tiempo?
—Dicen que los republicanos van a conquistar Talavera…
Un quejido acompasado como de un gatito chico sale de una de las puertas cerradas.
—Es la Mari-Juana —dice la prima de Guadalupe, y abre la puerta.
En la celda encalada y vacía hay un jergón y una manta rota que cubre a alguien… Por el poco bulto creo que es un niño, pero no.
—¡Vamos, Mari-Juana! Hay que conformarse, ¿oyes? Hoy tienes que comer… ha dicho el médico que si no comes te lo echan al estómago con una goma…
Un momento levanto la manta y veo una cabeza desgreñada, con la cara hincada en el jergón.
Guadalupe me cuenta el caso mientras volvemos, buscando la sombra de los árboles en la carretera, roja de luz cegadora de sol.
La Mari-Juana se había casado hacía un año y tenía una criatura de dos meses. El marido era labrador y estaba arando unas tierras en el término. La mujer le llevaba la comida todos los días, y el del bombardeo salió como todos a las once, dejando al chiquitín dormido en la cuna. Cuando volvió a la una se encontró con los camiones en la carretera, apostados ante la ciudad para no dejar volver a nadie y menos a las mujeres.
—¡Compañera, hay orden de evacuación! ¡No se puede entrar!
Ella gritó que sí… que tenía a su hijo, que no podía dejarle allí…
Pero sus gritos y sus lloros sólo sirvieron para irritar a los que estaban allí para cumplir una orden terminante. A golpes, a puñetazos, la subieron al camión y éste partió… Nadie la había hecho caso, nadie había entendido a la pobre mujer que, ronca de gritar, ya no tenía voz…
—¿Y qué habrá sido de la criaturita?
—¡Qué sé yo! La casa estaba cerrada y cuando entren las tropas fascistas ni harán caso de una choza tan pobre… El chiquitín habrá llorado hasta hartarse… y al fin se habrá muerto de hambre y de abandono…
—Quizá no —digo impresionada…
Mediodía; la sombra de los árboles es apenas una mancha junto al tronco. De súbito nos da en la cara el viento fresco, sutil y seco que viene de la sierra, moviendo suavemente las hojas de los árboles que se ponen de canto y con murmullo de seda…
—Comienza el otoño —digo.
Y siento en el pecho esa gozosa emoción que produce el cambio de las estaciones… ¡Otoño!
—¿Oye, señorita? ¿Oye? Vienen aeroplanos… corra, corra…
Corremos hacia nuestra casa, pero no nos da tiempo… ya vienen… Ya están aquí cargados de bombas, con vuelo pesado, amenazador… como si todo el cielo fuera a caer sobre nosotras, deshaciéndonos sin perdón…