—Albergue de Serrano… Muchos, no, cinco… Pero en estos desmontes debe de haber más porque se han oído muchas descargas esta noche. Sí, compañero, cuanto antes, porque a las siete levantamos a los niños… el Albergue de Serrano… Salud, compañero…

Luego de bailarme, vuelvo a encontrar a María Luisa, muy atareada sacando toallas.

—Si me quisieras ayudar a bañarles… Hoy estoy sola con Fifina ¡y es una tarea!…

En los dormitorios huele como en las jaulas del Parque Zoológico… Los chiquitines con sus pijamas azules se desperezan al abrir las ventanas y pronto comienzan a tirarse las almohadas y a armar un ruido endiablado.

—Yo no me quiero bañar…

—Ni yo.

—Ni yo…

María Luisa y Fifina, que es una chica rubia de más de veinte años, friegan a los chicos de dos en dos, y hasta de tres en tres, en la enorme bañera. El agua está sólo templada y los pequeños gritan de frío.

Yo baño a los chiquitines en el lavabo, donde caben muy cómodamente aunque tengan seis años. Luego de bien jabonados y restregadas las orejas y las rodillas hasta con estropajo (el agua sale oscura y espesa como chocolate), los vamos envolviendo en toallas y encargando a ellos mismos de secarse. Con este procedimiento muy pronto están bañados cerca de sesenta.

Los mayores se bañan solos en otro cuarto de baño, y salen a pegarse en el pasillo, desnudos y chorreando agua.

Una señora que no conozco sube la escalera con fatiga.

—Es Margarita —me dice Fifina, y nos presenta—. Aquí tienes esta señora que viene a hacer camas… Luego conocerás a Rosario, la doctora, que se ocupa de la salud de los chicos.

—Hija, todas hacemos lo que sabemos y lo que podemos…

Valeriana y la chiquitina ya se rebullen en nuestro cuarto. Teresina está encantada con el jardín que mira desde el balcón.

—¿Podemos bajar, Celia? Di, ¿podemos bajar? ¿Me dejarán hacer casitas de tierra? ¿Hay aquí muchos niños? ¿Es esto un colegio como el de Segovia? ¿Por qué nos hemos venido a vivir al colegio?

Yo explico a Valeriana:

—Los ruidos de esta noche eran fusilamientos. Están aquí. Cuida de que las nenas no vean nada… Se los van a llevar en seguida…

Valeriana, sin decir nada, se persigna con la cruz del rosario que lleva en la faltriquera.

—¡Dios los haya recogido en su gloria…!

—Yo me voy ahora, antes de ir al Hospital, a ver a María Orduña, la amiga de tía Julia, a ver si sabe algo… Se me ha ocurrido que en la Guía de Teléfonos deben estar las señas… Cuida a las niñas, y de que coman, y come tú… ¿Necesitas dinero? Papá me dio ayer quinientas pesetas.

—Sí, hija… mesmamente tenemos dinero cuando no sirve pa ná.

Salgo cuando dejo a Valeriana y a las niñas tomando café con leche en el comedor, donde se desayunan cien chicos bajo la mirada severa de doña Margarita, que ata baberos, parte el pan y limpia narices con su mismo pañuelo sin darse un instante de reposo.

María Orduña vive en la calle de Ayala. Al bajar de Serrano veo abierta la Iglesia del Cristo de la Salud. Por la calle hay escombros y las aceras están llenas de pedacitos de molduras doradas… Bajo mis pies, una cosa redonda se aplasta… ¡es una cabecita de ángel de algún retablo!… Un confesonario a la puerta sirve de garita a un miliciano.

Subo a casa de la señora de Orduña, y una criada de delantal blanco me pasa al salón tapizado de terciopelo rojo…

Y ya venía María, que es una señora alta, gorda, blanca, siempre sonriente y sorda como una tapia.

—¡Conque han fusilado a Julia y a su hijo! —me dice a voces, sin perder su alegría—. Hija, esto es el fin del mundo. Yo ya lo dije cuando ganaron las elecciones los malos. ¡Ahora éstos matarán a las gentes honradas! No me quisieron creer, y éste es el resultado.

Le digo a gritos que no sé dónde está la tía, que si ella sabe…

—No hay que llorar, hija, que eso no sirve para nada… ya pronto entrarán las tropas de Franco y se arreglará todo… Creo que vienen hacia acá. Claro que ellos también van a fusilar en cuanto lleguen… A tu papá, que es un loco como mi hijo Enrique, le fusilarán en seguida, no te quepa duda.

Grita mucho y temo que la oigan desde la calle. Me precipito a cerrar el balcón…

—Eres como mi marido, siempre se cree que me pueden escuchar.

Vuelvo a querer hacerme oír, pero es inútil. La señora me escucha siempre sonriente, me da palmaditas maternales y vuelve a insistir en lo mismo:

—Siempre lo dije… y en Barcelona es igual… También mandan los malos, así que todo anda manga por hombro. No te habrás desayunado, ¿verdad? Pues ahora mismo te voy a dar…

Digo que sí, que sí me he desayunado, que no quiero tomar nada.

—Justa ha hecho hoy unos churros riquísimos… y vas a probarlos, no tienes más remedio.

Hace venir a Justa, que trae en seguida una bandeja con una taza de café con leche, pan y una lata de manteca salada.

—¡Ay, hija, en qué tiempos has llegado! ¡No hay manteca fresca, ni carne de lomo, y hasta creo que ya no hacen pasteles! Es terrible tener que sufrir estas privaciones a mi edad… Todo está desquiciado. Las gentes no tienen religión ni temor de Dios… Figúrate que ahora los lutos duran tres meses… Cuando yo era joven, el luto del padre duraba diez años… ¡Diez años con el manto hasta los pies y sin salir más que a misa! Luego sí, luego ya se podía una poner un cuellecito blanco, de ésos tan monos de encaje que hacen tan bien, y unos puñitos… y así se iba aclarando el luto poco a poco…

Miro el reloj y me levanto. ¡Son las diez!

—¡Me voy al Hospital! —le digo al oído casi a gritos, y esto sí lo entiende.

—¡Ah, sí, al Hospital, donde está el loco de tu padre! Bien puedes decirle que se deje de quijotadas y se vaya a vivir a su casita de Chamartín, que la pobre Julia se la había puesto como una tacita de plata con los muebles de la casa de la sierra.

Animada por el éxito, vuelvo a gritar:

—¿Qué ha sido de tía Julia? ¿Dónde está tía Julia?

—La habrán fusilado seguramente. ¿No ves que el hijo era de Falange? Otros locos. ¿A quién se le ocurre meterse en lo que no le importa? Iban ellos a arreglar el mundo, ¿no? Pues a dejarse de partidos y tonterías.

Mis padres vivían en Salamanca y nunca le dieron la razón a nadie cuando había huelgas. Y cuando la otra República, ellos…

Me sigue hasta la puerta contándome las huelgas de Salamanca hace cincuenta años, y como la idea de que hayan fusilado a tía Julia pone un nudo en mi garganta, me abraza maternalmente en la misma puerta de la escalera.

—¡Y no hay que amilanarse, querida! Ya sé que tú eres la madrecita de tus hermanas y tienes que imponer tu buen juicio hasta a tu padre… que ha perdido la chaveta… ¿Oyes?, que ha perdido la chaveta.

Salgo a la calle irritada contra esta mujer que toma tan sin fundamento lo que nos ocurre…

Es tardísimo cuando llego al Hospital. Papá mira con angustia a la puerta y su cara se anima al verme.

—¡En fin, ya estás aquí! —me dice, como siempre que ha temido durante horas por mi causa.

¡Qué bueno es papá!

Me decido a contarle todo, lo de Gerardo, lo de tía Julia… que estamos en el Albergue…

Durante un instante cierra los ojos sin hablar y temo que se haya impresionado mucho. Me arrodillo junto a él.

—¡Papaíto querido!

Le acaricio la cara y papá besa mi mano… Dos lágrimas caen por su cara flaca… Hoy no quiere ver el periódico.

Por la tarde, ya más tranquilo, hablamos.

—Yo no había querido decirte nada, hija, por darte la sorpresa… Tenemos una casa en Chamartín que tu pobre tía Julia me cambió por la que teníamos en la sierra, y que era de mis padres… Como aquella casa estaba llena de recuerdos para mí porque a ella fuimos tu madre y yo al casarnos, Julia hizo trasladar casi todos los muebles a la de Chamartín… y está preciosa…¡Quería yo darte la sorpresa, hija mía!

Me da la llave y acordamos que por lo pronto, y hasta que él salga del Hospital, seguiremos en el Albergue, y luego nos iremos juntos a la casa nueva.

—Tiene jardín y un pequeño estanque de piedra, y paseos, y árboles de sombra. Lejos de la ciudad, será un refugio para nosotros… Ya verás, Celia, cuando acabe la guerra, que ganaremos, haremos venir a Cuchifritín de Londres, y tal vez volvamos a ser felices…

Papá no puede convencerse de que hayan fusilado a tía Julia, y yo le cuento mi visita de la mañana a María Orduña.

—Esa señora no puede saber… Estará detenida por ahí. ¡Qué sé yo!

—En alguna «checa».

—Mira, hija, eso de las checas deben de ser mentiras de las derechas y tú no debes repetirlo… Eso es una cosa rusa…

—Pues eso… Dicen que han venido de Rusia a dirigir la defensa y son los que…

—¡Pero no hagas caso, hija! No te hagas eco de las calumnias… ¡Qué disparate! ¡Qué desdicha verme yo en la cama…! Estoy seguro de que si pudiera andar por ahí encontraría a la pobre Julia ¡qué tendrá un susto a estas horas…!

Me habló de la tía toda la tarde. Es su hermana mayor, y ha sido la madre para él y para tío Rodrigo desde que quedaron huérfanos cuando muy chicos.

—Muy religiosa, muy intolerante, muy áspera y dura, pero honrada, leal, desinteresada, bondadosa… con todos los defectos y las virtudes de esa España de Felipe II… ¡No, no puede haberle ocurrido nada a ella! Bastante ha sido que le hayan quitado al hijo… Y de veras lo siento, aunque nunca le quise… ¡Pobre Julia! Nos la llevaremos a vivir con nosotros…

Papá me da unas señas en su tarjeta para que vaya al día siguiente. Es una familia que vive en la calle de Ferraz y que seguramente podría hacer algo para encontrar a la tía…

Por la noche, al volver al Albergue, vuelvo a oír tiros en el último tramo de la calle de Serrano, y tengo miedo bajo la sombra de los árboles…

Toda la chiquillería está en el comedor. Teresina y María Fuencisla gritan al verme y vienen hacia mí. Están contentísimas. Han jugado en el columpio, han saltado a la comba, han corrido todo el día.

—Aquella niña se llama Nenuca —me dice Teresina— y es amiga mía. Me ha regalado un collar… Yo quiero regalarle un regalo muy bonito. ¿Me lo compras, Celia? Cuida de los chiquitines, de que no se peguen, y de que no se hagan pis, ¿sabes?… Son muy malísimos y dicen cosas feas; además juegan a fusilarse… Levantan el puño y yo también. ¡Mira!

Levanta su puñito como ha visto hacer a los chicos…

—Y sabemos cantar la «ternacional», verás, ¡Anda, María Fuencisla! «Agrupémonos todos, en la lucha final…».

Mi hermanita desentona terriblemente, pero yo no quiero que ella sepa y diga todo esto…

—¡Valeriana! No dejes a las nenas solas. Mira lo que me está contando…

—No las dejo, no… He tenido que mudarlas dos veces porque se han puesto perdidas de barro con la manga del jardín; y he lavado y he planchado… También he tenido que ayudar en la cocina…

Encuentro en el vestíbulo a Rosario, la doctora, que es una persona muy distinguida y simpática; a Margarita, la señora que conocí esta mañana; a Fifina, y a otras dos muchachas que no he visto hasta ahora.

Con ellas está un hombre grueso, con barbas, vestido con pantalón azul de mecánico, y en el cinturón dos enormes pistolones… ¡Me recuerda a alguien! ¿Quiénes?

¡Pero si es don Julián! A este señor le conocí en Santander, cuando estábamos con tía Julia y Gerardo. Él también me conoce:

—¿Eres la chica de Gálvez? ¡Celia! ¿No te llamas Celia? ¡Qué casualidad, muchacha!

Verdaderamente, el señor está estrafalario con sus barbas y sus pistolas… Me dice que se va a afeitar, porque los tiempos no están para barbas. Le cuento que papá está en el Hospital y promete ir a verle. También le hablo de tía Julia:

—No sabemos dónde está… Si usted pudiera averiguar… A Gerardo lo fusilaron anteayer, y luego…

Don Julián parece que es persona importante, porque todos le piden algo para el Albergue. Hacen falta más sábanas, también algunos tónicos… Hay niños muy débiles…

A todo dice:

—Mañana, a las once, pasad por la oficina y extenderé unos vales… pero no sé si me vais a conocer porque pienso afeitarme —y ríe.

Se ve que por ahora lo que más le preocupa son sus barbas. Se va, luego de apretarme las manos y decir que está a nuestra disposición para todo…

—Y ánimo, muchacha. Estás pasando unos días malos, pero felizmente se van a acabar pronto…

Antes de acostarme hablo con Margarita, y me presenta a las dos muchachas. Una se llama Carmela y la otra Rosalía. Son las que se quedan de guardia esta noche.

Carmela es maestra.

—¿Cómo «halla» usted este «mísero» albergue? —me dice muy redicha.

—Muy bien… y nada de mísero… ¡Es un palacio!

—¡Oh, sí! Pero el moblaje no corresponde a la magnificencia del grandioso edificio… Hemos hecho lo que hemos podido, poniendo en ello nuestra fe en la causa del pueblo, pero hay deficiencias aún… que se irán subsanando con la experiencia…

Me azara esta manera de hablar en una chica joven.

Rosalía se ríe hablando de ella:

—¡Esa estúpida! —me dice—. Me ataca a los nervios…

Luego me habla de los niños y del sistema educativo.

—Aún no hemos empezado a organizar la enseñanza, pero hay que hacerlo en seguida, sobre todo para borrar el recuerdo de estos últimos días en sus casas… Margarita y yo estábamos hablando de eso. ¡Nada de alzar los puños y cantar la Internacional…! ¡Qué les importa a las criaturas todo eso!… Que jueguen, que se alimenten bien, que canten canciones populares… y que se les olvide que los hombres se matan unos a otros… ¿No te parece?

Ya están los niños acostados, y ahora estamos nosotras en el jardín hablando de nuestras cosas.

La noche es deliciosa, entre los árboles pasa la luz de la luna…

Oímos sonar el teléfono dentro y Rosalía corre a atenderlo. Me quedo sola. Hablan dos hombres en la escalera. Son los milicianos que hacen la guardia por la noche en el Albergue, guardándonos de no sé qué hipotéticos peligros.

La voz de Rosalía:

—Celia, Celia… Es a ti…

¡Señor! ¿Qué nueva desgracia será?

Al pronto no conozco la voz. Es María Luisa.

—Celia, Celia, ¿eres tú? Me pasa una cosa horrible… ¡Están registrando la casa desde las cinco de la tarde! ¿Me oyes?… ¡Se quieren llevar a papá y a mi hermano!… ¿Me oyes? Habla con alguien… tú conocerás a algún amigo de tu padre que responda por nosotros. Dile que venga… ven tú con él…

—¿Está tu padre en casa?

—No… no puedo explicarte… Va…

Se interrumpe la comunicación…

Rosalía me mira sin preguntar…

—Es María Luisa… Hoy han registrado su casa y quieren llevarse a su padre…

—¿Y qué puedes tú hacer?

—No sé… ¡pobre! ¡Y ella confía en mí!

De pronto recuerdo a don Julián y pido su teléfono…

—No te fíes —me dice Rosalía.

Marco los números en el teléfono y tardan mucho en contestar.

—¿Qué? ¿Quién es? —su voz.

—Soy yo, Celia Gálvez…

—¡Ah!, buenas noches… ¿qué quieres, hija?

—No es para mí… es para María Luisa, ¿la conoce?

—Sí, querida, sí… Soy amigo de la familia desde hace muchos años… ¿Le ocurre algo?

—Sí, señor… Están registrando la casa desde esta tarde a las cinco y se quieren llevar al padre…

No dice nada, y continúo.

—¡Es horrible! La pobre está desesperada y me ha llamado… ¡Cómo sabe lo que ha pasado en casa!

Sigue el silencio.

—Si fuera posible ir y hablar con esos hombres y convencerles de que el padre de María Luisa es gente de izquierdas…

El silencio es tan grande al otro lado que pregunto:

—¿Me oye? ¡Diga!

—Sí… oigo —y el tono de la voz me espanta—. ¿Qué es lo que quieres que yo haga?

—¡Cómo usted está en cuestiones de ésas de…! Conocerá gente…

—Estás equivocada… Los que hacen esos registros son personas que están al tanto de lo que ocurre en las casas… y… en fin, ya te digo, yo no puedo hacer nada… Estoy cayéndome de sueño y mañana tengo que madrugar. Salud.

Dejo el teléfono y miro a Rosalía sin moverme del sitio.

—¿Qué? ¿Te ha dicho que no puede hacer nada? ¡Es cobarde como una gallina!

Salimos al jardín otra vez y la luz de la luna me pareció espectral.

—¿Qué hacer?

Las voces de los milicianos que guardan la puerta me estremecen…

Llegamos hasta ellos.

—¿Estás de guardia, compañera?

—Yo no… es que…

—Es que no se acuesta porque está preocupada… La compañera María Luisa ha telefoneado que están registrando su casa…

—¿Quién es María Luisa?

—La morena, hombre —tercia el otro—. Esa chica que tiene el pelo rizado y que tenía un auto viejo donde traía a los niños… ¿No sabes?, que algunas veces venía con ella su madre…

—¡Ah!, sí, ya sé quién es. Casualmente la otra noche que estuve aquí de guardia me trajo unas ciruelas de esos árboles…

—Pues están registrando su casa y se quieren llevar al padre…

—Bueno… pero ¿son de los nuestros? La chica, sí, ya sé, pero los padres… Porque hay gente que de la noche a la mañana se da vuelta a la chaqueta…

Yo les aseguro que son de izquierdas, que son gente buena, que los conozco desde hace mucho tiempo…

—Lo mejor será que den aviso a la Policía. Si el registro es indebido, o por gentes incontroladas, la Policía no lo va a consentir.

—¿Dónde se avisa a la Policía?

—Ahí… —me dice señalando el magnífico hotel de enfrente. Se ve luz por una de las ventanas—. Si quieres que te acompañe…

Cruzamos la calle. La puerta del jardín está abierta. El miliciano me va diciendo:

—Hace como ocho días que se ha incautado la Policía de este hotel… Vivían no sé qué pájaros aristócratas que volaron, o los liquidaron, no sé bien, y la doncella, que era novia de un policía, le avisó… y…

Una muchacha muy bonita abre la puerta:

—Aquí, esta compañera… quiere hablar al que esté de guardia…

Nos pasa a un salón iluminado con todas las luces de una araña de cristal. Un retrato al óleo con una hermosísima dama es lo único que veo…

—¿Qué os ocurre, compañeros? —dice un joven de aspecto simpático que se ha levantado de una butaca al vernos entrar.

—Aquí, la compañera, dice…

Expongo el caso un poco embarulladamente. Mientras, llegan otros dos hombres con la joven, que me escucha con cortesía…

—Dices, compañera, que se llaman Peña de apellido… ¿No tienen un hijo que le llaman Tito?

—Sí, creo que sí…

—¡Ah! Pero si fuimos compañeros en el Comercial… Tan buen estudiante como yo. Ninguno estudiaba un pitoche… ¡Pero si ese chico es de izquierdas!

Deciden acompañarme. El miliciano se vuelve al Albergue, y yo bajo al garaje con dos de aquellos muchachos.

Cuando salimos, ya en el coche, se asoma a la ventana del piso bajo el primero con quien hablé:

—¡Oíd… que miréis bien lo que hacéis! Si son de la CNT los que registran… ni una palabra más… Mucho cuidado, ¿eh?

—Sí, sí… ya sabemos…

Por el camino vamos en silencio… Uno dice de pronto:

—Cuando ganemos la guerra, vamos a tener que hacer una limpieza… Cuidao que se ha echao a la calle gentuza…

El otro calla…

La puerta del piso de mi amiga está abierta y en el recibimiento se amontonan libros y maletas como en una mudanza. Un miliciano de innoble aspecto, al cruzar el pasillo, se detiene a mirar.

—¿Qué quieren aquí?

—¡Policía, compañero!

—¿De qué se trata? ¿Alguna denuncia?

—¡Pst! ¡Son monárquicos…!

En una habitación de la entrada está María Luisa sentada en la cama, y enteramente desencajada y pálida. Me mira y no dice nada.

—¿Y tu padre?

—No sé… No ha venido… Le habrá avisado el portero…

—¿Y tu madre?

—A mamá se la han llevado al piso de abajo. Yo no he querido ir… Prefiero verlo todo.

—Ha venido la Policía —digo.

—Es igual… No harán nada…

—¿Tus hermanos?

—A Carlos se lo han llevado ya…

Salgo al recibimiento donde los dos policías hablan con un miliciano lleno de correas y con una pistola enorme colgando.

—Son monárquicos… Os lo digo yo que he encontrao un libro que lo dice…

—¿Cómo?

—Por ahí está —dice señalando al montón que hay en el suelo—. Éste… ¿qué dice aquí? El viz-con-de-de-Bra-ge-lo-ne… ¡Bien claro está!

Los policías asienten, sonriendo.

—Se han llevado a Carlos —les digo—. El hermano mayor.

—¡Ah, sí! —dice el miliciano—. Se le llevó el compañero Arrieta… ¡Es fascista el niño!

—¿Pero…?

—No, por el pronto, no; para hacerle cantar. Se le han llevado a una checa…

Vuelvo al cuarto de María Luisa.

—Oye… a tu hermano no le ha pasado nada… le han detenido, nada más.

—Es igual… le matarán… —De pronto dice en un arrebato:

—Y si se llevan a mi padre, me tiro por ese balcón…

Le aprieto las manos… están heladas en esta noche de calor…

La Policía me llama.

—No tenemos nada que hacer aquí, compañera. Si quieres te llevamos al Albergue…

Yo tampoco puedo hacer aquí nada, y pienso que fuera podré recurrir a alguien.

Nos vamos. La Castellana está solitaria a estas horas. Una mujer que sale de las sombras de los árboles nos hace señas para que paremos, pero la Policía no le hace caso…

Ya subimos hacia Serrano. Es noche de luna, veo el edificio del Albergue iluminado de luz azulada. De pronto el coche se para. El que conduce dice en voz baja al otro:

—Es mejor que no pasemos ahora. Van a dar el paseo a alguien.

De pie, veo un trozo de la tapia del jardín iluminado por los focos de carretera de un auto… Junto a la tapia se mueven varios hombres… luego sólo queda una mujer vestida de negro… Su cara se confunde con el fondo iluminado… Súbitamente, una voz llega hasta nosotros: es la mujer que reza:

—Dios te salve, María, llena eres de gracia…

La descarga acaba con la voz y la mujer cae en dos veces, como un muñeco sin goznes…

—¡Dios, Dios, Dios! —digo.

—¡Chitss! —hacen los policías.

Continuamos. Al pasar junto al coche de los asesinos que se pone en marcha, dicen:

—Salud…

Me dejan en la puerta, pero cuando voy a bajar, el ruido del motor de un aeroplano me hace levantar la cabeza. Casi al mismo tiempo, un estallido espantoso… y luego otro, y otro…

—¡Están bombardeando Madrid! —dicen.

—¡Era lo único que faltaba para empeorar las cosas…! ¡Qué desatino! Esta noche esos bribones van a fusilar a medio mundo…

Subo al jardín. Por delante de la luna pasa una nube gris que se hace blanca al pasar… En ella se destaca la silueta del aeroplano…