VI
El albergue

UN estruendo cercano me despierta. Escucho un instante, oigo hablar y luego el motor en marcha de un auto. El coche se aleja y vuelve el silencio… ¡Qué calor!… Por el balcón abierto veo las estrellas en el cielo azul profundo…

Me duermo… Otra vez me despierta el estruendo; Valeriana me dice desde su cama:

—¿Has oído?

—Sí… y otra vez, antes, igual.

Las dos salimos al balcón. Oímos hablar y el zumbido del motor… Luego el auto que se va… Lejos se oye una descarga de fusilería y algunos tiros sueltos después…

—¡Tiros! —dice Valeriana—. Siempre tiros… No saben hacer otra cosa más que matar…

De madrugada nos dormimos y en cuanto comienza a amanecer me levanto para bañarme antes de levantar a las niñas.

En el jardín me encuentro a María Luisa, que ha pasado la noche de guardia. Está muy pálida y con ojos de sueño.

—Menos mal que hoy podré dormir en casa, porque traemos a mamá del Hospital… ¡Dan unas noches estos chicos! ¡Las noches Myrurgia, como dice Laurita! Algunos se hacen pis en la cama y hasta algo más. ¡Te digo!

Luego le hablo del estruendo de la noche y de que Valeriana y yo nos hemos despertado varias veces.

—Ven conmigo y verás…

Salimos al jardín, que está fresco a esta hora, y me lleva junto a una tapia. La tapia me llega a las rodillas, pero por el lado que da al campo está a más de tres metros del suelo.

—Mira abajo —me dice.

Me asomo… ¡Jesús! Hay cuatro hombres caídos en diversas posturas. Uno como si estuviera de rodillas y se hubiera caído de cabeza. Otro encogido, con una mano en el vientre.

—Son los fusilados de esta noche… Vamos al otro lado… en la tapia que da a la calle…

Allí hay sólo uno, con los brazos abiertos en cruz…

—Ven ahora. Vamos a avisar al Depósito para que vengan a recogerlos antes de que se levanten los niños… Como alguna noche estarás de guardia, conviene que aprendas esto… No hay que descuidarse… El otro día no estuve yo aquí y cuando vine por la tarde los niños se acercaban a decirme:

—¿No sabe, señorita? Había unos fascistas muertos junto a la tapia y les entraban las hormigas por las narices. ¡Qué risa! Porque las criaturas son crueles…

Hemos llegado a la cabina del teléfono que está junto a la puerta de entrada, y María Luisa llama con desparpajo, señalando en el disco del aparato los números que están escritos con tiza en la pared: