Sal de este mundo, alma cristiana, y vuelve a tu Creador, que te formó de la tierra…
Uno de los milicianos se ríe y hace señas a los otros de que está loca.
La voz de la tía me produce un escalofrío por la espalda, y una angustia de náusea en el estómago:
Recibe, Señor, a tu criatura, que siempre te ha servido y creído en Ti.
Entonces oigo un rumor. Es Gerardo que contesta:
—Amén.
—¡Compañera! —dice con voz ronca el miliciano que está más cerca de mí, dirigiéndose a la tía—. Compañera, ya hemos esperado bastante, y no podrá decir que no somos condescendientes.
Salen todos, y también la tía… que continúa rezando, ya en voz más débil:
Salva, Señor, su alma y llévala a la Gloria Eterna.
—Amén.
Ya está en el recibimiento, ya abre la puerta de la escalera, ya baja…
Requiem Aeternam… Dale, Señor, el descanso eterno…
—Amén.
La voz de Gerardo sube por la escalera. Valeriana y yo miramos a la tía, que contempla, como hipnotizada, al hijo. Se oye cerrar, con un portazo, la puerta de la calle, por donde ha desaparecido, y la tía no se mueve…
—Tía… vamos adentro… ¡Tía!
No me contesta; creo que no me ha oído:
—Tía.
—Vamos, señora —dice Valeriana—. Vamos… Dios lo ve too, señora, y Él nos ampara a toos.
La voz de la tía, que ahora suena rota y ronca:
—No puedo…
Parece que se va a caer, y Valeriana la sujeta.
—Ayúdame, Celia…
Entre las dos la llevamos en vilo a la cama. Valeriana, que no pierde nunca la serenidad, va y viene, abre el balcón, pone una silla junto a la cama y se sienta dispuesta a pasar la noche.
—Vete a acostar, Celia… aquí no haces ná y mañana tiés que madrugar pa irte al Hospital…
Casi no sé cuándo me he acostado porque debí quedarme dormida inmediatamente… abro los ojos y ya entra el sol por el balcón.
Valeriana prepara el desayuno en la cocina.
—Tu tía se ha ido en cuanto amaneció… No la he podido sujetar… Dijo que se iba al Depósito a ver si estaba el señorito Gerardo y a hacerle el entierro. Yo me hubiera ido con ella, pero no podía dejaras solas… La María se ha ido también… dice que se iba porque aquí somos toos… no sé qué.
—Fascistas habrá dicho.
—Eso… ella sí que es una perra sin corazón… ¡Pero déjala, déjala, que too se paga!… ¡Pobre señorito! ¡Y pobre de mi señor, que era un santo del cielo! ¡Y too por ser eso que dices…!
—No, Valeriana, no. Gerardo, ¡pobre!, yo no sé si era fascista, pero puede que sí… el abuelo era todo lo contrario…
—Es lo mesmo… a toos los afusilan por esto o por lo otro. ¡Madre mía de la Fuencisla, a qué tiempos hemos llegao!
Llego al Hospital y no me atrevo a contarle a papá lo que ha ocurrido en casa. Cabalmente hoy está loco de alegría con las noticias que traen los periódicos.
Cuando bajo a almorzar en la tabernucha encuentro a María Luisa. Hoy está también su padre; un señor muy simpático, que se conmueve con mi relato de la noche.
—Lo mejor es no hacer comentarios, hija mía. A tu primo lo habrán fusilado o no… ¡quién sabe! Tal vez esté en una checa.
Me explica que «checa» se llama a las prisiones que han establecido los comités comunistas o anarquistas, donde llevan a los prisioneros para juzgarles…
—Pero ¿tienen Tribunales?
El padre de María Luisa, o no sabe nada, o prefiere no hablar de ello, porque cambia de conversación y se muestra muy ocurrente y chistoso tratando temas de tiempos normales. Es teniente coronel retirado, y se fueron a vivir a Galicia, donde tienen la casa de los abuelos y donde casarán a María Luisa con el boticario.
Con todo esto, me voy animando y se me pasa la angustia de la noche… ¡Pobre tía Julia, qué susto se ha llevado! Gerardo estará preso… y hasta es posible que me lo encuentre en casa al volver…
Vuelvo de noche y en la puerta de casa, sentada al borde de la acera, me encuentro a Valeriana con la nena dormida en brazos y Teresina sentada a su lado.
—¿Qué hacéis aquí?
—No te asustes… es que… ¿Tú conoces a alguien donde podamos pasar la noche?
¡Dios mío! Mi cabeza se niega a comprender lo que ha pasado, y necesito que Valeriana me lo explique varias veces. Tía Julia encontró a Gerardo en el Depósito, perdió la cabeza; gritó, insultó, y se la llevaron… no se sabe dónde… a mediodía vinieron unos milicianos y registraron la casa llevándose todos los papeles.
A Valeriana le dijeron que abandonara la casa inmediatamente porque la iban a dejar sellada por orden del juez…
—Con ellos venía la María, que es la que decía dónde guardaba el señorito sus papeles y dónde tenía la señora las alhajas y el dinero… y ella fue la que me dijo lo que le ha pasado a la pobre señora… ¡qué más valía que Dios se la llevara cuanto antes!
—¡Válgame Dios!
Sentadas en el borde de la acera, somos un triste espectáculo. Teresina me acaricia la cara viéndome llorar. ¡Dios mío! Pero como el tiempo urge, por las niñas…
—¿Habéis comido hoy?
—Sí… me bajé la leche… y toa la ropa vuestra en la alforja… y una miaja e pan para mí… Hemos estao con los porteros, pero él dice que no quiere compromisos y por eso nos hemos salió afuera…
Mientras habla Valeriana me acuerdo de la guardería de María Luisa… Al final de Serrano…
—Vamos, Valeriana. Creo que por esta noche tendremos donde dormir y mañana veremos. No está lejos.
Yo delante, con Teresina de la mano, y Valeriana detrás, con María Fuencisla en los brazos, recorremos las calles apenas iluminadas por algún farol…
Por Diego de León bajamos a Serrano y entramos en una parte de la calle sin tiendas, de grandes hoteles y jardines y árboles que oscurecen las aceras absolutamente.
Suenan tiros casi al lado, y Valeriana se detiene y me llama:
—¡Celia…!
—Sí, ya he oído. Vamos al centro de la calle para que nos vean… Nadie va a tirar sobre nosotras. ¡Compréndelo, mujer!
Mis palabras me reaniman y seguimos.
—Allí hay un hombre —dice Valeriana, señalando una esquina.
Es un miliciano y me dirijo a él.
—¿Podría decirme dónde hay por aquí un albergue de niños?
—¡Ahí mismo! —dice el miliciano señalando un edificio que se ve en alto y cuyas luces brillan entre los árboles—. Estoy yo de guarda de noche en el albergue.
Él nos acompaña. Subimos una escalera estrecha desde la calle y nos encontramos en un frondoso jardín. Por una gran puerta de cristales sale luz, y gritos de chicos, y allí nos dirigimos.
Están comiendo en largas mesas tal vez cien criaturas de todas las edades. De pronto veo a María Luisa que viene hacia mí.
—¡Pero chica! ¿A estas horas?
Le cuento nuestra situación… Valeriana, tranquila hasta ahora, está llorando hilo a hilo con mi hermanita en los brazos.
—¡No llore, mujer! —dice María Luisa—. Aquí se quedarán. Arriba hay una habitación con tres camas que está aún desocupada. Vamos.
La casa es un verdadero palacio. Gran escalera de mármol blanco, hermosas habitaciones que fueron salones de recibo y ahora son dormitorios de todos estos niños… Una habitación con mirador al jardín, con tres camitas y dos sillas, y Valeriana recobra inmediatamente su energía y actividad.
Pronto la habitación se transforma en nuestra vivienda y María Fuencisla continúa su sueño de ángel.
Teresina me dice al oído:
—¿Es ésta ahora nuestra casa?
—Sí, querida mía. Ahora vas a tomar tu sopa y a dormir…
—Oye —insiste—. ¿No nos echarán de aquí también?