IV
El hospital militar de Carabanchel

TODAS las mañanas a las ocho y media tomo el tranvía en la Plaza Mayor. ¿Dónde están los jardines y el caballo de bronce con Felipe IV? Parece que un terremoto ha desgarrado el suelo, levantando la tierra y convirtiendo la plaza en un desmonte polvoriento y sucio.

No llevo sombrero ni boina y voy vestida con la batita de percal que me hice en Segovia, y alpargatas. En una bolsa de hule llevo todo lo necesario para pasar el día en el hospital.

Todo el mundo va mal vestido, tal vez por no desentonar con la suciedad de las calles, o porque nos hemos convertido en pobres gentes. No sé bien.

El tranvía sale de la plaza a la calle de Toledo que recorre toda hasta el puente sobre el Manzanares. Al llegar allí, todas las mujeres miran hacia el río y cuchichean señalando con el dedo una orilla. Yo también miro pero no sé qué es lo que atrae su atención. Un hombre dice brutalmente:

—Hoy hay más de cien besugos —y todos se arriman.

—¿Dónde? ¿Se les ve desde aquí?

—Ayer había doce.

—Yo no los vi.

La conversación se hace general. Comprendo, al fin, que se refieren a los fusilados de la noche.

Todos miran puestos de pie, y yo también me levanto a mirar… Sí, allí veo un montón oscuro… Distingo el blanco de las caras. ¡Cuantísimos, Dios mío!

—¡Bien muertos están! —dice una mujer gorda, cruzando sonriente las manos sobre la barriga cubierta con delantal a cuadros.

—Son fascistas… Chupadores de la sangre del pobre.

Al entrar en la carretera de Carabanchel, dos obreros con fusiles y una obrera con correaje militar nos hacen bajar del tranvía.

—A ver. Documentos.

Yo enseño mi tarjeta del Hospital, mi cédula y el carnet de estudiante. Uno lo mira y se lo enseña a sus compañeros deletreando con trabajo.

—Pueden seguir —dice bien poseído de su importante misión que cumple honrada y enérgicamente.

Una noche, al volver a Madrid, he visto a estos mismos o a otros, que nos hacían enseñar los documentos, decir a uno de los pasajeros:

—Tú no puedes continuar el viaje. Ven con nosotros a declarar ante el comisario.

Y el hombre palideció tanto que me dio miedo. Allí se quedó con ellos cuando nosotros subimos al tranvía. El conductor dijo:

—Ése ha hecho las diez de últimas.

Una mujer se rió, pero fue una sola. Los demás continuamos el viaje en silencio y tan sombríamente como si volviéramos de un entierro.

En general se habla ahora poco en los tranvías. La gente prefiere callar sus pensamientos.

En cuanto comenzamos a subir la cuesta de la carretera de Carabanchel, puestos de pimientos, tomates y lechugas la alegran como flores, y hasta parece que no está pasando nada…

Cuando los dejamos atrás, aparece a trechos el campo árido, amarillo y seco, del que viene olor a rastrojos y también un repugnante hedor a carne putrefacta.

Al llegar a un punto del camino dice el cobrador:

—Hospital Militar.

Y yo me bajo, porque allí comienza la carretera que termina en la puerta del Hospital. Un tranvía hace el recorrido, que apenas dura cinco minutos, pero como no hay más que un coche, que va y viene, y el conductor suele detenerse a echar un trago de cuando en cuando, ocurre que el tranvía tarda en llegar y prefiero hacer a pie el corto camino.

Ahora, por esta calle del suburbio de casitas bajas, tabernas, merenderos y tiendas indefinibles, el hedor a carroña se hace más intenso.

—¡Peste! —oigo decir a una mujer que se aprieta las narices con los dedos—. Si no entierran pronto a ésos de la cuneta nos va a dar un tabardillo…

Debe de haber fusilados por aquí cerca… No quiero pensar en ello, pero al pasar por una taberna oigo decir:

—Son los fusilaos de anteayer que están aún en la zanja… Ya podían echarles un poco de tierra…

Pero ya estoy ante la verja que rodea el Hospital. Siempre hay muchos coches en esta plazoleta…

El zaguán grande y fresco me reconforta del calor del camino. Hombres del pueblo con fusiles y correaje, a los que ahora se llama milicianos, hacen aquí una guardia misteriosa. Hay más de veinte, sentados o paseando, y seis u ocho mujeres, también milicianas, con pistola al cinto.

El conserje, gordo y uniformado, habla con ellos. A él le enseño mi tarjeta y me deja pasar… ¡Qué hombre odioso se me ha hecho! Ya diré luego por qué.

Al pasar del zaguán al jardín siento ya el olor a desinfectantes. Están regadas las flores y limpias las aceras y la escalinata. Es como estar en otro mundo.

Papá está en el piso primero. Ya me espera mirando a la puerta, sentado con cuatro almohadas a la espalda para respirar cómodamente.

—¡Papaíto mío! ¿Qué tal la noche? Te traigo unos polvos efervescentes que saben a limón para preparar refrescos riquísimos… y los periódicos y camisón limpio.

Todo lo voy poniendo sobre la cama y papá me acaricia la cabeza, pero mira con ansiedad el periódico…

En cuanto lo abre comienza a indignarse.

—¡Tenían ayudas esos traidores, tienen ayudas! —grita.

Pero yo estoy ya acostumbrada a sus indignaciones y a sus alegrías y desesperaciones, y preparo la palangana para lavarle las manos y la cara, peinarle y cambiarle el camisón sin atender a lo que dice.

Luego he de comenzar la lucha de todos los días para que traigan el hielo. Los enfermeros no quieren que se les incomode, o no hacen caso, o vienen renegando.

Los enfermeros… salgo a la galería, harta de tocar el timbre.

—No se moleste —me dice una señora que está a la puerta del cuarto de al lado—, no se moleste, que no vendrán… Desde que echaron a las monjas esto va manga por hombro… ¡No diga que yo se lo he dicho! —dice bajando la voz—. Ellas ya se sabe que no tienen carrera, pero tenían práctica y llevaban esto y bien… ahora… ya ve usted…

Al fin viene la enfermera que es una chica muy mona y muy pintada… parece de cine.

Después que papá almuerza, le dejo dormir y paso yo a una tabernucha que hay enfrente, porque en el Hospital sólo dan de comer a los enfermos. Allí, en unos cuartitos encalados, con suelo de tierra, dan almuerzos a los acompañantes de los enfermos del Hospital.

Y allí me he encontrado un día con mi amiga María Luisa, la que estudiaba conmigo en San Isidro. La madre está operada en el Hospital y ella la acompaña.

—Estás preciosa —me ha dicho—. Pareces otra.

También ella está guapa y nos hemos reído de nuestra traza de obreras.

Me ha contado que su madre y ella habían organizado una guardería para niños.

—Los padres se marchan al frente, no hay jornales, y las criaturas no tenían qué comer. No puedes figurarte qué bien está. Nos han dado un convento al final de Serrano, con jardines, biblioteca y juegos para los niños. Tenemos allí setenta. ¿Cuándo vas a ayudarnos?

Le digo que tengo aquí a mis hermanitas, a las que he de atender… y a mi padre en el Hospital.

—Pues tus hermanitas están mejor en la guardería. Allí hay leche de sobra, y buenos alimentos. Además, el jardín, que es una hermosura, y no pudiendo veranear, a las criaturas les hace falta aire…

Habla como una persona mayor:

—¿Cuántos años tienes?

—Dieciséis.

—Y yo, quince, ¡Qué horror!, lo que está pasando, ¿verdad?

—Uf… no me digas. Yo estoy harta.

—Mis hermanos discuten de la mañana a la noche… Bueno, Jacinto, el mayor, está escondido no sé dónde… Era de Falange…

—¿Qué es eso?

—No sé… un partido o una sociedad, no sé… En cambio, Luis se ha ido a la sierra con un fusil… Te digo que están locos… y la pobre mamá sufriendo por todos… Pero cuéntame. ¿Has seguido estudiando? ¿Qué te haces?

Desde ese día he tenido un aliciente a la hora del almuerzo. María Luisa es monísima y no toma nada en serio. Es Madrid, el Instituto de San Isidro, Molinero, la calle de Alcalá, después de tanto tiempo… Pero no, no es lo mismo. Sólo un momento, mientras estamos juntas, me parece que nada ha cambiado…

Vuelvo al Hospital y enseño mi tarjeta al portero gordo y odioso… Oh, un día fue horrible lo que pasó.

Entraba yo como todas las mañanas, cuando gritó mirándome:

—Eh, rubia… ¡fuera!, no puedes pasar…

Yo dudé que se dirigiera a mí y continué.

—¡Qué no pases, te digo! —y me sujetó por un brazo.

Los milicianos y todos los que casi llenaban el zaguán me miraron.

—¡Pero si yo vengo a cuidar a mi padre, que está herido!…

—¡Mentira! Suelta ahí tus productos —me dijo llevándome junto a una mesa—, échalos ahí…

—¿Qué productos? —yo no podía saber lo que quería decir aquel bárbaro.

—Tus productos… anda, anda. Deprisa, que no tenemos tiempo que perder…

Yo, roja de vergüenza, temblorosa y sin poder casi hablar, fui vaciando sobre la mesa el contenido de la bolsa de hule. Mi delantal blanco, el camisón de papá, el peine, la colonia, el periódico, la polvera, el rouge, los sobrecitos de polvos efervescentes…

—¡A ver, a ver eso! —gritó triunfante el gordo.

Se caló las gafas y leyó: «Magnesia efervescente con gusto a limón. Exquisito refresco por sólo diez céntimos».

—No es esto… yo digo tus productos…

¡Dios mío! Pero ¿a qué le llamará «mis productos» este hombre? Vacié el contenido de una carterita que llevaba en el bolsillo.

—He cambiado diez duros al venir…

—¡No es ésta! —dijo un miliciano.

—¡Qué la registren!… Compañero Marín, regístrala…

Un miliciano me empujó hacia la portería y me hizo levantar los brazos palpándome todo el cuerpo.

—¡Ese Victoriano! No haga usted caso, compañera…

Salí otra vez al zaguán.

—No tiene nada, compañero.

—¡Pero si no es ésa! —volvió a decir el miliciano de antes—. Si no es ésa la que vende…

—¡Ah, no es! —dijo el portero—. Bueno, recoja eso y entre… Es que viene una rubia como usted a vender a los oficiales heridos… ¡A vender lo que no debe!

Yo no sé qué entendí en todo esto y en las miradas de todos, pero la vergüenza me hacía arder los ojos, y apenas me sostenía sobre las piernas cuando crucé el jardín, subí la escalera y entré en la habitación de mi padre.

—¡Ay, papá! ¡Ay, papaíto!