Ya en el gabinete de la tía, Valeriana se suelta el pañuelo negro de la cabeza que le debe de dar un calor insufrible y descubre sus canas, un poco despeinadas…
—Tía, las nenas están sin tomar nada desde ayer.
—¡Y vosotras!
—Nosotras no importa.
Tía Julia, pasado ese primer choque del momento, que no comprendo bien, se deshace en manifestaciones de cariño.
Pronto está la mesa del comedor dispuesta, y en la habitación fresca y entornada comemos servidas por María, la criada, y yo me quedo dormida profundamente en una butaca junto al balcón.
* * *
Han pasado ocho días y la vida se ha normalizado, se ha hecho igual y apacible. Valeriana se pasea por las tardes con María Fuencisla en brazos y Teresina agarrada a sus faldas, por la acera sucia y llena de tierra, sin alejarse mucho de la puerta. El primo Gerardo, a quien el primer día no vi, ha aparecido sin decir de dónde venía y está siempre encerrado en su habitación. Tía Julia y yo cosemos y hablamos junto al balcón. La tía quizá sabe lo que ha ocurrido en Segovia, pero yo no lo sé y posiblemente no lo sabré nunca, como no sé lo que ocurre en Madrid.
Por las noches oigo descargas y tiros aislados, gritos algunas veces, y carreras desatinadas que pasan debajo de los balcones y se alejan, dejando algo trágico en el aire.
—Esta mañana había tres hombres fusilados en esos desmontes de la esquina —me ha dicho tía Julia—. Yo no sé lo que va a pasar… Todo por no tener creencias ni fe en Dios…
Durante las horas de calor las niñas dan guerra en casa y yo no sé cómo distraerlas para que no molesten. Tía Julia duerme su siesta y el primo Gerardo parece malhumorado.
—Tenéis que dormir, hijas —digo a mis hermanitas—. Tenéis que dormir.
Y algunos días lo consigo a fuerza de acurrucarme en la mecedora del comedor con María Fuencisla en los brazos, cantando a media voz todo lo que se me ocurre…
En la calle el silencio es casi absoluto y sólo interrumpido por el paso de los tranvías. Por entre las persianas veo la calle inundada de un sol rabioso, como fuego, que hace arder las aceras empolvadas.
¡Esto es la revolución! Yo me había figurado las revoluciones con muchedumbres aullando por las calles, hombres subidos a los árboles y a las farolas pidiendo cabezas; banderas y oradores que gesticulan en los balcones… Tal vez todo eso lo he visto en algún cuadro de la revolución de Francia… Aquí hay silencio, polvo, suciedad, calor y hombres que ocupan el tranvía con fusiles al hombro… pero que en lugar de atacar parece que nos defienden de un enemigo misterioso y oculto debajo de la tierra… No se trabaja en las edificaciones ni en las obras de la calle… tal vez tampoco se trabaje en las fábricas… Los obreros se han ido a la sierra a luchar contra los fascistas o andan por las calles con el fusil preparado. ¿Quiénes son los que por la noche fusilan? Y ¿a quién fusilan?
De estas reflexiones me saca un inusitado chapoteo en el cuarto de baño… Llena de temor, dejo a María Fuencisla dormida en el sofá del comedor, lo que me lleva bastantes minutos, por el temor de despertarla, y acudo a ver qué hace Teresina…
Desde la puerta del pasillo la veo, muy atareada con el grifo del baño.
—¿Qué haces, nenita?
—¿Sabes? ¡Se me va…! ¡Mira, mira, cómo se va…!
Lo que se va por el sumidero es una corbata de Gerardo, que puedo salvar agarrando una punta… Es colorada y se ha desteñido terriblemente, tiñendo el agua de color de rosa.
—Pero ¿qué haces, tonta? ¿Qué estás haciendo?
Teresina, afligida, y metiéndose los puños en los ojos:
—¡Estaba lavando las corbatas de Gerardo! Dijo que estaban sucias… Una sospecha me vino:
—¿Las corbatas? ¿Dónde está la otra?
—¡Se ha ido por ahí! —dice Teresina.
—¡Pero niña! ¡Estás tonta, querida! Yo creo que estás tonta… ¿Tú sabes lo que va a decir la tía…?
Suena el teléfono, suena y suena sin que acuda nadie… Ya voy yo con la corbata que parece escurrir sangre, cuando oigo a la tía Julia que habla:
—Sí, aquí es… ¿El camarada Antonio? Don Antonio Gálvez, querrá usted decir… ¡No, no es igual! Yo soy su hermana… ¿Qué? ¿Del Hospital Militar? ¿Cómo? ¿Herido? ¿Qué está herido?… ¡Dios mío, qué locura!… ¿En la habitación 22 del pabellón central? ¡Jesús! Pero ¿es grave?… ¡Señor, Señor!
La tía deja el teléfono y me mira, pálida.
—A tu padre le ha atravesado una bala el pulmón… Vamos, hija… vamos al Hospital… ¡Qué barbaridad!