NO sé qué hora sería cuando me despertó Valeriana.
—¡Aspabílate, que nos vamos! ¡Anda, Celia…, muchacha! No te vuelvas a dormir, que nos vamos…
Me siento en la cama y me restriego los ojos, aturdida de sueño… No puedo recordar… Ha ocurrido algo horrible, pero no sé… ¡Ah, sí! ¡Se han llevado preso al abuelito!
Ya Valeriana ha salido de la alcoba al gabinete, donde hay luz, y oigo rumores de una conversación en voz baja… ¿Quién está ahí?
Me tiro de la cama y me acerco a la puerta. Es Farruco, el criado, que cuenta no sé qué a Valeriana… A mi oído llegan algunas palabras: «Don Antolín también está preso… Por el camino de Fuentemilanos… Yo sus alcanzo en cuanto deje esto en condiciones… No, solas no corréis peligro… El dinero se lo dio a don Antolín…».
Pero ya viene Valeriana hacia la alcoba en sombra.
—¿Entoavía estás así? ¡Mía que tenemos que vestir a las niñas! Anda, mujer, que se nos va a hacer de día antes de salir de Segovia…
Yo quería saber… ¿por qué nos vamos? ¿Dónde está el abuelito? ¿Es que también a nosotras nos van a llevar presas? ¿Ya dónde vamos? ¿A Madrid? Pero a esta hora no hay tren…
Valeriana tampoco sabe gran cosa. El abuelito ya sabía qué le pondrían preso y en el día de ayer lo dejó todo ordenado. Farruco y don Antolín saben todo lo que tenemos que hacer.
—¡Don Antolín está preso! Lo ha dicho Farruco.
—Bueno, hija, pal caso es igual. Nosotras no tenemos más que obedecer… Anda, viste a María Fuencisla mientras yo visto a Teresina.
La nena está profundamente dormida, y como vale más que no se despierte, le pongo su batita con cuidado, sus zapatitos…
Teresina refunfuña indignada:
—No quiero levantarme… No quiero… Tengo sueño… Tonta.
Acudo a ella:
—Chitss… Calla… Nos vamos de aquí, a buscar a papá, que está en Madrid.
Consigo que comprenda a medias y se deja vestir, bostezando y quedándose dormida, mientras le hago entrar el brazo por la manga…
Ya vestida, se duerme otra vez sobre la cama y nosotras recogemos ropa en un saco.
—¿No sería mejor en una maleta?
—No, hija, no pué ser… Las maletas se cargan muy mal en el burro.
—¿Vamos a ir en el burro? —pregunto, asombrada.
Resulta que no hay trenes para Madrid, según me dice Valeriana. Además, esto no es un viaje sino una huida…
Valeriana no quiere que encienda luces y andamos con una vela de una habitación a otra… El olor del infernillo de alcohol, donde se calienta un cazo de café con leche, da un ambiente nuevo a la casa, y nuestras sombras se alargan por las paredes… ¿A qué me recuerda esto? Es una sensación vivida otra vez… No sé cuándo…, tal vez en una novela…
Farruco aparece en la cocina y nos dice con ansiedad:
—¿No está entoavía? Picio ya tié puesta la albarda y le he atao unas arpilleras a las patas pa que no escandalice… No hay neseciá de que nadie se entere…
Hay que despertar a Teresina, que se niega a tomar el café. María Fuencisla sigue durmiendo en mis brazos cuando salimos al patio por la escalera de la cocina… La luna ilumina las piedras del pozo y la fachada de la casa, cubierta casi enteramente de hiedra por este lado…
De pronto, me inquieto. ¿Nos vamos para siempre? Pienso en mis libros, en una caja de laca que mamá me regaló… y en el vestido azul que me regaló tía Cecilia…
—Valeriana…, oye…, quería llevarme también… Toma la niña un momento.
—Chitss… No hay tiempo ya…
Farruco acerca el burro, que sale de la sombra…
—No hay tiempo, no… Las estrellas van muy altas y les va a amanecer antes de llegar a Fuentemilanos…
Me toma la niña Valeriana y me subo a la albarda de Picio, ancha y cómoda… Pero ¿qué es este bulto?
—Chitss…, el saco de vuestra ropa y unas fruslerías para el camino —dice Valeriana, y me entrega a María Fuencisla dormida, que se acomoda en mis brazos. ¡Chiquitína mía!
Teresina, medio despierta, se acomoda a horcajadas detrás de mí y, como puede dormirse, Valeriana la ata bien a mi cintura con el pañuelo de su cabeza.
Luego toma el ronzal y pasa el portón, que sólo tiene abierta una de las puertas… Picio tropieza en el umbral y está a punto de caerse.
—¡Soo! —dice Farruco, sin poder contener su hábito—. ¡Este condenao parece mismamente ciego!
Salimos a la plaza… La casona de enfrente es del marqués de Lozoya y aún tiene luz en el balcón… El marqués era amigo del abuelo, pero ahora ya no lo será… ¿Quiénes son ahora nuestros amigos? Tal vez sólo Valeriana y Farruco…
Bajamos la cuesta del Azoquejo y el cielo se tapa con la mole del Acueducto iluminado de luna. Farruco desata las arpilleras que lleva en las patas Picio y Valeriana tira del ronzal… Entramos en una carretera de árboles…
—Asús —dice Valeriana, deteniéndose—. ¡Civiles!
Los dos guardias, que han salido no sé por dónde:
—¿Dónde va?
—A Otero de Henares —dice Valeriana, y su voz suena tranquila—. A llevar las niñas de vuelta…
Los guardias se acercan a mirar.
—Son tres.
—Sí…, me las traje a pasar unos días conmigo y digo dice se las voy a llevar a su padre con la fresca, no sea que esté con cuidiao con estas revueltas.
—Siga —dicen los guardias.
Vuelve a andar Picio… La voz de Teresina, que parece salir entre lágrimas, dice:
—¿Nos querían llevar presas?
—Chitss, no hables fuerte, cordera. No, nada de presas…
—¿Y por qué Valeriana ha dicho una mentira?
—Porque es mejor así… Anda, duérmete sobre mi espalda…
—Ya no tengo sueño…
Sin embargo, al rato siento que está dormida y que el paso del burro la sacude sobre mí… ¡Pobrecita!
La noche huele a eras y a paja. Se oyen los cencerros de los bueyes que descansan del trajín del día… Pronto los uncirán al trillo o al carro… Se oyen caballos que se acercan. Otra vez la Guardia Civil.
Al salir de la sombra de los árboles nos ven y se detienen.
—¿Dónde van?
—A Otero de Henares.
—No por allí, ¿eh?, que no se puede pasar… ¿Dónde lleva a esa moza?
—No es moza, es una niña, la hija mayor del médico, que…
—Siga, siga…
Según nos alejamos de Segovia me siento más tranquila. Estamos en pleno campo y el cielo cubierto de estrellas parece tocar los montes a lo lejos… No cantan los grillos ni hay otro ruido que alguna esquila lejana. De pronto, un fogonazo en la montaña.
—Es la guerra —dice Valeriana con voz sorda—. La guerra… Dios tenga misericordia de nosotros… ¿Quieres que recemos, Celia? Es mejor, así no te duermes y Dios nos acompaña.
De pronto pienso que esta pobre mujer se va a cansar terriblemente… Se trata de andar cerca de cien kilómetros.
—Valeriana, dentro de un rato, cuando te canses, subes tú al burro y yo llevo el ronzal.
—¡Alabao sea Dios, qué cosas te se ocurren! Igual que si yo fuera de alfeñique… Déjame a mí de fantasías… Anda, vamos a rezar un rosario.
Y poniéndose a buscarlo en la faltriquera que lleva debajo de dos o tres zagalejos, para lo que ha de hacer coincidir la raja abierta en los tres, saca el rosario de sus profundidades y comienza:
—En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, que su nombre sea alabado por los siglos de los siglos, amén. Primer misterio, la Encarnación de Nuestro Señor. ¡Arre, Picio! Padre nuestro que estás en los Cielos…
Con el rezo y el movimiento del burro una dulce somnolencia me va invadiendo. Tengo una leve caída en el sueño, del que salgo asustada por temor de dejar caer a las niñas.
¡Amanece! Las estrellas van palideciendo y una claridad de perla aparece sobre la sierra, a lo lejos… Con la luz comienzan los fogonazos y los gritos, de los que llega a nosotros el ruido apagado.
—¡Hay guerra allí! —vuelve a decir Valeriana, aterrada.
Se ven las primeras casas de un pueblo, pero no conviene pasar por él para evitar curiosidades, y salimos a un sendero que se une a la carretera después del pueblo.
Hay olores de madrugada. El humo de la leña de jara que arde en los hogares, la frescura de los regatos, el perfume a resina de los pinos de la sierra. Son como duendecillos que vienen a sentarse en torno de mi corazón, encendido como otro hogar… Cabeceo de sueño…
Cuando empieza a salir el sol se despierta Teresina, que refunfuña un poco, sin comprender dónde está, y luego se asusta.
—¿Nos hemos escapado, Celia?
—Sí…
—¿No nos llevan ya presas?
—No seas tontina, preciosa. Nadie nos va a llevar presas.
—Pero al abuelito…
Ya está despierta María Fuencisla, que se ríe en mis brazos, y, como si toda la vida hubiera pasado la noche sobre un burro, entra en situación inmediatamente.
—Are, are burito, are…, vamos a Belén.
Hemos llegado a una ermita y Valeriana decide que Picio está cansado y debemos apearnos…
El campamento se establece a la sombra, porque el sol de julio de Castilla quema en cuanto sale.
Comemos chocolate que ha traído Valeriana con su previsión maternal; bebemos agua que nos trae de una fuente al otro lado del camino, y Teresina y María Fuencisla, encantadas con el día de campo, juegan a gritos a la puerta de la ermita.
Está cerrada, pero por una rejilla alta miro el interior iluminado por el sol que entra por la ventana junto al tejado.
En el altar hay un santo de largas barbas, flores de trapo, columnas retorcidas de color de oro viejo…
—Es San Antón —dice Valeriana, que también viene a mirar— «Santo bendito, acompáñanos y líbranos de todo mal, amén» —y se persigna deprisa.
—¿Nos va a acompañar San Antón? —Teresina inquiere.
—¡Claro que sí! —declara Valeriana.
—Pero tendrá que abrir la puerta —y como ella le ha mirado con recelo sus largas barbas blancas, dice arrimándose a mí—: ¡Me da miedo…!
Luego, más tarde, cuando el sol comienza a señalar el mediodía, oigo a Teresina que riñe a María Fuencisla y la amenaza terriblemente:
—Si eres mala vendrá el santo de las barbas a acompañarnos…
—No quero…
—Sí vendrá…, que lo ha dicho Valeriana.